lunes, 14 de junio de 2021

LOBAS : Cuatro novelas breves


 





 

 

 

 

LA LOBA, por Alfonsina Storni (Fragmentos)

Yo soy como la loba.
Quebré con el rebaño
Y me fui a la montaña
Fatigada del llano.

¡Pobrecitas y mansas ovejas del rebaño!
No temáis a la loba, ella no os hará daño.
Pero tampoco riáis, que sus dientes son finos
¡Y en el bosque aprendieron sus manejos felinos!

Ovejitas, mostradme los dientes. ¡Qué pequeños!
No podréis, pobrecitas, caminar sin los dueños
Por la montaña abrupta, que si el tigre os acecha
No sabréis defenderos, moriréis en la brecha.

Yo soy como la loba. Ando sola y me río
Del rebaño. El sustento me lo gano y es mío
Donde quiera que sea, que yo tengo una mano
Que sabe trabajar y un cerebro que es sano.

La que pueda seguirme que se venga conmigo.
Pero yo estoy de pie, de frente al enemigo,
La vida, y no temo su arrebato fatal
Porque tengo en la mano siempre pronto un puñal.

El hijo y después yo y después... ¡lo que sea!
Aquello que me llame más pronto a la pelea.
A veces la ilusión de un capullo de amor
Que yo sé malograr antes que se haga flor.

 

 

 

 

 

 

Letra de Loba (Canción de Shakira, fragmentos)
Sigilosa al pasar
Esa loba es especial
Mírala, caminar, caminar

Quién no ha querido a una diosa licántropa
En el ardor de una noche romántica
Mis aullidos son el llamado
Yo quiero un lobo domesticado

Por fin he encontrado un remedio infalible
que borre del todo la culpa
No pienso quedarme a tu lado
mirando la tele y oyendo disculpas
la vida me ha dado un hambre voraz
y tu apenas me das caramelos
Me voy con mis piernas
y mi juventud por ahí aunque te maten los celos

Coro:
Una loba en el armario
Tiene ganas de salir
Deja que se coma el barrio
Antes de irte a dormir

Llevo conmigo un radar especial para localizar solteros
Si acaso me meto en aprietos
también llevo el número de los bomberos
ni tipos muy lindos ni divos,
ni niños ricos yo sé lo que quiero
pasarla muy bien
y portarme muy mal en los brazos de algún caballero

 

                     

 

 

                            

 

 

 

                               DAYANA

 

Mi mamá me encerró en la correccional  porque me gustaba bailar. No me agradaban los juegos que las niñas jugaban en la escuela, sino el futbol. Yo iba a la escuela con las manos sucias de grasa porque desde pequeña, igual que a mis hermanos, papá me obligó a ayudar en la mecánica. Mi papa tenía una mecánica automotriz, en un barrio apartado del centro de Quito. Yo lavaba piezas en gasolina, guardaba herramientas y lijaba latas, cuando estaba en primer grado. Las niñas se adornaban con vinchas y cintas, yo no. Cuando desobedecía me pegaban, papá y mamá se odiaban y nunca paraban de pelear, y la pagábamos los hijos si estábamos cerca. Una profesora me separaba siempre para mostrar a las demás cómo no deben las niñas tener las manos, como las mías, sucias y toscas. A los once años, mis compañeras llevaban vestidos de colores y melenas, yo usaba pantalones viejos y el pelo mal cortado. En el colegio, quise ingresar al grupo de las más bulliciosas, traté de ser aceptada, arreglé mi pelo lo poco que podía, pero no me acogieron. Una chica bastonera se amistó conmigo, no sé por qué y aun con mi apariencia cochinita, conversábamos en el bus, le gustaban unos dibujos que yo hacía. Me enamoré del hermano de esa amiga, era lindo, blanquito, con ojos rasgados, pelo churiado, era delgado y caminaba bonito. Pero mi amor fue platónico, traté de que se fijara en mí y no lo hizo. Le decían Tato, nunca me tomó en cuenta pero comencé a arreglarme para él, ya quería verme bonita.

Marta Guevara era portera recepcionista del edificio Tauro, donde había muchos bufetes de abogados, recibía correspondencia y la repartía de oficina en oficina. Tenía, para vender al público, artesanías holandesas, en una pequeña vitrina acomodada en  el corral de la Recepción, había vivido seis años en Holanda, trabajando en el aseo de casas. Volvió al Ecuador con la intención de quedarse y establecer un pequeño negocio,  pero le estaba yendo mal y decía que volvería a irse, allá estaba su marido y ella tenía trabajo seguro. Es una mujer pequeña, morena, tiene cuerpo grueso, parece fuerte, su rostro es tosco pero armonioso, luce relajada, se mueve pausadamente, pero cuando camina lo hace de prisa.

En mi casa, dijo, llegaron a creer que necesitaba regenerarme porque iba a la discoteca en secreto. Tenía una hermana mayor que sí era tremenda, bailaba, tomaba y hacía cosas con los hombres, sin dejar que mis padres se enteraran; yo le sabía, ella trataba de ser sexi, mi papá le decía pareces puta y no hacía caso, salía huyendo y cuando regresaba recibía una golpiza, pero nada la detenía. La primera vez fui a la discoteca porque me llevó mi amiga, la bastonera, me fugué de noche sin que lo notaran mis padres y, así mismo, entré muy tarde sin hacerme sentir. Repetí esas huidas algunas veces, también fui a bailar en vez de ir al colegio, perdí la mochila en la discoteca; mis papás se enteraron de esas faltas, además les habían ido con el chisme de que yo andaba de puta y vendía drogas, gentes del barrio dijeron haberme visto. A varias chicas, sus padres les prohibieron que se llevaran conmigo. La discoteca donde iba no era de bajada, sino de buena calidad, me encantaba bailar, y si me gustaba un pelado me trenzaba con él, también asistía a las matinés que dizqué eran sólo para jóvenes.

La fama que adquirí de bailadora y drogadicta me dio humos, yo metía miedo, comencé por vengarme de las que me marginaron por mala traza, las amenazaba y agredía, asustadas y miedosas aumentaban mi éxito. Mi amiga me prestaba ropa para que fuera a bailar; cuando me fugaba del colegio, ella, que llevaba doble falda, me prestaba la de abajo para que yo pudiera asistir a la matiné. Temía ir a las discotecas de Quito, porque podía encontrarme en ellas con conocidos o conocidas del barrio y mi amiga bastonera, ya muy lanzada, me dijo: maricona, entonces vamos a Tumbaco, donde hay regias discotecas. Le dije: vamos. Unas veces en bus y otras jalando dedo fuimos a Tumbaco hasta entre cuatro compañeras, algunas hicieron levantes y ya teníamos a tipos que nos llevaban y traían. Cometí la tontería, una de esas veces, de llevar conmigo, a la hora del colegio, a mi hermana mayor y a una prima, al programa de Tumbaco, entonces comenzó mi desgracia. Peleaba a diario con mi hermana, por hacer y no hacer las tareas de casa y de la mecánica, y ella me chantajeaba con contar a mis padres lo del dichoso programa, también había visto mi carterita, donde guardaba pastillas para vender a los chicos en la discoteca, supuso que eran drogas, yo afirmaba que aspirinas.

La vez que perdí la mochila, coincidió con una pelea que tuve con mi hermana, pues el enamorado de ella me había regalado chocolates, estábamos discutiendo a gritos, cuando intervino mi mamá para calmarnos, pero mi hermana aprovechó para soltar el caldo completo, me delató. Yo tenía trece años, mi hermana diecisiete. Desde entonces, mamá y papá desconfiaron de mí, papá todo el tiempo me decía puta, puta ven acá, puta anda para allá. Estaba humillada y furiosa y me largué de la casa, pedí que me recibiera una hermana casada, mayor a mí con ocho años y me recibió. Me quedé con ella unos días, hasta que fueron con el chisme, donde ella, de todo lo malo que yo había hecho, para colmo mi hermana y su marido creyeron oler a mariguana en su casa. No fue más, un día me dijo, mi hermana, que fuéramos donde mi mamá, a llevarle un encargo; pero había sido una trampa contra mí, me acercaron al retén policial del barrio, donde me entregaron para que me trasladaran a la correccional, dijeron, al entregarme a los policías, que no querían dejar que yo siguiera por el camino de la perdición.

Papá no nos quiso, nos hizo seres infelices, debía dejarnos en libertad. Él tuvo un tropiezo en su vida, amó a otra mujer, se sintió rechazado o engañado por ella y mi mamá, que era un cango de lanas, que todo lo que decía el marido lo hacía, sufrió la venganza de él, frustrado, desquitándose con mi quien no era. Tal vez yo no tenga mucha edad, y no haya vivido en San Roque, barrio bravo, como mi papá, pero tengo mi edad bien vivida. Deseaba que a él le pasara el doble de malo que a mí me pasó, pero caí en cuenta que pensar así me hacía daño. La mayoría de los jóvenes confía en las personas maduras, parecen tener mayor sabiduría, pero no fue así con mi papá, el pudo saber más cosas, pero ha llegado a ser tan egoísta que siempre daña al que tiene delante. Papá me contaba: tu mamá quiso matarme, eso no lo creo, él ha vivido tanto tiempo con ella, es irracional pensar que no haya podido matarlo si hubiese querido; es, creo, otro pretexto para maltratarla y dividirnos a los hermanos, me decía: no debes llevarte con tu hermana porque te envidia.

En la correccional viví un tiempo de cambio, no creo que haya sido para mejor, pero fue duro. Yo era chama y pensaba, si tuviera hijos peladitos haría que no les falte nada, así tuviera que barajarla de cualquier manera, a ellos no les faltaría la jama. Mis chamos, si los tuviera, no se criarían como yo, serían diferentes, unos tucos, no iban a rifarse en las calles, como hice, eso pensaba. Me hui de la correccional con cuatro compañeras, nos salimos por los baños, ellas ya habían tenido acuerdo con muchachos que raspaban en el muro, que era de adobes, haciendo un hueco que daba al maizal de atrás. Cuando el hueco ya estuvo como para darle una patada y completar la salida, silbaron una señal, a las que estábamos en los baños, para que saliéramos a la carrera, así hicimos, pasamos por el hueco y dimos en el maizal. La correccional queda en el Valle, caminamos hacia la ciudad, era de tarde, pero no íbamos por la carretera sino a campo traviesa, no pasamos por el peaje, donde hay chapas, sino por un lado.

Llegamos al otro valle, de Cumbayá, por las faldas del monte Ilaló, descansábamos en el bosque, caminamos muchas horas, esperamos a que se hiciera la noche para, en la madrugada seguir caminando, total hicimos un día. Llegamos a Quito, por el norte, y el grupo se dispersó. Yo fui con la Pilar, mi amiga la Flaca Pili, porque no sabía aun pasar en la calle, tenía miedo de que, yendo por donde fuese, me encontraría mamá y me devolvería a la correccional. Mi familia vivía en el Sur y no podía ir para allá, pero no conocía el norte y temía moverme por lo extraño que parecía peligroso. Entonces la Flaca Pili me dice: oye chama, no tienes donde ir; le dije: no tengo, y me dice: no te preocupes vienes conmigo. Ella vivía por el Condado, en las afueras, al extremo norte de la ciudad, me llevó allá, frente a un parquecito, su casa era pobrísima.

En mi casa yo tenía cama, pero ella, con su mamá, solo tenían tablitas y ladrillos, acomodaban eso y se acostaban a dormir, toda la casa era así, la construcción de ladrillos sueltos y latas en el techo. Lo que me admiró fue que, a pesar de todo, apenas la Pili llegó, la mamá la abrazó y le dijo: qué bueno mija que has venido; la Pili le dijo: tranquila viejita ya estoy aquí. Me presentó diciendo es una amiga, la mamá me miró, no preguntó que hacía allí, ni nada, cogió un plato y me sirvió un poco de la sopa que había estado haciendo. Me quedé a dormir con ellas y con un chico retrasado que había sido hermano de la Pili; al otro día la mamá se había levantado temprano, yo me desperté asustada, había dormido en el suelo, tapada con un cartón, vi que la mamá regresó trayendo leche y panes, hirvió la leche sobre leña y nos la dio, con los panes. Vi que la Pili le dio un billete,  que no supe de cuánto, y le dijo: no te preocupes, ya he de venir por aquí, y volviéndose a mí dijo: vamos y nos fuimos. La señora nos dio una bendición, hizo como una seña rara.

Estando ahí, la Pili me contó que ella y su hermano retrasado fundeaban, consumían la pega de zapateros. Pero no hizo falta que me dijera porque, estando yo acostada oí que él le pedía dame y vi que ella le daba la funda preparada. El pegamento lo había comprado en un bazar de la cuadra. La funda se prepara poniendo en ella pegamento con fresco Solo granulado. Primero se pone la pega, encima ese polvo para hacer jugo y se comienza a oler por la boca y la nariz. Nada dije, solo les quedé viendo. A pesar de ser taradito, el chico fundeaba. Poco después la Pili me dijo: toma esta plata, chamita, para que vayas a comprarme una pega y me dio dos sucres, también cómprame dos sobres de fresco Solo, dijo, cuando se los llevé preparó su funda y antes de olerla me la ofreció, preguntó  ¿quieres? así se hace y se puso a respirar, tapándose la boca y la nariz con los bordes de la funda, soplaba y aspiraba dentro de la bolsa plástica, esa primera vez no me atrajo y no fundié, pero después de vagar todo el día, sin encontrar a dónde ir, volvimos a la casa de la mamá y nos sentamos en el parque del frente, esperando que aparecieran otras amigas de la Pili, cuando llegaron esas chicas con unos chicos, todos comenzaron a fundearse, entonces me pusieron entre la espada y la pared, preguntándome si me creía mejor que ellos, porque yo no fundeaba, una de las que más me agredían era la que llamaban La Catira, así que fundié. No me gustó mucho, era la primera vez y me sentía tonta, me ponía contentota con cualquier motivo.

Cuando ellos estaban fundeados se sentían bien, valientes, más fuertes y alegres. Estando con la decepción que estaba yo, sabiendo que nadie me quería, que me habían encarcelado mis propios padres, me fundié más. Un día en que fuimos a bailar en grupo, me fundié y puse a imaginar que estaba con mi mamá, que me abrazaba y me trataba como la mamá de la Pili la trataba a ella, en vez de conversar con los amigos que estaban a mi alrededor, conversaba con mi mamá. Terminé llorando y los muchachos me decían no seas loca. Aluciné. Consumiendo me creía feliz y entre mi familia, los amigos se reían; una vez salí corriendo a coger un bus que me llevara a mi casa y todos se burlaron de que alucinara, no había tal bus. Cuando me pasaba el efecto, sentía horrible, estaba caminando sola, en la calle, con frío, no me gustó el terrible contraste, eso me quitaba un poco el gusto de fundearme.

Una vez me fundié antes de mediodía, cuando caí en cuenta y me había pasado un tanto el efecto, ya era de noche, como a las nueve, y seguía en el parque. Vivir así no vale la pena, me dije, me fui de donde la Pili, a parar al otro extremo de la ciudad, por Chillogallo, entré en una iglesia evangelista, con falda pequeñita y chompa grande, me uní al grupo que cantaba en esa iglesia, no sabía a qué ni por qué, después de haber pasado veinte días en casa de la Flaca Pili, me gustó que allí la gente dijera cosas bonitas, pero nadie quiso hablar conmigo, salí y no regresé. Caminando, me topé con unas conocidas, que vivían por el Sur, las había visto en la discoteca, hablé con ellas y volví con ellas a la discoteca que ya conocía, esa noche bailé todo lo que pude; sabía que, saliendo de allí, no tendría a dónde ir.

Me pegué a una chica a la que llamaban la Negra, le dije que no tenía donde ir,  le mentí que me había escapado de la casa. La Negra me llevó bien al sur, por donde hay una fábrica de cigarrillos, y de esa fábrica para arriba, por la loma, donde ya es monte, había sido la casa de la Negra, ahí viví unos días, y un muchacho del barrio se fijó en mí. La Negra tenía un novio y me decía que yo tuviera el mío. Con la Negra, a veces, también dormíamos dentro de carros viejos y abandonados, yo la acompañaba.  Conocí a otros muchachos que, como la Negra, pedían comida en algunas casas, unas veces les daban y otras no, cuando le daban a ella compartía conmigo. El novio de la Negra nos llevó a su casa, ella no tenía relaciones completas con él, le hacía acabar dentro de la ropa y le sacaba plata. La Negra era bonita y muy viva. Amigo de ese novio de la Negra fue el que andaba tras de mí, era simpático, se llamaba Javier. Yo necesitaba cariño y como él me puso bastante atención, me llevaba ropa y comida, nos hicimos enamorados. Dormíamos, la Negra y yo, en la casa del novio de ella, donde nos separó un cuarto pequeño y, estando allí, se nos unió otra muchacha, ya éramos tres. Javier subía todos los días, después de que se me declaró y lo acepté, y me decía que quería dormir conmigo, no quise, me dio vergüenza por ya no ser virgen.

Cuando entré a la correccional, tenían que examinarme completa, para ver si no tenía enfermedades venéreas. A los tres días de estar encerrada, me llevaron con otras en una buseta, con el uniforme de la institución, al Departamento de Higiene, nos escoltaban tres monjas y un policía. Mientras esperábamos, fuera del consultorio, alguien nos preguntó de qué colegio éramos, y las compañeras le contestaron del Salsipuedes, y siguieron mis compañeras vacilando a las preguntonas que querían conocer ese gran colegio, “carísimo y en el Valle exclusivo”. De tres en tres, nos hicieron pasar a la consulta. Una de las tres que entraron primero, al salir, me preguntó si yo era virgen y yo a mi vez le pregunté ¿por qué quieres saber eso? ella dijo: porque si lo eres te va a doler. Cuando me tocó ingresar, el doctor me preguntó el nombre, respondí Marta Guevara, el tipo era grosero, me gritó sácate el calzón, acuéstate aquí, abre las piernas, abre rápido, para ver que hay tienes que abrir bien. Yo abría y cerraba, el tipo se impacientó, dijo: abre carajo, le pregunté ¿qué me va a hacer? él dijo: lo que te gusta. Me quede tendida sobre una cama de dar a luz, el tipo aseguró una de mis piernas a un lado y la otra al otro lado, la monja ayudaba a mantenerme quieta, el doctor se puso guantes y me metió, no sé si dedos o la mano, sentí mucho dolor. El médico comentó: todavía falta destapar, o algo así, me puse a llorar y la monja furiosa me mando a callar. Grité, y el médico dijo se hace la dolorida y me increpó: ¿por qué te quejas, si esto es lo que te corresponde por pilla? Salí de ese consultorio sangrando todavía, una compañera pidió paños para mí, y dijo: este hijo de puta ha creído que tú eres del ambiente como nosotras. El médico salió y dijo: tenía que revisarte, que estés sangrando no es mi problema, si has caído aquí es por algo, así que no te quejes: todavía me regresaron al consultorio, para limpiarme como a un animal, me acostaron, lavaron, secaron y metieron un espejito, para verme por adentro. El médico dijo: no hay nada, qué más quieres te he ayudado a comenzar lo que seguramente vas a seguir haciendo. El dolor me pasó, pero me sentía irritada, las piernas me temblaban. Regresamos a la correccional, pasé dos días en cama. Así perdí la virginidad, conté esto a las amigas mías y de la Negra, supieron que hasta entonces no había estado con un hombre, pero se burlaron diciendo: te violó un dedo.

Las muchachas me convencieron de que no tenía por qué avergonzarme, pero cuando me topé con Javier y éste me propuso que durmiéramos juntos, tuve que declararle, antes de nada, que yo no era virgen como él creía. Nos quisimos, fue mi primer chico, parecía diferente, me preguntó sobre mi familia, le dije que era del sur y que no estaba con mis padres porque me escapé. Me conquistó diciéndome linda e inteligente, y que debía volver con mi gente y seguir estudiando, me hacía sentir interesante y protegida, mientras los otros chicos sólo querían propasarse, inclusive el novio de la Negra, cuando ella no estaba, me manoseaba y proponía trences. Pero Javier me defendía, me compró zapatos y otras cosas. Me enamoré, confié en él; llegué a pensar: me caso con este y tengo donde estar. Era sincera con él, le dije no soy virgen, pero lo que tengo te lo doy con mucho cariño, no le gustó, se fue y no regresó en tres días, volví a verlo con el brazo lisiado, había tenido una pelea, yo le frotaba el brazo, hacía que me llamara Marta, que es mi nombre verdadero y no Dayana que era de combate.. Pero Javier me dijo, serio, si me quieres y no eres virgen tienes que acostarte ahora mismo conmigo, si te has acostado con otro ¿por qué no vas a acostarte conmigo?  en ese rato me entregué a Javier, me hizo el amor tres veces, ya satisfecho, se vistió, cogió y se fue. Dos meses más duró ese mi gran romance. En cierta ocasión, después de haber tenido conmigo un coito gris, se levantó violento, dijo que tenía cosas que hacer, se despidió con un chao y no volvió. No me embarazó, a pesar de que lo hicimos sin protección. Me sentí como puta, había pagado un cariño y unos obsequios, con mi cuerpo.

Seguí viviendo con la Negra, iba a bailar y callejear con ella. Pero después del abandono de Javier quise separarme de la Negra. Un día, de frente, me propuso: Dayana, ya tienes experiencia, ¿por qué no haces como yo, que doy el culo para mantenerme y mantenerte? tienes que colaborar, sacar provecho de lo que tienes, enamorándose no se consigue nada. Nos fuimos a callejear por la avenida Amazonas, en un prostíbulo que había frente a una casa chistosa que parecía castillo, fuimos a vendernos. Yo tenía quince años y la Negra un poco más, ella dijo: acá viene gente de plata. Nos sentamos a un lado de la barra, las demás chicas eran viejas comparadas con nosotras, un tipo invitó a la Negra a entrar en un reservado, ella me dijo ya vuelvo, pero no volvió. Me quedé un largo rato, vino un guardián y quiso sacarme del cabaret, diciendo que era menor de edad, y si me encontraban ahí los policías, harían problema al local. Yo no quería salir, se acercó una señora y dijo qué pasa, el guardia se lo dijo, yo rogué a la mujer que me dejara estar, ella me hizo sacar el abrigo y me examinó como a una res, tocándome, me hizo dar vueltas, y resolvió: te voy a recibir, pero vamos a ver qué sabes hacer, llamó a un tipo que estaba en el cuarto al que le decían oficina, se llamaba Hernán Prado, la madama le decía mi amor y le ordenó que me probara, el Hernán me hizo hacer de todo y por todo lado. Me aceptaron y estuve un mes en el segundo piso del prostíbulo. Allí me relacioné con una chica costeña, bastante joven también, que me proponía: en vez de trabajar aquí, trabaja mejor conmigo, ven a vivir en mi casa. Le dije bueno, los tipos que me usaban en ese burdel eran asquerosos, borrachos vomitados. La madama se enteró de que la costeña me quería llevar y se peleó con ella, la echó del prostíbulo, diciéndole no puedes venir a quitarme mis putas. Pero me fui con la costeña, que me hacía trabajar en un carro, donde a veces entraban bastantes personas, hombres y mujeres, me hacían cosas y yo tenía que hacerles cosas, pero pagaban mucho más.

Una vez que andábamos por la Amazonas, en el carro de la costeña, nos paró la Policía. Nos hicieron bajar, enseguida los chapas se fijaron en mí y dijeron ¿qué hace aquí una menor de edad? la Costeña dijo es mi prima y trató de pagar a los chapas patrulleros, pero no pudo arreglarles, no portaba suficiente efectivo. Nos soltaron a todos, menos a la costeña,  la llevaron detenida, al despedirse ella me dijo cóbrales a estos, toma ese dinero y vuelve a tu casa, ya ves que la putería nunca acaba bien. Cobré ciento cincuenta sucres al tipo más viejo, el cual, cuando ya se fue el patrullero llevando a la Costeña, quiso volver a cogerme, pero no quise, tomé un taxi y no supe decirle al chofer dónde iba, a la cansada le di la dirección de la Pilar, no sabía otra, fui otra vez al Condado, no se encontraba la Pilar en la casa y pedí permiso a su mamá para quedarme. No hay problema me dijo, y me quedé.

Desde el día siguiente busqué a Pilar por el Condado, de arriba abajo, sabía que ella caminaba por ahí. Preguntaba por la Flaca Pili, acercándome a cualquier muchacho que veía parado por ahí, un chico dijo no la he visto, pero tienes que preguntarle a la Munda, que sabe todo. Esa pelada, la Munda, me dio razón, dijo que la Flaca estaba refundida en una casa del fondo del callejón y frecuentaba una fonda donde vendían tortillas, caucara y trago, fui allá y la encontré, estaba con otras chicas, incluso con la Catira, me emocioné, las chicas dijeron: véanle a la Chamita como ha estado de gruesa. La Flaca dijo: la Chamita Dayana se fue de donde mí, dizque para que yo no la dañe, me preguntó: ¿ya jamaste? Le dije no, y me invitó a tortillas. La Catira dijo que yo estaba buenota pero mala traza y sucia, me compró ropa  e hizo que me bañara, actuaba como mi hermana o mi mamá. Me decía: no debes andar así, me preguntó si fundeaba todavía. Le dije que ya no, me dijo, bien, porque es duro salir de la funda, yo no puedo y sigo. Me fui a vivir con la Catira, era lejos, más al norte, tirando para el cerro; la madre de la Catira era de Otavalo, hacía fritada y salía a venderla en el camino. La Catira tenía un hermano, vivíamos todos en una casita. La Catira me propuso que trabajara con la jorga de ella, conocí al jefe de esa jorga, era un muchacho experto en desvalijar carros. Me dijo que necesitaba chicas que no tuvieran caras de malosas, ni cortados en el rostro y parecieran bonitas. Ese jefe aceptó que yo trabajara con ellos, reunía las condiciones y me recomendaba la Catira. Me dieron ropas, zapatos, joyas de fantasía, pantalones Levis, blusas finas, me enseñaron a maquillarme, me llevaron a la peluquería. Cambié bastante, en un espejo me encontré  guapa.

Pensé que iban a ponerme otra vez en la putería, pero no fue así. Me dijeron, mira peladita, te queremos para que atraigas clientes, tienes la carita entera, no pareces maleante, puedes  a atraer a los giles. Tienes que portarte coqueta, caminando por la calle o en una parada de bus, cuando se te acerque un señor en carro, le pides que te lleve a cierta dirección, insinuándole que luego de hacer una gestión podrás hacer programa con él. El primer día me llevaron por la Amazonas, tenía que aceptar al que estuviera viajando solo, en un buen carro y pedirle que me llevara hasta cerca del Colegio Técnico, le decía que de allí iba a sacar un dinero, después lo acompañaría a donde él quisiera. De los que me subieron al carro, unos se propasaron desde el principio, me metieron mano, para que no tuviera dudas de sus intenciones. Otras veces yo hacía dedo y les pedía que, por favor, me llevaran allá. Bien encubiertos estaban los de la banda, donde yo hacía parar el carro, en cuanto el individuo se detenía y yo me bajaba del auto, le caían en grupo, lo amenazaban con pistolas y cuchillos, lo golpeaban, a veces lo soñaban: tomaban el carro y todo lo que el tipo tenía encina, lo dejaban en la vereda y se iban. Cuando esto no era posible, por diferentes causas, pero el carro del tipo que me había embarcado era bonito y apetecido en el mercado, yo tomaba direcciones y números de teléfonos y de placas, con esos datos ellos daban con el domicilio del dueño o lugar de estacionamiento; no sé cómo hacían, pero se robaban el carro bonito y me daban la parte que me correspondía por la operación.

Otras veces, tenía que decir, a los giles, que debía encontrarme con una amiga, para salir a hacer programas; entonces hacía subir al carro a la Mula, la cual sabía soñarles a los tipos con un solo golpe. Era raro que me quedara, casi siempre yo me iba antes de que comenzaran a pegarle al tipo. Era curioso cómo los giles aceptaban ir donde yo les decía que vayamos y admitían en el carro a quien yo decía que subieran. La Mula quiso enseñarme, pero no se dio, a soñarlos de una, a darles en la nuca, o a chinearlos, poniéndoles el brazo alrededor del cuello, asfixiándolos al momento; luego los botaba, dormidos, fuera del carro y nos íbamos. La Mula era fuertísima y algo bonita, decía: el hombre es perro, si se le soba un poco queda listo. Improvisaba, me ordenaba: bájate, me mandaba por cigarrillos, mariguana, licor o colas, lo que el gil pedía, dejaba a la Mula a solas con el gil y no veía cómo hacía, pero ella les quitaba el carro a los tipos, no hacía falta que yo volviera al rato, al siguiente día veía a la Mula en otra parte.

Es posible que hayan matado a alguno de esos. No sé. Pero me asusté cuando el procedimiento lo repetimos demasiado, temí que me reconocieran en cualquier momento. Los tipos paraban los carros para comenzar a estar a gusto conmigo que iba junto a ellos, en el asiento de adelante, entonces se descuidaban de mi amiga que estaba atrás. Aunque yo cambiaba de fachas, podía identificarme alguna de las víctimas. Yo les dije que no hacía falta que les pegaran tan duro y ellos se reían diciendo que si no hacían así los tipos se avispaban, reaccionaban, gritaban, corrían; pero si de golpe los inutilizaban, no representaban tales riesgos, no había otro modo que soñarlos. En determinado momento, dejaron de pagarme con plata, me daban posada, ropa, comida y diversión, todo lo que pedía, al principio me gustó, pero después ya no me pareció suficiente. La misma Catira me dijo: sabes qué, Chamita, ya es hora de que te salgas de aquí. La Catira se drogaba, a veces estaba mal, medio ida, pero me quería y siempre decía: ábrete, sal de esto, antes de que sea tarde. Bien pepeada, me pedía perdón por haberme metido en esa bola, y repetía: antes de que no haya cómo, lárgate.

La Catira era tranquila, comparada con los demás de la banda que, cuando estaban pegados droga, armaban problemas, peleaban o hacían orgías. La jorga era como de siete muchachas, cuatro de ellas vivían con el jefe, en ese lejano barrio donde comenzaba el monte. La Catira, otra y yo dormíamos al lado, aparte, pero casi siempre estábamos todos juntos, los varones llegaban de varias cuadras del mismo barrio. Con ellos pasé un año y medio. No tuvimos problemas con la Policía porque, hasta allá, no llegaban los chapas. Supe que algunos de los muchachos estuvieron encanados, pero por casos particulares, no de la banda. Dos meses no apareció un joven, dijeron que se había ido a Colombia, pero seguro que estuvo en cana. Al jefe le decíamos Fermín, que no era su nombre sino un alias, tenía una mujer principal que se hacía la celosa con las otras tres, Fermín no quiso cogerme, pero si hubiera querido, habría tenido que aceptarle. Yo tomaba mucho licor, si no estaba trabajando, estaba tomada, no llegaba a emborracharme hasta caer, me quedaba en estado, nada más. Cuando me fui de la jorga, dejé escrita una carta a la Catira, le decía que me asusté por nada, sólo me sentí puerca, y me fui.

El único lío que tuve en la banda, fue con la mujer del Fermín, que sin motivo también estaba celosa de mí, dos veces me atacó y quiso tajarme la cara. Las chicas tenían marcas, mi cara estaba enterita, creo que eso le daba iras. La Catira me defendió y la contuvo, también me defendió la Mula, la tipa me buscaba para ver si me cogía estando sola, pero nunca me separaba de mis amigas. Recuerdo que me decía: “oye pelada, te voy a meter fierro, lárgate o esa carita te la voy a dejar hecha mierda.” El Fermín me cuidaba, cuando estaba por ahí, pero no me pidió nada a cambio, era un cuidado profesional, me necesitaba presentable, a veces me acompañó al sitio de trabajo, o me retiró diciéndome hay peligro, mejor nos vamos. Creo que su mujer y alguna otra moza, me tenían ganas porque yo no cobraba en plata y ellas sí, eso les hacía creer que tenía algo con el jefe. Ellas cobraban por el sexo, que hacían donde quiera y frente a todos, y yo no tenía sexo abierto ni cobraba.  Salir de la banda fue difícil, primero porque una se acostumbra y todo lo demás era desconocido, me iba a quedar indefensa y estar perseguida. Agradecí a Fermín con otra carta, le dije que yo quería otra vida. Supe después que habían estado buscándome. Me fui al sur de la ciudad, intenté volver a la casa de mi papá, pero apenas me vio, él amenazó con llamar a un patrullero para que me devolviera a la correccional.

Fue una estupidez lo que hice, pero temiendo que los de la  banda creyeran que los había robado si me llevaba la ropa que me habían dado, me fui sólo con lo puesto, un jean, interiores, una camisa y chompa. Además, quería que me recibiera papá y eso habría sido difícil si llegaba donde él con mucha ropa conseguida sin trabajar. Volví la casa de él a los dos años y más. Recién fugada de la correccional no quería volver a ver a mi familia, les tenía odio por haberme hecho encerrar, a mi hermana quería hacerle daño, pensé raptar a su hija, mi sobrina. Pero después de esos dos años y de haberlo pensado, lo que me parecía mejor era volver a mi casa; pero, a mi papá, no le gustó mi presencia. Se había enterado de mi fuga de la correccional e imaginado el tipo de vida que yo había llevado, no quiso recibirme, fui acompañada de un amigo, pero fue inútil. Ese amigo, del que me acordé, se llamaba Marco, era mayor, estuvo en quinto curso de colegio cuando yo iba al segundo, vivía por la plaza de Santo Domingo, apenas me vio me dijo: mírate cómo te estás destruyendo, no puedo recibirte en mi casa, vivo con mis padres. le dije que me ayudara a comenzar otra vida.

Con Marco hicimos otro intento de llegar donde mi papá. Caminando con él, ya eran las diez de la noche, golpee y contestó mi papá: quién es, dije que era yo. Qué quieres, dijo él; quedarme aquí, con usted, dije. Él no volvió a hablar. Insistí, y como no contestaba ni abría, trepé por el muro que da al patio delantero, no bien llegué al borde y cayó la Policía, mi papá la había llamado en cuanto supo que era yo quien estaba golpeando. Con la llegada del patrullero se formó un escándalo, hubo curiosos, nos detuvieron a Marco y a mí. Yo explicaba que no iba a robar sino a entrar en mi casa, donde vivían mi papá y mi mamá. Mi padre, al principio, no salió, veía por la ventana, salió mi mamá, llorando. Mi papá gritó, desde adentro, llévenlos, llévenlos. Mi mamá, al fin, me defendió, dijo no tienen por qué llevarla porque es mi hija y no ha estado robando, entonces papá insultó a mi mamá y a mi hermana, que había dicho algo a mi favor, les dijo lárguense ya que están a favor de la ladrona. Los policías nos metieron a los dos, a Marco y a mí, en el patrullero, papá decía, señalando a Marco, ese es un ladrón prontuariado, conocido, lo que era falso, Marco nunca había estado en el ambiente, era un chico de familia, estudiante. Camino al Centro, Marco consiguió arreglar la situación, les dijo a los policías que yo era menor de edad, que estuve en la casa de mis padres, que no podían comprobar que hayamos robado nada y por último les dio un reloj y una esclava que tenía puestos, los policías nos bajaron de la patrulla en la calle Maldonado, ya era de madrugada.

Mi papá había sabido, por unas tías que me vieron dos veces en la Amazonas, que me prostituía, alguien le había dicho que me mataron a puñaladas, otro le contó que yo andaba pidiendo caridad. Horrores le contaron. Mamá lo único que hacía era llorar, mientras mi papá decía que yo estaba muerta para él. No tenía donde ir, le pedí a Marco que me dejara estar en su casa, me introdujo en ella sin que sus padres lo supieran. Su madre gritó: ¿ya llegaste? el respondió: ya. Marco no sabía que dos amigos de la provincia habían llegado y lo esperaban en su cuarto, se sorprendieron cuando lo vieron entrar conmigo, me dijeron hola. Yo me pregunté y ahora qué, pero ellos, los tres, se vistieron y tendieron en el suelo, yo dormí en la cama. Al día siguiente salí sin que los padres de Marco me vieran. Marco dijo que emplearme de doméstica, en una casa, sería lo mejor, me advirtió que si seguía vagando terminaría mal. No tenía oportunidad de emplearme en otra cosa, no conseguiría otro empleo que de muchacha para el servicio doméstico, pero ninguno encontré, le dije a Marco que buscaría ayuda de la mamá de la Catira que era lavandera y conocía casas de gente acomodada, ella podría encontrarme trabajo, sea de lavandera o doméstica. No tenía ni un medio, le pedí a Marco para el pasaje en bus, me dio los centavos que tuvo y me fui.

