lunes, 29 de noviembre de 2010

Presentación de la segunda edición de la novela Árbol al filo del desierto, en el Salón Simón Bolívar del Centro Cultural Itchimbía, 24/Nov/10



Árbol al filo del desierto, el tránsito irremediable hacia la muerte




Por Cecilia Velasco Andrade




Conocí a Nicolás Jiménez a través de mi padre, Milton Velasco, un obrero católico ilustrado. El mismo Milton Velasco me contaba que por las piscinas heladas de El Sena andaba pidiendo "algo de platita" el poeta César Dávila Andrade. Nicolás Jiménez era uno de esos nombres que sonaban en boca de mi padre, cerca de los de otros compañeros de organizaciones católicas cada vez más orientadas hacia movimientos demócrata-cristianos o, incluso, socialistas y de abierta izquierda. Si por la novela pudiéramos conocer algo sobre la ideología de su autor, nos atreveríamos afirmar que ve el mundo desde una postura vital escéptica e irónica, alejado de la fe en la utopía y la redención personal y social.


Con el pasar de los años, me he ido encontrando con Nicolás Jiménez en diversas ocasiones. Una de las más memorables es cuando lo descubrí como director del Taller Escuela Bernardo de Legarda, auspiciado por el Banco Central del Ecuador, cuya misión fue mantener un centro de educación en el que maestros talladores, escultores, pintores perpetuaran la tradición de la Escuela de arte quiteña. Lástima que tal institución haya debido desaparecer. Luego, lo he visto unas pocas veces, encerrado en su oscuro rincón, una minúscula tienda de Antigüedades, a la que también han ido a parar las menos prestigiadas, los objetos de uso de los viejos tiempos, no necesariamente rodeados del aura noble y de alcurnia de ser una "Antigüedad".


Desde allí, me parece, no ha dejado de guerrear un poco, quejándose en contra de las instituciones y su favoritismo; de las políticas editoriales y de las de los así llamados "mass media"; de cómo deciden y ejecutan sus políticas culturales los Municipios y ministerios. Pero, además, Nicolás Jiménez ha seguido escribiendo y produciendo. Fruto de ello es su última novela, de tal vez mil páginas, ¿o más? a la que será difícil tomar la decisión de acercarse. Y antes, han estado sus libros de cuentos.


Hoy nos congrega una nueva edición de su novela Árbol al filo del desierto, que recibiera en el años 2000 el Premio Joaquín Gallegos Lara, que otorga anualmente el Ilustre Municipio de Quito, y que en este relanzamiento cuenta con el auspicio del Fondo de Salvamento de Quito.


Creo que la novela de Nicolás Jiménez tiene algunos aciertos, y uno de los más importantes es potenciar la riqueza del habla quiteña como expresión de la ideología y del carácter de los personajes. En las cartas que las hermanas del Dr. Rafael Aguirre le dirigen, no solo que se advierte las peculiaridades del modo de hablar de los quiteños, con toda su carga emotiva y los matices semánticos que implica, sino que se puede advertir, en el modo de nombrar o de callar, un sistema de ideas que nos hablan de la exclusión, el racismo, l sexismo, la sujeción al poder, el arribismo como los pilares básicos. Al mismo tiempo, los lectores, acechando por detrás del hombro del Dr. Aguirre, leerán las epístolas de por lo menos dos constantes remitentes, cuyas versiones se contradicen entre sí, con lo que la realidad que el destinatario recibe no es homogénea.


