Me parece pertinente reproducir aquí la bondadosa crítica que Cecilia Velasco Andrade, gran luchadora contra el poder represor de la libertad de expresión, desde la trinchera de su columna en el diario HOY, hiciera sobre mi ÁRBOL AL FILO DEL DESIERTO, en la revista Cultura, del Banco Central del Ecuador, cuando la primera edición de la novela apareció, en el año 2000. Las actuales quejas de Cecilia contra los funcionarios y partidarios de este gobierno, que cometen atropellos a la libertad, merecen mi solidaridad y así lo expreso aquí y ahora. También le felicito efusivamente por haber obtenido el XV premio latinoamericano de literatura infantil y juvenil NORMA con su libro “Tony”. Cecilia es una gran escritora ecuatoriana.
Mi novela fue reeditada por el FONSAL, y esta segunda edición está circulando por ahí. Vale la pena repetir lo que Cecilia escribió aquella vez:
"La novela última de Jiménez, que está circulando entre nosotros, es Árbol al filo del desierto, frase con al que alude a un fragmento bíblico, y con la que entrega un valioso aporte a la literatura contemporánea de nuestro país. Con ella, los lectores se enfrentan a una obra seria, madura, que aborda con profundidad y reflexión poética temas propios de la condición humana, en medio de un contexto geográfico e histórico que ha sido trabajado con minuciosidad, fuera de los peligrosos lugares comunes.
Nicolás Jiménez, un hombre alejado de los círculos literarios e intelectuales, un trabajador estrechamente vinculado con la producción artesanal, y no por ello un antiintelectual, ha sido mordido, ya en la madurez, por las palabras, y lo ha sido de un modo radical, y esperemos que definitivo.
Esta obra que he leído con pasión y gusto, porque siento que se habla de valores y formas de ser de los ecuatorianos, y porque el lenguaje me ha atrapado en la medida en que explora zonas de nuestra constitución social y cultural, obra en la que el autor ha puesto tanto de sí, no constituye un esfuerzo por alcanzar fama; me parece que incluso él la muestra con cierto pudor, como inseguro de las bondades de su trabajo, que yo creo que son muchas. Su construcción ha implicado un apasionado trabajo espiritual e intelectual, en el que en la más absoluta soledad el escritor, el poeta, construye un mundo alimentado por las obsesiones, los fantasmas, los recuerdos. Todo ello a través de unas formas lingüísticas y literarias que van acoplándose al mundo particular de los contenidos de cada obra. Así, mediante el trabajo del escritor, se consigue que a unos determinados contenidos correspondan unas formas, que son ésas y no otras.
Y ello no depende del azar. sino de cómo en lo literario
fondo y forma se van buscando mutuamente hasta lograr que un discurso sea dicho de un modo y sólo de ése. De ese modo, hay contenidos a los que se les impone, por su propia naturaleza, una forma de "diario", u otras, en las que la estructura narrativa descansa sobre el viejo motivo del documento perdido y recuperado.
En este caso, Jiménez ha trabajado con una estructura epistolar. Se trata de las cartas, ordenadas en series, de acuerdo a las fechas en que fueron escritas, de las
señoritas Aguirre, dirigidas a su hermano, el doctor Rafael, exilado por motivos políticos y de salud, en la ciudad de Guayaquil. En medio, corre un discurso narrativo en tercera persona, empleado sobre todo para contar lo concerniente a uno de los descendientes del doctor, así como formas de monólogos -incluso se podría pensar en una especie de "diario"- que corresponden al testimonio vivencial del personaje Rafael. Se han intercalado también, a lo largo de la novela, textos que dan al discurso narrativo la textura de un collage, supuestamente tomados de periódico y documentos de la época, que corresponde, aproximadamente, a las primeras cuatro décadas del siglo XX.
La ciudad, ésa que se ha ido convirtiendo para los escritores contemporáneos en algo más que un escenario frío, una escenografía adecuada y oportuna, para pasar a tener la fuerza y la persistencia de un personaje, aparece vista aquí desde la perspectiva de mujeres de una clase media venida a menos, cuyo símbolo mayor de respetabilidad y dignidad es la vieja casa, que tiene ya alrededor de trescientos años, "la casita tan bonita", cuya estructura, a pesar de las azoteas derrumbadas y los tumbados derruidos, exhibe cierta innegable aunque inútil majestad. Es también la ciudad curuchupa e hipócrita de los agremiados en las diversas asociaciones católicas, la de los restaurantes discretos "reservados" a donde se puede acudir si de una cita clandestina se trata, o de los clubes y casas de baile, donde los marginados e ilegales acuden en pos de un trabajo o de una "pelandusca" adecuada para la ocasión.