Busqué a la mamá de la Catira, que me quería y en vez de llamarme Dayana, me decía Llana. Mientras la buscaba, pues no había salido a vender fritada, ni estuvo en las lavanderías, me topé con la Pilar, ya eran las siete de la noche y en casa de la Catira sólo estaba el hermano de ella que me manoseaba y pedía que lo mamara, no podía estar ahí, con ese atarvante adentro y la Catira no llegaba, tuve que irme con la Pilar, que ya no vivía con la mamá, en el Condado, sino por Santa Ana, más al norte, en un barrio lleno de ladroncitos. La Pilar había estado viviendo con cuatro muchachas desconocidas para mí, eran nuevas pero se llevaban con la Flaca a todo dar. Me recibieron bien en el cuarto donde había tres camas. Al tercer día llegaron unos muchachos, novios de ellas, comenzaron a tener sexo, a fumar, a hacer de todo, y como yo no tenía pareja, el jefe de esa pandilla se fijó en mí, comenzó a enamorarme a su manera, pasándome un cuchillo por el cuerpo y diciéndome si no quieres no te pasará nada, me gustas. La Pili me aconsejó, no hagas nada que lo enfurezca, porque éste te va enfierrando a la primera, es preferible que te hagas mujer de él. Le llamaban Payo,  me entregué al tipo para que me hiciera todo lo que quiso, no me gustó, pasé momentos dolorosos, desde entonces él me retuvo con el terror.

El Payo, era muy joven, como yo, tenía dieciséis años, pero era terrible, pude verle cómo haló a dos chicos y, sin dudar un momento, los apuñaló, primero en el estómago y enseguida en el cuello. Una vez, al principio, caminábamos por Ponciano cuando topamos con un grupo de muchachitos, mi jorga los atacó, los otros corrieron, menos uno, al que los de la jorga golpearon y patearon a gusto, el Payo dijo a este hijueputa le meto fierro, y sin motivo fue y lo apuñaló. De un día para otro, aparecía por el cuarto donde vivíamos las chicas y directo iba a cogerme, no le importaba si las otras se quedaban a ver o salían a la calle. Yo no sentía nada por él, sino miedo pavor, pero él decía que yo era su mujer. Me entregaba porque era amenazada. Cierta vez caminábamos los dos por un barrio apartado, me decía que nunca pensara en dejarlo porque me pasaría lo mismo que a esa longuita, y señaló a una chica que venía bajando por la calle, cuando ella pasaba junto a nosotros, él le largó una puñalada en el cuello y le cortó la cara, luego me empujó para que corriera junto a él y nos fuéramos al tiro de aquel barrio. Estableció así mi terror, nunca pude decirle no a nada.

La banda del Payo, que nos incluyó a todas las chicas que vivíamos allí, se dedicaba a asaltar. No eran accesoristas, sino ladrones barateros, chineadores y arranchadores. Todo lo que sacaban era para el consumo. El Payo no quería que me metiera con otro, así me salvaba de que los demás me cogieran, como a las otras chicas que las cogían unos y otros. Los muchachos sabían que yo era del Payo y me dejaban a un lado. Cumplí diecisiete años, él me vigilaba; a veces, cuando estaba tronado, decía que me quería y lloraba por mí. Cuando no me movía, ni me contorsionaba, ni le besaba donde él quería, se quejaba de que no lo quería y, borracho, me gritaba: tienes que quererme, por qué no me quieres. Se desaparecía por días, luego llegaba un viernes y comenzaba mi martirio, iba como loco, a consumir y acosarme. Cuando no venía, yo caminaba por el barrio, no salía a otro lado, pasaba la mayor parte del tiempo encerrada, allí me dañé, aprendí a consumir de todo, fumaba yerba y crack, aspiraba coca, bebía y si había para fundear, fundeaba. Nunca estuve en juicio. Tenía mi cuerpo al servicio de un tipo que me causaba horror, y no tenía otra cosa que la droga para escapar.

Allá, en Santa Ana, con la pandilla, de cinco mujeres y seis chicos, a la que el barrio, también el Comité del Pueblo y las calles de por ahí, temían. Las mujeres vivíamos en dos cuartos, uno grande y otro chico, pero cuando estábamos volados, entrábamos por parejas al chico, tirábamos y salíamos, no sé por qué no había sexo de todos contra todos, ahora me parece que era inevitable. Quizás fue porque el Payo me quería para él solo, y se hacía respetar; a veces entraban una chica con dos chicos. Todos sabían que el Payo me estaba cuidando, me mandaba al centro de salud del barrio para que me chequearan y evitaran que quedara encinta, en una sola vez me hicieron abortar un embarazo, en otra me curaron de alguna enfermedad que me había pegado, sin duda, el Payo; un estudiante de medicina que practicaba en ese centro de salud, me ayudaba sin cobrarme otra cosa que un poco de sexo oral. El Payo desapareció toda una semana, llegó el viernes y pasó conmigo sábado y domingo, yo no me defendí, fui como un mueble, él metió en mi cuerpo todo lo que quiso y las veces que quiso. Con él siempre fue igual, él fumado, yo tomada, y delante de todos, me daba asco. Él golpeaba la pared gritando: por qué no me quieres, yo seguía quieta, tenía que besarle todo el cuerpo. No sentí ni un orgasmo con él, pero me di cuenta de que si me quedaba quieta, de algún modo, a él le gustaba.

Cuando no estaban robando y se encontraban en el cuarto, los de la banda, tenían comportamientos de payasos, cuando se fumaban de más, gritaban, brincaban, salían corriendo, veían cosas raras. Yo temía caer en cana, que varios ya la conocían y tenía miedo a los chapas que maltrataban brutalmente a los pungas. Cuando uno llegaba corriendo y gritando sopla pelada que llegan los tombos, me aterraba, pero sólo era que el tipo de tanto fumar se había sicoseado, y no llegaba nadie. Los chicos, al huir de chapas y patrulleros que sólo ellos veían, chocaban entre sí y contra las paredes. Para salir a robar tenían que pegarse algo, funda, mariguana o pastillas, así sacaban valor y se arriesgaban. En juicio se cuidaban, pero drogados eran peligrosos, al que pasaba por un lado lo provocaban: qué me ves hijueputa, qué quieres, y se le iban encima fierro en mano. Trataban de intimidar a todo el mundo para sentirse importantes, al que pasaba le decían: cuidado, hijo de puta, que te bajo de una, y se creían la mamá de Tarzán; la gente los evadía y, si no había más remedio, les daban plata antes de que se la arrancharan. Todo lo que sacaban era para el consumo. En la otra banda, donde estuve con la Catira, el que quería consumía y el que no, no consumía; pero en la banda del Payo, todos teníamos que consumir, a las buenas o a las malas, y mientras más mejor; para lo único que se trabajaba era para consumir. En esa otra banda, donde estuve anteriormente, con la Catira, la gente se vestía bien y andaba por la Mariscal, en la banda del Payo, estábamos sucios, mal vestidos, vagábamos por los barrios de las afueras y vivíamos drogados con funda, yerba, pepas, crack y, cuando había, coca.

Estábamos además mal nutridos, había una cocina y trastos sucios, el que quería cocinaba algo, pero casi siempre íbamos a fondas, cada uno por su lado, o a comer en las ventas callejeras. Yo cocinaba más seguido, no era buena cocinando, pero prefería quedarme con el pretexto de hacer una sopa, para no salir a asaltar. Los asaltos siempre eran peligrosos, por ejemplo: caminábamos seis, dispersos, alrededor de un cajero de banco, cuando uno localizaba al que había sacado bastante billete hacía una señal, y comenzábamos a seguir al paciente, así mismo dispersos, a una señal lo rodeábamos y mientras unos lo golpeaban, otros le quitaban la plata, y salíamos corriendo en diferentes direcciones, desaparecíamos. Había que esperar que la situación fuera favorable, que no haya mucha gente y, desde luego, que no haya vigilantes; asaltábamos por Cotocollao, en cajeros, licorerías y cabarets. A veces no hacía falta golpear a los pacientes, con rodearles y mostrarles los cuchillos bastaba, entregaban lo que se les pedía, y se les amenazábamos con buscarlos si es que iban con el chisme a la Policía. A veces, por la Marín, subíamos en buses, uno timbraba al paciente, lo tocaba para hacer que mostrara dónde llevaban la plata pues, cuando se les tantea, los giles llevan la mano donde guardan la mullapa, para protegerla; localizado el objetivo, actuaba una de nosotras para distraerlo, frotándose contra el gil, topándole las partes, mientras tanto los que tenían el tino ya le bajaban la cartera, si el perjudicado se daba cuenta, nos pasábamos, a velocidad, la prenda de uno a otro, hasta que no se supiera dónde estaba la bolita, así no nos sorprendían con la masa en las manos. De todas maneras, varias veces, los muchachos y muchachas fueron a parar en cana. Una vez, ni porque metió los aretes que había arranchado, en el balde de fresco de una fresquera amiga, un chico se libró de que lo trincaran, arranchador y fresquera fueron apresados; buena parte de las vendedoras ambulantes de comida son cachineras, a ellas se les vende las cosas robadas; los amigos se turnaron para llevar comida a ese chico arranchador que estaba en el CDP, porque ya la familia no quería saber nada de él, lo tenía por caso perdido.  

Los de la banda podían pelearse, unos contra otros, pero al jefe no lo tocaban, él se había hecho el prestigio porque no se molestaba en pelear sino que de una enfierraba al contrincante. Pero los muchachos daban la impresión de que se protegían entre todos y se cuidaban unos a otros, pero cuando las papas quemaban de veras, era sálvese el que pueda. Una vez, una mujer del barrio agredió a un muchachito de la jorga, los compañeros fueron a apedrear, como valientes y bravos, su casa, y la amenazaban cada vez que ella salía a la calle, también amenazaban a sus hijas, hasta que, toda la familia tuvo que marcharse del barrio.

Estando mal y maltratada, en la jorga del Payo, una tarde, me encontré con Enrique, era miembro de otra pandilla, la de Cochapamba. Cuando fui discotequera Enrique también lo era, la primera vez nos vimos en una discoteca de buena calidad, de las que después ya no frecuentaba porque, con la jorga del Payo, parábamos en los peores lugares, en discotecas de bajada. Yo estaba muy dañada, consumía demasiado y el Payo me tenía cansada, con el tiempo me había vuelto indolente, pero le temía menos al tipo, conocía su rutina de decir no me quieres, llorar, para exigir dame esto así y después del otro lado y tal. El Payo distribuía crack en el Comité del Pueblo y la Roldós, me aficioné mucho al crack, una vez me morí de muerte blanca consumiendo crack; un viernes, para esperar al Payo, fumé desde la mañana, quizás así no sentiría tanto asco por lo que tenía que hacerle, habiendo tomado y fumado por horas, me quedé muerta, reviví a los dos días.

Para salir de la modorra me hice arranchadora, vivía la emoción del lance y la carrera, perdí el juicio, una vez halé el bonito collar de una muchacha, me gustó y seguí.  No soportaba a las otras de la jorga, contra las que yo creía que me querían agredir, me lanzaba primero, les brincaba antes aprovechando la ventaja de ser mujer del Payo. Así estaba de mal. Me había encontrado con la Catira, en un sótano que llamaban discoteca El Túnel, olía a éter y la dueña vendía, para el consumo, desde pega hasta coca. Los focos estaban pintados, la música era ruidosa, el lugar estaba lleno de muchachitos que compraban fundas ya preparadas, como si hubiesen sido chupetes, la vieja dueña de ese sudadero era íntima de la Mama Lucha, quizás sólo administraba ese lugar, cuya dueña habría sido la misma Mama Lucha. El chongo de la Mama Lucha, también de bajada, era otro, más arriba del Aeropuerto, ya en el cerro. Por casualidad había ido a ese sudadero la Catira, y aprovechó la ocasión para decirme por décima vez que yo andaba perdida y tenía que abrirme ya de la jorga y del vicio, o me jodería para siempre.

Aquella tarde, cité a Enrique en la Pianoteca y allá fui con dos compañeras, lo primero que hice fue pedirle para fumar y para el pasaje, él me dio dinero, y yo le dije que andaba con dos amigas también necesitadas, pretendía sacarle más. Él quiso conversar, me invitó a caminar, salí con él y las dos compañeras nos seguía atrás, yo sospechaba que, de un momento a otro, ellas le caerían encima para robarle. Sentía algo de vergüenza, él me piropeaba, me decía que estaba bonita. Nos invitó a comer hotdogs y nos pagó los pasajes hacia el norte, pero seguía junto a mí, subió al bus y dijo que iría al norte porque él también vivía por ahí. De golpe me bajé del bus, diciendo que ya estaba cerca de mi casa, pero lo que temí fue que, más allá, pudiera estar el Payo, alguien pudo avisarle que me había visto con otro. Enrique y las dos compañeras siguieron en el bus, una de ellas, Norma, quien dijo más tarde que Enrique le había gustado, le mostró dónde vivíamos. El viernes siguiente comencé a consumir y beber desde temprano, sabiendo que al atardecer llegaría el Payo; pero, un poco después de mediodía, al mirar por la ventana, vi parado a Enrique, en la esquina, sin dejar de mirar hacia la casa. Lo que sentí, de golpe, otra vez, fue esa vergüenza tan rara en mí, no salí a verlo, se habrá cansado e ido, quise evitar que los demás me vieran con él y le fueran con el cuento al Payo.

Pero el Payo no fue esa noche, a la mañana siguiente me desperté a las once, las compañeras se habían ido, no supe dónde, cuando oí un silbido, miré y vi a Enrique y dos amigos, salí le hice seña de que ya volvía  y entré a vestirme y arreglarme, salí como una hora más tarde y allí seguía, con sus amigos, me invitó a bailar, le pregunté si tenía billete suficiente, dijo claro, y aunque era temprano me fui con él y los otros, primero les pedí de jamar, y me brindaron hamburguesa y refrescos. Luego fuimos a la Pianoteca. Enrique soportaba que yo fuera abusiva y grosera con él, le dije: no creas que vas a tener nada gratis de mí. Él se reía, me abrazó y sintió que yo llevaba, en la cintura, el paquete de yerba y polvo para el consumo. Me preguntó de qué era. Le dije: no te importa, y fui al baño darme un toque. Él me vio tronada y se dio cuenta de que era antigua consumidora, se me notaba. Comenzó a decir que no me convenía el vicio, a repetir eso, dale que dale. Yo respondía: qué te importa. Dijo que él quería que dejara el vicio. Me confesé con él, le dije ya sé que no valgo nada, déjame así, me sirve para soportar la vida, no me jodas; terminé llorando y contándole partes penosas de mi vida, pero entre confidencia y confidencia, lo amenazaba: no me jodas porque te meto fierro, él se quedaba viéndome, sonreía y no respondía a mis amenazas.

Así comenzó mi relación con Enrique, iba a verme entre semana donde yo vivía, cuando no estaba el Payo, o nos veíamos cuando yo podía salir sin vigilancia. Reconocía su silbo y salía a verlo. Yo no estaba bien, pero ya reaccionaba ante el abuso, no me quedaba quieta para que el Payo hiciera todo lo que quería, no cocinaba ni arreglaba la casa, ordenaba a una de las chicas que hiciera esas tareas. Llegué a decirle al Payo: mátame si quieres, pero no puedes obligarme a que sienta lo que no puedo sentir. Para darme una lección, por esos días, el Payo le rajó la cara a una que había sido su enamorada y dejó de serlo, diciendo: eso le hago a la que yo dejé y ella no me dejó a mí, es que a mí nadie me deja, yo las dejo. Saqué fuerzas de la droga, me hice resabiada, estando chinota no le tenía tanto miedo. Llegué a quitarles, a las chicas, un billete que no me lo dieron de a buenas, y no les hacía comida ni les arreglaba el cuarto. Comenzaron a decirme que por consumir tanto yo estaba tan violenta; hasta el Payo me dijo: tranquila pelada, te vas a sicosear si consumes tanto. Yo decía: qué les importa, no tengo nada que perder. Fumaba y bebía toda la semana, tenía ansias del crack, del trago, de las pepas, de la yerba y hasta de la funda. Tomaba lo que había, Gallito, Trópico, jarras de puntas, iba a donde podía bailar, a fiestas de obreros textiles y de albañiles, comenzaban a las nueve de la noche, en canchones que habían sido de fábricas, metían ahí discomóviles, cobraban entradas y vendían de todo. Eran ocasionales, o sea ilegales, más claro. Sabíamos, de boca en boca, que había baile en los textiles. Me gustaba también tomar en cantinas donde tocaban música rocolera, de la Susanita Aymara, de Calero, Claudio Vallejo, Segundo Rosero; iba a los conciertos de éstos, en el coliseo, y me dedicaba a chupar guaro.

Durante un tiempo tuve dos novios, pero con ninguno quería tener sexo. Con Enrique conversaba, a veces hacíamos algo pero yo no sentía nada, con el Payo si tiraba, todas las semanas, y tampoco sentía nada. A ningún otro le permitía ni que me manoseara. Una vez, estando medio dormida, en la discoteca, uno quiso abusarme, pegué e hice que los compañeros también le pegaran. A Enrique no lo quería, pero él me trataba de manera diferente, era delicado, eso me gustaba. Yo, en cambio, seguía siendo grosera y abusiva con él, le decía que ya no me jodiera o le avisaría al Payo, pero Enrique no le tenía miedo al Payo, iba a verme en mi casa para conversar, decirme cosas agradables, aconsejarme  y acariciarme el pelo. Pero ya le fueron con el dato, al Payo, de que me veía con Enrique y él dijo que iba a matar a Enrique.

Me había salvado varias veces de los peles, es decir de que me violaran. Una vez fue cuando la Pilar, borracha, me llevaba donde una amiga, y teníamos que pasar por el bosque de arriba del Condado, y yo no quise, hasta me pegó, la Pili, para obligarme, decía: vamos pelada o te saco la puta, ahora que estamos solas te parto. Pero no fui, asomaron dos muchachos que me defendieron y llevaron con ellos. Al otro día me enteré de que la Pili estaba en el hospital, le habían hecho un pele entre seis tipos. Quedó mal, estuvo un tiempo furiosa conmigo, pero se le pasó y se admiraba de que haya tenido el presentimiento de que nos esperaba algo malo. Otra vez, dos negrotes que vivían en el Comité, y les decían los alces, a uno de los cuales lo quemaron vivo, por atarvante, estando yo en un baile, me advirtieron a tiempo: lárgate este rato porque los alces van a hacer peles, salí corriendo, después supe que la jorga de los negros habían violado a todas las chicas que se quedaron.

Antes de que me fuera a vivir con Enrique, coincidimos en un baile de los textiles, salí a comprar una de Trópico y me topé con la muchacha celosa, mujer del jefe de mii antigua banda, que sospechaba que yo vacilaba con su marido, y me desafió: vamos a ver si esta pelada hija de puta es tan tronera; se me enfrentó mientras amigos de ella, que habían llegado, me rodeaban, rompí la botella para defenderme con el pico. Ella y sus muchachos me amenazaban e insultaban, estás buenota, te vamos a hacer un pele que no olvidarás, la celosa los incitaba: cójanle, denle por el culo. Tuve miedo, estaba a una cuadra del canchón de la fiesta, cuando, como por milagro aparecieron Enrique y su grupo, así respaldada pude escapar, logré esconderme detrás de un muro, mientras que Enrique y los suyos perseguían a los otros. Sería la una de la mañana, me dije estoy hecha mote, cuando asomé la cabeza, Enrique volvía, me vio y me dijo: ven conmigo. Yo seguía grosera con él, pero le seguí, no podía ir al cuarto de las chicas porque no tenía la llave, no acepté que fuera a dejarme en mi barrio, porque sabía que de noche lo podían matar, le propuse ir a donde una amiga  en el Comité, pero camino al Comité encontramos a mi amiga, bien borracha y con un chico, y me dice que no podía recibirme. Enrique iba acompañándome camino al Centro, sin un destino fijo,  a las dos, se nos unió un amigo de Enrique llamado Carlos, caminamos los tres hasta la madrugada, llegamos a la plaza de Santo Domingo, no nos paró ningún taxi, eran las cinco; me moría del cansancio, sin embargo Carlos propuso que tomemos una botella de ron Caney. Entre Enrique y Carlos compraron la botella y comenzamos a tomar a pico, sentados en la escalinata de la Plaza Santo Domingo. De pronto Enrique propuso: vayamos a un hotel, acepté  porque me moría del cansancio, fuimos a una pensión de bajada, por la Loma, echamos el cuento de que éramos familia y llegábamos de Ambato, y nos dieron una habitación con dos camas. Juntamos las camas y nos acostamos los tres. Yo volví a amenazar a Enrique con el Payo, que si me cogía lo haría pegar con él y hacerle feliz con dos negros, pero, después de un rato, lo dejé hacerme suavecito, por atrás.

Yo consumía igual que antes, siempre hallaba un vaguito que compartiera conmigo lo que tenía. Fui a coger comida en el Albergue San Juan, no me gustó lo que daban ahí,

Luego fui a coger comida en La Caleta, muchos días fui a formarme en la fila, con mendigos y drogadictos, para recibir almuerzo y merienda. Seguí vagando, consiguiendo droga, consumiendo, caminando la calle. En La Caleta, los curas que hacían ese programa de ayuda, quisieron que yo lavara ollas, sirviera la comida y asistiera a reuniones y oraciones, no me gustó eso y dejé de ir. Fui a conseguir comida en El Muchacho Trabajador, comía allí y salía a buscar, por el centro de la ciudad, a conocidos y conocidas para pedirles un billete, o yerba, o polvo, o pepas. Caminaba mucho para conseguir poco, también tenía que dar algo por algo, los hombres no daban de gratis. Ayudaba a desconocidos en un robo, en un pele o en otros programas malosos, con tal de recibir lo que me gustaba. Ayudé a unos chicos a empacar tamugas de yerba y repartirlas, de ese modo obtuve mi reserva y pasé tranquila unos días. Conocí a jovencitas que tenían hijos y, para ir a traficar yerba, encerraban a sus hijos el día entero y hasta por dos días, sin comida ni nada, mientras ellas trotaban calle para vender y luego iban a discotequear  y consumir. A uno de esos  guaguas abandonados le pasamos comida por la rendija de la puerta, dos días, al fin llegó la mamá fumadota, llevándole una funda de chitos, era la Pitufa. Yo iba a las tiendas y me escondía pan y galletas, me ponía una chompa grande donde, al descuido, me guardaba alimentos, hasta atunes y sardinas, para darles a guaguas como el de la Pitufa. Yo le decía: Pitufa, si quieres ser puta acuéstate aquí mismo, trae los clientes a tu cuarto, pero no dejes así al guagua, por días, porque se va a morir.

Sería porque el guagua de la Pitufa se me entró en el corazón que pensaba en regenerarme y salir del fondo. Veía al chiquito y me dolía. Se me metió la idea de trabajar, en esto consistía mi regeneración, si trabajaba podía dejar el consumo y no haría lo que la Pitufa, que estaba sacrificando al guagüito por darse a la gozadera. Pero seguía consumiendo. Lo que hice fue ir a buscarle al papá del hijo de la Pitufa, que se llamaba Yuri, trabajaba de mecánico, por los Dos Puentes. Estando mareada, cargué al chiquito y lo llevé donde el papá, lo conocí, él dijo que no sabía que era hijo suyo, y tenía demasiados problemas con la mamá y no volvería con ella; lo insulté, le dije: maricón de mierda, qué culpa tiene el guagua, si la mama come mierda y tú también comes mierda, le haces comer al guagua que nada tiene que ver Él dijo que no había sabido que la Pitufa tuviera una amiga tan buena gente, tomó al guagua y se lo quedó. Me fui satisfecha por haber hecho esa buena obra, cuando llegó la Pitufa a la casa, al día siguiente, casi me mata.

La Pitufa era pequeña y bonita, decía que su papá había matado a su mamá y estaba sentenciado a muchos años de cana. La Pitufa vivía de su físico. Me mandó de su casa, donde había estado pasando, dijo: maldita la hora en que te conocí. Yo me fui ¿a dónde? Pues a donde conocía, me dirigí a la casa de la Catira, no la encontré, pero di con su mamá en el puesto de venta de fritada, me dijo hola Llanita, así me decía, Llana en vez de Dayana. Me preguntó: ¿sabes en dónde mierda anda la Catira? cuando terminó la venta, la ayudé a subir la paila y le pedí que me consiguiera un trabajo, no quiso pero me envió donde su hermana, dijo que ella quizás podría encontrarme algo. Fui a ver a la hermana, allí encontré a la Catira, que seguía fundeando más que antes. Le propuse ¿por qué no cambiamos? ella se rio, esta cojuda se ha vuelto la Virgen María, dijo. Me quedé acompañándola, en un parque, nos fundeamos toda la noche, muriéndonos de frío, al día siguiente ella se encontró con que yo le había reventado fundas en la cabeza, tenía pegotes en el pelo, se los cortó y quedó con mal aspecto. Le insistí en que trabajáramos, tenía la idea de que trabajar era regenerarse. La Catira dijo, de mala gana, que ya había trabajado dos veces, pero que trabajar era muy fulero. Con todo, me ofreció, insistiría a su mamá para que me recomendara en una casa donde ella lavaba ropa, esa familia tiene billete, dijo. Quiero trabajar puertas adentro, así estaré lejos de la tentación de la drogas y no tendré que pasar lo que hay que pasar para conseguirla, dije.

La mamá de la Catira aceptó recomendarme para trabajar de doméstica en una casa; la señora de esa casa era joven, tenía una nenita y estaba embarazada otra vez, el señor era abogado, vivían en la residencia de él, por el Aeropuerto. La mamá del señor vivía en un departamento, con entrada aparte, pero en el mismo edificio. Me aceptaron para que fuera criada y cuidara a la niña. Entré a esa casa, no metí yerba pero si una provisión corriente de Roinol, pastillas que no tienen olor. Traté de consumir sólo de noche. No hacerlo en la mañana me costaba mucho y no siempre lo conseguía. Tenía sed, necesitaba mucha agua para trabajar. La niñita que cuidaba era como de cuatro años. Allí no me hacía llamar Dayana sino Marta, que es mi verdadero nombre. La mamá del señor, que vivía en departamento aparte, tenía, trabajando para ella, a una chica de diez años, que parecía sufrir retardo mental, se reía como idiota, hablaba poco, yo dormía en el mismo cuarto que ella, en una litera, yo ocupaba la parte de arriba y ella la de abajo. 

A las dos semanas, la familia del abogado, el abogado y su madre, fueron a la Costa, se quedaron don Jacinto y la nenita a mi cuidado. Me dejaron en la casa con la chica bobota y el viejo mayor de edad, señor Jacinto, papá de la señora, al que debía seguir atendiendo; era como de sesenta años, parecía serio y formal. Yo limpiaba la casa, regaba el jardín, hacía café, él comía afuera; usaba una campanilla para llamarme, a veces me pedía desayuno, con huevos, jugo, tostadas, leche y café. Don Jacinto andaba con la campanilla a cuestas y la hacía sonar abajo, en el comedor o el jardín, o arriba, en el dormitorio o la salita de la televisión. Era mandón, pedía agua, jugo, café, el periódico y mil cosas. Llegué a odiar la campanilla. Por fin, una tarde, tocó en el dormitorio, subí a ver qué quería y encontré al viejo encuerado, en pelotas,  de pies junto a la cama, y me dijo: frótame. Salí corriendo y el mayor seguía haciendo sonar la campanilla, no respondí, me tomé algunas pepas, seguí limpiando, cuidando a la nenita, ordenando, regando el jardín, y él tocando la campanilla. Me dije debo tener paciencia, quizás llegaría la señora y todo se normalizaría. El don Jacinto fue a buscarme, en mi cuarto, a decir que yo estaba en su casa, que quién me pagaba era él, no su hija ni su yerno, y por tanto debía obedecerlo. Yo quería pegarle al viejo de mierda. Pasaron dos días incómodos;  él, jetón y con mala cara, yo rehuyéndolo. Al cuarto día oí a la nenita riéndose de modo raro y haciendo ruidos extraños, la busqué y encontré, al prender la luz, que el viejo la tenía desnuda, en la alfombra del dormitorio de la señora, había estado manoseándola; el viejo, a medio vestir, se esfumó sin decir nada; vestí a la niña que seguía riéndose. Fui a la litera y me tomé otras tres Roinol, Le dije a la niña que no debe dejarse, ella sólo se reía. Comencé a cuidar a la niña, la tenía conmigo todo el tiempo. El viejo se ausentó de la casa, me huía; pero, una noche, oí que metía el carro en el garaje, debía ser él porque los perros no ladraban, yo estaba bien tronada por las pastillas, la nena dormía tranquila; yo estaba en lo más alto del vuelo cuando sentí que me abrazaban, reaccioné con violencia, golpeé con un radio pequeño que tenía junto a la cama, creo que rompí la cabeza del que me atacaba, seguramente fue el don Jacinto, tomé mi ropa y lo demás que era mío y hui, me fui a la calle.

A los dos días había regresado la familia, de urgencia, y encontró que habían robado la casa. Y por la historia que les había contado el don Jacinto, me acusaron de haber robado joyas, electrodomésticos y no sé cuántas cosas más y me denunciaron a la Policía, hicieron apresar a la mamá de la Catira, quien me había recomendado, querían que ella me acusara y que avisara donde estaba yo, la tenían por cómplice mía. Me ensuciaron bastante. Mi historia, que no podía probar,  como ellos tampoco la del don Jacinto, es que salí de esa casa huyendo, sin robar nada, de noche, estando chinota, corrí y corrí, ya no me quedaban pepas, estaba desesperada. Me di cuenta de que estaba descalza y tenía puesta una blusa de pijama. Después de haber caminado horas, me dirigí a donde el Enrique, salió de su casa y me vio, él andaba patojo porque había tropezado al bajar de la buseta, yo estaba descalza. Lo primero que hice fue entrarle a golpes y patadas, estaba frenética y quería descargar mi ira. Me hizo tranquilizar y que le contara qué había sucedido. Pensaba que nadie creería que el doctor Jacinto quiso violarme, sabiendo cómo era yo nadie me creería, me sentí muy mal. Pero le conté todo y él me dijo: te creo.

Me dijeron que la Catira me andaba buscando porque quería que le diera parte de lo que dizque me había llevado de esa casa. Había dicho que me enfierraría por haber hecho que encanaran a su mamá. Corrían la voz de que me había ido con joyas y billetes. Enrique me llevó, en taxi, a un hotel del Centro y se quedó conmigo, al día siguiente salió a trabajar y, antes de que saliera, le pedí plata, le dije si me quieres dame plata para irme a otra ciudad, esa gente platuda me va a joder y si no me jode esa gente, ha de ser la Catira, con sus amigos, que me apuñalen. Él me dijo tranquilízate, me dio algún dinero, con el que fui a buscar mariguana y pepas. A la noche volvió a verme, en el hotel y me encontró bien tronada, me reprendió, pero le dije: no me jodas, mejor enchúfate, pero él no quiso, esa noche no durmió conmigo. Al día siguiente me estaba saliendo callada del hotel, pues no tenía para pagar la noche, pero el dueño me descubrió y dijo: joven ¿ya quiere desayunar? su esposo dejó pagado el cuarto con desayuno por tres semanas. Lo que hice, durante ese tiempo, fue ir, con cuidado, donde unas conocidas del Centro, a consumir y comprar, luego regresar al hotel, la mayor parte del tiempo lo pasaba metida en la pieza, consumiendo en la cama, viendo televisión y durmiendo. Enrique fue al tercer día, llevó comida china, se quejó de que la pieza apestaba, se refería al olor de la mariguana, yo le insulte, pero él me contentó, sacó un naipe y me propuso jugar baraja, lo hicimos apostando dinero, él me dejaba ganar, después hicimos el amor y me gustó, por fin. Esa noche no fumé, dormí desnuda, abrazada a él. A la mañana se fue a trabajar.

En mucho tiempo no dormía con tanta tranquilidad, eso fue extraño y agradable. Enrique fue a pasar conmigo casi todas las noches. El hotel era barato y recibía parejas para un rato, oíamos sus ruidos, nos hacían gracia y nos daban ganas. Siempre que me encontraba con droga me volvía loca, intentaba quitármelo, lo insultaba, hasta lo abofetee; una vez se enojó y no volvió en tres días, pero había pagado el hotel para más tiempo. Como me dejaba plata podía salir a buscar droga en taxi, así nadie me cachaba, tenía que andar con cuidado. Total, estuve tres meses en esa situación, metida en la pieza, consumiendo lo que podía, recibiendo a Enrique, que pasaba por un polvo o iba a dormir conmigo. Algunas veces fui a la Roldós, al Comité y al Condado, barrios de mi perdición, para saber qué pasaba por ahí. Temía toparme con la Catira, pero al fin la encontré y me vio, se vino contra mí de una, gritando ahora te abollo hija de puta, y sacó un fierro, me hice para atrás y le pregunté qué pasa amiga, me dijo no te hagas la gil, hija de puta y me mandó un navajazo que me lastimó el hombro. Yo le contaba a gritos lo que había pasado, ella respondía: no te hagas la santita, cuatrera de mierda. Le esquivé todo lo que pude, mientras le explicaba a gritos que no había robado sino que le pegué al viejo que quiso agarrarme. La Catira se cansó pero seguía emputadísima, bajó el fierro, dijo: a lo mejor dices la verdad, perra de mierda, tú que has sido mi hermana… pero júrame que no sacaste cosas de esa casa para joderle a mi mamá; le juré todo lo que quiso y se tranquilizó.

Enrique había arrendado un cuartito de Cochabamba bien arriba, en la loma, dijo que ese cuartito, con sólo un colchón, era para mí sola. Yo, contenta, iba a meterme allí, porque comencé a creer que él me amaba. Yo no estaba segura de quererlo, pero le respetaba. A los dos meses de estar en el hotel, fue que Enrique me dijo: vamos, te doy una sorpresa y me mostró el cuartito que había arrendado para mí. De la emoción lo abracé, gritaba de contenta, aunque no había ni un mueble ni nada allí, lo tumbé y le hice el amor en el suelo. Después llevó un colchón, me pasé a vivir allá, fui feliz. Era un cuarto pequeño, pero mío, esperaba ahí a mi hombre, mientras él estaba afuera, trabajando; igual que al hotel, iba al anochecer, llevaba comida y se quedaba a dormir conmigo en el colchón. Después llevó un radio con grabadora, allí me grababa boleros y contaba chistes, hacía también que oyera lo que yo había grabado. A los quince días llevó cama, cómoda y dos sillas, poco después, una televisión. Yo había bajado la guardia, ya no era altanera con él, no le hacía bronca por pendejadas, peleaba con él sólo de broma; él, también de broma, me quitaba las cosas. Pero yo seguía consumiendo, cuando él no estaba, salía a buscar droga, pastillas, crack y mariguana, que consumía antes de que llegara.

Una vez pasó que él me tomó, acariciándome, hablando cosas bonitas, lamiéndome despacio, como domando mi corazón salvaje, yo me derretí, sentí seguridad y paz como nunca, además de un gozo profundo, al que me abandoné. Entendí que lo quería, que quería a alguien por primera vez. Pero el temperamento de viciosa volvía a dominarme, lo maltraté, peleé con él cuando iba a abrazarme, lo corría diciéndole lárgate de mi casa. Era la necesidad de consumir que nunca cesaba, por más que consumiera de todo, necesitaba más, me enloquecía, atacaba a todos y principalmente a él, que estaba cerca. Una vez fui tan agresiva y él reaccionó: si quieres que me vaya, me voy. Se fue y regresó a los cuatro días, al llegar primero adelantó una pierna y preguntó ¿no cae palo? y luego sacó un pañuelo blanco y lo movía diciendo paz paz paz. Me causó gracia y qué alivio sentí. Me invitó a salir; yo, desde luego, quería ir a discotequear para toparme con los proveedores, me dio gusto y fuimos.

Enrique era diferente, me dejaba ser, no quería saber mi pasado, para tenerse por superior. Era honrado y trabajador, lo que quería buscaba con esfuerzo y constancia. Bicho raro en mi medio. Había sido parte de jorgas, pero no para robar, sino para divertirse, a mí me quería en el presente, sin juzgarme. Además, me proporcionó eso, que parecía un hogar, una cama propia. Me entregaba a él, no para pagarle, sino por la alegría de hacerlo. Fue bonito. Sentí una corriente tibia y dulce que ganaba mi cuerpo y explosionaba una y otra vez. Ya no quería salir corriendo, soportando furiosa que terminaran una penetración, para salir a lavarme y sin ganas de regresar para ver con quién había estado. El toque final de las relaciones con Enrique eran de alegría y de paz, por eso me quedaba dormida y amanecía abrazada a él.  

Enrique salía a las seis de la mañana, a trabajar en la librería, donde lo apreciaban y tenían confianza, y volvía a las siete de la noche, habiendo pasado previamente por la casa de su madre, situada del Centro Comercial El Bosque hacia arriba, algunas cuadras. Yo comencé a salir a discotequear con más frecuencia, el temor de que me pescaran por la denuncia del viejo Jacinto, ya me estaba pasando, me reunía con compañeras gozadoras, no para acompañarlas a conseguir plata robando o con la putería, pero sí para bailar, fumar y beber, durante el día. Eso hice por meses, mientras él iba a trabajar caminando al norte, desde dónde tomaba el bus hacia el Centro, yo salía para el sur, caminando, hasta encontrarme con amigas fumonas y gozadoras. Creo que él se enteraba de mis escapadas. Él siguió consintiéndome, le dije que no cocinaría, y me compró una tarjeta de salón, para almuerzos, y en la noche traía comida. 