Algunos de los rasgos más importantes de las cartas me parecen claves para ingresar a lo que podríamos llamar la subjetividad de una lengua. Así tenemos el uso notable de fórmulas perifrásticas con la posibilidad de futuro, como si afirmarlo fuera un gesto de soberbia (Se dice siempre: "Ha de llegar". "no te ha de hacer mal", en lugar de "llegará", no te hará daño); el reiterado recurso de los diminutivos como señal de humildad, más aparente que verdadera: "Disculpará nomás las tonteritas que te mandamos desde aquí", o de cursilería, como cuando se habla de adultos hechos y derechos bajo la fórmula de los "mamiticos", así como de mayúsculas para exagerar las virtudes de algún objeto o para otorgar a este rasgos espectaculares, como cuando hablan de la "Casa" o de "Nuestra Casita"; los apellidos como determinantes de los nombres propios, para degradar a sus poseedores, como "la Cevallos"; la presencia de quichismos para referirse a personas de rango social o racial "inferior", al nombrar a personajes como "mama Josefina" o la "patalsuelo", o "paspositos", "longuitos nomás"; la elusión constante del sujeto: "van a eliminar puestos en el Ministerio", "lo de la máquina", como si fuera imposible determinar quiénes son los sujetos responsables de las acciones o quiénes están detrás de estas determinaciones casi fatales. Estoy segura de que se podría decir mucho más, y un análisis psicolingüístico riguroso nos entregaría algunos preciosos secretos sobre la correspondencia que estructura buena parte de la novela Árbol al filo del desierto.


Las hermanas del personaje protagonista, el Dr. Aguirre, exilado en Guayaquil por una enfermedad muy grave y tras un síncope, le escriben, pues, como he dicho. reiteradas cartas, con una periodicidad quincenal o semanal, durante un período de tres años. Repetitivas a menudo, presionan sobre el ánimo de este atormentado pecador, padre amoroso y progenitor irresponsable al mismo tiempo, y evocan en esas líneas un pasado idílico que no puede ser: la infancia y juventud cuando "papacito y mamacita" vivían y la casa era la más preciosa de todas.


Se expresan allí como mujeres solas y abandonadas, que echan en falta a un esposo o protector que las socorra en sus contingencias. A su vez, Aguirre, atormentado constantemente por la fe y por la culpa, por la fortaleza de sus convicciones místicas y su apego al mundo y la sensualidad, medita sobre la debilidad que caracteriza a las mujeres, de quienes se conduele. Las ideas del personaje reflejan una mente que siempre está trabajando y que se pregunta, más allá de los lugares comunes, sobre la hondura y el fracaso que a menudo entraña la relación amorosa entre hombres y mujeres. Mientras los personajes femeninos de esta novelas, las viejas señoritas Aguirre, hablan de la necesidad de "colocar" a las mujeres jóvenes de la familia en "buenas casas", el a menudo cínico Rafael Aguirre y su hijo, una especie de doble, analiza el sinnúmero de implicaciones que inciden en hombres y mujeres en la búsqueda de alianzas moral, económica y socialmente convenientes. Otros hechos, como la Guerra Mundial, las catástrofes naturales, el papel de la Iglesia, los giros en la vida política nacional, mostrarán a los lectores diversas facetas ideológicas y morales del personaje, así como su personal crisis y tormentos más íntimos.


Cada vez está más solo y marginado, empobrecido y enfermo, y es objeto de humillaciones. Aquellos, los más débiles, a quienes quisiera brindar su protección, están a la intemperie. Ni sus gestos bondadosos con la poderosa hermana en Quito serán suficientes para librarlo del escarnio. Su cuerpo supura.


Página tras página, los lectores vemos la constante y progresiva destrucción de la céntrica casa de esta otrora familia notable. Junto con las paredes que se cuartean y los techos que se caen y las terrazas que se vienen al piso, se aprecia también la decadencia espiritual de los personajes, pues el hijo malbarata los otrora libros sagrados de su padre, a quien le brotan, cada vez con mayor fuerza, horribles y dolorosos forúnculos. Mientras el Dr. Aguirre recibe cartas de hombres prominentes de la política deseándole mejoras en la salud, y él las responde recomendando en términos profesionales a sus familiares inmediatos, una de sus hermanas se ofrece sexualmente a los virtuales patrocinadores, a cambio de un puesto en la dorada burocracia quiteña. Parece que, a menudo, detrás del lenguaje rimbombante de los personajes, con todos sus circunloquios, eufemismos y fórmulas corteses, se ocultaran las barbas del mismísimo diablo.