La ciudad, en este sentido, aparece vista desde los ojos de unas mujeres aplastadas por la cotidianidad, que relatan a su hermano, a la distancia, día tras día y mes tras mes, tanto los detalles de sus vidas encerradas, cuanto aquello que da cuenta del irreparable proceso de decadencia de la casa.
El mecanismo elegido para este relato pormenorizado, a ratos cansino, hecho de minuciosidades, en el que no está exenta una buena dosis de chismes, insidias y malicias, es el de las cartas. En ellas se pone en juego un extraordinario trabajo de lenguaje, pues éste evidencia el mundo de los valores de los personajes que firman las epístolas, su horizonte de expectativas y lectura de la realidad, sus idearios y visiones particulares. Las maduras y envejecidas señoritas Aguirre llegan a erigirse como personajes, aunque el narrador no gasta una sola palabra en describirlas. Ellas, a través de los hechos que relatan a su hermano, y a través de las interpretaciones de esos hechos se describen suficientemente, de modo que el lector no precisa más.
Tal vez el autorretrato que de este modo los personajes van haciendo de sí mismos nos deje una imagen un tanto amarga cómo son, y tal vez de cómo somos. Porque estas mujeres a menudo se muestran intolerantes, racistas, amargadas. Tapan y encubren todo lo que puede oler mal. Son hábiles para el arte del disimulo, y acuden oportunamente a los "ejercicios espirituales" de las iglesias quiteñas; juzgan la calidad de los otros según cuánto de indio o de pobre se tenga en la cara o en la ropa, y pueden mostrarse adulonas y serviles si conviene. Paralelamente, de segura producirán en los lectores cierta ternura, por ejemplo cuando se sabe que han enviado algún presente al hermano y le piden disculpas, como buenas quiteñas, "por la pequeñez", o cuando beben unas ricas mistelas y hasta se marean un poquito, o salen al teatro, o ven desde la ventana, cómo los otros sí pueden jugar y disfrutar de las fiestas de Carnaval.Es decir, aquí hay unos personajes sólidos, libres del estereotipo y la construcción maniquea en blanco y negro, ricos en matices espirituales, contradictorios y variables. Estos personajes nos permiten vislumbrar la vida y los valores de los quiteños de comienzos de siglo, desde visiones diversas y complejas. La misma Quito aparece desnuda y no muy bella que se diga: su enorme fragmentación social, los mecanismos sutiles de discriminación que la han ido marcando son abordados de modo rico y lúcido.
El personaje masculino más fuerte de la obra es el contradictorio doctor Rafael Aguirre, de seguro tempranamente arruinado por la presencia todopoderosa de sus hermanas.El doctor Aguirre encarna cierto espíritu del hombre moderno: acosado por sus dudas y por una vocación demasiado terrenal, tiene, no obstante, sed y hambre de profesar una verdadera, profunda e inquebrantable fe.Condenado por su flaqueza y vulnerabilidad, caracteres inherentes a lo humano, tiene ansia de infinito y de trascendencia. Quiere, en efecto, cultivar y animar su fe, pero las exigencias externas y formales parecen demandar de él demasiado, más de lo que su contingencia e imperfección le permiten. éste es, desde mi punto de vista, uno de los núcleos candentes más importantes y significativos de la obra de Nicolás Jiménez.
Es importante también el haberlo construido como un periodista e intelectual destacado, ámbitos en los cuales también se muestra contradictorio. Tiene a momentos arrestos para conquistar la libertad y autonomía intelectual, pero los hilos del poder son fuertes, y él termina entregándose, claudicando.
Quiero decir, ya casi para terminar, que en esta novela está presente también la buena y sabia dosis de humor e ironía, que siempre es buena para enfrentar los avatares y sinsabores de la vida, así como de cualquier empresa intelectual y artística, por seria que ésta sea. Me parece que por detrás ha existido también una sólida investigación histórica que ha traído como consecuencia que haya coherencia entre lo contado y el contexto histórico correspondiente.
Este ambicioso proyecto de Nicolás, hecho de miles de palabras y de cientos de hojas, constituye un aporte a la literatura ecuatoriana, entre otras razones porque aborda una época poco explorada por las letras ecuatorianas, y lo hace desde una visión rica y original, la de unas mujeres envejecidas y minúsculas que sienten nostalgia por el universo perdido. Se trata de lo que para ustedes o para mí serían unas viejas tías abuelas que aun viven en en centro de Quito, aferradas a la propiedad heredada de "papacito y mamacita", defendiendo las cuatro paredes justo antes de que un cataclismo se las lleve a la porra. Pero creo sobre todo, y con firmeza, que "Árbol al filo del desierto", de Jiménez, es un símbolo de resistencia.Frente a lo ligero, lo liviano, lo tibio, Nicolás Jiménez opone una obra ambiciosa, que ostenta densidad literaria y filosófica, y que exige del lector sólo atención y sensibilidad." Cecilia Velasco
No hay comentarios:
Publicar un comentario