Una vez fueron a sacarme del cuarto, una de esas amigas con su novio que tenía una moto, cuando ya se había ido Enrique, me silbaron y salí, lista para ir a aventurar, cuando oí que Enrique me llamaba, había regresado porque olvidó algo, y me vio a punto de subirme en la moto, detrás de la pareja. Me paralicé, él dijo, a los de la moto, que yo no iría con ellos, me abrazó y condujo al cuarto, me dejé llevar cargada como novia, me depositó en la cama, metió su mano en el bolsillo de mi chompa, sacó la tamuga de mariguana, la puso sobre la cómoda, como si fuese a ser un premio y me propuso un juego: déjate atar para hacerte el amor, me sometí y dejé que me amarrara, cada mano y cada pie a una columna de la cama. Así quedé indefensa, disfruté de los besos de Enrique, y cuando se acabó la fiesta, registró el cuarto, extrajo droga de los diversos rincones donde yo la había escondido y fue a echarla en el escusado. Yo, mientras, me sacudía, frenética, le insultaba de la peor manera, le decía que lo nuestro se había terminado, que se largara ya y me dejara en paz. Sentí desesperación ante la perspectiva de no consumir, grité: ya te pagué con el culo, no tienes derecho a pedirme más, suéltame y lárgate de mi vida. Él sonreía, parecía no oírme. Yo gritaba más duro, auxilio, me quiere matar este hijo de puta, maricón, auxilio. Me rellenó la boca con una esquina de la sábana. Sentí que me podía morir, estaba congestionada y con odio. Él me dijo: si no chillas te quitaré la mordaza. Yo le hacía malas señas con las manos atadas, quitó la sábana de mi boca y yo grité más duro: maldito infeliz suéltame. Entonces, volvió a rellenarme la boca con un trapo, revisó los nudos, dijo hasta luego y se fue.

Mi primera intención fue zafarme, creí que podría zafarme, lo intenté por largo rato, y me convencí de que no podría hacerlo, lloré mientras hacía propósitos de herir con cuchillo a Enrique, e irme para no volver jamás. Tampoco pude expulsar el trapo de mi boca, si me esforzaba mucho queriendo hacerlo, se me dificultaba la respiración. No tuve otro remedio que dejarme estar, relajarme y hasta intentar dormir. A media tarde volvió, llevó pollo asado y papas fritas, me desató las manos, que ya las tenía amortiguadas, me vistió, y comenzó a ponerme comida en la boca. Comí poco, volví a gritar e insultarle. Forcejeando mucho, me ató y amordazó otra vez, me abrigó con mantas, prendió la tele y se fue. Regresó a la noche, dijo que me iba a dar una sopa rica, ya no me desató las manos pero me quitó la mordaza, puso almohadas bajo mi espalda y mi cabeza para que estuviera incorporada, recibí algo de esa sopa, pero seguí insultándolo y gritando para pedir auxilio. Me tapó la boca con trapos, y se acostó junto a mí. Yo hacía ruidos sin descanso, me destapó la boca y dije que quería orinar. Se tomó el trabajo de atarme una mano junto a la otra, y me soltó, desvestida de la cintura para abajo, para que fuera al baño, oriné e intenté abrir la puerta para salir corriendo, pero me lo impidió, me condujo abrazada hasta la cama. En el corto trayecto hasta la cama, lo insulté, lo mordí y golpeé cuanto pude. Pero me dominó, era muy fuerte, y consiguió tenerme otra vez atada a la cama y muda. El alboroto que produjimos lo había sentido la dueña del cuarto, que vivía a poca distancia, en una casita pequeña; ella bajó a averiguar que pasaba, Enrique tuvo que quitarme el trapo de la boca y le dije a la casera que me había raptado, que yo era menor de edad y que él abusaba de mí teniéndome amarrada, le pedí que llamara a la Policía. Enrique se llevó a la casera al exterior, le dijo que yo era drogadicta y por el consumo me había vuelto loca, que el doctor había recomendado el tratamiento que me estaba haciendo, que era para curarme. La casera, vieja solitaria, creyó a Enrique, a quien respetaba porque era cumplidor y atento. La dueña de casa, volvió a mi lado, yo ya estaba con mordaza, y me dijo: hágale caso a su marido y al doctor, mejor no grite y tome las medicinas, hasta luego, y salió.

Seguí prisionera, sentía un odio feroz, me proponía herir a Enrique de mil maneras, tenía adoloridos pies y manos, también la cabeza por golpearla contra la cama, me orinaba y defecaba allí mismo para vengarme. Pero, sobre todo, comencé a sentir, a partir del segundo día, la sed mortal de la abstinencia. Me desesperaba esa necesidad de algo. Me dolía la cabeza, parecía a punto de reventarse, tenía escalofríos, temblaba tan fuerte que parecía que iba a destruir la cama. Apenas podía, insultaba, escupía y le clavaba las uñas a Enrique. Él me aseaba y alimentaba pero, en cuanto se ponía a mi alcance le iba mal, le hice contusiones y heridas. Se acostaba al pie de la cama y yo trataba de que no durmiera, de que se cansara y me diera oportunidad para zafarme. El tiempo se hacía lentísimo. La cama llegó a ser un lugar inmundo, mis manos y pies sangraron por las ataduras, enflaquecí al colmo y, a pesar de los baños de esponja y colonia que me hacía, yo apestaba. Ahora me parece imposible que yo haya permanecido en ese estado cuatro meses y medio.

Las veces que él me soltaba y yo intentaba escapar. Pero me había debilitado, y me convencí de que gritar no daba resultado, intenté razonar con él, seducirlo, me humillaba, Habría hecho cualquier cosa por liberarme y salir de ese estado. Enrique no se rindió, hacía que yo estuviera lo mejor posible, pero siempre bien atada. Reponía el vidrio de la ventana, contra lo primero que iba apenas tenía una oportunidad, lavaba la ropa, me curaba y ponía gasas en las muñecas y los tobillos heridos, para que las ataduras no me lastimaran más. Repuso tres sillas y la tele que rompí, reforzó la cama mediante platinas que fijaron más las columnas. Los primeros meses de mi cautiverio también me daba vitaminas, yo escupía las vitaminas con la comida. Le decía primero que no lo quería y me daba asco, y luego que lo amaba mucho y deseaba servirlo como esclava, que haría todo lo que quisiera, con tal de que me soltara. Cuando se quedaba a dormir, al pie de la cama, yo hablaba toda la noche, para no dejarlo dormir, lo insultaba, le decía cosas horribles; entonces hizo algo curioso, grabó en casette lo que le decía durante la noche, usó seis cintas y, a la mañana siguiente me dejó oyendo mis peroratas, lo mismo hizo a la tarde y al anochecer, durante varios días.

Le rogué: compra una botella de Trópico, tomemos mano a mano y la pasamos rico. Tanto insistí que fue a comprar la botella y tomamos buena parte de ella, mi intención era emborracharlo, pero ocurrió lo contrario, yo me sentí mal y él se preservó, no repetí el pedido. Como a los  cuatro meses de aquel tratamiento, me dijo: voy a tenerte confianza, y me dejó suelta mientras salía a comprar comida, de una me fugué y fui directo a la discoteca, pero él me había seguido y cuando quise comenzar la fiesta, cayó sobre mí y me condujo otra vez al cuarto y al tratamiento. En otra oportunidad se dio un episodio parecido, en aquella ocasión me escoltaban dos amigos del ambiente y para poder llevarme de vuelta, Enrique tuvo que pelear con ellos, mis amigos lo golpearon fuerte en el rostro, pero él terminó llevándome al cuarto, porque volvió con un grupo de amigos, como ocho que se hacían llamar los “escubis”, pusieron en fuga a los míos y me llevaron en peso al cuarto. No me dejó libre otra vez, dijo que todavía no merecía su confianza. Cuando fueron a tratar de verme, unos amigos y amigas, yo atada y amordazada, él los recibió fuera del cuarto y dijo que yo estaba donde la madre de él, nadie más fue por mí.

Cuando se cumplieron cuatro meses y medio de esa situación, ya estaba bastante serena, una noche le dije que ya era suficiente, que yo no era un animal para que me tuviera atada, que había comprendido que él quería separarme del vicio y no hacía falta que siguiera prisionera para dejar de beber y fumar. Dijo que todo lo hacía por amor, que en verdad ya era hora de contar conmigo, en definitiva yo tendría que decidir en libertad. Si quieres estar libre, desde este momento estás, si quieres irte, ándate o, si quieres quedarte, quédate. Y me desató. En silencio, me preparé para salir, preparé un atado de ropa y me fui, pero no avancé mucho, me vinieron a la mente los peores momentos de mi vida, con frío, sin tener a donde ir, drogada, abusada y con miedo. Volví llorando y le pedí que siguiera ayudándome, no sabría cuidarme sola. Me abrazó, me besó en la frente y dijo: claro que te voy a ayudar, aunque ahora dependes de ti más que de mí.  Me oí diciendo: no me dejes, átame, enciérrame, pero no me dejes, ya no quiero estar sola, parecía que hablaba otra persona.

Enrique pidió salir a vacaciones y se quedó dos semanas conmigo, ya libre de ataduras, hice una vida recogida, en el cuarto, pero también salíamos juntos. Hacíamos el amor, otra vez muy bonito. Yo todavía sentía ansiedades, como ganas de consumir y de tomar, sobre todo cuando estábamos cerca de personas o lugares asociados con el vicio, entonces me reprimía y le contaba lo que sentía y él me llevaba a otro sitio. Todavía actué como loca, rompí cosas, lo insulté, le decía me largo de aquí, pero no me iba, esperaba un poco y me pasaba la crisis. Él me entretenía con golosinas, comida, películas, revistas, conversaciones agradables. Me soportó mucho. Le dije nunca salgamos del cuarto, vivamos encerrados, pero él decía que eso no era posible, teníamos que salir. Me hice llorona, me quejaba de que nadie me había querido, él decía: yo te quiero, yo le pedía: júrame. Me hacía jugar canicas, caminar por el bosque, jugar a las escondidas, a la rayuela. No solamente quería tenerlo a mi lado, para sentirme segura, sino que comencé a quererlo, a desearle el bien, a preocuparme por él.

Las cosas ocurrían al contrario, no era él quien no me dejaba salir, sino era yo quien impedía que él saliera. Le decía no te vayas. Pero Enrique tenía que trabajar, me decía si no trabajo no habrá con qué pagar el cuarto y comprar comida. Le propuse vamos juntos, en la noche, a robar. Él dijo: ya no puedes vivir de esas fantasías, en la vida real eso no funciona, se tiene que trabajar y eso será lo que haremos. Salió a trabajar, me quedé sola, todavía sentía necesidad de bailar, de tener bulla alrededor, de fumar y beber, pero no salía, me quedaba esperándolo. El miedo a estar sola era mayor al malestar, era cariñosa con Enrique pero, en cualquier momento, lo insultaba otra vez, le pedía que me dejara vivir como me gustaba. Él me abrazaba y sonreía. Así crecía mi confianza. De pronto se me vino a la cabeza que la manera más eficaz de retener para siempre a Enrique y de sentar cabeza, sería tener un hijo. Le pedí a Enrique que tengamos un niño. Él dijo que no le haría bien, a un hijo, que yo no estuviera curada del todo, pero yo pensaba que el niño me curaría por fin. No sólo quería un hijo para darle todo el bien del mundo, sino también para que me hiciera el bien a mí.

Llegué a pedirle que me dejara encerrada, con llave por fuera. Él se reía, pero hizo eso una que otra vez. Cuando tenía ansias de no tener droga y la sensación de que no podía ir a buscarla, de que no estaba libre, golpeaba y rompía cosas. Creo que le pedía que cerrara la puerta para poder descargar la ansiedad que sentía. Pero no me salía, el tiempo pasó, repasaba en mi memoria ese amor, que comenzó en un hotel de mala muerte y ahora era la única y gran esperanza de mi vida. Yo inventaba juegos por los que tenía que subirme en sus hombros, o que él se convirtiera en carretilla, o caminara en cuatro patas, él se dejaba. Una niña había aparecido en mí. ¡Me sentí más contenta que en la discoteca, jugando con él!    

Desde que me soltó las ataduras, permanecí todavía recluida en ese cuarto, despidiendo a Enrique por la mañana, recibiéndolo en la tarde, y saliendo sólo con él, durante dos años. Fuimos a fiestas, pero no bebí ni fumé. Caminábamos, por pasear, hasta el Centro, o por el parque La Carolina. Llegamos lejos, al extremo sur de Quito, salimos de la ciudad. A los dos años de vivir así me quedé embarazada, no entiendo cómo no pasó antes, nunca nos cuidamos. Temí quedar preñada por el Payo o alguno de los que me cobraron algo con sexo, pero no, a pesar de que acababan dentro de mí, no pasó.  

Ya tenía más y mejores palabras para hablar, podía enfrentar al mundo; antes podía decir pocas cosas, muchas malas palabras, agresiones, y mentiras. Es que nada se puede decir en las derrotas. Fue demasiada mi pérdida, comenzó desde mis trece años de edad, o desde antes, para no morir tenía que sobrevivir de fantasías, la droga me aliviaba del sufrimiento; pero, lo supe tarde, con la droga  una se aniquila y hace sufrir a los de alrededor. Llegué a no necesitar droga porque tenía a Enrique, sabía que él me defendería. Me había curado, pero dependía de él. Una vez, queriendo cocinar, incendié el cuarto, porque me fui a conversar con una vecina de la otra cuadra, y Enrique tuvo que pagar el arreglo del cuarto y reponer muebles. Nunca me pegó, ni siquiera me insultó, y eso que muchas veces lo merecía. Otra vez me ofrecí para trabajar en un almacén del barrio, y el primer día de trabajo, mientras estaba limpiando vidrios de la vitrina, se acercó a saludarme la Fisca, una muchacha drogada y petroleada, el dueño del almacén me vio con ella y me despidió, no duré en ese trabajo ni un día. Quemaba el arroz y hasta la sopa, no sabía cocinar, a veces, al medio día, me jugaba, a las cartas, con unas vecinas, el almuerzo del salón;  así, unas veces almorzaba y otras veces no. Cuando ganaba en el rumi, tenía arroz con estofado, sopas, café con humitas y varias comidas, era mi manera de aportar algo a la casa, Enrique se reía y toleraba esas costumbres, aunque insistía en que más bien debía aprender a cocinar. En ese estado quería un hijo, comencé a tener malestares, me mareaba y me dolía la cabeza, tenía náuseas, una vecina me dijo: usted está embarazada.

Como Enrique me encontró vagando de aquí para allá, durmiendo donde había puesto, escapando siempre de alguien o de algo,  bien pudo pensar que ese hijo no era de él. No quise abortar, Brayan seguía creciendo dentro de mí. Pensé que Enrique se iría si creyera que ese hijo no era suyo. Cuando le avisé que el médico confirmó mi embarazo, al mismo tiempo, le dije que no quería obligarlo a nada, si quería podía reconocerlo y hacerse cargo, si no quería, pues no. Pero él pegó un grito, como no me lo esperaba: ¡voy a tener un hijo! y se puso a bailar y a cantar, feliz; me abrazó y dio vueltas en sus brazos. Comenzó a cuidarme, tanto que se hizo estorboso. No quería que trepara a los árboles, ni que corriera, ni que brincara, decía: hay que cuidar al bebe.  Me recomendaba toda atención para el bebé, estaba volviéndome loca. Después de saludarme, al llegar, comenzaba a hablarle al hijo, a decirle hola campeón, y a narrarle historias bobas. Ya sabía que era varón, también sabía que se llamaría Brayan. Enrique aceptó, le pusimos Brayan Rodrigo.

Cuando había cumplido seis meses mi embarazo, tocaron a la puerta del cuarto, y allí estaba una mujer que se dijo la ex de Enrique, de primera me dijo: hija de puta, quería conocerte pilla que te has adueñado de mi marido, longa quitamaridos. Respondí: a qué marido te refieres, no conozco a tu marido, y le tiré la puerta en la cara. Desde afuera,  ella gritaba: sal hija de puta para sacarte la chucha. Poco después se fue. Cuando llegó Enrique le conté lo sucedido, reconoció haber tenido un hijo, aunque no estuvo casado con la madre. Pero, pocos días después, mientras estábamos en la calle, yo mirando una vitrina, esa mujer tomó del brazo a Enrique y le gritaba: desgraciado, tienes que pagar la mensualidad, eres el padre de mi hijo. Cuando me acerqué, ella gritó: y tú eres la puta que ha dañado nuestra vida, si no te entrometieras él estaría en su hogar conmigo y nuestro hijo. Me sentí fatal. La mujer llevaba de la mano a un niño de unos cuatro años. Enrique afirmó con la cabeza y dijo: sí, este es mi hijo. Me fui, caminando de prisa, él me seguía. Yo no me llamaba Dayana, sino Marta, él repetía: Marta, es a ti a quien quiero. 

Mi mundo se derrumbaba, pensé que talvez sí estaría casado y que querría a su primer hijo más que al mío. Vagué durante horas, otra vez no tenía dónde ir. Al anochecer no se me ocurrió otra cosa que ir donde mi mamá. La tendencia a ir a mi casa, donde nací, era inexplicable pero me brotaba de muy adentro. Me encaminé hacía allá, pero estando a una cuadra de la casa de mis padres, me detuve aterrorizada, di vuelta y sin saber por qué llegué al terminal terrestre, me embarqué en un bus que iba a Ambato, llevando muy poco dinero y la ropa que tenía puesta. En Ambato no supe qué hacer, recordé que allá vivían gentes que apreciaban a mi mamá, pero no conocía la casa de ellas. Caminé por la carretera, como de vuelta, ya era de noche, entré en un maizal y me acurruqué, hacía mucho frío, no pude dormir. Sentí que alguien se acercaba por el sendero que entraba de la carretera, era una señora vieja acompañada de dos perros. La vieja me increpó: ve longa carishina ¿qué haces aquí? nada le contesté; me preguntó ¿ya comiste? tampoco le contesté, pero me puse a llorar. Ella me ofreció: quieres papas, habas, y repetía: por carishina estás así. Le dije estoy encinta, ella dijo: no llores porque le hace mal al guagua. La seguí, había sido dueña de la chacra, me hizo dormir en el corredor de una casa de adobe. Al día siguiente me levantó temprano, me dio de comer, otra vez papas con habas, llamó a una chica menor, como de doce años y le dijo: María ven para que veas lo que les pasa a las carishinas que se van a la ciudad.

Durante el día la vieja me hizo desgranar maíz y en la noche me mandó a dormir, temprano, con la María, su mamá y su papá. Dormíamos en el suelo, sobre esteras, nos tapábamos con frazadas viejas. Todo el tiempo la vieja me insultaba diciendo que soy carishina puerca que le he de criar mal al guagua. En adelante tuve que levantarme, con todos, a las cuatro y media de la mañana, antes de desayunar tenía que desgranar el morochillo que la vieja daba a las gallinas, dos horas después, cuando ya me dolían las manos, me daba habas con mellocos. No sé por qué la viejita me tuvo entre sus trabajadores, creo que le causé lástima. Viví con ella un mes y medio, oyendo sus insultos, no me llamaba por ningún otro nombre que carishina, yo iba detrás de ella, como perrito guagua, desyerbando, dando de comer a los chanchos, llamando a las gallinas para la comida, aprendí a llamarles diciendo toc toc toc. Diría que la vieja llegó a quererme un poco, pero me decía: carishina ¿dónde está el taita del guagua? le dije que no sabía dónde, pero él tenía otra mujer y otro hijo, y ella me reprendía: ya ves lo que pasa por andar dando el culo a hombres casados, carishina. Me enteré que la vieja era solita, se llamaba la patrona María Joaquina, los demás eran peones de ella, era una rascarrabias pero no le negaba comida a nadie. Me hacía falta el Enrique. Le hablé del Enrique a la viejita María Joaquina. Ella sintió que me quería regresar donde él. Me dijo: irás corriendo donde tu marido, longa carishina. Una mañana me fui de esa chacra y nunca he vuelto. Siento que he sido malagradecida con la viejita, porque me fui no más, sin despedirme.

Regresé a Quito, sin saber qué iba a hacer ni  a dónde a ir, estuve caminando por las calles del barrio donde había vivido en el cuartito, cuando Enrique me sorprendió, abrazándome por la espalda, al tiempo que gritó: ¡Te encontré! me trató con mucho cariño, diciéndome que sólo a mí quería para su mujer, quería casarse conmigo y nunca se iría con otra. Me pidió perdón por no haberme contado de su hijo, que lo tuvo antes de estar conmigo, lo concibió una noche, después de discotequear por primera vez con aquella; a los dos meses de eso, la mujer se había aparecido en su casa diciendo que estaba embarazada de un hijo suyo, la madre y la hermana de Enrique la recibieron en un cuarto aparte, pensando satisfacerle pero sin contar con él, ahí esa mujer convivió dos meses con él, hasta que la madre de ella fue a verla y se la llevó a su casa. Después, Enrique, que ya me había conocido, resolvió curarme y vivir conmigo porque me quería. Do toso esto me enteré de golpe y nos reconciliamos.

Habiendo vuelto al cuartito, y estando mi embarazo de ocho meses, volvió la misma mujer a insultarme, dijo además que ella fue virgen cuando se metió con Enrique y que yo, en cambio, había sido una arrastrada, y que todo el mundo sabía que yo había sido una arrastrada. Otras dos veces fue a gritarme, la misma, cuando no estaba Enrique. En eso me tocó dar a luz, fue en la maternidad, unidad de madres primerizas. Una semana antes, hice ahí un curso de preparación para manejar recién nacidos. Yo tenía diecinueve años, pero me veían más jovencita. No tuve visitas sino las de Enrique, no sabían que había dado a luz, mis familiares, por eso quizás no fueron a verme. Me trataron bien en la maternidad: médicos, enfermeras y auxiliares simpatizaron conmigo. Llegada la hora me pusieron Pitusín. El Brayan no dio trabajos, salió de mí sin darme dolor, el médico que me asistió dijo: es un lindo varón. Después del parto me sentí cansada, dormí mucho.

Brayan nació pequeñito, parecía hecho con cascarita de huevo. Al principio no quería levantarlo, temía hacerle daño. No fue prematuro, pero necesitó asistencia especial, se puso amarillo y lo trataron, en la unidad especial, por setenta y dos horas, lo llevaban a ratos donde mí, sólo para que lo alimentara. Decían es el niño de la señora Molina, esa señora era yo. Después de pagar la maternidad, Enrique se quedó sin medio, de modo que tuvimos que irnos al cuarto en bus, los tres: Brayan, Enrique y yo. Salimos de la maternidad un viernes, el sábado Enrique hizo una cuna sencilla para el niño. La dueña de casa y las vecinas nos regalaron huevos, arroz y una gallina. Una vecina nos lavaba la ropa, decía que, por el momento, yo no debía hacerlo. Por ese tiempo, jugando en la cancha del barrio, Enrique se fracturó un brazo, no pudo ir a trabajar y tampoco tuvo ingresos, pero la gente del barrio nos regalaba comida y prestaba ayudas de todo tipo. Enrique dijo que, de verdad, ese niño había llegado con el pan bajo el brazo. Mis amigas de farra, bebida y fumada no aparecieron. Dos vecinas fueron a fajarme para que no se me brotara la barriga, a mi hijo también lo envolvieron, para que no tuviera patas de alicate, y me enseñaron a envolverlo bien.

La ex de Enrique, cuando Brayan ya tenía ocho meses, fue otra vez a insultarme desde afuera, dijo que por mi culpa él no cumplía con su hijo. Yo quise largarme del cuarto, Enrique no me dejó, no quería que mi hijo corriera el riesgo de ser agredido por esa mujer. Resolví visitar a mi madre para que conociera a Brayan. Era imperiosa mi necesidad de volver y volví como a los siete años, en la casa habían cambiado, mi hermana Rocío, que la dejé de ocho años, ya era señorita y no me reconoció, fue ella quien salió a atender la llamada, me vio y preguntó quién era yo, se volvió para gritar: mami aquí hay una señora que quiere entrar. Mi mamá salió, se quedó parada frente a mí sin decir nada, le pedí la bendición, ella asintió con la cabeza, le dije que ya estaba casada, no era verdad, pero así le dije, y tengo este hijo que quiero que lo conozca, lo miró y dijo bonito está, pero no lo amarcó, como yo esperaba que hiciera. Salió mi papá a la sala, me quedó viendo y me dijo: qué haces aquí, lárgate. Me puse triste, di la vuelta y me fui. En el cuartito, lloré toda la noche, Enrique llegó a molestarse. Le conté que mi familia no me quiere, supuse que sería diferente por mi hijo, digno de amor, pero ni así me recibieron, papa me mandó sacando. Enrique dijo que, si ellos no eran capaces de amar tenían un problema, pero que ese problema era de ellos.

Cuando Brian cumplía un año nueve meses, Enrique me contó que su hermana mayor viajaría a Holanda y su madre se quedaba sola, con hijos menores que no siempre la respetaban, incluso una hermanita menor de edad era muy necesita de protección, pero el padre se había ido y no veía por ellos. Así, con ese argumento, me propuso que vayamos a vivir en la casa de su madre, para él apersonarse en el papel de jefe de familia. Le dije que yo no conocía a su mamá, señora muy estricta. Él aseguró que nos recibiría bien al Brayan y a mí; además, nos convenía porque no pagaríamos arriendo y estaríamos más estables en todo sentido. No me disgustó la idea. Nos fuimos a vivir a casa de la madre de Enrique. La señora nos dio un cuarto en el segundo piso de su casa. Cuando nos presentó, ella estuvo seca, apenas le dijo a Brayan: con que tú eres mi nieto, hola. A mí no me habló, no le agradé de primera. Cuando estaba presente Enrique, mi suegra parecía afectuosa, pero cuando él estaba ausente era desagradable y grosera. Si Brayan bajaba junto a su padre, mi suegra decía: ya viene mi lindo, tome bonito una lechecita; pero, cuando bajaba solo, decía: qué haces aquí guambra, fuera, ándate. Enrique también cambió: en el cuartito llegaba a las ocho como máximo, no trasnochaba fuera de casa, pero viviendo donde su mamá, comenzó a llegar a la media noche, si le preguntaba dónde estuviste, él decía: en el piso de abajo, con mamá. Pero no era cierto.

Pasando los días, Enrique ya iba tomado, o apenas llegaba los amigos silbaban, él salía y no regresaba sino en la madrugada. Cuando me quejé a la familia de él, por ese comportamiento de Enrique, mi cuñada, la menor, me dijo clarito: es que a las mozas se las respeta mientras están frescas, después se las trata como a mozas mismo, no tienes por qué quejarte, ha de haber vuelto con su esposa y tú tendrás que largarte. Era gente hostil. Me recluí, otra vez, en un cuarto, encerrada con mi hijo. Era una vida extraña para mí. Enrique me decía: ya eres responsable y me pasaba casi todo su sueldo, se quedaba con qué pagar los pasajes de bus. Esa situación ya duraba seis meses; pero, un sábado, víspera de vacación, los amigos fueron a llamarlo silbando, él me pidió la plata que me había dado para gastos de la semana, la quería para irse a beber, me negué, porque de ahí tenía para comprar comida para el Brayan y para mí; entonces, como nunca, me gritó: la gran puta dame la plata que es mía; seguí negándole, entonces me pegó una cachetada. Brayan llorando se acercó y él lo repelió con un empellón, lo hizo caer y eso ya me llenó de ira; pretendió pegarme más, tomé un sartén y me puse a golpearlo, se armó la trifulca, nos dimos de igual a igual, quiso botarme, lo esquivé, perdió el equilibrio e intentó sostenerse del armario, pero se cayó con armario y todo.

El alboroto fue grande. La suegra había estado espiando y, cuando vio que Enrique caía, comenzó a gritar auxilio, auxilio, matan a mi hijo, esta mujer es criminal prontuariada, llamen a la Policía. Tomé el dinero, me coloqué el canguro de transportar al Brayan y me dispuse a salir, pero él se interpuso y decía no vas a ningún lado, puta de mierda, volví a golpearlo con el sartén y pude salir corriendo, pero mi suegra, dos hermanas de él y alguien más, me cerraron el paso en la planta baja, volví al cuarto, tomé una escopeta con cañón recortado que tenía Enrique colgada en la pared, bajé y los amenacé, como no se apartaban y seguían gritando llamen a la Policía, disparé al aire, se espantaron y pude salir corriendo de esa casa, corrí más de una cuadra, tomé un taxi que pasaba, el taxista me vio con la recortada y se atemorizó, tuve que contarle lo que me había pasado. El taxista se admiró. Yo no tenía a donde ir, le pedí al taxista que avanzáramos hasta el Comité del Pueblo, por ahí me acordé de una tía, hermana de mamá, se llama Clara, no la había tratado sino dos o tres veces en mi vida, pero donde ella me dirigí, llegué a la media noche. Me identifiqué como hija de doña Felisa, su hermana, y le pedí posada, me abrió la puerta, le conté que mi marido me había pegado y tuve que huir de su familia, ella me preguntó por qué no había ido donde mi mamá, le dije que de ella también había huido, por culpa de mi papá. Me acomodó en una litera en el cuarto de una de sus hijas.

Mi tía Clara fue buena conmigo, también mi prima que era menor que yo con dos años. Les conté que mis padres no me recibieron, ni recibieron al Brayan. Mi tía dijo: donde comen tres comen cuatro, quédate. Pero me advirtió que yo tenía que trabajar, la situación de la casa era difícil, mi prima podía cuidar a mi hijo hasta las doce, pero desde esa hora nadie podía hacerlo, la prima tenía que ir al colegio. Cuando me empleaba en algún sitio de por ahí, aparecían los muchachos dañados que había conocido y me hacían el agua lodo. Ayudaba a mi tía en la casa, cocinaba, aseaba, lavaba, también en la venta de comida que ella preparaba los sábados y domingos. Pero mi tía, enterada de cómo había sido mi relación con Enrique, creía que él seguía siendo bueno para mí y para el Brayan, a pesar de que su madre y hermanas lo habían indispuesto y maleado. Quería ayudar a que Enrique se reconciliara conmigo; además, decía la tía, él tiene obligación de mantener al niño y si no quisiera hacerlo por las buenas, se podía obligarlo a través de un tribunal.

Reuní un poco de platita, con mis trabajos a tiempo parcial y ayudando a la tía a vender guatita, caucara y tortillas, los fines de semana, pude así contratar un camioneta, fui al cuarto, sabiendo el día y la hora en que no estarían en esa casa Enrique, ni su madre ni sus hermanas, entré pues tenía las llaves, subí y me llevé los muebles, la tele y demás, dejé la ropa de Enrique, el colchón y una cobija, también dejé una nota: perdóname pero no tengo cómo comprar estas cosas, no encuentro trabajo, para ti será fácil reponerlas. Después, cuando Enrique volvió conmigo, me contó que al leer esa nota se puso a reír aunque la mamá vociferaba de la rabia. Pude armar bien el cuartito en casa de mi tía, pero duró cuatro meses, no más. Mi tía Clara sabía, porque yo se lo dije, dónde vivía Enrique, entonces ella fue a verlo y le hizo saber de mi paradero, y un sábado, el rato menos pensado, se acercó al puesto de venta a comprar una guatita, no lo vi de inmediato sino cuando pidió ají, yo, que estaba detrás de mi tía, lo reconocí, nos miramos, me dijo: hola. Mi tía, cuando los presenté, no dio muestras de que le era desconocido el papá del Brayan, más bien se puso a reconvenirle, a decirle que nunca se golpea a una mujer y que yo, su sobrina, no estaba sola en el mundo. Enrique asentía a todo, y me preguntó: cómo estás, le dije: bien, aquí no me pegan. Él me dijo vayamos a hablar aparte, yo no quise y me despedí.

Enrique iba dos veces por semana, a vernos en la casa de la tía, llevaba cosas, y se hizo amigo de la tía Clara. Con ella había estado conversando. Me pidió perdón por haberme pegado, lo repitió muchas veces, luego me ofreció plata si me hacía falta. No tomé su dinero. Mi tía decía que debo darle otra oportunidad, al fin y al cabo él no te sacó de la casa sino de la calle, te encontró en la calle. Me convencí, le dije a la tía: si vuelve a decirme que regrese con él, le diré que bueno. Y el sábado siguiente volvió Enrique a pedirme que me fuera con él, pero a la misma casa de su madre, donde todos habían sido advertidos de que tenían que respetarme, me juró que no volvería a pasar lo que había pasado, además, añadió, la forma como saliste, a tiro limpio, les causó tanto miedo que te van a respetar como nunca. Me dijo que, de esa casa, no solamente su madre y hermana eran propietarias, sino que él también era dueño de una parte y tenía derecho a vivir ahí con su mujer. Volví a vivir en la casa de mi suegra, me recibieron con malos modos, cerraban las puertas cuando yo pasaba, como para no verme.

Cuando me dejaban sola podía subir a la azotea, esa era mi distracción. Pasó el tiempo, Enrique ya no trabajaba en la librería, pasó a ser ayudante de  chofer en Cyrano y luego guardia y portero de unos condominios cercanos al Centro Comercial El Bosque, ahí obtenía propinas, que significaban mayores ingresos, y estuvimos bien, disponía de tiempo para pasar conmigo y con el niño. Enrique había recibido una carta de su hermana, proponiéndole que fuera a trabajar en Holanda, donde ella estaba, y él le había contestado que bueno, que iría. Yo había rechazado la propuesta de un gringo, Buzzeta, que quiso llevarme a los Estados Unidos para que le sirviera. Conocí a ese gringo cuando caminaba yo por el Centro, me tomó una foto, le reclamé por no haberme pedido consentimiento, así comenzamos a conversar, dijo que yo era bonita, no quiso entregarme la fotografía y me tomó otras; era algo viejo, me invitó a comer, dijo que le gustaría tenerme allá, no explicó qué trabajo necesitaba de mí, asumí sería de sirvienta doméstica. La propuesta era seria, vi al gringo, tres veces, en los salones del hotel Quito donde se hospedaba, estaba dispuesto a tramitar visa y pagar pasajes para mí y el Brayan. Hablé con Enrique, le dije que no iría, él afirmó que tampoco él viajaría solo, pero a días de que llegara la invitación de su hermana, Enrique aceptó sin avisarme.

Después de tres o cuatro semanas, Enrique viajó a Holanda, me enteré, después, de que los trámites de pasaporte y visa requieren más tiempo, o sea que Enrique estuvo haciendo esos trámites a mis espaldas. No pasaría un mes, desde que llegó la carta de su hermana, y ya Enrique viajó a Holanda, me dejó en casa de su mamá; dijo que yo estaría bien porque ella, su madre, me quería como a una hija ¡qué tontería! Ofreció que nos llevaría allá antes de seis meses. La víspera de viajar, rogó a la madre, delante de Brayan y de mí, que nos cuidara y atendiera. La señora repitió la frasecita: claro, porque quiero a Marta como si fuera mi hija. El día del viaje bajamos del barrio a las cinco de la mañana, caminando hacia el aeropuerto, con la maleta a cuestas. Iba diciéndome que la hermana había mandado los pasajes para él, y tendría que pagárselos cuando estuviera trabajando allá. Salió a las siete de la mañana, no lloré y la mamá me dijo: ya veo cuánto quieres a mi hijo, no has botado una lágrima. Del aeropuerto fui a caminar con el Brayan, estuve en las calles hasta el anochecer, regresé al cuarto, me encerré y pude llorar. Al mes de la partida de Enrique me faltó plata para el diario, se terminó lo que había dejado, y no sabía a quién pedir. Él no llamó ni escribió hasta después. Comencé a fiar en la tienda del barrio. A los dos meses llamó, dijo que no había podido hacerlo antes porque carecía de medios, estaba bien y por el momento ayudaba a su hermana en la limpieza de departamentos, que era en lo que ella trabajaba. Dijo que el país era bonito y pronto tendría un trabajo para él solo. Dijo que me había escrito una carta, que nunca recibí.