Desde Guayaquil, Rafael Aguirre envía mensualmente una cantidad mínima de dinero para un hijo "ilegítimo" que había procreado. Sus hermanas citan al Chiquito para entregarle la dádiva mensual del progenitor, pero Luisa, la "Cara de perro", la más cruel, suelta a Curro, el perro, para que amedrente al niño, porque, ya se sabe, se debe ejercer el poder y castigar a los bastardos, que no han nacido en hogares bien. El narrador nos ofrece, pues, a menudo, las mezquindades del infierno que hay detrás de los preciosos patios quiteños, con sus balcones y sus fragantes geranios. ¡Cuántas veces en las familias quiteñas de abolengo, pero también en las de baja alcurnia, no se ha humillado al expósito, la madre soltera, la criada vieja, el descastado, el que no tiene ojos azules! El narrador procede con una ironía magistral y siempre tiene el talante democrático para ceder la palabra a os innúmeros personajes. Cartas, recortes periodísticos, monólogos interiores, narraciones en tercera persona, fragmentos de reflexiones teológicas sobre las virtudes dela fe: stamos frenta a una novela polifónica valiosa y auténtica.


Casi no hay personaje que no merezca una burla. Casi todos tienen aquí algo ridículo. Aun así, en el caso de algunas mujeres que aparecen por aquí, lo que nos producen las páginas sea indignación y de ningún modo mofa, como cuando sus esposos o "machucantes" oficiales las golpean en la boca hasta hacerlas sangrar o producirles la muerte. Sin concesiones ni delicadeza, de modo implacable, vemos en esta novela a los señores y señoritos en su rol de varones.


En estas páginas hay muchos pecadores y pecados. Dolores, contingencias, enfermedades, muelas que duelen. Al mismo tiempo, homenajes literarios velados y bien trabajados, como a la Biblia, Santo Tomás, el Quijote. Como telón de fondo, la hipocresía social, retratada con un lenguaje sarcástico y ácido. A veces oímos los discursos de la hija elevando la figura del padre o leemos la carta de la hermana hacia el hermano, y es inevitable que recordemos el sinnúmero de disparates y cursilerías que, a menudo, se repiten en la retórica oficial. Por eso nos reímos, si bien muchas veces compasivamente. Desde luego, está presente la hondura psicológica. Aquí están, en estas páginas, los atormentados por sus culpas y por la necesidad de creer. El Dr. Rafael Aguirre crea en estas líneas, sus propios conceptos, a propósito de la Consideración Sexta para el Día de la Novena, "La Fe debe ser Constante":


"Mi fe, que no es mía sino que la das y me la quitas, no era un hecho en el año veintitres, ni lo es ahora enteramente: es un acontecer diario. No tengo otra historia que era de venir. Ahora mismo, cuando mi hija Ana ha sido colocada, como lo fue Salomé, siempre en tu nombre, con mi ausencia no prevista, desespero y mi constancia se desteje como costal viejo. Y Gustavo está peleándose con su mujer por falta de dinero, o sea de amor. La guerra amenaza de lejos y de cerca. ¿Es posible distinguir el camino? ¿entender esta historia tan triste coma la vía que nos proyectará al cielo? Mi camino no es racional, y en él se resume esta esencia: que todo esté en mí y yo soy el camino. Que es como la locura. Toda mi posibilidad está en este acontecer, y Tú estás en la intimidad mía y en la entraña de la Historia... Pero solo el corazón lo sabe. Recibo el don imperativo de la esperanza en tu promesa, que es también desesperación del mundo, el mismo sentimiento en sus dos sentidos. Ya no creo en los hombres; no sé si esto tiene algo que ver con la constancia "


...Y si muchas veces habló con lucidez y dolor valioso, en las últimas páginas lo vemos marchar hacia un final previsible. Los oportunistas descendientes y familiares cercanos terminarán vendiendo al mejor postor la vieja heredad familiar. En el epílogo se nos informa que la casa está convertida en un corral de lodo, con los cuartos útiles para migrantes indígenas y bodegas de cebollas, apestando miserablemente. "Ya no se puede reconocer", dice el narrador con ironía "a la que fuera sede la tradición quiteña". Los descendientes de la familia originaria seguirán trabajando, reproduciéndose, engañando. Al final, se informa de la muerte de la más joven.


Los lectores fuimos invitados a entrar a esta decadente mansión e hicimos viajes con los protagonistas, hacia Guayaquil o El Tingo. Fuimos perseguidos por estafadores, cometimos adulterios, amamos a nuestros padres. Fuimos crueles. Rezamos. Tuvimos fe y la perdimos.









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