Como ya sabía la dirección de él, comencé a escribirle casi a diario, a veces pocas letras, repetía que lo amaba, que no se olvide de mí ni de su hijo. Él me escribió tres cartas, en casi un año. Otra hermana de él, que no vivía en la casa de la mamá, me dio trabajo en un almacén de ropa que tenía, por el Tejar. Mi trabajo consistía en empacar medias por docenas, a veces lo hacía hasta media noche, por el sueldo básico, más almuerzos. Luego me cambió el trabajo, instaló un puesto callejero y allí me puso a vender ropa, pero con frecuencia me acusaba de haber perdido piezas. Yo las recibía contando, pero ella decía que había entregado más y me descontaba las supuestas pérdidas. Para vender en la calle, tenía que encargar a mi hijo, a mi cuñada, o sea a la hermana de Enrique, la misma que me empleaba, pero ella no le daba comida hasta las seis y media de la tarde, cuando yo iba a entregarle el valor de la venta y las piezas sobrantes. Mi hijo reclamaba porque no había comido durante el día, mi cuñada decía que él era quien no quería comida ordinaria, sino golosinas, era un chico malcriado. Mientras trabajaba en el puesto callejero de ropas, me amisté con la señora Teresa, otra almacenista del Tejar, tenía tres tiendas. Esa señora quería al Brayan, le daba comida y golosinas. Trabajé para ella, pero no llegué a estar ni un mes en ese puesto, porque cayó el Brayan y se tronchó un pie, tuve que llevarlo donde un médico. La señora Teresa dijo, que, siendo víspera de Navidad, no debía abandonar el puesto, si lo hacía quedaba despedida y no me pagaría nada. Eso hizo, pero yo no podía dejar de llevar a mi hijo donde el médico, a Brayan lo enyesaron.

Pero la señora Teresa me ayudó, una vez más, consignándome mercadería para que fuera a vender en almacenes del Sur, era ropa de mujer. Me fue bien, comencé a vender bastante, la mitad me pagaban al contado y el resto con cheque posfechado. La mamá de Enrique y la hermana de él que vivía en la casa, creían y no se cansaban de decir que yo salía era a verme y cobrar por entregarme. Esa gente me dejaba estar ahí por Enrique, no querían que él se enojara si me botaban. Si demoraba en llegar, era peor, me gritaban puta y echaban a la calle. Cuando Enrique llamaba por teléfono, no dejaban que me acercara a hablar con él. No me largaba, de esa casa maldita, para que ellas no le dijeran, a Enrique, que lo estaba traicionando. Esperaba que él me mandara a ver, tal como ofreció.

Pasaron días, quitaron el yeso a Brayan, su hueso se había soldado bien, yo seguí trabajando en la venta de ropa de mujer. Esta situación duró un año y algo más. Ahorraba lo que podía, compraba dólares y los guardaba, mi objetivo era viajar a Holanda para estar con Enrique. Él me enviaba poca plata, yo casi no gastaba en otra cosa que no fuera comida, lo que ganaba hacía billetes dólares y los escondía. A veces corría con gastos de la casa, o fiaba plata a mi suegra, así fui ganándome su voluntad; pero, de todos modos, ella y sus hijas no dejaban de decirme que no perdiera el tiempo y consiguiera otro hombre, porque Enrique no volvería conmigo; decían que se avergonzaba de mí, quería más a la ex, era acostumbrado a tener varias mujeres, y yo podía ofrecer lo mío a otro, y que me dedicara a buscar a ese otro, olvidándome de Enrique. Yo oía sin hacerles caso, ya tenía determinado mi propósito, si él no regresaba, yo me iría donde él.

Me iba bien, ni situación económica era estable porque trabajaba y ganaba un mensual. Cuando le conté a la señora Teresa que en la casa de mi suegra hacían todo lo posible para que dejara a Enrique y me consiguiera otro, me aconsejó que me cambiara, y que, como parecía natural, volviera donde mi mamá, me dijo que ya podía demostrarle ser otra persona, sin vicios,  mujer de provecho. Era buena conmigo la doña Teresa, le pedí que fuera madrina de bautizo del Brayan. Un sábado lo bautizamos en la parroquia Y, siguiendo el consejo de mi flamante comadre, al día siguiente, el domingo, fui a hablar con mi mamá, a rogarle que me dejara volver, le conté lo mucho que había cambiado, ya no era la de antes. Mi mamá me aceptó, me dijo: ven; mi hermana mayor, conmovida le dijo a mamá: déjela volver. Ese mismo domingo, a la noche, contraté dos camionetas, saqué mis cosas de la casa de mi suegra y las llevé a mi casa. Mamá me cedió un cuarto que arreglé con toda ilusión, como se había roto el espejo en el traslado, corrí donde el vidriero para que lo repusiera, y al cruzar la calle de dos vías me atropelló una camioneta, perdí el sentido. Lo que más recuerdo es que tenía frío, muchísimo frío. Oía hablar distorsionados a mi mamá, mis hermanos y a otra gente. También sentía que me topaban, pero no podía abrir los ojos, sentía pesados los párpados. Cuando pude ver, me encontré con el borde de una cobija que me habían puesto encima, pero el frío no me pasaba. Aparte del frío, tenía una indiferencia total. De pronto me acordé del Brayan, que estaría solito, tenía que ir a verlo. Creí que me estaba parando, sin embargo no me movía. Tal vez me paralizaban el frío y el miedo; todo veía deforme, rostros enormes y desconocidos. Me sumergí entonces en la oscuridad total, no pensaba, sólo había obscuridad, sentía frío y nada más.

Me recuperé en dos meses, aparte de los golpes no tuve consecuencias internas, fue mi experiencia de la muerte, de alejarme con indiferencia y sin angustia. Estando recuperada, pensé que no debía perder tiempo con cualquier otra causa, el propósito de irnos donde Enrique se hizo urgente. Pagué por el trámite de papeles, conseguí pasajes para turistas y estuve lista para viajar, sabía la dirección de Enrique en Ámsterdam. En otro sábado, salí de madrugada hacia el aeropuerto, fueron a despedirme mi madre y dos hermanas, volé al que sería mi destino final. No le había anticipado de mi viaje a Enrique, así que la sorpresa que tuvo cuando nos encontró esperándolo en su cuarto, a la vuelta del trabajo, fue grandísima. Nos acomodó para que durmiéramos en su cuarto y se dispuso a llevarme a trabajar con su hermana en la limpieza de oficinas y departamentos.

En tres meses yo le había cogido el ritmo a ese trabajo, lo hacía bien y pude atender, haciendo el aseo, hasta a cuatro locales; por tanto, tenía varios jefes, propietarios, con quienes me entendía mediante señas, pero llegábamos a acuerdos. Brayan comenzó a asistir a una escuela cercana y le fue bien. En poco tiempo, yo empleaba a otros migrantes para que hicieran el trabajo, por eso yo les cobraba parte de sus honorarios. Nos pasamos a un apartamento pequeñito que nos subarrendaba mi hermano, a quien llamé para que me ayudara, y le fue tan bien, en los contratos para limpieza, que nos superó a Enrique y a mí. Hasta tanto tuve, con Enrique, una niña que llegó a cumplir, allá, cuatro años. Enrique, para ahorrarse la parte que pagaba de arriendos por el apartamento pequeñito, se pasó a vivir con su hermana.

En junio, cuando varios de mis jefes salieron de vacaciones sin haberme pagado, quedé sin dinero; mi hermano dijo que él no tenía para suplir mi parte del arriendo del apartamento que me subarrendaba, 700 florines, le dije que yo tampoco los tenía, porque mis patrones se habían ido de vacaciones sin pagarme. Mi hermano me advirtió que tendríamos problemas, iban a cortarnos la luz y el gas. Un día, cuando regresé al departamento, con mis hijos, habíamos salido a comer y pasear, inspectores de la policía habían dejado una citación, para que el dueño de casa pagara los atrasos por consumos de luz y gas. No pude hacer esos pagos, cortaron la luz, poco después el gas, me di en comer en salones, con mis hijos. A los dos meses de los cortes, mi hermano anunció que se iba a cambiar, creí que había conseguido una casa grande, con luz y gas, donde entraríamos todos, como habíamos entrado hasta entonces. Pero, cierto día, cuando llegué, a las seis de la tarde, encontré que mi hermano se había cambiado, a una casa con la familia que había formado, y había dejado a mis hijos. Sentí mucho coraje, lloré, sentada en el departamento oscuro y sin gas. Mi hermano se había llevado algunas de mis cosas. Yo comencé a ir con mis hijos al trabajo, a casas que se quedaban sin gente durante las horas de trabajo, pero a otras no podía llevarlos pues los dueños no salían.

Comenzó a desequilibrarme la angustia económica,  ya no hacía mi trabajo tan bien. Consulté el saldo de la cuenta que habíamos abierto en común con Enrique, y me dijeron que había poco más de cinco dólares, me enfurecí, como aquí y allá, y en todo el mundo, creía, había que pelearse a lo bestia por los centavos, fui a ver reclamarle a Enrique, a la casa de su hermana ¿dónde está la plata por la que me saqué la mierda tanto tiempo? y él dijo, demasiado tranquilo: ese dinero es mío, estaba en cuenta a mi nombre, no entiendo por qué  lo reclamas. Lo necesitaba para mejorar la vida de nuestros hijos, dije, y él respondió: a mí no me lo digas, por algo te quedaste a vivir con tu hermano, anda a contarle a él tus necesidades. Le dije: pero tú eres el papá. Nada conseguí esa primera vez, luego fui a insistirle cuatro días, me decía déjame en paz, Le contaba que estábamos sin gas ni luz y casi sin comida, y yo tenía poco trabajo, por las vacaciones. Él repetía: quisiste vivir con tu hermano, pídele a él. Lo maldije, le culpé del dolor de mis hijos, le dije que nuestra plata, que se había robado, sería su perdición, y que no quería volverlo a ver. Me puse como loca, creo que me volví loca. Estaba tan mal, llorando y maldiciendo, que el Brayan quiso irse de la casa.

Habían transcurrido años, yo había trabajado duro, y seguía trabajando lo que más podía. Una mañana, de camino al trabajo, agotada, me desmayé cerca de un canal, había convulsionado un poco. Me devolvieron en ambulancia a la casa, pasé llorando sin saber qué hacer. No iba a la iglesia, me parecía que Dios escuchaba a otros, no a personas como yo, pero comencé a rezar, le pregunté a Dios por qué Él oía y ayudaba a los que pasan metidos en un templo, con Biblia en mano, y nada hacía por los que se sacaban la mierda trabajando y amando a los hijos. Creo que oyó mi reproche; cierto día tocó la puerta una vecina del piso de arriba, me preguntó por qué estaba sin luz mi departamento, le conté y, compadecida, me ofreció una extensión, introdujo un cable por la ventana y volví a tener luz en mi cuarto, pude conectar el microondas, la televisión y el foco. Otra vecina me ofreció el baño caliente y algo de cuidado para mis hijos, unos patrones me ofrecieron la lavadora de ropa y hasta la cocina. Cuando me llamaban a cuidar niños, durante la noche, me admitían con mis hijos. Comencé a recuperarme, tuve más trabajo y aunque no podía, por el momento, enviar plata a mi casa, confiaba en que me estarían guardando lo que tenía enviado.

A los seis años, nada menos, la vida en Holanda me resultaba aburrida y solitaria, sentía el peso de los hijos sin padre. Me consolaba sabiendo que tenía ahorrada alguna plata en el Ecuador. Me preguntaba todo el tiempo si valía la pena seguir allá, o iniciar un comercio, para lo que yo era buena, en mi país. A los tiempos fue a visitarme el simplón de mi hermano, me llevó helado, se disculpó por habernos abandonado cuando más lo necesitábamos, dejándonos sin luz ni gas; dijo estar preocupado porque yo había dejado de ir a su iglesia, lo mandé al carajo, le dije que no tenía tiempo para ir a su iglesia porque trabajaba duro. Después de algún tiempo, Enrique tocó a la puerta, llevó pizza y pidió ver a sus hijos, Brayan se portó altanero con él, le recriminó el abandono. Enrique se volvió donde su hermana, y seguimos solos, mis hijos y yo. La situación había mejorado, pero por momentos, me convencía más de que, teniendo un comercio en Quito, me iría mejor; esta idea la comuniqué al jefe que parecía apreciarme más, le dije: ya mismo llega el invierno y estoy sin gas, mi marido me abandonó, no me queda más que irme a mi país.

Le pedí a ese jefe que me ayudara a volver al Ecuador. Para mí, que estaba ilegal en Holanda, la situación era delicada, si hasta entonces no me habían detenido, si pretendía viajar, sería apresada. Mi jefe hizo gestiones, celebró un contrato de trabajo conmigo y me acompañó a la policía de inmigración para regularizar mi estado. Se admiraron ahí de que yo quisiera regresar, siempre ocurría lo contrario, que los latinos querían quedarse. Mi jefe garantizó que no dejaría Holanda haciendo algo ilegal. Completé los trámites. Enrique iba a visitarnos a diario, faltaban tres semanas, para que nos devolviéramos mis hijos y yo, cuando me pidió quedarse conmigo, ese tiempo, en el departamento que me arrendaba mi hermano. Hacía tres años y más que estuvimos separados. Sintiéndome estúpida, lo admití, él actuaba como si no me fuera a ir, hacíamos el amor a los tiempos y me gustaba, dijo que pagaría la reconexiones de la luz y del gas. Volví a pedirle cuenta de la plata que era de ambos y se había gastado en no sabía qué, pero nada me dijo. Cuando faltaban cinco días para mi viaje de regreso, la hermana de Enrique nos invitó a comer, fui y ella me contó que ya había terminado la construcción de una casa que Enrique financió a su madre, en Quito; en eso había gastado nuestra plata, él no se inmutó, estando presente, pero trató de justificar lo hecho diciendo que su madre le había ofrecido dejar en herencia, a él solo, esa casa.

Me despedí de todos, Enrique me repetía lo que dijo desde cuando le avisé que me regresaba: no podrás estar lejos de mí, no puedes vivir sin mí. En la víspera del viaje, Enrique me hizo el amor, y dijo que pensó que jamás lo dejaría, le respondí que si él fue capaz de dejarme, yo también podía dejarlo. Pero aseguraba que él seguiría queriéndome. Pero yo dudaba: puede quererme pero siempre obligado ¿cómo será de lejos? Le ofrecí que enseñaría a mis hijos a respetarlo como a padre. Llegaron al aeropuerto, para despedirme, familiares míos y de él, decían haber creído que lo de mi regreso era una broma, pero se dieron cuenta de que era verdad, dijeron, como siempre, que yo estaba medio loca. También fueron a despedirme mis jefes y, como nunca, no tomaron en cuenta para nada a Enrique, toda la atención la tuve yo; esto fue nuevo para mí, sentí que se reconocía mi dignidad de mujer, siempre había sido él quien acaparaba la atención, en todo lugar, pero esa vez fui yo. Mi jefe, el que más me apreciaba, me devolvió, en ese momento, seiscientos dólares que le había encargado. Y me vine al Ecuador.

Aquí me recibieron con los brazos abiertos, mis hermanos y mis padres. Pero la casa no había variado su pobre rutina, su situación era que no había harmonía ni recursos. El último giro que hice a mi mamá, desde Holanda, fue de mil dólares y, por valores parecidos, le hice muchos giros anteriores. Encontré los mismos colchones y muebles ruinosos. El último de mis hermanos ya era jovencito y, como todos, mapioso, tenía que trabajar. Con la poca plata que traje compré colchones. Le pedí a mamá que me dijera en cuanto estaban mis ahorros, entonces comenzó el alboroto, mamá culpaba a mi padre de haber hecho malos negocios y perdido mi plata; cada vez que tocaba el tema de mis ahorros, era lo que ocurría. También dijo mamá que había comprado dos terrenos, a nombre de ella, porque yo no estaba presente para firmar escrituras. Le me pregunté si podía vender uno de esos terrenos para financiar el negocio que yo quería instalar y si, en el otro, podríamos ir construyendo una casa, poquito a poco. Pero mamá decía que esos terrenos “no se tocan” porque eran lo único que tenía la familia. En poco tiempo se acabó el dinero que traje, comenzaron a repudiarme porque todo el mundo había esperado que les gastara más, que tendría para repartir a todos y, desencantados, me ofendían y despreciaban. Enrique llamó, a los cuatro meses de yo estar aquí, y ofreció devolverme mi parte del dinero, que habíamos ahorrado y él invirtió en la casa de su mamá, lo haría pero mes a mes. Acepté su oferta, no había otra.

Me encontré, en cierto momento, sin nada. Me pusieron en un cuartito vacío que tuve que equipar endeudándome y confiando en que me devolvieran algo de lo que había enviado. Conseguí trabajo de portera-recepcionista, aquí se gana poco. Mi madre quería conocer el lugar donde trabajaba, porque tenía la sospecha de que yo había vuelto a las andadas. Para ella los seis años en Holanda no significaban nada. Si llegaba a las ocho de la noche, en lugar de las siete, me reclamaba. Mi papá no había puesto la puerta del baño, sino una cortina, le dije que pusiera puerta y me contestó que si quería vivir como millonaria y estaba incómoda, me fuera, por centésima vez, parecía, me mandó sacando, pero tenía miedo de salir de ahí. Me había ido bien vendiendo mercadería, intenté comprar un lote de con el cual comenzar, le pedí a mi mamá me devolviera algo de lo que había enviado, me dijo que no le quedaba ni un medio de eso, porque papá había comprado taxi, que no dio ganancias, lo vendió y se quedó con la plata. Yo tampoco tenía ni un medio, papá me decía: si te acostabas con ese tipo, dile que te mande a pagar. Enrique me enviaba poco, apenas para los niños.

Además, mi padre decía que soy de mala suerte, que desde que llegué le había ido mal en la mecánica. Tenía que salir, estar afuera de la casa, pero también les molestaba mi hija, la última, que todavía no iba a la escuela, y tenía que quedarse ahí jugando y gritando, tuve que llevarla a una guardería. Mi hijo Brayan ya mismo terminaba la escuela, tenía doce años. Los terrenos que había comprado, mamá, con mi plata, eran pequeñitos, propiedad de una cooperativa, y estaban en el cerro, del Camal Metropolitano veinte y más cuadras hacia arriba, no habían costado sino mil dólares, los dos. Mamá no tenía escrituras de propiedad, por lo que no podía traspasar su dominio sobre los lotes. Resumiendo, eso de los terrenos fue otro robo que le hicieron a mamá. Según cuentas que hice, había enviado más de treinta mil dólares y, de eso, me guardaron cero, a la vez me robaron todo. Decidí volver a irme, tenía que seguir luchando por mi verdadero hogar, compuesto por mis hijos, mi esposo y yo. Ya no esperaba de nadie, por fin supe que la casa de mi mama y la familia de mis padres no eran mi casa ni mi familia. Creo que todavía me queda una oportunidad con Enrique. Mi madre me acusa de querer irme para no preocuparme de ella y le doy enteramente la razón. Mi padre dijo que si vuelvo a irme me olvidara de él, y también estuve de acuerdo con él, por primera vez. Creo que esperan que siga mandándoles plata y claro que no lo haré. He ganado serenidad, no quiero hacer daño y tampoco que me lo hagan sin motivo. Me voy a ir y haré allá más de lo que hice.

Marta dejó el trabajo de portera-recepcionista en el edificio Tauro, había hecho amistad con el conserje general, don Bruno Torres, quien la auxilió en apuros económicos y ayudó en la venta de artesanías, Don Bruno contó que ella le escribió dos cartas, en las semanas siguientes a su viaje a Ámsterdam, pero luego no contestó a una de él hasta tres años después. Don Bruno Torres mostró dicha carta en la que Marta  decía, entre otras cosas: “Hola don Bruno, amigo mío, sé que ha de estar un poco enojado conmigo ya que no le he escrito por tanto tiempo... pero siempre lo llevo presente y su recuerdo me da fortaleza... Sigue siendo dura mi vida sentimental, sigo luchando por mi hogar, a veces quisiera ser mala, para que sientan lo mismo que me hacen sentir a mí, pero recuerdo que Dios me ama y cuida, y no lo hago... Pero no voy a amargar más a usted con cuentos tristes, ya he conseguido mis papeles de residente y puedo trabajar abierta, sin dependencias... Le cuento que me embaracé y tuve otro bebé al que llamé Aarón, tuve muchos problemas con mi pareja, Enrique, pues él quería que abortara, y no lo hice. Mi bebé es fuerte y sano, el papá ya lo quiere, pero sigue diciendo que se va a ir, como siempre, y me produce tristeza... Como sabe usted, mis hijos me dan fuerza para conservar el hogar, a veces me siento derrotada, pero me levanto con más fuerzas... Que Dios lo bendiga a usted y a toda su familia.”  Esto es lo último que se ha sabido de Marta Guevara.

FIN

 

                 

 

 

 

 

 


 


 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

      

                                         La Valle

 

Soy leyenda en el país de la latitud cero y sus comarcas vecinas. Me llamo Ester Lara del Valle, pero me conocen como La Valle. Si no hubiese sido por mí ¿quién habría iniciado el linaje lupino en la mitad del mundo? No habrá momento en que no se perciba, por aquí, el testimonio de haber provocado cielos e infiernos con mis feromonas. Para anunciarme hay siempre pregones. Voy en la cresta de la ola, de la mano con el poder del mundo. La Valle seguirá siendo mujer ante todo, porque esa misión, constante y eficaz, la eterniza. La mujer fragante a frutas tibias -a carne tierna y soñolienta- parece indefensa. Soy mansa mientras emerjan en mí y a mi alrededor, vida y creación. Soy un agujero negro para atraer al universo, a los hombres y a la luz. Logro que haya poder, que no lo haya, que vivan y mueran por mí o por algo que se parezca a mí.  En el clima de hoy, propicio para que La Valle posea el alma de las hembras de todos los continentes (en este tiempo a veces tibio, apacible como el estar de los árboles, pero también contaminado de pestes  y delirios, en algún atardecer del fin, cuando los vehículos saturen las calles, no haya sitio para la gente y comiencen los noticieros de la televisión, seremos el recurso supremo.

En mi impera el aspecto animal del ser humano, pero muestro un rostro terso y maquillado como quieren las revistas. A mis años, no carezco de fragancia, a veces excesiva, de  aquellos labios. Paseo por el mundo, la ciudad, los sets, y, en ocasiones, soy reconocida por el perfume. Hay quienes han erigido a la magnífica amante del Libertador con imagen idéntica a la mía. Sin embargo, a mí no han podido imputarme un acto de quijotismo. Más allá de los yerros en que la pasión utópica precipitó a notables de la historia, sigo sus paradigmas de poder y dominio. 

He asumido mi condición de fémina, el sufrimiento de menstruar, de ser frágil y de entregar mi virginidad. Los dioses me han deparado estos dolores como condicionantes del placer. Parece grotesco que una mujer, tan solo engordando sea feliz. Estamos provistas de un sentido adicional que, mientras más nos asiste, más refinamos nuestro papel de bobas. Es adorable, para los hombres, mi tontería, ¡qué fascinante llega a ser para ellos! Los dioses, generosos conmigo, aparte del discurso sabio, me han dotado de los poderes de bonita boba. Soy consciente de lo que tengo, ejerzo mis talentos con frescura y espontaneidad. Soy oportuna.

Mi destino es andar del brazo con ángeles y demonios. Por eso me he descuidado de mí misma. No me he tomado en mis manos, como materia a modelar. He dejado de ser yo para ser el mito. He jugado, como corresponde en estos tiempos, a rescatar derechos sociales, como ejerciendo una virtud involuntaria. Con indiferencia respecto del bien y del mal y los demás valores subjetivos, no tengo más que ser yo. No hace falta que piense sobre mí. Tendré que rendirme a la edad, pero soy pésima para la derrota. Cada vez que pierdo, termino ganando más… me las veré con la edad.

Los pobladores del mundo, inclusive en la edad media, han fabricado mi imagen. Me inventaron cultos, me guardaron en criptas y pusieron advocaciones. En este siglo estoy en cintas de celuloide. Me han registrado en la Biblia y en las guerrillas. Cayeron en cuenta de que faltaban mis derechos en el código civil y que, por algún tiempo, estuve ausente en las universidades. Pero aquí y ahora, con la urgencia que imponen los ruidos del apocalipsis, soy evidente cada vez más. La leyenda se desprende del polvo y ya es cumplimiento de la profecía. Nací en los Andes, en la mitad del siglo veinte, parezco cualquiera, pero soy conspiradora. Tengo que ser como todas quieren ser. Fui criada en hogar quiteño, donde siempre hay quien abusa de las niñas. Fui nena preciosa y conozco las consecuencias de haberlo sido. Hecha por padre y madre, pero más por madre: Las madres hacen a este mundo como es, y a sus habitantes como son.

Estando casada con Esteban Bermeo conocí el amor. Descubrí a Sebastián Luna, joven idealista que estaba, naturalmente, en la política. Mi padre era el doctor Gerardo Lara del Valle, político con ínfulas absolutistas, pero poco eficaz conmigo. Me poseyó con fuerza y furia aparentes, como cualquier padre honorable. Después de celar a mi madre a consecuencia de su propia deslealtad, celaba también a las hijas. Ellas estaban ganadas por la modernidad y aprovechaban un descuido de su parte para hacer lo prohibido y burlarse de él.

Me enamoré de Sebastián cuando él tenía como objetivo de vida hacer el bien desde una concejalía municipal. El padre de Sebastián -doctor Moisés Luna- había sido diputado y gobernador de provincia. De su papá aprendió el discurso del candidato. Me enamoré con gran potencia. Sebastián no podría sin mí o una como yo, aspirar al heroísmo y al triunfo. Yo tenía secretos para hacer que mi Sebastián ganara la elección y fuera exitoso en la gestión pública. Asistía a mi casa paterna, de visita: mi padre hablaba sobre las estrategias del partido liberal, el congreso, las elecciones, pactos y alianzas, y yo informaba de todo esto a Esteban. Fui útil para las decisiones que tomaría  nuestro partido socialista. Sebastián pudo hacer negocios, extorciones, amistades y combinaciones para ganar, y ganó. Yo tenía planes serios para nosotros, pero Sebastián había tenido otros: se metió con una muchacha, menor que él, estudiante universitaria, militante del partido, y me dejó sin previo aviso. ¡Lo hizo! Esta fue la experiencia que hizo imposible que volviera a amar.

Comencé a tener experiencia de mi yo a los seis años, mientras estuve siendo troquelada por mi madre, por adentro y por fuera. Mi padre tuvo poco que ver en ese acondicionamiento social que mi madre hizo prolijamente. Bravucón y rico, alto funcionario, se introdujo apenas en dos o tres capítulos de mi vida. Presencié algunas palizas que mi padre le dio a mi madre, y supe de otras por huellas que dejaron en su cuerpo. La rutina, aparte de arrastrarla por el cabello, era propinarle patadas en los muslos. Luego de las palizas, la arrastraba a la alcoba y, sin cerrar la puerta, la violaba sin desvestirla. Mi hermana y yo presenciamos algunos de esos actos amorosos de nuestros padres. Mi padre fue emérito rector de una universidad. Con su amigo Víctor Prado, alias “Allulla”, mecánico de su Mercedes, comentaba con humor las palizas que habían pegado a sus respectivas mujeres.

Soy la tercera hija, tengo dos hermanas mayores y una menor: Elba, mi favorita. Creo que a todas nos inició el tío Hernán Del Valle, hermano de nuestro padre, al que le decía Campeón, porque ganaba competencias de golf. Cuando tuve seis años, el Campeón me lamió la vagina con frecuencia hasta que consiguió que me gustara. No fueron mis padres quienes me maltrataron, recibí de ellos sólo las cuerizas que correspondían a una hija de buena familia. Mis hermanas mayores fueron crueles conmigo, me querían al servicio de ellas: me quitaban golosinas y juguetes, me pellizcaban en los brazos y en las piernas si no obedecía sus mandatos y me hacían lavar la vajilla cuando les tocaba a ellas. Mi madre se encerraba para la siesta después de haber dispuesto tareas para todas. Entonces mis hermanas grandes abusaban. Entre los siete y diez años de edad fui niña maltratada.

Me pusieron en la escuela de monjas preferida por las buenas familias de Quito, allí aprendí que las notas trágicas eran efectivas. El cristianismo que anunciaban ahí era de pasiones, el gozo espiritual equivalía al dolor del arrepentimiento, el llanto lavaba culpas. El modelo era Santa Marianita de Jesús. Aprendí a llorar con virtuosismo. Asumí -hasta ahora- que con llanto y queja se consigue lo que con nada más se consigue. Mi candor de flor trágica podía seducir a hombres y mujeres, niños, adultos y viejos. Así que fui tímida e ingenua, pero recortaba la falda del uniforme y el mundo hacía como que no percibía mi contrasentido. Aparentábamos no poseer malicia.

No estudié mucha historia o matemática, pero eduqué mis sentimientos. Moderé mi miedo y odio a lo mediocre, los mantuve lentos y temperados. Podía llevar penas y amores hasta cierto punto, y no más. Mi padre era un viejo que sentía y obraba descontrolado, contrario a mí desde que fui pequeña. Pregonaba en la mesa que quería montar a su hembra. Decía: vaya a prepararse al cuarto o alístese Berta que ya voy. Cuando suponía que ella estaba lista, golpeaba la puerta y pasaba sin preocuparse de correr el pestillo ni de hacer su proeza en silencio. Mi  mamá, en cambio, sabía por anticipado las cosas que sucederían. Casi era una profetiza, facultad que no le sirvió para nada más que inculcarnos, a sus hijas, perdón para el padre por lo que haría. Es que padre es padre, y nos perdonemos nosotras mismas por lo que íbamos a hacer.  

Debido al cuidado en nuestra alimentación y al esmero en el aseo, las hermanas florecimos esplendorosas. A los doce años decían que yo era de afición. Mis hermanas eran lindas, la mayor ya tenía senos grandes y meneaba la cadera con gracia. Mi madre era religiosa, pero más devota que de Dios era de nosotras. Tuvimos que hacer un poco de varones para cubrir la necesidad de machismo en la familia. Elba, la menor, resultó bien macha. Venía desde atrás, corregida y aumentada, no le negaba un puñete a nadie. Tuve buena salud, conocí mejor mi cuerpo (que debía estar tan limpio como mi consciencia, según mi madre). Cursaba el segundo de bachillerato cuando me sentí incómoda, fui al baño y encontré mi calzón manchado con sangre. Madre me había advertido sobre la inminencia de mi regla, sin embargo me alarmé. Sentí desazón. Podía ser aquello lo natural que se quiera, pero me hacía sentir bochorno. Oí cómo mi mamá comunicaba la novedad, por teléfono, a una tía: Ester ya se enfermó.  Mi padre, al enterarse, asintió con la cabeza. Di por hecho que todos lo sabían: yo era mujer. Me volví curvilínea, comencé a formar el cuerpazo que tengo, senos exuberantes, redondos y gruesos. Fui coqueta, rítmica. Y sí, enfermaba cada mes, me dolía la cabeza, tenía fiebre y perdía el apetito, no podía disponer de mí para mucho durante las reglas.

Por lo demás, mi adolescencia fue erótica. Me excitaba con facilidad, imaginaba fantasías, dispuestas mis glándulas para agradables sensaciones. Era adicta a la poesía, la música y las novelas. Cierta vez me senté en el borde de la acera para descansar. Había patinado largo rato, levanté mis rodillas, y me vieron unos albañiles que habrían estado trabajando en una construcción de la cuadra. Los vi mirándome con insistencia. El más joven tenía ojos achinados, clavados en mi fundillo. Yo llevaba un short y, en la posición que adopté, debía exhibir algo de mis bragas. El joven albañil sonreía con una mueca boba y la boca entreabierta. Lo tenía cautivo, experimenté el poder imbatible de mi intimidad. Ahora conozco a plenitud mi poder, que no es sino la sutil posesión y el encantador apoderamiento. El poder masculino es tosco, se resume en la anécdota que me contó el ministro Robles: a uno le pateas en la cara, al siguiente día, vas a visitarlo y lo encuentras convertido en perro, lo puedes llamar fifí. A otro le pateas en la cara, vas a verlo y te corta los huevos, a ese lo llamarás jefe toda la vida.

Me acicalaba y ataviaba a la última moda, como merecía y para tener los mejores enamorados. Andrés, de los primeros, fue un torbellino. Siempre que estaba cerca comenzaba a tocarme. Lo veía a escondidas, sin que yo misma supiera el motivo para tenerlo en secreto. Hacíamos de todo, pero me mantuve virgen invicta. Era hablador, le gustaba alardear de nuestros encuentros. Después fue Antonio, tímido y romántico. Me hacía poemas y me regalaba discos de música. Una vez, mientras subía unas gradas, sentí una mano, que no era de Andrés,  tocándome el trasero por debajo de la falda: había sido del tímido Antonio, quien  -después de que yo le propinara la cachetada- me dijo que no debía quejarme, pues yo era más provocadora que una puta y lo había sacado de sí. Eres como la más linda puta, concluyó. Fue la primera vez que me dijeron puta y no me disgustó. Lo pensé y me dije que debía parecer una, si Antonio lo decía.

Pero no toda la gente estaba de acuerdo en que yo ocupara el sitio que ocupaba y me merecía. No era varón, estaba claro, era mujer apenas salida del cascarón. En el fondo de mi sentir, sobre los machistas había lástima. Uno, cansado de que no me entregara a él y ya agotados sus recursos de tenorio poeta, me ofreció dinero, un montón. Sentí pena por él, extrañaría sus versos, pero lo rechacé, pertenecía al círculo de turcos millonarios de Guayaquil, a los que gustaba una espesa bailarina costeña, mi contrincante en las carreras de modelo y de presentadora de televisión. No obstante el gusto por la grosura femenina de los turcos -entre los que había propietarios de canales de televisión- siempre superé a la bailarina.   

La mayoría de mis pretendientes no tuvo la menor oportunidad, por eso hablaban mal de mí. No gastaba tiempo en responderles, ni en agradecerles porque aumentaban mi fama. Teniendo recursos de expresión, eludí dar discursos. Una monja del colegio donde hice el bachillerato, para hacerme avergonzar, me encomendaba pronunciar discursos. Yo los preparaba y decía como me parecía mejor y, en cada ocasión, me turbaba y equivocaba. La monja disfrutaba pero las compañeras no se burlaban, más les impresionaba mi presencia que la charla. Después he dicho innumerables discursos, de los que espero que esa monja haya oído algunos. He leído noticias y hecho comentarios en televisión, siempre bien.

Jorge Mena Chiriboga fue uno particularmente digno de mi lástima: no era bonito, pero sí varonil y de las mejores familias de la ciudad. Había heredado una enorme mansión en el centro de Quito y una hacienda ganadera en la provincia de Imbabura. Era alto y huesudo, aficionado a las carreras de equitación, alcohólico de borrachera diaria y jugador irredento de póker. Se enamoró locamente de mí, a pesar de que tenía mujer y tres hijos rosados y de ojos claros. Su noble familia no quería a su esposa, la chola Beatriz, bonita pero caspucha. Perdió todo. Dos de sus amigos, Andino y Escudero, conocidos jugadores, se quedaron con la hacienda, y tenían documento para embargar la mansión y el almacén de confites que funcionaba en los bajos, con puerta a la calle. Ese almacén, último reducto de lo que fue la fortuna de Jorge Mena, fue saqueado por la viuda en una noche y en secreto, para evitar el embargo. Escondió la mercadería donde familiares. Yo ayudé a mi ex amiga Beatriz en esa evacuación, trasladando botellas y cajas a una camioneta estacionada frente a la puerta. Tuve un corto romance secreto con Jorge, pero comencé a rechazarlo por borracho. Ya no quería verlo, ni ir a bailar, menos acostarme con él. Entonces Jorge se disparó en la cabeza. Dijeron que lo hizo porque perdió todo en el juego y habían quebrado sus negocios, pero yo sabía que fue por el pesar que le causó mi desprecio.

No podía hablar de estos asuntos con mis amigas -ni siquiera con las que parecían menos estúpidas- para no meterme en líos. Las oía decir cualquier cosa o veía que no sabían qué decir. Terminando el colegio, conocí a Esteban Bermeo, provinciano cuya familia tenía una gran fortuna. Chagras ostentosos, tenían haciendas productoras de carne y leche. Pero la gente de acá decía que esos emprendimientos no justificaban un enriquecimiento tan grande y veloz. Esteban tenía estampa impresionante, como de vaca campeona. Era bonito a su modo y con habilidad para enamorar que falta en los inteligentes. Lo conocí festejando uno de mis reinados de belleza y nos citamos para ir a otra fiesta. Terminamos yendo de fiesta en fiesta. Quise disfrutar de ese hombre de envergadura y no me era indiferente su fortuna, así que me hice su diosa de la fertilidad, su reina de la belleza, su angelita del amor, y lo que venía a cuento. Por fin me pidió en matrimonio. Me casé con Esteban e hice de madre de familia, compañera de vida, ama de casa y pareja que le envidiaban los varones de la sociedad. Luego de la luna de miel -dos semanas en Acapulco- tras haberme desencantado por el deslucido desempeño de mi marido, tenía que perderlo más en mi laberinto. Lo hacía tener una competencia de personalidad conmigo, que siempre ganaba pagando con dólares. Me financiaba a mí y los eventos que yo programaba para ir a su lado y que se luciera luciéndome. Dejé espacios para que se agitara allá dentro del laberinto, y saliera ganador. 

Estaba estudiando sicología clínica cuando me casé con Esteban Bermeo. La Escuela de Sicología estaba poblada de gente necesitada de tratamiento. Los socialistas éramos mayoría. Me sentía bien entre esos chicos. Más madura que el promedio de ellos, tenía un matrimonio y experiencias sociales a mis espaldas. Hice tres años de universidad, era conocida como la potra, La Valle: ahí la leyenda fue más verdadera que mi historia real. Ingresé al partido socialista universitario junto a mi esposo. Esteban estaba terminando Leyes. Se distinguió por su habilidad para ascender sin arriesgar, que se debía a su insospechada inteligencia política. Era militante de base pero influía en los mandos por el peso de su regularidad y audacia. Yo estaba dispuesta a colaborar con Esteban.

Seguía siendo la señora Ester de Bermeo, lo que dio fundamento a mi salida de la universidad. Además entregaron los señores Bermeo, padres de Esteban, una parte de su herencia en vida: empresas que se debían administrar. Esteban había culminado su carrera, ya era el doctor Bermeo. Sus padres lo consideraron apto para asumir las gerencias. Pero la política era su verdadera vocación: era del linaje Bermeo, capitalinos distinguidos en la política, aportaban servicios al país en altos cargos del Estado. Padre, hijos, tío y sobrinos se hicieron socialistas para tener una base social y electoral tras los pasos exitosos de Esteban. Les importaba un comino la doctrina y la ideología. Esteban y yo dejamos la sección universitaria del partido y nos integramos a la nacional. Lo acompañaba a sesiones públicas y reservadas. Su perseverancia le hizo merecedor a formar parte de la directiva. Esteban hacía, también, considerables aportes económicos para propaganda y campañas del partido.

Pasaron los primeros siete años de mi matrimonio, parí a Pilar, a mis veintinueve años de edad, a Diana, a los treinta y uno, y a Estuardo a los treinta y tres. Y no quise más hijos. Aprendieron desde el principio que su padre y yo éramos más que el común, destinados a la lid por el poder para que ellos y sus descendientes tuvieran lugares en la historia. Teníamos que batirnos para obtener riqueza y prestigio, para orgullo de la familia. Las madres estábamos con los hijos antes que la escuela y la iglesia, somos anteriores a la sociedad, a la ciencia y a las doctrinas. Imprimimos en los hijos la naturaleza divina y de los géneros. Lo que viene después es superestructura, un torneo que se juega en la cancha que nosotras establecimos, con las tradicionales normas. Cuando cumplí treinta y ocho años de edad era una mujer hermosísima. La noción de triunfo que gravitaba en la sociedad se realizaba en mi vida. Sin embargo no estaba convencida de que aquello fuera todo.

Esteban era empresario completo: hacía negocios con el Estado, y  ya se había desempeñado en la administración pública en una subsecretaría, en un ministerio y en gerencias de empresas estatales. Pugnó por un puesto en el Congreso y al fin lo obtuvo, gracias a que consté como su suplente en la papeleta. Fue cuando resolví darle el empujón definitivo para que llegara a los primeros lugares del poder político. Había sido candidato de minoría, por nuestro partido, para ocupar la presidencia del Congreso: quedó de figura decorativa, perdió la elección. Entonces lo convencí de que hiciera el juego a la mayoría, cuya primera fuerza era demócrata cristiana, votando con ella asuntos importantes. Aun habiendo sido contrincante perdedor, obtuvo cierta reputación durante ese tiempo, votando leyes contrarias a los principios de nuestro partido. La mayoría volvería a poner presidente del Parlamento en el siguiente período. Esteban seguía siendo aspirante seguro, representando ya a los demócratacristianos, a nuestro partido y atrayendo sectores que sólo votarían por un hombre nuevo. Perdió su pertenencia al socialismo, que lo expulsó desde afuera del parlamento. Pero adentro, Esteban lideraba aún a los cuatro socialistas que no querían separarse por no perder el sueldo. Lo acogieron los demócratas cristianos como a hijo pródigo. Ese partido demócrata cristiano fue socialista, y si hubiese seguido siéndolo nuestro cambio no habría parecido tan contradictorio. Sin embargo, su líder ideológico -jetón desabrido y tieso- lo cambió de socialista a neo liberal. Fue tarde, ya estábamos ahí.

Desde la precaria posición parlamentaria de Esteban, antes de que se incorporara a la mayoría, adquirió la imagen de hombre nuevo. Se produjo el extraño pacto entre contrarios ideológicos que creó la aplanadora legislativa -con  demócratas cristianos a la cabeza- que eligió a mi esposo presidente del Poder Legislativo. Para crecer hay que actuar sin sentir vergüenza, la gente política siempre tiene rabo de paja. Sucedió lo que nadie pensó que sucedería hacía poco tiempo: mi marido presidente. Yo asistí feliz a reuniones oficiales y no oficiales en calidad de primera dama. Cual Sibila, yo había previsto y dispuesto el futuro del hombre que tenía a mi cargo. Eso tampoco me hizo feliz, aunque pudiera parecer raro.

Bromeábamos en casa a propósito de quienes pedían más presencia femenina en la dirección pública, sobre el feminismo dirigido por mujeres fieles al sistema: casadas, divorciadas, abandonadas, separadas y demás. Buscaban conquistar un espacio del imperio macho para reforzarlo y habitar en él. No querían otro mundo, sino el mismo pero con ellas de protagonistas. A nosotras, mujeres, nada más que mujeres, no nos hizo falta ese feminismo. Generamos y sosteníamos este sistema, ni bueno ni malo sino el que hay.

Mi marido seguía deseándome, pero ya no me prodigaba con él ni con nadie. Mantenía la imagen de diva impecable que obtuve en la televisión. Durante años aparecí en la pantalla como la más bella del mundo. En encuestas anuales fui elegida seis veces la más deseada del país. Mis amigas me confiaban que no sentían nada a partir del segundo año con sus maridos  y debían recurrir a esfuerzos de imaginación para conseguir algún placer. Engañaban al marido con hombre, animal o cosa. Por ejemplo La Perla, mujer del Perchas Jaime, lo hacía con el mensajero Víctor en los escusados. Tuve amantes, pero a ninguno quise como a Sebastián Luna: amor de estudiante por quien me hice socialista y a quien comencé a asesorar en política. Esteban nunca supo de aquel, como yo desconocí de no sé cuántas que decían por ahí que fueren de él. Esteban era pulcro cuando yo quería un cerdo, y un cerdo cuando necesitaba un caballerete, pero nada alteraba la harmonía de nuestra sociedad conyugal, ni siquiera el ritmo de trabajo que nos mantenía en la cima de la sociedad. Si él fallaba más de la cuenta, yo tenía que resolver.

Me enteré por amigas del partido demócrata cristiano que a Esteban le había dado por conquistar jovencitas. Entre ellas estaba la hija del secretario, Gabrielita Hidalgo, pequeña y sólida, con carita de foca, a punto de sacar bachillerato. Al menos, pensé yo, no había preferido una perra vieja, pero esa afición iba a deteriorar su imagen. No temía perder, yo era poderosa en la cama. Sabía qué, cómo y cuándo hacer para que un hombre se sintiera superior. Él sabía que no existía otra igual. Provoqué un enfrentamiento con Esteban que, como era de suponer, fue violento y ofensivo. No faltaba más. Le dije traidor y miserable, hipócrita y falso. Él no se excusó, dijo que él me había hecho dama, eso le debía. Era cierto, fui loba, pero él me dio madriguera y manada, no intentó domesticarme y se hizo como yo. Ya era un alfa, me merecía, nos debíamos el uno al otro. Por lo demás, acepté: toma las zorras que quieras sin quedar en ridículo y sin afectarme, yo haré igual. 

En mi caso, alguna mala fama no estaba de más, pero ninguna señorona dejó de estrechar mi mano con fina atención. Tuve mucho roce social, lo mejor de Quito me acogía, aun sabiendo o sospechando que no dejé de tener al hombre que quise tener. Pero me atribuían demasiados, muchos caballeros daban a entender que habían tenido algo conmigo. Quizás lo soñaron, por eso hubo quien creyera que fueron tantos. La verdad es que maduros, los hombres se vuelven insípidos y monótonos. Las señoras, abotagadas por su seriedad, medio muertas de insatisfacción, repletas de palabrejas y principios fofos, feas con fealdad de estériles, sudando frustraciones, son peores. Un té con ellas es de agonía. Pienso en Beba Ávalos, reina de belleza provincial de hace treinta años, aristócrata marchita, casada con Mocho, el marido más feo y torpe del mundo, de nariz peluda. La Beba logró parir a los cuarenta y cinco, ella misma decía que fue un milagro de las Virgen de Fátima. Roñosa contra los cholos, tenía un alto grado de resentimiento social.

Comencé a difundir la especie de que la historia, social y política, en el país y el mundo, había tocado fondo. Ya era absurda la democracia, estaba caducando. Creo que algunas lecturas anarquistas me conmovieron. En el partido, algunos vieron en esto un tinglado de ideas sin fundamento. Pero un amplio sector, especialmente de jóvenes, se lo tomó en serio. Se formaron círculos de estudio presididos por el Negro Muñiz: el partido comenzó a tratar el tema. El desconcierto en los ojos de algunos que se creían inteligentes era gracioso. El revuelo ideológico lo había provocado la tonta bonita. Me dijeron fanática los más intelectuales,  después de haberles merecido sólo ternura. Pero así, con un tanto de chanza, obtuve prestigio dentro del partido. Hubo uno que me reconocía agudeza, otro, libertad de pensamiento. Las pocas mujeres del partido fomentaron la novedad. La mayoría de hombres, luego de dar vueltas y vueltas, regresaba al sentido común.

En ese mismo tiempo, cuando yo estaba sobre los cincuenta  años, conseguí que mi esposo hiciera una separación de bienes. Esteban me entregó dos empresas para que las administrara. A mi vez, contraté a Horacio Espinosa, un simpático ingeniero comercial formado en Europa, para que fuese administrador de esos negocios a mi nombre. Mis hijos prosperaban y recibieron parte en ese reparto. La mayor tiene tres reinados de belleza a su haber, la menor uno. Comenzaron con éxito sus carreras universitarias y políticas. La democracia cristiana disponía de un espacio grande, donde la clase media podía hacer las primeras armas en el oficio político. Entonces, cuando se habían ido mis hijos y seguía yo en el frío de las alturas, llegó la menopausia. Horror. Terminaría quedando inútil. Me acartoné de golpe, rígida, forzada a estar inmóvil para que no se profundizaran las arrugas. Vigilaba que no se acentuara mi bozo. Se alborotaron mis hemorroides. Pero seguía siendo mujer, y los hombres -aún jóvenes- estaban enterados. Vivía cada vez menos aventuras y las que pretendía tener me provocaban taquicardias, transpiraciones y temperaturas. Tenía que lubricar mi vagina y luchar contra el cansancio y la depresión. Fue cuando los del partido me llamaron para hacerme una interesante proposición: que me postule para algo en las elecciones nacionales que se harían dentro de un año.

Era dirigente del partido. Había conseguido, hace muchos años, una concejalía municipal. Habiendo ocupado el quinto puesto en la lista de candidatos, me pusieron ahí porque estaba de moda incluir en las listas de candidatos a gente de la farándula y del deporte. Con futbolistas, cantantes y locutores de televisión, ganamos diputaciones y concejalías. Fui a pocas sesiones municipales cuando me sobraba tiempo. Pero no faltaba si el alcalde me convocaba expresamente para que peleara contra los contreras: dos concejales que se habían enterado de que la alcaldía compró unos trolebuses con sobreprecios y pretendían denunciar. El alcalde era llamado Meco Mahagua. También le decíamos Maha: era bonito, vestía trajes Bugatti falsificados pero que le sentaban. Era bisexual, lo que le produjo una paranoia de por vida. Estuve en sus fiestas en el departamento que hizo construir cerca del Municipio. Alguna vez me lamió los fundillos, dando lugar al chisme de que yo fui su amante: falso, él  no estaba para amantes femeninas. 

Maha se hizo popular en el país desde que fue alcalde de Quito. Contribuí a su fama realizando en los medios una encuesta para saber, a nivel nacional, qué personaje varón era el más deseado por las mujeres. Desde luego Maha ganó con mucho, siendo que a él las mujeres le gustaban de aperitivos y en pocas veces. La esposa de Maha -porque Maha de travieso se había casado con una ex reina de belleza- lo botó denunciando que su marido había sido maricón, mediante remitido a El Comercio. Pero Maha era dulce, hablaba como cura, amasando el aire con sus manos grandes. Era lo mejor que tenía el partido. El resto de notables incluía profesores jubilados, conservadores arrepentidos, jetones teorizantes, enanos con apariencia de fetos, cajetones con la mandíbula como balcón y otros impresentables.

Se acercaban las elecciones presidenciales y el partido tenía a Maha para tomarse el poder. Entonces ocurrió algo sobrecogedor: durante una reunión, Maha sufrió un derrame cerebral, cayó en shock y quedó idiotizado. Parecía que la gran oportunidad del partido se perdía para siempre. Entonces me enteré de que Maha y su equipo habían convenido, con la mayoría de banqueros del país, que les arreglarían la situación de quiebra que tenían por haberse dispuesto y perdido depósitos de sus clientes. El mayor representante de la bancarrota, Aspiazu, y el comerciante, Espinoza, importador de carros, ya habían anticipado a Maha tres millones y más de dólares para recibir sus favores una vez elegido. Lo que habían juntado para cerrar el trato era una suma fabulosa. Por el momento estaban financiando la opulenta campaña electoral a favor de Maha. Si él ganaba les beneficiaría con leyes, decretos y por supuesto recursos del Estado. 

Todo parecía perdido. Fue cuando me llamaron algunos del partido para que sustituyera a Maha en la candidatura. La situación era desesperada, no tenían más. Argumentaban que, en últimas encuestas, yo seguía en popularidad a Maha. Había que esperar: él estaba siendo sometido a intensas terapias. Lo trataron especialistas de Texas, Berlín, Londres; gurús del Tíbet y monjes zen del Japón. Durante semanas lo tuvieron en un domicilio desconocido, sin dejarlo aparecer en las pantallas de televisión. Los banqueros, empresarios y el grupo del partido, impulsores de su candidatura, se opusieron a que yo lo reemplazara. Los unos no querían devolver la plata -en parte ya repartida- y los otros no querían perder la inversión y la chance. Lo que hizo entonces este frente electoral Mahadista, compuesto por demócratas cristianos, banqueros y comerciantes, fue pactar con los medios de comunicación; con los más grandes periódicos, radios y televisoras para impulsar la campaña de Maha a como sea. Lo harían presidente así estuviera idiota con tal de perfeccionar el pacto banquero. Encontrarían medios de hipnosis, drogas, o lo que fuera para mostrarlo normalito al electorado, mientras el resto hacían los medios. El Comercio publicó una biografía de Maha durante una semana, a razón de página entera por día, inventándole una vida de proezas y conquistas fantásticas, y lo declaró héroe burocrático del Ecuador. Siguieron tratando de que Maha se recuperara y sacaron tomas de él en la televisión al fin, en pijama, paralizado de un costado, tartamudeando, con la particular cara de idiota que desde entonces tiene. Dijeron que su recuperación total sería un hecho en las siguientes semanas, y que sí iba para presidente porque no había mejor que él. Otro periódico nacional lo proclamó “el guerrero que regresó del frío”.

Como era de esperar de la multimillonaria campaña, Maha ganó las elecciones. Arrugado, tartajoso e idiota, le hicieron presidente constitucional del Ecuador. Pero quienes conocemos la precaria condición de su salud, creemos que no durará en el poder los cuatro años del período que le corresponde. Nuestros amigos militares no lo quieren, no soportarán una situación tan irregular salvo en caso de que los beneficiara tanto que quisieran conservarlo. Los banqueros impondrán lo suyo, con posibles consecuencias catastróficas: serán medidas inevitables pues la banca internacional quiere que la local sea saneada. El panorama próximo se ve difícil para el presidente Maha, lo más probable es que no termine el período. Podría renunciar reconociéndose incapaz, o lo echarán los militares. No faltarán circunstancias desestabilizadoras. Entonces, mis compañeros y yo estaremos ahí.

Soy la fábula de la mujer que avasalla con su luz. He conseguido que haya poder donde sólo me posé para jugar con la vida. Sigo siendo la que parece indefensa, pero se ha escrito mi historia como del ave que no vive sino en las cimas, que puede cruzar la cordillera, pero quizás no lo haga porque ya se siente a su altura: es el mito del siglo.

FIN

 

 

 


 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                 


 

 

 

 

 

 

 

 

                        ADRIANA

 

                                            

Adriana Romero es pequeña, conserva buena figura, viste elegante, lleva melena café rojiza y gafas que esconden ojos grandes y absortos. La conocí en mi tienda de antigüedades, cuando fue a ofrecerme en venta dos elefantes de marfil. Después fue, en muchas ocasiones, no sólo para venderme algo sino para hablar, aprovechaba de que soy viejo y dado a escuchar. Los elefantes eran mercancía interesante, pero ella me pidió que no los exhibiera en la vitrina externa, para evitar la posibilidad de que su esposo los viera, al pasar por allí y se enojara, pues ella los vendía sin su consentimiento. Adquirí la confianza de Adriana, desde el principio se quejó del esposo, de incomprensión y malos tratos. De esas conversaciones quedó la presente recopilación de memorias, que ella aceptó, diciendo algo más sobre el destino humano, pudiera publicarse alguna vez. Se llama Adriana porque su madre se llamaba así y fue quien, al nacer, más se pareció a ella, sobre todo en los ojos. Pasó la infancia en una casona, al sur de la avenida 24 de Mayo, que tenía a su alrededor un enorme patio de tierra, donde había patos, gallinas, conejos, perros y gatos. Los gatos eran los que más le gustaban, tuvo su preferido, Pepito, tuerto y cerdoso, al que metía en su cama a escondidas, porque la madre prohibía intimar con los animales.

 

Fue una infancia triste. Sus padres tenía una convivencia conflictiva, el padre, cholo corpulento, medio rubio, oloroso a lubricantes, era propietario de gasolineras y camiones. Ella  lo veía colosal, violento contra mujeres, hijos y débiles. En cierta ocasión Adriana, inmóvil, vio que la mole, su padre, golpeaba a su mujer. Le horrorizó el espectáculo, pero más admirables fueron la mansedumbre y el sometimiento de su madre que, por momentos, parecía prestarse a la paliza que recibía.  Otra vez, Adriana intentó defender a su madre, que estaba siendo arremetida por el marido, gritó, brincó y se lamentó, pero lo que consiguió fue cachetadas en su rostro, que el padre se las propino hasta partirle los labios, aleccionándole de que debía meterse en asuntos de mayores. Su madre repitió que los hijos no debían intervenir en cosas de mayores, desde entonces no intentó mediar, se ausentó tan lejos como pudo. Quizás su padre era tan machista por mujeriego, cogía a toda mujer fácil o barata, prostitutas, cargadoras y sirvientas. Una sirvienta resabiada lo acusó de haberla violado, lo cual sin duda era verdad, pero el padre sabía qué hacer en casos como ese, acusó a la sirvienta de haber hecho denuncia falsa, para evitar que él hiciera la verdadera de que ella robó un radio, dinero y cubiertos de mesa; la Policía, debidamente gratificada, receptó la denuncia de él y no la de ella,  encarcelaron a la sirvienta y en la cárcel la violaron unos pesquisas, así escarmentó a los pobres diablos de su personal: domésticos, conductores de camiones, surtidores de combustibles, secretarias y demás. Adriana que, entonces, tenía seis años y estaba en primero de escuela, denunció a su padre ante su profesora; la maestra llamó al padre para reconvenirle por el mal ejemplo dado a los hijos, al haber hecho una denuncia falsa contra una empleada que ellos habían llegado a querer; y ocurrió que el padre volvió a cachetearla, esa vez en presencia de la profesora, por haber hecho quedar mal a la familia ante ajenos.

 

El padre, para comenzar a darle una paliza,  la tomaba por el pelo, Adriana, a los doce años, se cortó el pelo que lo llevaba largo, al recordar esa costumbre del papá. Una vez,  la madre cayó y él la pateó durante largo rato, a consecuencia de eso, ella abortó. Ese mismo año, víctima de un agresivo cáncer y de continuos maltratos, la madre murió de treinta y ocho años de edad, los últimos cuatro padeció con un tumor doloroso en el seno y recibiendo golpizas semanales Adriana llegó huérfana de madre a los quince años edad, hasta tanto, don Jacinto, como todo el mundo llamaba a su inmenso y grasoso padre, se había enriquecido demasiado con sus  gasolineras en varios sitios de la ciudad, buses en diversas líneas urbanas y camiones de transporte interprovincial. Nunca dejaría de ensombrecer la vida de Adriana el recuerdo de su padre, corpachón opulento, poder supremo y asesino de la madre. Pero de ese monstruo dependerían su humillada vida y la comida de sus hijos, al recibir de él lo que su marido no le proveyó.

 

Desde antes, había comenzado a introducir, en la casa, a la chola medio ramera, su amante oficial y con la que había tenido tres hijos  Esa chola desvergonzada, llevaba a sus hijos, a la casa, para que los cuidara la madre de Adriana. Y, ésta, enojada e indignada, se propuso una singular venganza: en lugar de echarlos, los acogía con mayor cuidado que el que les tenía la madre biológica, les daba la más rica comida, los bañaba y vestía con la mejor ropa de sus hijos propios. Dos varones y una chica con pelo pajizo, sus medios hermanos, cuando la madre murió, ellos, hijos de la rival, la lloraron como si hubiesen sido propios, reconocieron que había sido mejor madre que la puta que los parió.

 

De niña, a Adriana le encantaba comprar pan en la tienda de la esquina, por el olor del pan recién horneado; el dueño gratificaba con yapas a su pequeña cliente: ella, graciosa, agradecía la pieza blanca y fragante. También le agradaba el olor de las flores, hubo muchas y olorosas flores en el sepelio de su mamá. Algo que más recuerda de su madre es la comida que hacía, ella nacida y criada en la ciudad, tuvo que desprenderse de costumbres adquiridas en su familia, para adquirir otras, de gente rural, para halagar y armonizar con el marido que fue migrante del campo, tuvo que aprender a preparar platos de morocho diversos, molido o quebrado en piedra, de sal o de dulce; hacía pinol, mezcla de harina de cebada con panela molida y aliños, habas tiernas con queso, maíz tostado de sal y dulce, y otros cucayos que él podía llevar en bolsas al trabajo. La casa olía a esas comidas. El padre, adinerado, sometía a la familia a una vida de pobres, iba poco por la casa porque atendía otra, otros hijo y mujer, maneja un Mercedes Benz y viajaba a Europa; de lunes a jueves residía en otra casa y visitaba la propia los fines de semana pero, en ocasiones, variaba el calendario y mostraba su corpachón, en casa, el rato menos pensado. En Navidad estaba un rato aquí y otro allá; la madre, en cambio, fomentaba, en esa celebración, la amistad de sus hijos con otros niños del barrio, confeccionaba pesebres y organizaba fiestas infantiles con agua de canela y galletas de animalitos.

 

Adriana ríe con facilidad, a veces denota melancolía, pero su rostro sigue sereno; cuenta episodios según aparecen en su memoria, antiguas rememoraciones, especulaciones sobre lo que vendrá y hechos del momento, haciendo quebradizo y en zigzag el tiempo de su narración, sin ordenar los antes y después. Bromea con sencillez, dice que desde niña le gustó el baile y hasta la bohemia, las naranjilladas con puntas de trago puro que hacía su madre, dejaron en ella evocación perdurable y también el coñac Bogan que escanciaba de unas botellas a otras.  Salía de su casa a escondidas, apenas de seis años, y se iba a la cantina de la esquina a bailar frente a la rocola, los borrachos la aplaudían, una vez bailó ahí durante una hora. El padre castigaba y recomendaba castigar su tendencia precoz a beber y bailar; pero ambas cosas le encantaban y su madre las toleraba; Zapateaba, sobre todo, el Bayón de Madrid, pero también danzas españolas y cumbias colombianas, se apasionó de Los Románticos, orquesta de moda, y gozaba el carnaval, fiesta especial, que se celebraba en grande, en la casa.

 

A los quince años ingresó al colegio Espejo y tuvo su primera regla. Estaba delgada, casi no tenía busto, la madre se preocupó al verla tan delgada y trataba de alimentarla mejor, con coladas, para ver si le brotaban senos. Pero, cuenta, que recién cuando conoció a su primer novio, que sería su marido, salió de la ingenuidad y la inconsciencia, tuvo malicia y le preocupó su cuerpo como residencia del sexo y los senos, nunca antes había vivido experiencias o tenido ideas eróticas. Que no tuvo malicia, dice, sin embargo de haber presenciado cómo su padre violaba a su madre. Le encantaban las películas de Cantinflas, lloraba viendo El Mártir del Gólgota y otras películas, parecidas, que pasaban en el colegio. Las compañeras se burlaron de ella, desde hacía dos años, antes de que consiguiera su primer enamorado, pues era la única que, a esas alturas, no lo tenía. No la invitaban al cine, porque todas iban con parejas y no la admitían sola. Pero en tercer curso conoció a Remigio Silva, lo vio por primera vez a la salida del colegio, estaba en compañía de un amigo que había ido a encontrarse con su enamorada. Adriana, recuerda que le sonrió, no se explicaba por qué lo hizo, al día siguiente Remigio volvió a pararse en el mismo lugar, en las afueras del colegio, Adriana le sonrió otra vez.

 

Remigio Silva resultó pariente lejano de ella, primo de un primo, cuando comenzó a salir con él, su padre, creyendo que el primo los había amistado, llamó a éste para reconvenirlo porque ese Remigio fama de comunista y no sería el novio digno de su hija. Comunista era algo tan detestable como un hipi o un nuevaolero, de la época, para el padre. Pero el romance De Adriana Romero con Remigio Silva habría de durar cuatro años y consistía en que ella no subía al bus del colegio o se bajaba enseguida de él, para tomar la mano de Remigio, que la esperaba, e ir a subirse en un bus corriente de línea, que la dejaba cerca de casa. Viajaban juntos y pegaditos los enamorados. Adriana, ya huérfana de madre, vivía con sus hermanos en la casota del padre, atendida por una empleada lojana; pero, poco a poco, el padre iba metiendo a su querida en la casa, hasta instalarla, en ella, al año de la muerte de la madre, Adriana tuvo serios conflictos con esa madrastra, que se peinaba con copete y caminaba con tacones altos. Adriana recuperaba, incluso del basurero, objetos que la concubina desechaba con el fin de que el amante rijoso le comprara nuevos: muebles, trastos, cubiertos, vajillas, cobijas. La situación tensa y grosera, entre la madrastra y Adriana, duró hasta cuando ésta, a los diecinueve años de edad, se fue de esa casa.

 

Lo primerio que me preguntó Remigio, cuenta ella, fue si podía acompañarme de vuelta a casa, era la vieja y universal manera de iniciar una amistad, le respondí que sí y haciendo algo extraordinario, dejé el bus del colegio para viajar con él en uno del servicio público, lo que se repitió por días, quizás dos semanas, hasta que él quiso saber, por fin, si quería ser su enamorada. Adriana había consultado a sus compañeras qué debía responder en ese caso, le aconsejaron: voy a pensarlo, era lo clásico. Remigio se rio al darse cuenta de que ella seguía el libreto colegial. También le aconsejaron, las compañeras, que debía decir que lo pensaría, por lo menos durante ocho días. Y ese fue el tiempo que esperó Remigio para saber que Adriana sí quería ser su enamorada. Con posterioridad, Remigio, le confesó que su candor de entonces fue determinante para que él se prendara de ella. Ya en confianza, él le sugirió que usara sostén, ella, avergonzada, consultó a la madre sobre esa insinuación, la madre quiso conocer al insolente enamorado y, cuando Adriana los presentó, el muchacho le fue muy desagradable,  presentó a Remigio, a la madre, tres meses antes de que ella muriera, su parecer enfrió bastante el enamoramiento de Adriana, la madre lloró al conocerlo, dijo que se veía sospechoso ese tipo perfilado y áspero, con pronunciada nariz y pretensiones adefesiosas.

 

Remigio Silva fue el que primero se ofreció, el de la primera oportunidad y definitiva. Adriana se acostumbró a él como se había acostumbrado a otros dilemas, como mansa furia ante la vileza del padre o indignación silenciosa ante la sumisión de la madre. Ella dice que Remigio la enamoró haciéndole poemas, dedicándole serenos, obsequiándole flores. Remigio decía haberle compuesto un enorme poema que pegó en la puerta del colegio. Las compañeras conocían a la pareja por esa clase de demostraciones locas que él hacía; dijo que ese era su gran poema de amor, por eso lo copió en una cartulina grande, con marcadores, y lo pegó en la puerta del colegio, en alguna parte, ese  poema le decía a Adriana: ternerito te amo. Un martes fue a esperarla, a la hora de salida de clases, borracho y con su cabellera larga alborotada, las compañeras le dijeron hipi chumado, feo y narizón. Adriana siguió viéndolo lindo. Cuando el padre cayó en cuenta de que Adriana no llegaba a la parada próxima, en el bus del colegio, la castigó brutalmente, ella tenía diecisiete años y lo odiaba con el peor odio del mundo, silencioso y profundo. Casi le rompió la nariz, la agarró por el cabello y la arrastró, golpeándola contra la pared, mientras le decía: te has metido con ese vago, cara de hampón, no aprovechas que te he puesto en un buen colegio, vas pareciéndote a tu madre que si no la hubiera tenido viviendo conmigo se habría hecho puta. Ese noviazgo de manoseos, besos y toqueteos en los buses, vencieron la oposición violenta del padre durante esos  cuatro años, en que Adriana nada le interesó ni entendía de las actividades políticas de Remigio, nunca la involucró en su activismo, ni antes ni después de que se casaran.

 

Otra tarde, Adriana fue a venderme, pequeñas esculturas de porcelana, necesitaba dinero para pagar servicios básicos de la  casa, siempre estaba escaza de fondos, su marido, para entonces médico en ejercicio profesional, no contribuía o contribuía poco para los gastos de la casa. Adriana ya era mujer madura, tenía tres hijos jóvenes y vivía cerca de la tienda de antigüedades, los objetos que me vendía, esa vez, se los habían regalado unos familiares. Se había desarrollado una amistad entre nosotros, para mí, relator y creador de personajes, era grato escucharla  y ella, narrándome azares de su vida, sin duda, se aliviaba de tensiones.  Me contó que tuvo que mantener la casa, con esposo narizón y todo, casi desde que casó, Remigio estudiaba y era activista político de izquierda; el primer trabajo de ella fue de cajera, en una bomba surtidora de gasolina en las afueras de Quito, propiedad de un hermano que comenzó el mismo negocio del papá. También me contó que el último año de su noviazgo, por la oposición y vigilancia a que el padre los sometía, Adriana y Remigio se comunicaban mediante mensajes y cartas que escondían en agujeros de un muro vecino del colegio; fue un singular  romance de cartitas, dice ella que vivió lo que llaman amor platónico, repleto de ilusiones y detalles, sin haber experimentado relaciones sexuales completas.

 

Pero Remigio intentó tener sexo durante todo el noviazgo, según decía era la única forme  de vencer la oposición del padre; hasta casi la violó, pero ella se negó siempre, creía que de acceder ella, él no se casaría. Parecía que, en realidad, no quería casarse, argumentaba que el matrimonio era una costumbre burguesa, insistía en que ella, si lo amaba, tenía que salir de la casa del padre e irse a vivir con él, Adriana respondió que su padre la mataría si hacía eso, y tampoco aceptó acostarse con él mientras tanto. Reconoce que ganas no le faltaban, se sentía caliente y ávida, pero le convenía exigir a Remigio que se casara primero. Presionó al novio narizón, amenazándole con viajar a los Estados Unidos, donde quería enviarla el padre, que ya había despachado para allá a dos de sus hermanos y sólo esperaba que ella terminara el colegio para embarcarla; entonces, Remigio, bien seducido, aceptó presentarse, un sábado, ante el aborrecido hombretón a pedir la mano de su hija. El padre se emborrachó, cuando Adriana le anunció que Remigio iría a pedirla en matrimonio, pero aún furioso, y por consejo de su amante copetuda, a quien le convenía que Adriana se fuera de la casa, aceptó al peticionario, diciendo: para que esta pendeja no se salga de la casa, a vivir así no más. La madre, antes de morir, alcanzó a pedirle que no se casara con Remigio, conocía el tipo de hombre, borracho, verboso, engreído y fanfarrón, alguien así no podía hacer feliz a ninguna mujer. Adriana recordaría, de por vida, lo poco que su amado narigón valía para su mamá. Pero lo asumió como un destino implacable con el cual habría de vivir extremos de amor, dolor y silencio. Cree haberse casado también por odio a la madrastra del subido copete y para salir de la casa paterna que se había vuelto aborrecible. Muerta la madre, Adriana extorsionó a Remigio para que se casara, de tal manera que él debió quedar resentido por esa presión.

 

En adelante tuvieron que cohabitar, en el matrimonio, la obstinación discreta y apacible de ella, con el comportamiento brusco y bochinchero de Remigio, esa confrontación ineludible habría de ser el destino de su amor. En la petición de mano que hizo Remigio, entre trago y trago con el padre, en marzo de aquel año, y a disgusto de los ambos, que a primera vista se aborrecían, ella propuso y consiguió, del padre y del novio, que se planificara el matrimonio para septiembre. Para la boda colaboraron, con remesas de dinero, los hermanos de ella que trabajaban en los Estados Unidos. Silvia, le envió un flamante vestido de novia. Remigio no aportó ni un centavo, no disponía de él, no había levantado un centavo en su vida, dijo que por estar estudiando; pero cuando fuera profesional, ofrecía, mantendría a su familia; los familiares de ella lo despreciaban. Los recién casados fueron a vivir en dos piezas con baño que el padre les asignó en el patio posterior de la casa, era media agua construida sobre el terreno; o sea con piso de tierra, la familia del novio aportó tres muebles de los que vendían en el mercado popular de la Avenida 24 de Mayo, con ellos y una cama prestada armaron el dormitorio y comenzó el matrimonio.

 

Adriana, mientras fue soltera, estuvo acostumbrada a moverse en espacios amplios, la casa paterna era inmensa, tenía dos puertas, una a la calle principal y otra a la transversal, rodeada de terreno, en un barrio populoso del sur de la ciudad, en la planta baja estaban las oficinas de las empresas paternas, entre otras una flota de camiones; también en la planta baja, la cocina y el comedor, aislados del área administrativa; en los pisos superiores, los dormitorios. En el patio posterior, que en realidad era parte del terreno del entorno, hubo dos pequeños departamentos, que ahora llaman suits, uno de los cuales ocuparon los Silva Romero, durante los primeros años de su matrimonio, en los Remigio no trabajó, pero llegó al cuarto de Medicina y en quinto, penúltimo de la carrera, cuando se enfermó, seguía mantenido por su mujer. Ella trabajaba, lo había hecho seis años seguidos, aún preñada y parida, se casó un primero de septiembre y el quince del mismo mes ya fue a ser cajera en la gasolinera de las afueras.

 

Cuando a Remigio le correspondió cumplir el servicio rural, de un año, obligatorio antes de graduarse de médico, le tocó por sorteo hacer las prácticas en un pueblo cercano a Otavalo, entonces decidió irse a vivir en esa ciudad; a la vez, dijo, haría un internado de práctica en el hospital de Otavalo; poco antes de su viaje, el matrimonio había cumplido cinco años, tantos como duraba la carrera universitaria de Remigio y durante los cuales hizo voluntariado, como enfermero y barchilón, en varios hospitales y clínicas; hasta ayudó en el consultorio de un pariente odontólogo, en ninguna parte le pagaran algo por su trabajo. Adriana reconoce que mantener al marido porque era estudiante, como si serlo hubiese sido tan meritorio como para vivir de balde, pudo, quizás, convertirlo en el parásito descarado y cínico que era, con derecho a que ella lo mantuviera por amor y respeto. Adriana piensa que no es tan simple, él la había rescatado de la insignificancia y le había dado valor y jerarquía ante la sociedad; además, ella tenía de origen la costumbre desesperada de sobrevivir como fuera.

 

Los primeros años de matrimonio fueron de aprendizaje intensivo para ser mamá, dice. El esposo la poseía cuándo y cómo le daba la gana, le rompió todas las doncelleces, la volvió objeto de placer pasajero, la dejó embarazada a los dos meses de casada. Ella con enorme vientre de embarazada, por segunda vez, de la niña,  recuerda, siguió asistiendo a la gasolinera que estaba lejos del centro, por Guamaní. Remigio aparecía de vez en cuando, entraba de noche a la casa, con aires de clandestino, de modo que unos vecinos creyeron que era un amante y no el marido. Estaba abandonada, pero libre de la casa paterna,  en esos dos cuartos fríos y traseros. Remigio llegaba para hacerle un polvo sorpresivo, por arriba o por abajo y nunca, ni por casualidad, llevó un centavo para mantener a los hijos. Ella metía al primero en un cajón vacío del lubricante  Havoline, recuerda, para atender la caja, comía durante el trabajo, salía temprano, con el hijo mayor en una mano y paquetes de pañales y biberones en la otra. Remigio asistía a reuniones y fiestas en la universidad, a las que no llevaba a Adriana, pero le exigía prepararle ropa para él ir limpio y elegante.

 

Cierta vez, Adriana fue a conocer la Facultad de Medicina, compró pasteles para llevárselos al marido, lo esperó un tiempo, hasta que lo vio salir abrazando a una gorda granosa y despeinada; sin reparar en Adriana, que estaba a cierta distancia, abrazaba a la que era estudiante de enfermería, porque llevaba la capa característica de esa profesión.  Adriana vio como él acomodaba la capa en los hombros de la gorda, puso un chicle en su boca y comenzó a besarla. Adriana arrojó los pasteles, los siguió, se sentaron en una banca del parque La Alameda, a cuatro cuadras de la facultad de medicina, lloró y fue a esperar un bus que la llevara a casa.

 

Adriana no tuvo relaciones sexuales completas, con Remigio, antes del matrimonio, pero se dejó hacer de todo por él en las semanas de luna de miel, pero decía estar desencantado de ella en la cama. Adriana pensaba que siendo su marido estudiante de medicina y hombre experimentado, debía enseñarle. La penetraba en frío, sin consentimiento, esas relaciones eran siempre  dolorosas, ella temió que algo estuviera mal en su vagina, que no se humedeciera y dificultara la penetración. Un sicólogo, al que consultó, le dijo que las molestias que tenía en los coitos eran normales estando ella nerviosa, debía relajarse y buscarle el gusto y dejar de seguir siendo la virgen pudorosa del principio. Cuando se embarazó disminuyó más su deseo genésico, el sicólogo la tranquilizó, opinó que con el tiempo maduraría en su desempeño, pero pasó el tiempo y las cosas no variaron. Cierta vez, para justificar sus enredos con otras mujeres, Remigio acusó a Adriana, de haber hecho, desde el principio, desagradables los momentos de intimidad, quejándose de dolor en la vagina, que la tenía estrecha y seca.  

 

Adriana tuvo que limitarse a su papel de madre y muy poco al de pareja, luchó por mantener la familia unida mediante los lazos de bienestar con que ella podía atar a los miembros: alimentación, vestido, vivienda, educación, seguridad, defensa y respeto de los demás. Una hermana de Remigio, Leticia, aprobó que Remigio fuera mujeriego porque su esposa no lo complacía pero Adriana lucharía por años para mantener al esposo vinculado a la casa, defendería a la familia de otras mujeres si intentaban apartarlo. Aunque Remigio ejercía la primacía y lo que sucedía o no en la cama matrimonial, para ella era poco, lo acogía, cocinaba a su gusto y lo proyectaba ante los demás con imagen respetable, como si fuese lo absoluto, no le importó que sus relaciones sexuales eran esporádicas y desagradables, y que él fuera inútil en la vida íntima y familiar.  Como quince años después de la luna de miel, Adriana volvió a preguntarle la razón por la que siempre andaba tras relaciones nuevas, Remigio respondió que a ella la tenía como algo muy especial, no como objeto sino el recurso emocional decisivo, reserva permanente de amor y del hogar, mientras que las otras eran sucios episodios pasajeros; se declaró promiscuo incurable, le pidió perdón y rogó tener paciencia, alguna vez comprendería. Adriana se sintió casi feliz, era una mujer con cerebro de masa dulce, segura de conservar el mismo refugio, aún con hastío y desencanto.

 

Al año de casada, dice, se desencantó del marido. Pero desde cuando fueron novios el tipo ya se había manifestado mentiroso, ella apenas puede explicarse su temprana sumisión, fue un sentimiento irreprimible. Él la ha despreciado y ella le ha sido fiel, hasta sentía que podría tenerlo aún compartido. Huyó del hombre tosco y grosero que fue su padre, esperaba protección por parte del marido, pero no, éste resulto igual. El dueño de la gasolinera y explotador del trabajo de su hermana, la compensó regalándole un automóvil viejo, para que se le facilitara asistir a su función de cajera, pero ella entregó ese auto viejo a Remigio, quien lo manejaba borracho y chocaba, y el hermano lo hacía reparar por cuenta de Adriana. Ella no ha sentido otro amor que el de madre, para ser madre tenía que ser esposa, y ser buena esposa incluía esconder ante el mundo las falencias del esposo, por eso se culpaba, ante todos, de los choques al carro viejo que, en realidad, los ocasionaba Remigio.

 

Remigio ya no llegaba a la casa a reclamar sexo sino comida, le gustaba comer bien. Adriana disponía, para él, un lugar exclusivo en la mesa, con cubiertos y vajilla brillantes, cocinaba a diario lo que más le gustaba, siempre que tenía recursos para cortes finos y mariscos. Remigio, en tono sincero, le dijo: no me largo de una vez porque me atiendes como a rey, no voy a encontrar a alguien que me sirva como me sirves tú. También lavaba, planchaba y limpiaba sus trajes, camisa y zapatos, se convirtió en experta lustradora de zapatos. Remigio llegaba borracho tarde en la noche, y a la hora que fuera, las dos, tres o cuatro de la madrugada, ella se levantaba para atenderle, brindarle comida, y ayudarlo a desvestirse y acostarse. Un sábado llegó con amigos y amigas, Adriana los atendió, a las tres de la mañana, calentó caldo, fritada, ofreció ají fresco y repartió pastel; una de las invitadas se sorprendió porque hubiera exagerada cantidad de comida en la casa, Remigio solía alabar su ají inigualable, preparado con fórmula secreta que sólo ella sabía, Adriana desechaba los restos del ají, cuando éste no había sido consumido en el día, y preparaba otro que estuviera fresco y efectivo.

 

Remigio, cuando almorzaba en casa, no conversaba, colgada sobre los platos su nariz y comía en silencio. Se podía conversar un poco con él cuando llegaba borracho, nunca si estaba lúcido y menos durante el almuerzo. Después de almorzar hacía siesta y para cuando despertara, Adriana tenía listo un café tinto, que lo tomaba fumando un cigarrillo; en las escasas reuniones alcohólicas que hubo en casa, se puso locuaz, rasgó la guitarra y cantó, “ni la cruz de palo tiene tu humildad”; le cantaba a Adriana, enternecido,  pero ese sentimentalismo de borracho no duraba, Adriana dice que le parecía asistir a actos de parodia y comedia. La vez que le reclamó por tener, al día siguiente de la serenata, comportamientos opuestos al romanticismo de sus canciones, Remigio, molesto, ofreció no volver a cantarle y cumplió.

 

Remigio prefería amantes que fueran mujeres casadas, debían excitarlo más. Dos esposas de amigos, no muy feas, fueron sus amantes, con una de esas tuvo una hija, otra era esposa, de las llamadas guarichas, de un coronel que fue paciente de él en un consultorio militar. Esa guaricha llegó a golpear la puerta de Adriana para avisarle que su marido, el doctor, era el padre de su hija, cuya fotografía, de una niña de tres años le dejó, Remigio comentó, sobre el asunto, que no le importaba ni mierda lo que dijera esa longa, guaricha y puta. Nunca aceptó tener relaciones estables con otra mujer, salvo, más tarde, con la cantante chiquita con quien tuvo amoríos por casi diez años.

 

Adriana me dio a leer borradores de poemas que había escrito Remigio Silva, ¡Remigio! encontré que expresaban una sensibilidad inusitada: “Porque /  recogiste nada / de mis viejos, / ni fuiste a ver / eso que sucedía allá adentro, / tengo que escribirte / poemas… Me enfrento a ti / para que / al mundo sepas enfrentarte. / Y te gano dos de tres veces,  / pero en la revancha, / porque, / como todo el mundo, / voy a envejecer, / me vas a ganar / de setenta a cero…Si envejeces / no te atormentes / puedes / vivir, morir viviendo. / Importa es la lucha, / como nadar de náufragos, / mientras se pueda.”

 

 

 

 

                                                         

                                                    

                                  o O o

 

Adriana se dispuso a vivir otra vida, diferente y propia, entregó a su padre las dos piezas que ocupaba en el terreno trasero de la casa grande, para trasladarse a Otavalo y acompañar a Remigio que fue a hacer el internado de medicina en el hospital de esa ciudad, tenía algo de dinero que ahorraba encargando parte de su sueldo al hermano, con lo que rentaría una casa pequeña. Cuando terminaba el año de práctica rotativa en ese hospital, Remigio desapareció de la casita y de la ciudad, sin avisar a la esposa ni a nadie; tras un mes de espera, se enteró de que el desaparecido había ido a hacer medicina rural, nada menos que en La Concordia, pequeña población, al norte de la costa, en la provincia de Santo Domingo de los Colorados. Remigio casi no había vivido en la casita que Adriana arrendó en Otavalo, decía tener turnos a diario en el hospital, y le había advertido a Adriana que en Otavalo no podría vivir con ella, sino en el hospital. Con el tiempo se enteraría de que, en realidad, lo que Remigio tuvo ahí, no fue un acto de amor a la medicina, sino enredos con un par de auxiliares de enfermería, o barchilonas como se les conoce, fue por causa de esos enredos que Remigio fugó de Otavalo, no sólo por alejarse de Adriana. Para salir de Otavalo, ella debió pagar arriendos vencidos y deudas por comida y varios, vendió todo, incluidos muebles y hasta el aro de matrimonio, alcanzó a fletar una camioneta que la llevara, con cama, baúl y ropas, a la distante La Concordia.

 

Llegó a La Concordia en la noche, bajo una lluvia del carajo, era un pueblo miserable, encontró a Remigio, metido en la cantina de la plaza, bebiendo licor casero. Se puso furioso al verla, la insultó, arrugando su fea nariz, le dijo lárgate ¿por qué no te regresas donde el grasoso de tu taita? él tiene plata para gastarse en pendejadas como tú, yo estoy comenzando recién mi profesión y no puedo pagar putas. Remigio parecía aterrado y la  trató tan mal que el chofer de la camioneta, que la había transportado desde Otavalo, le dijo: seño, cómo va a quedarse con este malparido, peor si es su esposo, estoy que ya le puteo y pateo al borracho infeliz, que no parece médico ni hombre ni nada. Llovía de manera maldita y los hijos lloraban. Adriana no quería ni podía volver a la casa del padre, no tenía dónde ir. Lo poco que llevaba en la camioneta se ensopó con esa lluvia que parecía sucia. Remigio se encerró en un cuarto que estaba junto a la cantina, lo vio por la ventana acostarse en un colchón que estaba en el suelo. Ella permaneció afuera, entró por una puerta que estaba junto a otra que tenía rótulo de “Centro Médico”, era una pieza mediana y oscura Al otro día, Adriana comenzó a arreglar esa pieza y la del centro de salud, igual de miserable pero limpia y con mínimo equipamiento, puso plantas y organizó su estadía, en la pieza que posiblemente estaba destinada a una persona, el médico que hacía la rural, pero ella se empeñó en que fuera habitación de toda la familia, con camas pegaditas, una mesa, plantas y cortinas.

 

Vivió, junto al centro de salud de La Concordia, un año; se portó, gentil y amistosa con los vecinos y dos auxiliares del centro de salud; la comunidad llegó a simpatizar y amistarse con ella, hacía café todas las tardes y brindaba al que lo pedía. A Remigio le fue bien, cobraba honorarios por consultas y curaciones a los campesinos, lo que no debía hacer pues tenía sueldo oficial para atenderlos gratuitamente, asistía al consultorio siempre que no estaba borracho, pero la gente era generosa y aun así le regalaba productos de la zona y animales de corral, logró reunir suficiente para como comprar una camioneta destartalada que se prendía una de dos. A ella no le compartió ni un centavo, pero le exigía que ayudara en el centro, que cocinara y sirviera las tres comidas del día. Repetía: no tengo por qué darte nada, tu taita grasiento es quien debe mantenerte, él tiene plata bien y mal habida, yo no gano ni robo, soy estudiante de medicina, ese grasa tiene la obligación yo no.  Ella se sentía, recuerda, como él quería que me sintiera, tan mal que llegué a creer natural no esperar nada de él sino el privilegio de tenerlo al lado.

 

No brindó oportunidad a ningún pretendiente, se presentaron algunos porque ella les parecería presa fácil. Estaba flaca, pero así y todo era hembra con algo que ofrecer, se sentía encogida pero luciendo lo que una mujer tiene. Nunca, dice ella, intentó una aventura. Un estudiante de medicina, que una vez doctor y habiendo hecho carrera exitosa, llegó a ser director de un hospital, fue invitado por Remigio, cuando todavía era su compañero en la universidad, junto a otros practicantes, llegaron borrachos a seguir bebiendo en casa. Ese estudiante comenzó a calentarle las orejas, le dijo que su marido narizotas era un infeliz que se metía con la última de las barchilonas, era un mamarracho, muñeco feo que no la merecía, le chismeó que el Silva pagaba amantes con lo poco que ganaba, mientras tenía hijos muertos de hambre. Remigio sorprendió, a ese compañero estudiante, susurrándole cositas a su mujer,  al oído, mientras le acariciaba una teta, y lo desafió a puñetes o a tiros, fanfarroneando frente a ella y los asistentes, pero el pretendiente no se impresionó, gritó más duro, lo insultó, denunció sus fechorías y le pegó una puñetiza en el patio de la casa. No era raro que los amigos de su marido pretendieran seducirla, sabían que estaba maltratada y traicionada, por lo tanto, necesitada de amor. Pero ella, en unos casos,  no quiso darse cuenta de que la pretendían o, si le proponían explícitamente algo, los desalentaba y rechazaba, dice ella, mediante manifestaciones de amor y lealtad al marido, mostrándose desinteresada y esposa feliz.

 

A los seis años de casada, poco después de que naciera su tercer hijo, Adriana se convirtió a la iglesia evangélica porque, una vez más, se quedó sola. Un día cualquiera Remigio se marchó, sin avisar a dónde ni decir por qué, la dejó endeudada en un vehículo que compraron para ponerlo en el servicio público y así obtener alguna utilidad. Se fue sin dejar para los gastos del taxi, ni para cubrir las cuotas de ese carro, ni para el arriendo de la casa, ni del pequeño consultorio que él había instalado en un barrio del sur, ni para nada. Se llevó en efectivo todos los ahorros de la familia. Pasaría un par de meses para que Adriana se enterara, por terceros, de a dónde se largó y por qué.  Para solventar gastos, ella vendió el taxi y pidió plata prestada a su hermana Silvia, así alcanzó a instalar una mínima farmacia, y en ella atendía el día entero. Su familia comentó mal la desaparición de Remigio, y que se llevara los ahorros familiares consideró un robo. Adriana se resignó a ser dependiente de botica y así enfrentar la vida.  

 

Aprovechando ese nuevo abandono de Remigio, un primo de él la invitó a tomar unos tragos y luego a una gira en taxi, dizqué a recuperar su carro que se había dañado en un sector apartado, pero lo que el primo había querido era tirársela en el interior de su auto, una treta bien montada; ella se defendió gritando y arañándolo, insultándolo por su canallada, pero el primo volvió a la carga y trató de convencerla diciéndole que su marido le era infiel y un borracho perdido, bebía para sentirse valiente y agredir al que tenía adelante, y sentirse don juan ofreciendo billetes a las empleadas domésticas para obtener favores sexuales, se metía con cualquier cosa que usara faldas, sin importarle el aspecto ni la higiene. Ella lo oyó pero volvió a rechazarlo, le dijo que sería fiel a su marido, de quien conocía muy bien todo lo que le había dicho, y que ella tenía el propósito de ir a su lado, al Brasil, donde, como le habían informado terceros, viajó a especializarse en cirugía, para acompañarlo allá y atenderlo. Ella sabía, porque así habían dictaminado varios doctores especialistas, que Remigio tenía cáncer de Hodgkin, una fatal afección a los vasos linfáticos, tendrá que recibir cobalto. Todavía su mal era incipiente pero lo hacía merecedor a la lealtad y cuidados de ella. Ya cambiará, le dijo al primo de Remigio, como conclusión, y le impuso que regresaran sin más al centro de la ciudad.

 

En otra visita, Adriana me prestó, para que las leyera,  cartas y poesías escritas por Remigio, su marido, y cintas magnetofónicas con canciones grabadas por él, para que yo las escuchara. Ella suponía que eran indicios para entender la ambigua, contradictoria y talentosa persona que era su esposo, ella quería que yo comprendiera mejor y quizás podría ayudarla. No me comprometí a hacer de sicólogo o psiquiatra, sería el amigo a quien ella hacía confidencias para aliviarse. Adriana pretendía que su marido fuera normal, como la mayoría de maridos de sus amigas y familiares, y diferente del padre abusivo y maltratador. Su madre soportó todo del marido de ella, crió hijos propios y ajenos, supo adaptarse a este mundo malicioso y desigual, a esta sociedad donde aparece lo que no es y lo que es se disimula; su madre lidió con un indeciso, entre torcido y más torcido, dudando si agredir ya o más luego, la madre hacía lo que ahora tenía que hacer ella, no llorar sino mirar al agresor como idiotizada para disimular la furia, hablarle lento y suave para no decir nada y maldecirlo. Adriana no quería a sus medio hermanos, su madre tampoco debió quererlos, pero la imitó afinando, para ellos y a quienes les toque, la venganza mayor y mejor escondida: hacerles el bien y tratarles mejor; con la misma nobleza aniquilante, de que hacía gala su madre.

 

Remigio tuvo vivienda y comida gratis mientras vivió con ella. Un amigo, de los que él llevaba a beber en casa, le reprochó ser un borracho mantenido y fue como si no lo hubiera oído, siguió bebiendo todas las semanas, viernes sábado y domingo; Adriana se alegraba de cierto modo, porque podía atenderlo en los chuchaquis, en las penosas crudas del día siguiente, le ofrecía bebidas curativas, secos de carne con mucho ají y él los aceptaba complacido, alguna vez hasta se puso cordial e invitó a Adriana y los hijos a comer ceviches en una marisquería, que le gustaban en la resaca, pero acompañó la comida con cerveza y terminó borracho de nuevo, se volvió agresivo y retuvo violentamente a Adriana que quería irse, la golpeó en público, con mano abierta. Conducía borracho, llevando dentro del carro a la familia, a gran velocidad y simulando que chocaría contra postes, los chicos gritaban asustados y convertía lo que pudo haber sido un agradable paseo en un viaje de terror, él reía a carcajadas. Cuando los esposos Silva asistieron a fiestas, poquitas veces, dice, y casi siempre en casa de familiares, Remigio se iba al descuido y la dejaba botada, los demás festejantes se divertían o lamentaban por la extravagancia, hasta que algún comedido, ya tarde, la regresaba a casa. Cuando los hijos se hicieron jóvenes, se encargaron de rescatarla, yéndola a ver para regresar.

 

Conocí al doctor Silva, esposo de Adriana, cuando visitó mi tienda para que yo avalúe unas pinturas que le habían entregado por cuenta de honorarios; me pareció tímido, huraño, quizás asustadizo, con nariz de pájaro, pero amistoso conversador. Adriana estuvo de acuerdo con mi apreciación del doctor, su esposo, dijo que hasta era simpático en juicio, sociable y gracioso, pero borracho se convertía en otro, problemático y bronquista, se peleaba con los cuidadores de vehículos, por ejemplo, a los de la Colón insultaba con lenguaje indecente, los desafiaba, y ellos, cansados de tanto insulto, lo emboscaron y, entre tres, le dieron una paliza. Con los amigos de Adriana era grosero, cierta vez ella invitó a una amiga a tomar café, él llegó de pronto y trató tan mal a la amiga que ésta se retiró indignada, no sin comentar antes: tienes el marido más feo del mundo, como el diablo, y patán ordinario. La madre de Remigio, cuando éste enfermó, llevó a casa una señora con fama de bruja, para que cure al hijo del alcoholismo y del cáncer “porque le han hecho un daño”, hizo salir a Adriana del dormitorio para que la curandera hiciera su ceremonia sobre el paciente; la vieja bruja cobró y no curó a Remigio, la suegra, sin embargo, demostró ser la mujerota mandona de siempre, de tal palo tal astilla.

 

De una grabación magnetofónica que Adriana me prestara, resumo lo que Remigio grabó, en un primer momento estando solo, en la casa de Curitiba, mientras Adriana y los hijos andaban afuera, de paseo. Él saluda a su familia paterna y dice dos o tres banalidades sobre la ciudad, cuando entra Adriana a la habitación, ha llegado con los hijos y lleva un pollo asado, él aprovecha la presencia de ella para alabar la belleza de las mujeres brasileñas y resaltar de ellas los atributos que a Adriana le faltan, luego canta una canción en homenaje a su madre y obliga a Adriana a que presente saludos a la señora, Adriana saluda formal a la suegra, se dirige también a su cuñada, la trata de usted y le dice Fanicita, menciona al suegro músico, señor Carlos Silva y a otros. Enseguida, Remigio hace que lo acompañe a cantar, a dúo, el chamamé Merceditas, cuyo nombre también era de una conocida amante de él, Adriana canta con voz forzada. Él concluye diciendo: La vida no es fácil, pero hay compensaciones, por ejemplo: participé en una cirugía con un médico francés, sobre la que saldrá un artículo en una revista, con fotos de la operación, les enviaré unos ejemplares.

 

Adriana me entregó otro casette, en el que Remigio les dice a sus familiares: Sólo se aprende a vivir, viviendo, a sufrir sufriendo, pero me siento feliz, pienso que estoy consiguiendo lo que me propuse… Fui el término medio de ustedes, mis hermanos, ninguno fue incapaz, yo he sido capaz también…  Tenemos una raza linda, de mamá, de papá... Voy a cantarles a todos ustedes…,  y cantó en dúo con Adriana, Misa de Doce. En tono satírico el doctor profetizó acontecimientos felices y exagerados para todos sus hermanos, se burló de que, en la canción anterior, Adriana equivocó la letra, e ironizó diciendo que ella sería todo un éxito mientras él quedaría relegado a un cuarto plano. Continuó: He comprendido que la palabra viva es la que vale, tú me obligas a ser mejor, Adriana, es contigo que tengo un compromiso de amigo, por eso te he hablado de todos los quereres que he tenido.  Pide a Adriana que cante con él la ranchera El Rey: hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley… no hay que llegar primero pero hay que saber llegar. Adriana me contó que Remigio grababa, en Curitiba,  todas las semanas, casettes parecidos para su familia.  

 

La boda y la luna de miel de Adriana y Remigio fueron especiales, ella había cumplido diecisiete años y él diecinueve, se casaron, en una iglesia del sur, el día del cumpleaños de ella, la recepción fue en la casa del padre, la hermana mayor organizó la fiesta. A Adriana todo le parecía maravilloso, el vestido de novia que le regaló otra hermana  y el vestido para la recepción, para lucirlo una vez que se despojara del blanco de la boda. No se tomó fotos de blanco porque se apresuró en cambiarse, tiene fotos partiendo el pastel ya con vestido de fiesta. Cuando salimos de la recepción, cuenta, fuimos a las piezas de atrás que nos asignara mi padre,  Remigio estaba tan borracho que no me tocó. Al día siguiente ella le instó a que fueran a la playa, terminaron tomando un bus para Atacames, balneario en la costa, Adriana llevó una maleta grande, con muchas toallas, sábanas, pantuflas y pijamas: la primera pelea de casados fue porque él le recriminó haber llevado tantas cosas inútiles. En la noche, Adriana se entregó, tuvieron los primeros coitos, ella perdió su virginidad con dolor, Remigio se impacientaba por las quejas de ella. Estuvieron tres días en Atacames, en un hotel de caña, al segundo día ella no quiso que le introdujera el pene. Entonces él me hizo con la boca, cuenta, y me instruyó sobre lo que significaba acabar, tuvo que explicarme porque yo no lo sentía. El tercer día ya no hubo nada, a la tarde tomaron un bus que iba a Santo Domingo de los Colorados, donde vivía la hermana mayor de Remigio, en la casa de ella permanecieron ocho días. Ahí volvimos a tener relaciones, cuenta, pero igual,  no soporté que me penetrara por la vagina, tuvo que hacerme otra vez con la boca.

 

Adriana se enterará, mucho más tarde, de que ella no tiene estrecha su vagina, sino que su marido era torpe y no pudo con ella. Como diez años estuvo convencida de que ella tenía fallas en su femineidad, después de esos diez años y de tres hijos, dudó de aquello pero, recién cuando enviudó, supo con certeza que su vagina era normal y funcionaba bien, el problema no había sido de ella sino de él. Desde la luna de miel, Remigio la convenció de que la tenía chica e incómoda, que era un fenómeno raro, quizás lo hizo porque desde ese tiempo ya quería excusarse de tener amantes y de no cumplirle a la esposa. Adriana dice amantes pero, al parecer, Remigio sólo tenía relaciones sexuales episódicas, con mujeres de paso, en la universidad tuvo amores con la más fea, a la que llamaban los compañeros chulla calzón, que debió ser muy conocida y experimentada; la primera constancia de la  infidelidad de Remigio, ya como esposo, fue a los ocho días de la boda, cuando él, habiendo dejado a Adriana encargada donde su hermana, en Santo Domingo de los Colorados, vino a Quito, con el pretexto de presentarse a un examen final, para encontrarse con la chulla calzón. Cuando Remigio fue a traerla de Santo Domingo, a los ocho días, la hermana le reprochó haber dejado a la esposa con falsas explicaciones y por tanto tiempo; él sostuvo que había estado rindiendo exámenes en la universidad, desde entonces su vida fue de mentiras.

 

Pero, Adriana, ya esposa, tuvo que admitir coitos incompletos y dolorosos. A los dos meses se embarazó, tuvo el primer hijo a los once. Remigio manifestaba de varias formas su desencanto. La ilusión que ella se había hecho de ofrendar su virginidad al amado se diluyó en fracasos reales que trató de compensar convirtiéndose en servidora y proveedora del hombre. Apenas volvió a Quito de la luna de miel pidió a su hermano que la empleara otra vez en la gasolinera, el hermano aceptó. Quedó constituido, entre Adriana y Remigio, un curioso cuadro como de chulo-mantenedora, él aportaba estudios médicos, prácticas profesionales gratuitas a terceros, revolución universitaria y mal genio, ella ponía la vivienda, la comida, el vestido, algo de sexo  y los hijos, Cada uno aportaba con lo suyo a esa manada,  la familia tenía una vida económica pobre pero no miserable, el hermano pagaba el sueldo de ella a tiempo. Remigio se decía buen estudiante e intelectual, además activista de la izquierda universitaria. La vida de la singular pareja pasaba por todo lo que se podía esperar, el marido se perdía de la casa desde las seis de la mañana, llegaba, cuando llegaba, pasadas las diez de la noche. Comenzaron los malos tratos.  Alguna vez que le pedí, dice, que diera cuenta del tiempo que no paraba en casa, me mandó a la mierda, me dijo que no tenía derecho a pedirle eso ni nada, debía bastarme con que él estuviera a mi lado, teniéndome lejos del maldito grasa de mi taita. Cuando un tipo, de los que lo acompañaban a beber,  la defendió de él que la ofendía, Remigio la arrastró de los pelos y  le advirtió que aquel tipo sólo quería follarla, sacando ventaja de fingirse caballero, que no se interesaba en ella sino por lo que podía aprovechar; le dijo que se acuerde de ser esposa fiel y casta y no puta ofrecida. 

                                                                                                                 

                                                               

 

                                   o O o

No hace mucho Adriana fue a la tienda a venderme el león de bronce, pesaba un kilo y medio; otra vez me pidió que no lo pusiera en la vitrina exterior por lo del marido, podía verlo y hacerle a ella un  problema. No le había pedido autorización para venderlo, lo tomó del armario de las cosas olvidadas, debió ser una de las cosas que le dejó la señora Alvarado Pérez, quizás por cuenta de honorarios médicos. Le sugerí que avisara al esposo de esas ventas que me hacía y hacía a otros almacenes, esos objetos eran patrimonio de su familia y no estaban sirviendo para otra cosa que empolvarse dentro de un armario olvidado; y ella me dijo que eso, que podía suponerse normal y legítimo,  provocaría un altercado y groserías de parte de él; entonces, ella, que ya había juntado el valor para hacerlo, le diría que no lo soporta y se largara de la casa, y es seguro que él se iría, dijo, el que ha sido mi primero y único amor, no hubo ni habrá otro en mi vida, claro que no le contará de  la venta del león, hasta cuando haya un momento propicio. Bromee, le dije que lo suyo era amor de india: aunque pegue, aunque mate, marido es. Puede ser,  corroboró, y al decirlo pareció encogerse como alguien que estaba sin más esperanza que de otra adversidad. Puede que sea, repitió, pero no tengo nada más, nada como la alegría que siento cuando me canta, compuso una canción para mí porque me quiere a su manera, dijo. 

 

Remigio no le daba dinero, pero con lo poco que ganaba invitaba a cenas fastuosas, repartía comida, bebida y buen humor a los amigos. Era un discípulo del Fellini de la Dolce Vita, no paraba hasta gastar todo lo que tenía en el bolsillo. Decía: conmigo hay que vivir el día. Invitó a la familia, en ocasiones excepcionales, a espectáculos caros y comer en restaurantes de lujo. A los amigos los llevaba a disfrutar de mujeres en salones y prostíbulos,  compraba cinco botellas de vino para una noche. Se molestaba cuando la mujer, en casa, intervenía para pedirle que guardara algo para el arriendo, decía que la vida y la plata eran para gastarlas, no para administrarlas. Cuando llevaba a los hijos a comer en restaurantes, les hacía pedir lo que quisieran y ellos ordenaban lo más caro, Adriana aprovechaba, puesto que muchas ocasiones no se presentaban, para beber cuanto podía y atiborrarse con langostinos y langosta, lo que quizás nunca volvería a hacer. De no aprovechar, él se guardaría el dinero sobrante y no le dejaría un centavo. Cuando Remigio desaparecía por días, regresaba sucio y sin plata. Adriana esperaba la ocasión de que llegara borracho con amigos y dinero, porque algo lograba pescar; de no haber sido por su astucia, no habría tenido con qué ir al supermercado. En Navidad se empecinaba en que todos la pasáramos mal, para él era una mala costumbre de burgueses, detestaba los detalles de la Navidad. Decía que el padre de Adriana era un viejo ignorante, con dinero mal habido del que gustaba ostentar, porque invitaba a todos, inclusive a él, a la cena,  a comer pavo, beber y recibir regalos navideños, cuando Remigio fue a uno de esos festejos del padre, terminó portándose patán y largándose antes de hora, abandonando a la mujer y los hijos.

 

Adelgazó la voz para decir que no se avergonzaba de hacer y haber hecho tanto por Remigio, le parecía una enfermedad crónica; como una adicción, y lo dijo como si estuviera hablando del clima o del atardecer que era turbio y humeante en la avenida. Muchos nos han dicho cosas parecidas a ésta, de un modo u otro, a él y a mí, dijo, que el alcoholismo de Remigio era o no por haberse casado conmigo, que era un aspecto del intelectualismo y la poesía, o porque odiaba a su madre. Remigio había confiado a Adriana que él estaba enterado de un sucio secreto de su madre, ofreció contarle alguna vez de qué se trató, pero nunca lo hizo. La madre mandó de peón, a una bananera, a su hijo Remigio cuando todavía era un niño, junto al hermano mayor, la bananera donde trabajaron no quedaba lejos de la casa de los Silva, en Santo Domingo de los Colorados, pero el trabajo era muy duro. Cuando Remigio cobró su primer salario, el joven hermano mayor lo llevó a un prostíbulo, para que se hiciera hombre, y lo encerró en una pieza con la prostituta más requerida en el antro, gorda y hedionda, estuvo en manos de esa puta toda la noche, ella se dio gusto haciéndose lamer por el joven narizón, impregnándole de por vida con olor a queso macerado. Durante el tiempo que fue peón bananero, Remigio gastó  todos sus salarios en prostitutas.

 

Adriana se explayaba refiriendo las ferocidades de su marido, pero el modo cómo ella compartía la vida con aquel ser temible hombre no se entendía si no fuese, a la vez, ejercicio de una estrategia instintiva de sobrevivencia y salvación. Le dije: usted habla de cómo él la ha hecho infeliz ¿podría contar cómo ha hecho, usted, para que él manifieste ser tan infeliz? Adriana pareció asombrarse y dijo: ahora imaginan que detener al esposo en el hogar, evitando la separación, tenerlo lo más integrado a la familia y hacerlo volver cada vez que se va, es impropio de una esposa digna y degradante para el esposo ¿por qué? yo pienso lo contrario. Para que regrese, ella se disponía a atenderlo mejor, preparaba el ají, cocinaba sopas marineras, recordando a su madre que decía: curar chuchaquis al marido, son oportunidades para conseguir un rinconcito en su corazón. La obsesión por curar a Remigio se posesionó de Adriana, se gravó en su mente y su espíritu, tenía que curarlo porque para eso había sido dado él a ella por Dios o por el destino, era un necesitado, un enfermo de la vida, ella optó por la libertad de hacerlo, de proporcionarle el mayor agrado. Era de la escuela de su madre, si podía lo retenía, con los recursos que fueran posibles. Los hijos son, sobre todo, hijos de él, creen que la vida no es para ahorrar, ni para condicionarla al futuro, la vida hay que apurarla al momento, cada instante es irrepetible. El menor tiene una mujer extranjera, a la que trata como su padre trató a su madre, humillándola y explotándola, y esa mujer ya tiene el sentido de que amar es sanar y tolerar al hombre, ese hijo dice que la vida es para él solo y para el rato, vivirá como su padre así le cueste una muerte prematura.

 

Según Adriana, sus hijos están saliendo excelentes; familiares, de un lado y otro,  le han dicho que, si ella ha tenido mala suerte con el marido, en cambio la tiene muy buena con los hijos. Cree que esto no es contradictorio, los chicos son honrados, como les inculcó el padre, al que nunca le sacaron dinero de sus bolsillos, ni lo tomaron de los rincones donde solía olvidarlo; los varones tienen la inteligencia del padre, dice, la nariz grande también, les gusta ir de traje y corbata, elegantes como el padre. La hija, cuyo carácter es caprichoso como el del papá, no estuvo de acuerdo con la nariz que sacó, en cuanto pudo se la cambió con una de muñeca. Adriana piensa que sus hijos están listos para manejarse, en este mundo, con eficacia. Quien le robaba era yo, reconoce Adriana, siempre que se descuidaba, cuando iba borracho, tomaba billetes de sus bolsillos y los guardaba. Al principio, si quería que le comprara algo o le hiciera un pago, me autorizaba para quedarme con el cambio; pero, si era posible, yo me dejaba más. Para hacerle un mandado, una vez, en vez de tomar diez, del bolcillos, saqué cincuenta y claro, cayó en cuenta, no me dejó más buscar plata en sus bolsillos para que le hiciera mandados, me daba lo justo para el gasto, dejó de tenerme confianza. 

 

Considera que su primer embarazo fue anormal, porque Remigio le prohibió tener antojos, decía él que las campesinas, que viven sanas, no tienen antojos en sus embarazos, que tales antojos eran novelerías burguesas. Conmigo nada de antojos, sentenció, el embarazo no es enfermedad, cuando cumplas los nueve meses parirás y ya. Pero Adriana, por la causa que fuera, tenía antojos y como trabajaba y disponía de dinero, compró y comió en su primer embarazo, pastas con crema dulce en cantidad anormal. Durante el segundo comió porciones gigantes de plátanos verdes con cangrejos y en el embarazo del último tomó galones de  yogur, siempre a escondidas de Remigio, frente al que solía desempeñar el papel de mujer proletaria y natural, sin antojos capitalistas. Él no dejaba de ponerla de ejemplo, ante familiares y amigos, de mujer sin anormalidades burguesas, como de satisfacerse antojos pendejos en el embarazo. No supo que ella sí tuvo antojos y se los complacía con largueza y que el pendejo, en ese caso, era él. Remigio se ufanaba también de que Adriana había tenido partos naturales,  porque siempre parió sola, sin asistencia médica, ni siquiera la de él, en las dos primeras veces.

 

Adriana dijo que, aun habiendo tenido largos ayunos de sexo, nunca se masturbó, pero tenía sueños eróticos, siempre con su esposo, que terminaban en orgasmos. Hasta ahora, dijo, sueño que hago el amor con Remigio, cuando él está enfermo e impotente, últimamente he soñado con otros hombres y llegado al orgasmo, pero no me masturbo. Cuando le enseñaron a hacerse tactos de mamas, para detectar posibles nódulos, la enfermera que hizo la demostración, la masajeó en exceso, produciéndole una desagradable sensación, un rechazo que hizo extensivo a todo contacto con otra mujer, supo que la homosexualidad no sería lo suyo. En cambio tuvo deseos de sexo con hombre aun estando embarazada, se lo pedía a Remigio, pero él, médico y sabio, respondía que sus deseos eran fruto de la ignorancia, pues el sexo durante el embarazo era una contravención médica.

 

Era joven, de veintisiete años, cuando Adriana ingresó a la iglesia cristiana y tuvo el segundo embarazo, de su hija Pilar. Los pastores y  hermanos se empeñaron en enseñarle a reprimir deseos mediante prácticas, oraciones y testimonios espirituales, sus deseo sexuales eran malos y había que combatirlos, mientras más se alejara de la carne, más cerca estaría de Dios; Adriana contaba detalles de su vida íntima a los pastores, les decía cómo eran sus relaciones con Remigio,  ellos sentenciaban que lo mejor para el espíritu era que sus relaciones sexuales fueran pocas. Adriana confiaba en esas gentes, buscaba ser respaldada en sus propósitos y ellos prometían hacerlo, pero antes debía someterse a la vida cristiana y a sus consejeros que la llevarían en línea de la perfección. 

 

Mi esposo quería que estuviera metida en la casa, dice, ya no trabajaba y, por su orden, no tenía que ver con los colegios de los hijos, dónde sólo él quería ir a presentarse. En realidad, no se hizo responsable de la educación de los hijos, yo los crié y eduqué, mientras trabajaba en la gasolinera y cuando dejé de hacerlo. Él ni siquiera escondía de ellos su alcoholismo y su mal carácter. Cuando llegó tomado, unas noches, quiso tener relaciones conmigo, en la sala o en el dormitorio, casi en presencia de los hijos, despiertos y atentos, pero me negué por pudor y diciéndole que al día siguiente yo tenía que madrugar para despachar a los hijos a la escuela. Remigio protestaba, decía: así como no quieres que te joda, tampoco me jodas cuando me vaya a tirar con otras. Después de que tuve los tres hijos, Remigio me obligó a ligarme, él también se ligó, con la ayuda de una doctora amiga, no quería tener más hijos con nadie.

 

Cuando tuve quince años y me quedé huérfana de madre, contó Adriana, tuve tal depresión que mi padre pagó a un médico para que me curara, ese doctor me recetaba antidepresivos y me obligaba a quitarme el duelo, a dejar la ropa negra, para que me sintiera mejor. Por causa de ese médico torpe odié más a mi padre, con él nunca me he llevado bien, ahora mismo estoy peleada con papá porque me dijo borracha. En verdad soy alcohólica, bebo cualquier licor desde los quince años, me gusta más el vino, si no tomo una botella de vino antes de acostarme, no puedo dormir. Y quien me inició en la bebida fue mi padre; quien, para que yo dejara de molestarle, llorando la muerte de mi madre todas las noches y se durmiera, me hacía tomar enormes vasos de leche con coñac, así adquirí el hábito de ingerir licor para dormir. Remigio supo desde el principio que era alcohólica, además yo se lo dije. No bebo hasta perder la razón, lo hago con medida, lo que necesito para dormir. La iglesia me ayudó a tener mi alcoholismo en la medida que lo conservo. Mi alcoholismo era secreto en la iglesia, inaceptable en un adepto; ni los pastores, ni Remigio, ni yo informábamos a la asamblea de fieles sobre mi adicción, sólo los cuatro pastores, conocían mi secreto, y yo tenía que compensar su discreción con ofrendas, que pagar su reserva y así permanecer en la comunidad, en caso contrario la asamblea me habría expulsado. Tomaba licor todos los días, sin hacerme notar para no comprometer a los pastores. Al narrar se la ve inalterable, luce serena y compuesta, tiene poca ropa pero la usa nítida, el maquillaje un poco exagerado pero de tonos pastel, la melena con invariable tinte café rojizo. Tiene fantasía, pero suena a realismo, y no dudo de que me cuenta su vida tal como es o fue, y como la siente. No desea, dice, parecer heroína o santa. ¡No! sólo haber sido constante en el intento de que su esposo y sus hijos la quisieran como ella quiso a su madre. Su madre, llegado el momento, dijo a los hijos: me voy a morir, pero ustedes quedarán protegidos por el padre; él lo hará porque para que cumpla con ustedes, yo puse en sus  lomos esa responsabilidad, a través de años de soportarlo y sufrirlo, hice  cuanto una mujer puede hacer para asegurar el futuro de la prole y de la familia, para mantener a flote tripulantes y pasajeros y que el padre no abandone el barco.

 

Dar a luz a mi primer hijo fue una experiencia como milagrosa, extraordinaria, dice, aunque mi esposo quería verlo ordinario y natural. Adriana tuvo dolores en la madrugada y salió a caminar por la vía del tren, ella vivía detrás de la casa paterna, en una ciudadela vecina de la estación ferroviaria. Caminando por las líneas férreas se le rompió una zapatilla y sólo podía caminar saltando en un pie. Remigio había ido al estadio, le gustaba el fútbol, era comunista pero a la vez hincha de la Liga Deportiva Universitaria. Brincando y caminando patoja, ella llegó a casa, Remigio había regresado, reconoció que su mujer estaba a punto de dar a luz y la  llevó, en taxi, y dejó en una sala de partos de la clínica del barrio, enseguida una auxiliar le inyectó Pitusín, un inductor, el hijo nació al rato en manos de esa auxiliar de enfermería. Después de una hora, cuando ella había sido trasladada a una pieza, entró Remigio a conocer a su hijo. Fue en esa clínica barrial, a la que terminó pagando, por la asistencia a Adriana, el hermano de ella, pues Remigio andaba, como siempre, sin un centavo, que se dio su primer parto, doloroso pero rápido. 

 

Después de haber estado unos minutos con su hijo, en la pieza de esa clínica, Remigio se fue. A la noche, Adriana oyó que en la calle, frente a la clínica, proferían gritos y había alboroto, era que Remigio agredía a los guardianes de la clínica porque no lo dejaban pasar, ya fuera de las horas de visita. Al fin pasó a la fuerza, repartiendo insultos y empujones, en compañía de un amigote, ambos borrachos y tiznados, dijeron que por haber estado reparando el tubo de escape de un auto, ya en la pieza se pusieron a cantar destemplados: duerme, duerme negrito. Luego de la serenata, se volvió a ir y no regresó a ver, a Adriana y al niño, en los tres días que permanecieron en la clínica. Cuando ella volvió a su casa, las dos piezas detrás de la casona paterna, la madrastra le había hecho sopa, Adriana no la tomó, porque podría contener alguna brujería, echó al escusado esa sopa y llamó a una de sus hermanas para que le hiciera otra. A Adriana se le irritaban los pezones por dar de lactar en exceso, y el niño se le cayó dos veces al bañarlo, Remigio la insultó por ambas cosas y la envió al centro de salud barrial para que le enseñaran a bañar al hijo y alimentarlo. Pero al niño le dio pulmonía en ese centro de salud, y le prescribieron tetraciclina en dosis tales que se hicieron negros sus dientecitos. El desarrollo del hijo, en sus primeros meses, fue accidentado por la inexperiencia de ella que ocasionó accidentes y quebrantos de su salud. Para seguir asistiendo al trabajo de cajera del hermano, Adriana dejó un tiempo al hijo en manos de una muchacha, pero descubrió que ella lo maltrataba, entonces pidió ayuda a Remigio y él le respondió que ser mamá no era de su responsabilidad, ella había parido al hijo y debía criarlo. Decía el marido narizón: odio a los niños tiernos, por eso no me hice pediatra, a mí me entregas a los hijos grandes, pequeños no los quiero ni ver. Ella tuvo que ir al trabajo cargando al primero, luego a la segunda,  y ser sobreprotectora de cada uno de los hijos, todavía lo es.

 

Dijo que, en el fondo, su esposo no es malo, es como es, un buscador incansable. En un tipo especial se pueden conjugar caracteres variados, aseguró ella, de revolucionario, hincha de la Liga, hipi, poeta y alcohólico. Parece súper egoísta, pero no impuso que ella compartiera su ideología ni sus actividades intelectuales. Era primero yo, segundo yo, tercero yo, le encantaba sobresalir, quería hacerse conocer. Cree Adriana que llegó a ser uno de los dirigentes de la FEUE por figurar, porque en el fondo no era persona que amara un ideal, no le gustaba arriesgarse, era medroso, bronquista sólo de borracho, nunca hizo un acto de insurgencia que lo pusiera en peligro. Era ingenuo y tímido, nada heroico, dice ella, estando bebido insultaba a los policías que encontraba en la calle, por eso lo tomaron preso, por alborotador, un par de veces, ofendía de palabra, no hizo actos vandálicos, se la daba de teórico. Unos compañeros de universidad llegaron a decirle Loco Fredy, no por lo que hacía sino por lo que decía. En una ocasión, borracho, había intentado trepar hasta el caballo del monumento a Bolívar, en La Alameda, sin lograr hacerlo desde luego. En otras ocasiones, así mismo borracho, mordió los vasos en que estaba bebiendo, tras apostar con alguien a que lo haría.  

 

Recuerda Adriana que estando en La Concordia, pueblito donde vivieron un año dos meses, vino con Remigio a Quito para asistir a su graduación de médico en la Universidad Central, él había cumplido el servicio rural y así completado el pensum. Después de esa ceremonia de entrega de diplomas, ya por fin era médico. Luego del acto académico, Remigio regresó al pueblo y se desapareció tres días, Adriana salió a buscarlo, temiendo que hubiera podido pasarle algo malo, en la búsqueda estuvo caminando por La Independencia, pueblo vecino de La Concordia, igual de pobre y atrasado, y ahí encontró a Remigio, botado en una guardarraya, le habían dicho los vecinos que por ese rumbo andaba un chumado y se había quedado dañado un auto, fue la pista más certera.  Llovía en la zona con la brutalidad de siempre.

 

Fue cotidiana su rutina de alcohólico irredento. Años después de su graduación, cuando trabajada de traumatólogo en el hospital Andes, regentado por gringos del Punto Cuarto, tenían, la esposa y sus colegas amigos, que rescatarlo de las cantinas que había en los alrededores; médicos, compañeros suyos de trabajo, ocultaban sus faltas a los jefes, para que él siguiera trabajando y no perdiera el empleo. Pero iba al billar de la avenida, por horas y horas, a jugar y beber, de ese billar también, Adriana, tenía que sacarlo para que fuera al hospital a trabajar, por lo menos al día siguiente. Pero jefes del hospital se dieron cuenta de su conducta irresponsable, por lo que habría consecuencias posteriores. Pocas veces Adriana tomaba con él, al día siguiente de esas bebezonas entre los dos, ella se sorprendía por el número de botellas de licor, vacías, que habían quedado, habían bebido cantidades increíbles de alcohol, en especial de vino. Lo acostumbré a comer de mi mano, dijo, pero rectificó: sólo es una manera de hablar, quiero decir que le fascinaban mis deliciosos platillos golosinas y mi comida que le curaba de las resacas. Cuando llegaba sucio y hediondo, le tenía ropa limpia, planchada y perfumada, para que saliera impecable a ejercer su noble profesión. Lo principal era su apariencia. Y cuando temblaba por falta de licor, ella le daba tranquilizantes, la cuestión era ponerlo bonito y sereno para el lunes. Pero el viernes siguiente, volvería a beber hasta el domingo. El pastor de la iglesia evangélica reprochó a Adriana ser alcahueta de su marido en la cuestión del licor, sugirió  que también lo alcahueteaba en cuanto a las relaciones con otras mujeres, siendo tan tolerante. Sin embargo, ese mismo pastor, le decía que de separarse ni pensar, Dios le había dado ese esposo para que, juntos, los esposos, se salvaran, la misión de ella era convertirlo. Mientras tanto, en el barrio, la iglesia, la familia y el hospital, había que disimular el alcoholismo de Remigio hasta el fin.

 

Adriana tuvo los peores momentos de su vida en Santo Domingo de los Colorados, la amante de turno de Remigio asaltaba su casa para exigirle que lo dejara libre, la insultaba y amenazaba con navajas y palos. Él había alquilado, para habitación familiar, una cabaña en el km. 4  y ½, también instaló, en el pueblo, una clínica con tres camas y adquirió una camioneta vieja. Junto a la  casa campesina donde vivían, Adriana instaló un criadero de pollos. Parecía que la época iba a ser próspera para la familia, pero Remigio bebía más que nunca, se largaba, de pronto a la playa, con esa amante peligrosa, dejaba la clínica, la casa y ella tenía que vivir del criadero que tenía una producción mínima huevos y pollos. Remigio ya no era revolucionario, dejó eso desde que terminó de tomar clases en la universidad, en la rural ya se había olvidado del marxismo-leninismo y de redimir a los pobres. A tiempo la iglesia cristiana convirtió a Adriana, que comenzó a asistir al culto. Una mujer pastora, de la localidad, encontró extraño que el marido de Adriana estuviera siempre a solas en la clínica, con otra mujer, a la vista de todo el pueblo; Adriana informó a la pastora que su esposo tenía prohibido que ella fuera a la clínica, ella no conoció esa clínica por dentro hasta que fue tarde; era posible que él ganara algo con esa clínica, pero Adriana nunca supo cuánto. Remigio  hablador e invitador fue elegido presidente del círculo de médicos del pueblo, unos seis médicos que ejercían la profesión en la zona.

 

Adriana fue católica de nacimiento y criada en esa religión, por eso no aceptó al principio las invitaciones de la evangelista, pero ésta insistió y con argumentos como de convertir a su marido en buen marido, de que ella dejara de estar inútil en casa, metida en la cabaña de la carretera, pelando pollos, mientras había la posibilidad de compartir experiencias con gente interesante, y de buscar la felicidad espiritual. Remigio, por entonces robusto, con ciento noventa libras de peso, andaba brincando de fiesta en fiesta, del brazo con una viuda joven que se había encontrado. La evangelista ofreció, a Adriana, vindicación, la única salida era conocer al Señor. Aceptó, un poco reticente, asistió a unos oficios en el templo. Los cristianos halagaron a Adriana encontrándola inteligente y de naturaleza caritativa, así lo había demostrado manteniendo a la familia con el pequeño negocio de los pollos, sin embargo debía cambiar la práctica caritativa respecto al esposo que vivía en pecado y culpa, esta parte de la vía le resultaba atractiva, pues sería ella la que determinara el camino al esposo, en vez de que él la obligara a seguir vías inciertas. Su labor sería sacar al pobre hombre del alcohol y de las mujeres, primero haría esa labor en casa, luego lo llevaría ante los hermanos de la congregación y ellos se encargarían. Los pastores le instruyeron sobre el método de atraer al esposo a la iglesia: buscarlo donde quiera que él fuese a parar y llevarlo a casa, cuidarlo, disimular sus vicios y hablarle sobre el Señor. Salvo lo último, era lo que ella siempre hacía.

 

La auxiliar del centro de salud de Santo Domingo de los Colorados, a la que apodaban China, le contaba a Adriana que Remigio no hacía turnos nocturnos, sino que visitaba prostíbulos, donde tenía conocidas a las que regalaba chocolates y perfumes. Adriana estuvo embarazada de su tercer hijo, a quien parió con cesárea, y preparaba para el marido humitas y secos de chivo que le encantaban, así lo atraía. Pero quien llegó a la casa, una tarde, en camioneta, fue una mujer como de treinta años, preguntando ¿tú eres Adriana? y en cuanto recibió respuesta afirmativa, la mujer le informó: Remigio y yo estamos viviendo juntos dos años, él me dijo que si todavía no te ha botado es por los hijos, pero él está conmigo y queremos vivir juntos, Adriana no le vio peligrosa y la invitó a pasar, la mujer preguntó ¿cuánto necesitarás para regresarte a Quito, yo te puedo dar plata para que vivas allá con tus hijos. La mujer quería regularizar su vida junto a Remigio, estaba dispuesta y podía salvar el escollo económico que representaba Adriana, pagándole para que se vaya y deje libre al hombre. Adriana le dijo que cualquier decisión la discutiría con su esposo e invitó a la mujer a tomar café con humitas. Le dirá mi esposo lo que hayamos acordado, dijo Adriana, y le insistió: por ahora tómese el cafecito. A la mujer, extrañada, no le quedó más que agradecer la oferta y servirse el café. Mientras las dos tomaban de las tazas, llegó Remigio con la inconmovible cara narizona, Adriana se recluyó en la cocina, desde donde oyó que él le decía a la mujer: hija de puta, nada tienes que hacer aquí; ella intentó calmarlo diciendo: pero, amor, ayer conversamos sobre esto, pensé que debía de una vez aclarar las cosas con tu mujer, para que nos deje en paz. Él la echó: lárgate de aquí o te saco a patadas. Adriana lloraba, pero Remigio no se disculpó con ella, dijo que esa mujer estaba loca, no más. Adriana nada dijo, aquello pasó un viernes, al día siguiente tomó a sus hijos y se vino a Quito, el sábado salió temprano, abandonando la casa y los pollos. No tenía dónde estar en esta ciudad, se sentó en el parque El Ejido y alquiló bicicletas, para los chicos, durante todo el día; y al atardecer no tuvo más remedio que tomar otro bus de regreso a Santo Domingo de los Colorados, a cuatro horas de viaje. Encontró que Remigio había ido a cambiarse ropa el mismo sábado y no se inmutó al ver que no estaban Adriana ni los hijos, debió pensar que estarían de paseo. Regresó a casa el lunes, sin saber que Adriana se había escapado, ya estaba ahí, como siempre, cuidando a los hijos y los pollos, él preguntó, inadvertido: ¿cómo te ha ido? ¿demorará tu taita en mandarnos alguna plata?

 

Remigio también se convirtió al evangelismo de esa  iglesia, que ya se había posesionado de su esposa. Él pasaba por la cima del libertinaje, había instalado, en su clínica de Santo Domingo, un cuarto reservado para juntarse con prostitutas y fumar mariguana, en especial con una rubia, que vivía en la vía a Chone. La China, auxiliar de enfermería se encargaba de poner a Adriana al tanto de los milagros de su marido, fue ella que llegó a la casa con la noticia de que había un escándalo espantoso en la clínica, y a pedirle a Adriana que fuera a calmar la cosa, pues habían llamado a la Policía y podía agravarse la situación. Adriana encontró que los familiares de una chica que se había internado en la clínica para tratamiento médico y estaba ahora como muerta, acusaban a Remigio de haberla drogado para abusar de ella. Adriana ingresó por primera vez a la clínica, todo estaba en desorden, había habido una fiesta salvaje y los festejantes se habían fugado recién. Remigio estaba borracho y drogado, la chica a la que había intentado violar se encontraba  desnuda y en el suelo, los familiares gritaban e intentaban agredir a Remigio, dos prostitutas lloraban en un rincón creyendo que su amiga, que yacía en el suelo, estaba muerta. Adriana se hizo pasar, ante las chicas, por hija de un general de la Policía, prohibió a las mujeres llamar a la guardia so pena de hacerlas encarcelar, les ordenó que se fueran. Las mujeres insistían en que Remigio les había dado pastillas, que a su amiga, que estuvo internada, por alguna razón le habían sido fatales, pero terminaron cedieron al chantaje de Adriana: iban a su casa o a la cárcel, prefirieron irse a casa y salieron de la clínica. Enseguida, Adriana hizo que la auxiliar pusiera un suero a la mujer desnuda y que la reanimara con diversas atenciones, la vistió, llamó un taxi y le ordenó que la llevara a su casa, luego hizo reanimar a su esposo y lo vistió. Anocheció y, en la oscuridad, pudo llevarlo con discreción. Remigio durmió catorce horas y se despertó bravísimo, diciéndole a la China, que seguía ayudando a Adriana en casa: qué haces aquí puta de mierda. La auxiliar le contó los acontecimientos, le dijo que la señora lo había salvado  de ir a la Policía y a prisión por años. Remigio con su cara de palo y su nariz grosera, no dijo pío y volvió a dormirse. Cuando Adriana contó esta experiencia al pastor, éste le dijo que había sido Dios quien la sostuvo en sus brazos, la felicitó por esa actuación valiente en bien del esposo, estaba siguiendo el camino correcto. Los hijos querían saber que pasó, ella les inventó una historia no vergonzosa, pero ellos, como en todos los casos, terminarían sabiendo la verdad.

 

En Santo Domingo de los Colorados, Adriana se transportaba en chivas, buses sin ventanas ni puertas, comunes en el trópico, mientras Remigio manejaba su camioneta vieja que, acabó de destruirla chocándola dos veces seguidas. Ella iba a la plaza con canastos  de compras, caminaba cargando el abasto hasta la parada de la chiva o por la carretera, desde la parada de la chiva hasta la finca, con frecuencia Remigio, manejando su camioneta, se cruzaba con ella, por las calles del pueblo o la carretera, y seguía de largo, como que no la había visto. Le pidió, una vez, que la ayudara con las compras del mercado, y él respondió que le pidiera al taita un carro y resolviera así el problema, porque: yo soy doctor sin tiempo ni obligación para ocuparme de asuntos domésticos. Ella no podía dejar de sentir indignación y coraje, ante las actuaciones desalmadas de Remigio. Las historias de Adriana iban formando un collage de sucesos, sin orden cronológico, la mayoría de falencias y canalladas de Remigio, pero seguía desconocido ese algo de él que funcionaba, de hecho, como alma de la familia, nexo anímico con Adriana y los hijos.  

 

 

                                   o O o

 

Parecía que las prostitutas de Santo Domingo de los Colorados se habían organizado para chantajear a Remigio, después del episodio crapuloso de la clínica, no dejaban de amenazarlo con denunciar que él dopaba con pastillas a las mujeres para abusar de ellas, le exigían plata y no le prestaban sus servicios. Dos días después del escándalo, la señora evangélica que pastoreaba a Adriana, consiguió que Remigio, deprimido y ablandado, asistiera al servicio del templo. Adriana y la pastora, lograron convencer a Remigio de que se entrevistara con el pastor principal, esa entrevista debió ser asistida por el Espíritu Santo, consiguió que el pecador Remigio, aceptara que convenía a su alma estar dentro de la comunidad cristiana, donde recuperaría la paz y el bienestar perdidos. No dejó, el converso,  de arrodillarse a los pies del pastor, frente a toda la comunidad, llorando y pidiendo perdón por su puerca vida. Adriana, admirada, lo veía lamentarse durante todo el culto, dudaba de tan sorpresivo y aparatoso arrepentimiento, pero no descartó, desde luego, el poder y la eficacia del Altísimo. El pastor pidió a Adriana, allí mismo, que perdonara al esposo que iba a comenzar una nueva vida en el Señor, ella dijo que lo perdonaba, pero se turbó al sentir que no lo decía de corazón. Lo perdonaría, quizás, si demostrara día a día, estar sometido a la buena vida de familia, pidió perdón a Dios, en silencio,  por la rebeldía de su corazón. No le creyó, pero esperaba que pudiera mejorar algo, el ex ateo comunista, aunque fuera un poco, en el futuro. Remigio y su familia no pudieron resistir más los insultos y amenazas de las prostitutas, que habían encontrado eco en la gente común, y los reproducía una parte del pueblo. Los Silva Romero tuvieron que salir de Santo Domingo huyendo de esas hostilidades; como siempre, vendieron los equipamientos de la finca y la clínica, todo en casi nada. El escándalo de la mujer desnuda y drogada se había difundido con detalles hasta fantásticos, el prestigio profesional de Remigio quedó enlodado y la destartalada clínica, que hacía tiempos estaba sin un paciente, tuvo que cerrar. La familia había vivido, en Santo Domingo de los Colorados, cinco años.

¡Vida Nueva! Regresaron a Quito, alquilaron un departamento pequeño en el sur de la ciudad. Remigio con recomendaciones de los pastores de la iglesia solicitó un empleo de médico general en el hospital Andes, regentado por misioneros evangélicos, y obtuvo ahí una plaza de residente. Al padre de Adriana le pareció una estupidez que dejaran el gran negocio que decían haber tenido en la clínica en Santo Domingo, para venir a aventurar en Quito, Adriana se justificaba diciendo que a ella no le sentó el clima, por eso estaba flaca y demacrada. Remigio  disminuyó las borracheras por un tiempo, pero se volvió irritable, malgenio y se enfermó de gastritis. Pasados dos años, Remigio estaba otra vez como era, borracho y putañero, conseguía amantes turras y fallaba con frecuencia al Hospital. Se había acabado la vida nueva de la Familia Silva.                                                                             

 

Momentos decisivos de su matrimonio y de su vida están relacionados con lugares donde ella y su familia los vivieron, esos sitios son de lo que más recuerda, los describe y narra cuánto en ellos aconteció, una y otra vez, revelando datos y aspectos nuevos. Están reproducidos en su memoria por imágenes intermitentes, junto con emociones, y los cuenta sin orden, sobreponiendo temas y hechos, pero siempre espesando la historia central. Yo trato de conservar su relato, tal como me la ha contado y he registrado prolijamente en mi cuaderno. Por ejemplo, Adriana recordó y narró, de pronto: la gran fiesta que preparé y esperaba disfrutar con motivo de la inauguración de la casita en Otavalo, con gallinas de campo, cuyes y mucha más comida, supuse que nos acompañarían compañeros del hospital y otros amigos, comenzó a irse al carajo cuando llegó la hora en que Remigio ofreció llegar y no llegó, esperé mucho, me cansé y fui a dormir, a las cuatro de mañana llegaron,  todos borrachos, aprendices de médico, enfermeras, y auxiliares. Remigio dijo que se quedarían si había comida para todos, le mostré que sí había,  comían y bailaban, noté que todos estaban formando parejas, menos una a la que decían Gata, cuando Remigio me presentó a esa Gata los festejantes en coro hicieron burlas y bromas, comieron y bebieron de manera grosera y descortés, dejaron todo sucio y se marcharon, Remigio se fue con ellos, más tarde, la amiga que me ayudó a  organizar la fiesta y a cocinar, me contó que, en la madrugada después de la horrible fiesta, Remigio se había ido a dormir con la Gata, que era mujer de un colega de Remigio en el hospital, mi amiga había escuchado a La Gata decir que se había sentido avergonzada en la casa de la esposa de su amante, presenciando como él y sus amigos se burlaban de mí.

 

La familia paterna de Remigio era extraña, el revés de la de Remigio y Adriana, aunque el orden jerárquico de ambas parecía el mismo: tienen un alfa y los demás sometidos. El padre de Remigio era músico, tocaba el saxofón en el conjunto Los Románticos, la madre se casó  joven y tuvo doce hijos, nada menos. Ella era una mujerota gruesa y tosca y él pequeño, descolorido más que pálido, decían que era casi del tamaño de su instrumento, no se hacía notar, era el recadero de la mujerona. La enorme suegra le decía a Adriana que la mujer debe ser inteligente, míreme a mí, proponía, tengo un marido viejo que siendo músico perdió el oído y acabó haciéndome los mandados, a mí me oye muy bien. Y la mujerona hacía demostraciones de cómo, mediante palmadas hacía ir y venir al músico para que hiciera una cosa y otra. Carli vete a comprar el pan, ordenaba, y el viejo tomaba una funda y se dirigía a la puerta. Vea, Adriana, para lo que ha quedado el fiestero y bailador, decía triunfante la suegra. El consejo final que le dio a Adriana fue contundente: déjelo a Remigio hacer lo que le venga en gana, con el tiempo ha de caer, usted lo cogerá bajando, no tenga pena por darle lo que pida, lavado el culo así mismo queda, la chucha no se gasta, igualita sigue, no le haga caso, así no aparezca quince días, llegará el tiempo en que le hará los mandados.

 

Pero, en general, la familia de Remigio se sentía orgullosa de él, lo tenían por inteligente y astuto; era excepcional un profesional médico en esa familia. Su padre, Carlos, al que decían Carli, nunca le hizo caso, lo descuidó desde niño. A Remigio, los demás,  comparaban con su hermano Nélson, que era igual de narizón, y competía con él por tonterías; cuando más, ese hermano, fue vendedor de enciclopedias, pero ambos se hicieron pedantes y habladores. Remigio fue presidente de los internos de Imbabura, pronunciaba fogosos discursos; también fue presidente de la asociación de seis médicos que ejercían en Santo Domingo. Le encantaban los actos públicos, más si él mismo los presidía. Se sabía diferente, no soy como tus hermanos, le repetía a Adriana, soy superior, me importa mierda la plata, a mí me respetan porque soy médico. Hizo lo que quiso, muchas veces porque lo consentían. Se reía del padre de Adriana, que le parecía ridículo disfrazándose de Papá Noel y repartiendo regalos. Decía que también era superior a su mismo padre, que tocaba el saxo en un conjunto musical mediocre. Pero cuando hablaba con el papá de Adriana se mostraba manso, le decía don Alfonsito, lo felicitaba por esto o aquello, tiraba elogios por aquí y por allá, el cinismo era una cualidad de su inteligencia, según él. En ambas familias, la de Adriana con Remigio y la de los padres Remigio, se habían establecido liderazgos semejantes, patriarcado/matriarcado. Según Adriana. el padre de él fue anulado por la mujer grande que mandaba en la familia, daba el visto bueno a las enamoradas y amantes de sus cinco hijos varones y a las parejas de las seis hijas mujeres. De la novia de uno de los hijos se burló y la maltrató tanto que, a pesar de que el muchacho la amaba, terminó renunciando a ella. Adriana temía a su suegra, mujer alta y fortachona, quizás de uno ochenta y pico, mientras que su marido era cero a la izquierda, bajito y tembloroso. La madre de Remigio conoció a Adriana cuando era enamorada de su hijo y dictaminó: esta guambra ha de resultar buena esposa, cuando están así de tiernitas se las puede educar a gusto.

 

Siendo Adriana todavía sólo enamorada de Remigio, y habiendo sido abandonada por éste en la casa de su madre, la suegra le pidió que fuera a sacar a su hijo de El Rosado, famosa cantina del barrio La Tola, donde ya había permanecido dos días bebiendo, con amigos, celebrando el éxito en unos exámenes. Era sábado, la cantina quedaba cerca del Mercado Central, al entrar vio primero a un amigo de Remigio, a quien le decían Sandro, cantando de pies sobre una mesa, todos estaban borrachos, al verla Remigio se levantó, fue a su encuentro y la besó, los demás se mofaron de él, porque el aspecto de Adriana era infantil, le preguntaban de qué escuela o jardín de infantes la había sacado, le gritaron pedófilo. Adriana dijo a su enamorado que su madre lo reclamaba, él se despidió de los amigos y fue con Adriana donde la mamá, ésta lo abrazó y agradeció a la muchacha por recuperar a su hijo de la cantina. De ahí en adelante se hizo rutina que Adriana fuera a sacar a Remigio de cantinas o, ya casada, cuando le llamaban por teléfono para avisarle que el doctor estaba borracho perdido en el billar de la Avenida o en un bar y necesitaban que fuera a llevarlo, dos o tres veces lo rescató de una vereda, donde se había recostado para dormir.

 

Otra vez se acordó de La Concordia: en ese pueblo había un calor terrible, quedaba  camino a Quinindé, en la Provincia de Esmeraldas, cerca de él pasaba un río, pero no tenía agua potable. En La Concordia le cayó Adriana a Remigio, quién se había ido sin avisar de Otavalo, lo sorprendió su presencia y él reaccionó diciendo que había ido a joderlo y que lo dejara en paz. Aquí no hay agua ni para que te bañes, dijo, vas a estar apestando, ya hueles mal, yo también estaré hediendo. En la casa junto al Centro de Salud, Adriana improvisó un colector de aguas lluvia, la lluvia era una peste infaltable, sin embargo no alcanzaba a reunir ni para lavar ropa, tenía que bajar al río, por un sendero lleno de mosquitos y yuyos venenosos, gastaba media hora en ese camino, para lavar la ropa metida en el curso, con el agua sobre las rodillas, fumando cigarros para espantar a los mosquitos; varias veces se fueron prendas con la corriente. En una ocasión, al regresar del río, Adriana vio que unos peones recolectores de banano, botaban en la guardarraya los racimos maduros, de desecho, y adquirió la costumbre de recoger esos sobrantes para alimento de ella y los hijos. Nunca faltó comida. 

 

Poco después de que Remigio se graduara de médico, dejaron La Concordia y se fueron a Santo Domingo de los Colorados. Vivieron ahí cinco años y allí nació el último hijo, huyeron porque las putas levantaron a ese pueblo contra Remigio. Regresaron a Quito, arrendaron una casa por la Magdalena y vivieron en ella un año, Adriana arregló esa casa con flores y cortinas. Remigio consiguió puesto de residente en el hospital Andes. Remigio era el último de doce hermanos, había uno que le pasaba con veintisiete años. Se quejaba de que su padre, lo había engendrado estando ya muy flojo, a los cincuenta y cinco años, y de que no se preocupó de él en absoluto, lo miró con indiferencia, casi como a extraño; lo cogí cansado al viejo, decía Remigio, decrépito y con el entusiasmo perdido. Sin embargo el anciano Silva se ganaba la vida tocando cumbias y gaitas. A ese abandono del padre se debía, según Adriana, el complejo de superioridad de Remigio, eterno reivindicador de sí mismo y también su alcoholismo, su carácter o falta de él, todo resultado del desamor del padre. Remigio estudió en el colegio Montalvo el bachillerato para ser profesor y luego, en el Mejía nocturno, obtuvo el bachillerato en ciencias biológicas que le daba acceso a la carrera de medicina. El padre le negó ayuda para los estudios en la universidad, le decía: si quieres estudiar, trabaja primero. Pero, aun queriendo, Don Carlos, no habría podido costearle estudios, con las ridiculeces que percibía por tocar en esa banda.

 

Poesías del doctor Remigio Silva que constan manuscritos en papeles sueltos: “Hermano, amigo, / gastador unánime / de suela, / consultor práctico / del almuerzo, / refrigerante / enmendador / de vidas, / compañero de viajes / con itinerarios / de mentiras y verdades.” … “Retira, mujer, / las alambradas de ti, / quita de mi vista / tus banderas / y uniformes, / olvida la última / lección de la escuela / y ven a buscarme. / No necesitas nada / o casi nada, / el mismo corazón, / la misma sonrisa. / No olvides traer / tus poemas / para leerlos / después de comer.”… “Mamá, / compañera / de esta vida / que es espejo de ayer / que puede seguir / mañana.” … “El común de mí / se agiganta / después de matar a alguien / en mi interior. / No puedo más. / Mis hijos, / en sus tiempos libres, / me explican / lo que no pude aprender. / En la noche, / contigo, / al hablar de nuestras cosas, / no me importan.”

 

                                     o O o

 

Durante diez años Remigio fue médico general, así llegó a emplearse en el hospital Andes, trabajó en la sección de evaluación que se encargaba de derivar pacientes a los especialistas para que hicieran diagnósticos y tratamientos. A ese hospital llegó un médico brasilero, con el que Remigio hizo amistad en Emergencia donde estuvo de turno. El brasileño había sufrido un accidente y conversando se informó de que Remigio no tenía especialidad, que seguía siendo médico general cuando ya tenía treinta y seis años de edad. El brasilero le dijo que ya servían para poco los médicos generales, le recomendó hacer alguna especialidad y le proporcionó dirección y datos para conseguir becas en Brasil. Remigio aplicó a la facultad de medicina de la USPI, en Curitiba, recibió respuesta diciendo que podía presentarse allá para rendir exámenes de admisión, aprobados los cuales obtendría una beca de especialización. Adriana no supo que él había estado haciendo estas gestiones, ni que había solicitado recomendación al hospital Andes y renunciado al empleo que tenía ahí, tampoco supo que se estaba comprometido, con la USPI, a estar en Curitiba para presentarse a exámenes. 

 

Dejó el consultorio que compartía con el dentista, entregó a Adriana la llave diciéndole ve tú lo que haces con lo que queda ahí, vendió la camioneta, adquirió pasaje y se fue de un día para otro al Brasil. Explicaba su conducta diciendo que su mamá lo parió solito y solo sería en la vida, abandonó mujer e hijos: se fue, cuando el matrimonio ya duraba catorce años. Desde allá, llamaba o escribía ocasionalmente, hasta que un día, creyendo lo que él contaba: que vivía en un hotel de Curitiba, Adriana recibió una carta de él desde otro hotel ¡en Sao Paulo! Adriana investigó el número de teléfono de ese hotel, llamó y confirmó lo que temía, Remigio estaba ahí, habló con él que, borracho, admitió haber formado otra familia con una colega médica. Al día siguiente, ella volvió a llamar y él reafirmó, ya sobrio, lo de la otra mujer y desafió a Adriana: si quieres conservarme, ven a dormir  conmigo. Dijo que estaba festejando porque le había aprobado los exámenes y asignado una beca para especializarse en traumatología. Amenazó a Adriana: vienes o, si prefieres, esperarme allá, quizás vuelva, pero si quieres conmigo, ven antes de un mes, si no llegas en un mes tomaré otro rumbo. Al día siguiente, Adriana fue al periódico a poner anuncio de que vendía la casita que le había regalado su padre, la vendió de apuro, a precio de gallina enferma, dice. Vendió todo lo que pudo, y lo que no vendió, regaló. La buena mujer, hizo eso con alegría, creyendo que no volvería a esta ciudad, quemaba los barcos, porque allá estaba la felicidad. Sus familiares no aprobaron su loca decisión, creían que era una estupidez deshacerse de la casa para ir a aventurar junto a un hombre inseguro. Adriana, en el fondo, actuaba desesperada, temiendo que si ella no iba, Remigio la abandonaría para siempre.   

 

Algunas conductas de ella y de su marido pudieron parecer animales a quien estima que nuestra sociedad es normal, ¿Alguna vez Adriana se había rebelado contra ese destino inhumano? Desde luego, dijo ella: siempre que Remigio empleaba vocabulario soez, se arrepentía de haberse casado conmigo o decía que odiaba el matrimonio, yo dejaba de hablarle y le servía en silencio, sin dirigirle la palabra. Por ejemplo, dejó de hablarle durante algún tiempo cuando él dijo: no pueden obligarme a asumir papeles convencionales, de esposo y padre, que los detesto ¿por amor? vaya pendejada. Borracho, iba a la casa a decir que odiaba la casa. Adriana admite que sentía dolor, pero un dolor que la enardecía, oraba a Dios lamentando su suerte, pero pidiéndole que la auxilie para sobrellevarla; lamentaba la suerte de ser mujer y cuarta de cinco que tuvieron sus padres. Quizás estoy pagando, decía. Los varones era jefes por naturaleza, las hembras tenían que volverse machorras para mandar. Se avergonzaba de recurrir a su medio hermano, hijo de la moza del padre, para que la sacara de aprietos económicos, pero tuvo que hacer amistad y ser afectuosa con ese medio hermano, también alcohólico y con desajustes de personalidad, porque la favorecía. El padre quería poco a Adriana, o no la quería; según ella, porque salió morena, los demás hermanos nacieron blanquejones, como el papá que era tosco y grasoso, pero con ojos claros. Adriana no se parecía a él sino a la madre.

 

Para Adriana el tiempo de sus memorias es espiral con curvas irregulares, algunas referencias son del momento pero están a la misma altura de recuerdos antiguos. Unos asuntos persisten más en su mente, tal vez porque son de hechos lacerantes en su vida, entonces los repite varias veces en su relato. Parecía no tener futuro o no considerarlo demasiado. Adriana dice que solía referirse siempre a Remigio como mi esposo, y así lo llamo en el presente, ante la gente, dice, no tiene nombre sólo es mi esposo. Me contó que la madre de Remigio le confió lo que llamaba su secreto para hacer que un hombre deje de beber: dejar cáscaras de papas al sol, hasta que se sequen, picarlas y ponerlas en la comida del hombre como si fuese comino; decía la suegra que le dio resultado con el Carli. Adriana, hasta ahora no le da a comer esas cáscaras a Remigio, tiene por seguro que su suegra es una bruja mala. Pero ella misma, Adriana, ofreció, a Remigio, aguas de hierbas, de las tradicionales, para curar los malestares que dan las borracheras, gases y dolores de estómago, tés de orégano y manzanilla por ejemplo, pero él las rechazó diciéndole: bebe tú misma tus pendejadas. No aceptaba remedios caseros, es científico puro, repudia la medicina tradicional, cree que su ciencia química es absoluta. Con el tiempo ya nada hice para motivarlo sexualmente, comidas afrodisíacas ni cosas parecidas, me cansé de eso, dice; le pregunté, ya en el Brasil, sobre una cantidad de material pornográfico que había dejado en el consultorio que tuvo junto al del dentista, y por qué no había practicado conmigo algo de lo que se veía en esos libros y revistas, él dijo: esa no es materia apropiada para esposas, sino para putas. Alguna vez le propuse que hagamos coitos anales, pero Remigio no intentó esa perversión de prostitutas conmigo, su esposa, una señora. Tampoco teníamos sexo oral porque, dijo, en el futuro podría producirme un daño, no precisó cual, pensé que pudo ser una enfermedad venérea de la que quiso protegerme. 

 

Ella dijo: busque intimidad con mi hombre, fui muy cariñosa e insinuante con él, comenzaba a besarle en la boca y seguía por todo su cuerpo, él se portaba brusco, se sacudía y decía: déjame, pareces perra en celo, mañana tengo que trabajar. Lo acariciaba por debajo y me rechazaba. Para que tuviéramos sexo, él tenía que estar borracho y yo improvisar mi celo. Se acostumbraron a eso, incluso cuando ella sabía que él llegaba de estar con otra mujer, aceptaba que hicieran el amor de cualquier modo, recurriendo a la oralidad. Pero aun estando borracho, él se negaba. Me ponía sobre él, dijo, como estaba delgada y pesaba poco Remigio me dejaba estar así, pero no más. Remigio le reprochaba que, hasta para tirar, era regalada, él se templaba boca abajo, borracho e inmóvil, y ella le hacía un trabajo de lengua completo, rara vez él se subió en ella. Adriana dice: yo no era comodona, era quien trabajaba, él se portaba como un rey, o como creía que era un rey, parecía inerte, de peluche. En Brasil, Adriana, informada, le propuso practicar el sesenta y nueve, pero Remigio se disgustó, le preguntó si otro macho le había enseñado esas corrupciones, ella respondió haberlo visto en las revistas que dejó en el consultorio, él se mostró confundido, pero se inhibió de tener sexo, ella se contentó ante la expectativa de que, algún día, lo practicarían y porque él había mostrado un poco de celos al preguntar si otro macho le había enseñado. 

 

Se acordó de que Remigio tuvo muchos libros de marxismo y poco tiempo para leerlos. Sus correrías de militante fueron secretas para ella. Le constaba que con cuatro tipos se reunía a puerta cerrada, bebían y fumaban mariguana, alguna vez vio que hacían bombas molotov. Le oyó decir que pertenecía al partido socialista y en otras ocasiones al partido comunista. Eran cosas de machos, nunca Remigio la hizo partícipe de sus aventuras políticas, pero criticaba asiduamente su afición a la vida burguesa, como a dos sillones que ella había comprado. Dañaba las paredes de la sala, que Adriana trataba de adornar con cuadros de paisajes y copias de pinturas famosas, escribiendo consignas con marcadores, alguna vez también las escribió en las paredes del dormitorio, ella contrataba un pintor para que desapareciera las consignas revolucionarias de Remigio. A él, varios amigos, le decían  Ludovico el loco, por sus extravagancias. Todo eso le duró hasta cuarto año de medicina, en el quinto Remigio tuvo la enfermedad que lo afectó por años, con alternancia de convalecencias y agravamientos, le diagnosticaron cáncer de Hodgkin.  Dejó la política universitaria. Hodgkin es un tipo de linfoma en una parte del sistema inmunitario, o linfático, el primer síntoma de la enfermedad es un ganglio de gran tamaño, una inflamación grande que puede estar en el cuello, en las axilas o en la ingle, la de Remigio se presentó en la ingle pero se le hincharon también otros  ganglios, cuenta Adriana, tomó de inmediato lac terapia de cobalto que se extendió por cuatro años, también recibió quimioterapia; la esperanza de vida de los pacientes con ese cáncer, a partir de su primer síntoma, es de ocho años pero, con tratamientos, el paciente puede vivir más. Remigio viajó a Bogotá, por unas semanas, a recibir tratamiento, en un centro de especialistas, costeado por el bienestar estudiantil de la universidad, y con las venta de la mitad del equipamiento de la casa, hasta de los regalos de matrimonio; así tuvo Remigio para los gastos del tratamiento médico y su estadía en Bogotá pero, enfermo y casi desahuciado, se metió allá con una colombiana y en semanas la embarazó, tiene una hija en Bogotá. 

 

Familiares y amigas no dejaban de decirle a Adriana que Remigio era loco y feo, desagradable y antipático, pero ¿por qué cantidad de mujeres se metían con él? Adriana dice que debe ser porque, para las mujeres, es excelente amante y persona encantadora. Remigio, de primera, causaba mala impresión general pero, para comenzar, el hecho de ser médico, en nuestra sociedad, ya es excelente carta de presentación. Aunque el doctor sea sucio, casposo y de mal olor, tiene aquí amplia aceptación. La medicina es sexi, dice, además Remigio era generoso con las mujeres que pretendía, pudo haber un componente comercial en sus relaciones, él cubría ciertas demandas y ellas la oferta. A la casa no aportada medio centavo, pero derrochaba en mujeres que estaban a su nivel, si Adriana le pedía que ahorrara, se enfurecía y gritaba: lo que gasto es mi problema, yo sé vivir, tú eres barata. 

 

Le conocían los mozos de varios restaurantes, unos se interesaban en atenderlo, otros se negaban a hacerlo. La vez que llevó a Adriana al bar del hotel Quito, pidió whisky en las rocas, bloodymarys, martinis y tres cócteles más, uno tras otro, haciendo como que era entendido. Adriana se angustiaba, durante la tenida, porque contaba con que él le diera algo para hacer la comida del día siguiente, pero Remigio decía: quiero que sepas qué es un bloody mary y cómo es un Martini. Cuando Remigio dio en el suelo y terminó la bebezona, resultó que no tenía suficiente para pagar la cuenta, Adriana tuvo que entregar en prenda el anillo y dejar en garantía su cédula de identidad, para que les permitieran salir del bar. Al día siguiente,  Adriana le recordó el bochorno que pasaron la víspera y le pidió dinero para  ir a cancelar la cuenta del bar, él se largó insultándola y sin dejar plata: carajo, no sabes vivir, siempre me jodes, por eso no te sacaré otra vez. Había adquirido la costumbre de tomar sin tener dinero para pagar agotó tarjetas de crédito y giró cheques sin fondos, mientras tuvo chequera. Trataba de cubrir el precio de mujeres baratas, pero con la cantante pequeña, de linda voz, fue diferente, la consideró especial y cara, además la quería, con ella fue supremo gastador, le pagó un estudio de grabación y una productora de discos, giras por el Brasil y la Argentina, con pasajes y hoteles de primera, Adriana le remitió el dinero producto de la venta de la casa que le diera el padre y los enseres, más de veinticinco  mil dólares, dice, y también se los ferió con la cantante chiquita. Cuando Adriana llegó al Brasil, dos meses después, al tipo no le sobraba ni un medio,  

 

Cuando regresó del Brasil a Quito, no trajo los equipos médicos ofrecidos, nada trajo, pero tuvo un agravamiento del Hodgkin. Parecía haberse curado, como algún médico le dijo, pero otros especialistas le dijeron que le quedaban pocos meses de vida, tuvo pánico y se puso manso. Siguió haciéndose curar, con tratamientos intensivos que parecían dar resultados, ya se sentía curado otra vez, hasta que le hicieron una  laparoscopía, exploración visual de la cavidad pélvica, y encontraron que tenía una afectación grave en el vaso y el hígado. Mediante cirugía le extrajeron el vaso y parte del hígado, le quedó un gran costurón de la herida  Según esos médicos, el Hodgkin se había tomado todo el sistema linfático de Remigio. Le invadió la amargura de su enfermedad, la maldecía, gritaba que era injusto que a él, tan valioso, le viniera ese mal y tuviera que morir, mientras ella, que nada valía, gozaba de estupenda salud y le sobreviviría. Se deprimía al pensar que ella se comprometería con otro hombre, en cuanto enviudara, y daría padrastro a sus hijos, nadie debía posesionarse de su hijo mayor, al que quiso bautizar Camilo Metralla o Mauricio Cienfuegos y ella no lo permitió,  le pusieron Remigio Gabriel. Cierto día, Remigio, borracho, enfermo y desesperado, tomo a Gabriel de la cuna y salió corriendo, Adriana lo siguió, pero él se adelantó y desapareció; lo había llevado donde la madre, a encargar al hijo, porque si él se iba a morir en meses, no quería que otro, con que Adriana viviera, fuera a posesionarse de su hijo, la suegra devolvió el niño a su mamá. Con la enfermedad se puso más agresivo, borracho o en juicio, se peleaba con los amigos, se daba contra las paredes, pero mientras estuvo en tratamiento no faltaba a la casa,  a comer los potajes que le hacía su mujer y, quizás, a recibir afecto. Durante esa recaída, Remigio se quedó impotente, consumía Viagra y, para colmo, sangraba por arriba y por abajo, debido a las úlceras estomacales. Sufrió toda la vida dolores por gastritis, sabía qué comidas y bebidas le ocasionaban esos dolores, pero no dejaba de consumirlas: andaba llevando, en los bolsillos, cantidades de Omessol para calmarse las gastritis. Él decía que no necesitaba a Adriana, desde hacía años pero, desde que volvieron del Brasil, ella encontraba Viagra en los bolsillos de Remigio.

 

El departamento en Curitiba, al cual llegó Adriana para reunirse con Remigio, constaba de dos dormitorios, sala comedor, cocina y lavandería, quedaba en el piso doce de un edificio nuevo, cerca de un parque y del hospital donde él estudiaba, también estaba próximo una escuela donde enviaron a los hijos a estudiar. Apenas llegados Adriana y los hijos, Remigio les presentó a la ucraniana, secretaria del hospital donde hacía prácticas, esposa de un médico japonés que lo había ayudado a establecerse. Pero la ucraniana había sido su amante, y él le delegó la labor de acomodar y guiar a Adriana en la nueva residencia. En el cumpleaños de Pilar, fue la ucraniana quien consiguió el pastel y el vestido para que la niña tuviera fiesta. Como Remigio sabía que Adriana no le haría problemas por la cercanía de su amante, él tuvo, casi conviviendo, a sus dos mujeres, muy satisfecho. Hubo una reunión de bienvenida, estuvieron en ella cuatro ecuatorianos que estudiaban allá, unos médicos brasileños y la ucraniana, también el japonés marido de ella, que se portó encantador. También Adriana y la ucraniana, las dos únicas mujeres en la reunión, estuvieron atentas y cordiales. A Adriana le pareció curioso que el japonés y su esposa estuvieran riendo y cuchicheando al mirarla, luego supo que el japonés sabía de los amores de su esposa ucraniana con Remigio, y que no le molestaban en absoluto.

 

Remigio solía ufanarse de haberle contado a Adriana sobre todas sus amantes, de no haberlas escondido. Les dijo, a unos sobrinos y amigos que estuvieron de visita, que Adriana había sabido de sus amantes y sin embargo se había mantenido al pie del cañón, les contó que le había presentado a la Gata, a quien llevó a celebrar la inauguración de la casita en Otavalo y disfrutar de las viandas que su esposa había preparado; les narró de aquella otra que invadió la casa familiar para exigir a Adriana que lo dejara libre, y Adriana brindó café con humitas; donde otra, que había sido amiga íntima de Adriana, ella misma lo iba a dejar en auto a que pasara la noche con su ex amiga. A la ucraniana, la tuvo de amiga, asistente del hogar, en el Brasil, aun después de que encontrara la fotografía de ella, desnuda, con dedicatoria: para Remigio mi amor. Al mostrarle esa fotografía, él la regañó por haber esculcado su cartera y por fingir indignación, cuando eso no era novedad para ella, la  ucraniana era buena persona: que más quieres si los dos te estamos tratando tan bien, concluyó Remigio.

 

Adriana supone que Remigio la llamó al Brasil para que le llevara los hijos y los cuidara, aunque a ella tuviera que soportar de mala gana. Él trataba de ser amistoso con ellos, llevaba al hijo mayor, Gabriel, a mirar el paso de las bellas mujeres brasileñas por la calle de la Flores; lo sentaba a su lado para ver mulatas esculturales, le hablaba de lo que significaba la vida para él, de lo que creía que era la amistad. A Gabriel acusaron unas vecinas de haber toqueteado a una chica, Adriana se mostró preocupada y lo reconvino en presencia de las vecinas, en cambio Remigio lo respaldó, dijo que era una virtud que le gustaran las mujeres y que no sea marica. En esa ocasión, como en otras, Remigio desautorizaba a Adriana delante de los hijos, a veces a los gritos.. Fue ella quien dirigió el crecimiento de los hijos, les hacía tomar sopa, aunque él hubiera gritado toda la noche: nadie toma sopa, en esta casa, hasta que me diga esta ignorante, cuántas proteínas tiene la maldita sopa. Adriana no sabía de proteínas en la sopa, pero, según su madre y medio mundo, el  sancocho ha sido un gran alimento desde siempre. Él vociferaba: ya ves, no sabes nada, tienes en tu cabeza lo que tu mama y tu taita,  ignorantes como tú, han repetido sin razón, mis hijos no tienen por qué tomar sopa. Pero en los almuerzos y las cenas de la casa, cuando el científico no estaba, hubo sopas, de las más variadas. Los hijos que estaban  más tiempo con la madre y veían como tenía que rebuscárselas para prepararles comida, hicieron lo que les convenía, tomaron sopas y se sometieron a mamá.

 

Adriana llevó a mi tienda un pequeño y delicioso paisaje, impresionista y anónimo, cuyo precio convenimos en un momento. Olía a vino en esa ocasión, Me confió que ella también había querido ser bohemia, le gustaban el licor y vida a la libre, oía música por horas, sin trabajar, tomando vino entre dos y tres días. A veces fue a la par con Remigio, en otras a solas. Ya la economía familiar estaba por los suelos, Remigio faltaba al hospital, no iba a la consulta privada y se quedaba en casa con malestares. Adriana encontró llorosa a la criada que había contratado a tiempo parcial, era que Remigio la había obligado a portarse cariñosa con él. Adriana regresaba de la farmacia con algo de plata y él se lo arranchaba para comprar botellas. Adriana despidió a la criada, Remigio dijo: alguna estupidez se te habrá puesto en la cabeza, pobre chica paga sin culpa tu pendejez. Como siempre, Adriana parecía que no le hacía caso, a la tarde lo invitó a beber de dos botellas que había comprado. Había tenido su época de vida bohemia bien marcada.

 

Después de semanas de su arribo a Curitiba, Adriana fue, sin autorización del marido, a visitar la clínica donde él estaba haciendo su pasantía. Ella lo sorprendió con su presencia, él se puso histérico y la echo, advirtiéndole que no quería verla en su lugar de trabajo, lo ponía a rabiar introduciéndose donde él quería estar sin ella, no se sabía por qué. Pero, por capricho, la invitó un tarde de borrachera, a un bar espectacular, con luces y música, había sido un prostíbulo caro, donde hombres tristes y alcoholizados se acostaban con muñecas de fantasía; había montones de mujeres, blancas, indias, negras y mulatas, Remigio no encontró inconveniente en meter a su esposa en ese lugar, le presentó a una mulata con pelo rubio, dijo que era su amiga, hizo que la mulata enseñara a Adriana la samba. Y Adriana no tuvo inconveniente en bailar, se sentía bien, estaba con su hombre, participando en algo particular y especial de su esposo, Remigio tomó fotografías de aquella lección de baile. La mulata confundió a Adriana con una más de la profesión y le preguntó: ¿cuánto te paga? Adriana contestó que veinte dólares, la mulata le dijo: muy barato. Cuando el hombre es promiscuo, la esposa debe ser recatada, dice, lo contrario de él, para que haya coordinación en la marcha. Porque hay marcha o no hay marcha, dice.

 

La doble vida de Remigio Silva, no fue tal, según la conoció en profundidad, dice, que fue una sola que compartió con ella.  Durante el período cristiano, apenas regresados del Brasil, parecía haberse unificado de otro modo la pareja, como nunca antes. Era obvio que la inmersión en el alcohol era una parte de esa lucha desesperada de ambos por la felicidad espiritual. Al contravenir a Adriana, en asuntos baladíes, él resistía al mundo de la quietud y el conservadorismo, añorando la vida de la emoción y la sorpresa; el monótono cristianismo se parecía al trámite burgués de la vida. Pero, hayan o no tenido consciencia de o esto, mantenerse en familia fue indispensable, como base de despegue para salir a cualquier andanza. Ella dice que él se hizo cristiano casi fanático, asistía a la iglesia, instaló con magníficas intenciones el consultorio pequeño, por la Magdalena, se hizo líder cristiano de los internos del hospital, la iglesia le pagó un curso de especialización en Biblia, con tal de que ejerciera ese liderazgo. El curso fue en Lima, duró tres meses, lo dictaron unos japoneses. Luego, Remigio ya experto en Biblia salió de misiones en Lima, dio un curso, pero durante ese curso él ya había andado en actividades clandestinas, salía del internado para emborracharse y yacer con prostitutas limeñas. Los de la iglesia lo descubrieron, Remigio parecía tener otra vez una doble vida, Adriana piensa que no cambiaba interiormente sino de forma, desde entonces no sirvió para misionero ni allá ni acá. Antes, él llamó, desde Lima, a Adriana, para decirle que estaba aburrido y esperaba que pronto terminara esa pendejada de curso bíblico y cristiano, seguramente estaba borracho, pero era sinceramente él mismo, con Adriana.

 

En el hospital llegó a titular de traumatología, estuvo bien considerado, era buen cristiano, obtuvo diploma de misionero bíblico. Pero, desde entonces, criticaba a los misioneros gringos que ganaban el equivalente a diez sueldos de los predicadores locales, también vociferaba contra los médicos directores del hospital que eran mediocres, menos aptos que él, y estaban en esos puestos sólo por ser pastores. Los misioneros gringos vivían en casas tan lujosas que constituían ofensas para los fieles del tercer mundo, y tenían carros de marcas, ingresados al país sin pagar impuestos. Decía que, por amor a Dios, detestaba a esos malos cristianos. Remigio había adquirido fama, en la iglesia, por tener el don carismático de lenguas, decía trabalenguas y jerigonzas que no tenían traducción y nadie las entendía, clamaba a gritos y llorando, durante el culto, en la mitad del templo y la comunidad, él tampoco sabía lo que decía, no podía traducirse, pero afirmaba y la comunidad le creía, que oraba arrebatado por el Espíritu Santo. A Adriana no le impresionaban ni las lenguas ni cuando decía: amo a Dios, pero no puedo vivir según su ley. Reconocía que antes de ser cristiano fue pecador, pero seguía considerándose pecador en permanente arrepentimiento y penitencia. Adriana asistía a sus transformaciones y conversiones, una tras otra, sin inmutarse. Él decía que, al dejar la conversión, demonios habían vuelto a su alma y encontrado la mesa servida, a ella no le importaba, conque fuera a la casa y ayudara con algo para los hijos, se conformaba.  

 

Pero su indiferencia sobre las travesías por la fe de Remigio, sí llegó a preocupar a Adriana, pensó que no era digna del redimido, que había dejado de ser su compañera en la fe. Por su parte, Remigio no compartía, con ella, las vivencias místicas que expresaba ante las asambleas de fieles. Adriana sintió celos de la divinidad, pero siguió la vida como para ver si el malestar pasaba. Remigio tenía una hermana de madre alegre y fiestera, Sonia, que colocó a la entrada de su casa un rótulo: Peña de los compadres, allá iban a farrear familiares y amigos, también Remigio y Adriana y entre las mujeres dos divorciadas y una viuda. Por accidente Adriana encontró en un bolsillo de Remigio una nota en la que la viuda lo citaba, así se enteró de que eran amantes, aunque fingían ser indiferentes ante los demás. Pero luego supo que la hermana estaba al tanto del romance y era su alcahueta. Así mismo compartían sus experiencias religiosas, medio en secreto, como los festejos en la Peña de los compadres. Adriana sabía por qué Remigio salía por una hora o dos, a veces en lo mejor de la peña, diciendo que iba  a atender una emergencia, era que, por señas, la hermana alcahueta le había avisado que la viuda le estaba esperando. Remigio regresaba por Adriana, pero otras veces no lo hacía y ella tenía que quedarse a festejar y dormir donde la hermana de él.

 

En un juego entre amigas, le pidieron a Adriana que le dijera una mala palabra a Remigio, aunque fuera de lejos y sin que él se enterara, y ella dijo: cabrón. Se admiró, de pronto, por haberme contado hasta esta anécdota adefesiosa, debe usted estar aburrido, dijo, de que le haya hecho la historia de Remigio y no la mía como acordamos. Le dije que siempre que me hablaba de él me decía también mucho de ella y al revés. Se quedó pensativa y recordó que él había dicho: chucha madre, todos se van la mierda, me valen un carajo, hijos de puta ajenos, y tú cara de mosca muerta ajena, te vas a la mierda también; repitió con énfasis estas malas palabras. Me contó que, en un restaurante chino, él emitió todo  su repertorio de malas palabras y maldiciones contra el servicio, Adriana le rogó que no volviera a dejarla botada y sin pagar la cuenta, lo que, como ella sospechaba, desató más su ira, lanzó los tallarines por los aires y gritó: mierda, siempre jodes, vienes a tragar, no estás contenta y sales con tus huevadas, hija de la gran puta. Nos echaron, compadecidos me brindaron un vaso de agua, los del restaurante habían llamado a la Policía, Remigio, en la puerta, contrariando a mis ruegos, insultó y desafió a chinos y policías empuñando un cuchillo de mesa, fue reducido por la fuerza y metido en un auto patrulla, pagué los tallarines y fui a la intendencia a cubrir la multa y sacar a mi marido del calabozo. 

 

Cuando estaba terminando la pasantía en el Brasil, Remigio trataba muy mal a Adriana, llegó a agredirla físicamente, le repetía a diario que se largara. Hizo insoportable cualquier demora, ella pidió a su familia que le mandara para pasajes y gastos de viaje y se vino trayendo a los hijos. Él se quedaría en el mismo departamento, hasta que lo habían echado, según supo Adriana, por causar escándalos y deber más de tres meses de renta. Cuando Adriana vino a Quito, su hermano le prestó una casita por el área del aeropuerto; así mismo, otros hermanos le regalaron muebles y enseres, un refrigerador y una cocina. Remigio, que había ofrecido quedarse en el Brasil, tardó siete meses en volver a Quito, pero volvió, y fue a instalarse en la casa que ella tenía preparada. Ella estuvo complacida de tenerlo otra vez en sus manos. Él se quejaba de la comida, esta porquería no es comida, decía, y otra vez lanzó contra la pared una sopa y le untó la cara, a Adriana, con sopas; disponía: a mí me preparas un buen estofado con harta carne. Ella feliz porque él improvisaba momentos de ternura al día siguiente de una borrachera. Adriana se echaba encima un abrigo o un chal y salía con él, cuando la invitaba a una cantina o a un restaurante, en esas veladas se dio en escribir poesías en los papeles que tenía a mano, le obsequió muchos papeles con sus poesías. Llorando una tupida borrachera, reconoció: “sólo por ti soy médico y poeta, si me dejas me mato, soy nada, no podría vivir en esta sociedad sin ti, te mereces otra persona, no a mí, espero que llegue un buen hombre a tu vida. Adriana le juraba mil veces que jamás querría a nadie más que a él. Remigio le decía que su sueño era viajar a un pueblito de Francia, escapando de aquí, recluirse en un aposento silencioso para escribir y escribir, y no salir vivo al atroz mundo otra vez. Era un sueño de poeta y sin duda otro intento de impresionarla. La halagaba, diciéndole: eres bonita, tienes un alma superlimpia, eres excelente madre. Cuando la hija, Pilar, se casó, Remigio hizo un discurso dedicado a alabar a su linda esposa, de no creer y, claro, después de cuatro brindis, confesaba soy inmoral, mentiroso, promiscuo, odio la medicina, odio vestir de terno, ser esposo, te odio, odio lo burgués pero me gustan los sitios caros, la buena mesa, las camisas finas, agradar a la gente, quedar bien y nunca ahorrar un centavo.

 

Poesía de Remigio Silva: “Respira el aire, / el tiempo, / los paisajes y / la risa. / Sigue creciendo / apasionadamente. / Prosigue, / algún día / serás el amor. / Que me voy, / tal vez no nos veamos, / te digo / y no me crees nada. / Vuelvo a repetirte que me voy. / Y sonríes pensando / ni la muerte pudo / apartarte de mí / menos te irás solito. / Me hago el triste, / te quedo viendo y / cada vez, / más despacio, / repito que me voy. / A la mañana siguiente / no me he ido, / todo está en orden, / ensayo una sonrisa / para mis hijos, / que ya empiezan a conocerme, / y sigues sonriendo. / Que me voy /  y que me quedo, / últimamente / hasta las horas / que eran propias de los amigos / te comparto, / cómo me voy a ir / si mi primer hijo / aún no tiene novia, / si el segundo no hace / su primer poema y / mi niña no ensaya / su vals. Si siento que / cada hora / el mismo tiempo / nos separa, / cómo me voy a ir.

 

                                      o O o

 

Tampoco pude colocar en la vitrina exterior, el juego de estilográficas antiguas que Adriana me vendió. Me contó que, cuando ella y los hijos llegaron a Curitiba, los recibió en compañía de otro médico becario, ecuatoriano. En cuanto ella pisó el departamento, Remigio le advirtió: ya que has venido con los chicos, te digo que no tendré tiempo para ocuparme de ellos, tú sabrás cómo los cuidas y qué les das de comer, conmigo no cuentes para nada de eso. Adriana ya había sospechado que la quería allá para que le preparara ropa y comida y, a lo mejor, tener algo de sexo. La plata que ella llevó, saldo de todo lo que vendió aquí, no la entregó a Remigio, ni porque la exigía con dureza, resistió por primera vez. Aunque la vida en Curitiba era cara, conservó esa plata en dólares y la hizo alcanzar para lo indispensable durante su estadía. Logró empatar los estudios que los chicos tenían aquí con los de allá. Los cuatro años y más que estuvieron en Curitiba, según cuenta ella, fueron determinantes en su relación con Remigio, tuvieron que vérselas ferocidad con ferocidad, sin los amigos y familiares que eran aquí, participantes en la relación; cuando había que decidir la sobrevivencia de los hijos, ella pudo ser intransigente.  

 

Remigio, después de una farra con mucho vino, allá en Curitiba, le dijo: me molesta que hablen mal de ti. Y como Adriana le preguntara quién hablaba mal de ella, respondió que Estela, la secretaria del hospital, una mujer con la que se llevaba mal porque había dejado de ser su amante, Estela había difundido la noticia, entre bromas y burlas, de que la esposa del doctor Remigio era pequeña, insignificante, mientras que, en la ciudad las mujeres eran exuberantes, bien formadas y grandes. Remigio aceptó, entre sus colegas, que su esposa era pequeña y de pobre figura, comparada con las brasileñas, pero que se había distinguido por ser buena persona, honesta, terca y orgullosa, capaz de hacer proezas como vender y abandonar todo, acá, para ir donde él, Fue como para no creer, dice ella. Sin embargo las cosas siguieron al modo de Remigio, en su estilo de macho temeroso borracho que repetía: ya que me has seguido hasta acá para joderme, ahora tienes que joderte conmigo. Algo nuevo fue esa declaración, expresa, de Remigio, reconociendo que Adriana era su mujer, con exclusión de cualquier otra, cuando, se supone, tenía posibilidad de tener varias y mejores.

 

Una vecina de Adriana, del departamento que quedaba frente al suyo, en Curitiba, se franqueó con ella, intrigada al verla siempre metida en el departamento, lavando, aseando y cocinando, casi sin salir al sol. Le preguntó si a eso llaman matrimonio en Ecuador. Adriana contestó que no, pero que así era su matrimonio. La brasileña, se sinceró más y le dijo: ese hijo de puta que dice ser tu marido, no te conviene, cómo te va a sacar la mierda para él divertirse solo. Cuanto decía la vecina era cierto, pero también sabía que la vida de las prostitutas, que son de pura diversión en manos del padrote, era peor, más triste. En Brasil la diversión es parte esencial de la vida y la vecina no veía que Adriana se divirtiera, estaba siempre ayudando a los hijos a estudiar y haciendo de todo en la casa. La vecina le propuso: te voy a enseñar, mañana te vas a regalar una hora. Y se la llevó a trotar y a un sauna de mujeres, donde todas estaban en cueros y reían. Después le demostró como coquetear con los hombres por la calle, le insinuó que se fuera con alguno a la cama. Pero, ante la posibilidad real de traicionar a Remigio, resolvió seguir la rutina de sometimiento y permanecer segura y en paz. La vecina, como de sesenta años, se divertía, estaba muy cuidada y tenía amantes. Conmovedora fue la opción de Adriana, de ser fiel a su marido, contando con facilidades para tomar y dejar machos en secreto.

 

Cuando se terminaba la plata que Adriana llevó, Remigio comenzó a despachar, de urgencia, a ella y los hijos, de vuelta a Quito. La presionaba para que pidiera plata a su padre y hermanos, era su supremo recurso, ella lo sabía y le tranquilizaba: que sí, que ya mismo, que mañana. Una noche de terror, en la que Remigio, borracho y violento, perseguía a agredirlos con un cinturón, ella y los hijos tuvieron que dormir en un descanso de las escaleras. Adriana llamó a su hermana Silvia, le contó que la situación ya era insostenible y le pidió que hablara con los otros hermanos para que le enviaran dinero para regresar y entregarle algo a Remigio para que se calme unos días. La hermana juntó dinero, de los demás hermanos y del padre y le mandó para pasajes y un extra para el marido. Adriana se volvió, pero endulzó a Remigio, para que él también volviera a Quito, lo más pronto. El período de Curitiba pudo terminar en separación, pero fue lo contrario, al dejar endulzado a Remigio, con dinero y promesas de más, de una vivienda gratis y bonita, hijos crecidos y aptos, brillante carrera profesional con postgrado en el exterior, y una sociedad dispuesta a acoger y reconocer al brillante especialista.  

 

Adriana dice, y quiere que la gente le crea, que Remigio nunca la golpeó, lo que se dice golpear con los puños, hubo empujones pero no de consideración. Cree que no lo hizo porque el terror la transformaba en desamparada de modo increíble. La táctica que me salvó algunas veces, dice, fue encerrarme con llave y evitar la agresión, enmudecer y no emitir palabra, dejarlo en suspenso. Mi esposo, mío por sobre todo, me insultaba, pero yo nada le contestaba, quería obligarme a responderle: habla, imbécil, di algo. Lloraba quedito, gimoteaba, hasta que él se retiraba y me sentía victoriosa; luego, yo iba al escusado y vomitaba hasta que no podía más. Cuando la desafiaba con la misma cantaleta: ¿por qué no te largas, si te detesto por simplona y tonta? No me mereces, yo soy médico, tu nada, te odio y odio a tu grasienta familia, ya te he soportado años ¿cuándo te vas a largar?, yo lo miraba de costado y entre mí decía: qué infame; pero lo invitaba a comer algo picante para que se le pase la chuma, o a dormir entre sábanas asoleadas, abrigadito. Cuando se tendía a dormir, me aliviaba, bebía un par de tragos, si había, y comía algo del picante. Cuando murió, lo vi impasible, como si me hubiera proferido una última ofensa, con el alivio de saber que no despertaría. Dormía las borracheras por largas horas, se despertaba intranquilo pero pacífico; más, cuando los chicos hacían bulla y lo despertaban todavía mareado, los insultaba como a perros; ella sacaba a los chicos del apartamento y los llevaba al parque, para evitar que lo despertaran cuando dormía una mona.

 

Pudo ser que Remigio no me haya pegado, estando en juicio,  por temor a que yo lo golpeara también, borracho era otra cosa, dice. Se sabe que el victimario se siente motivado a golpear más cuando la víctima se muestra sometida, pero ella sabía que Remigio no era de la clase común de victimario, ni ella cualquier víctima. Podía neutralizarlo, mantenerlo feroz pero en su punto, gimoteando, paralizándose, huyendo, mirándolo de frente. No eran víctima y victimario del común. Dice que algunas veces, poquísimas, ella respondió a las agresiones de palabra, entonces él se iba y regresaba a la casa en dos días o más, eso a ella no le convenía. Para Adriana la ausencia de Remigio era lo peor, habría preferido que la abofetee. Le resultaba insoportable que él se alejara, la dejaba impotente, con la sensación de inutilidad y vacío. Ella le dijo eres un malvado, eres un monstruo, y él respondió burlón: para que veas lo malo que soy, me voy en este momento; hizo un envoltorio de ropa y se fue; sabía que era lo peor para ella, Adriana comenzaba a llorar desesperada, le rogaba: no te vayas, perdóname.

 

Adriana atribuye su buen aspecto a que lleva una vida cristiana, aunque ya no asista a los cultos ni a  reuniones con el pastor, está tranquila, después de la muerte de Remigio.  Me visita a un año de la muerte de él, me cuenta que una hermana de la comunidad, a quien no había visto durante meses, al encontrarla en la calle, se admiró de que estuviera tan rejuvenecida y fresca y no quebrantada por el dolor de haberse quedado viuda. Adriana cree que una mujer en paz, como ella, tiene que ser feliz. Dejó de asistir a la iglesia desde que murió Remigio, no fue a reuniones ni al culto. Veinticinco años había pasado en la iglesia, con altibajos en su fe y la asistencia. Ella dice que pudo soportar la vida con Remigio por el consuelo que la iglesia le proporcionaba, también le daba sentido espiritual al sometimiento y al sacrificio.

 

Antes de que fuera al Brasil, la familia Silva vivió en casas provistas por la familia de Adriana, Remigio vivió en todas ellas protestando por la incomodidad, por la vecindad y la distancia. De regreso del Brasil, Adriana vivió primero en la casa que le prestó su hermano, por la ciudadela El Rosario; pero,  luego, ella y sus hijos se trasladaron a la ciudadela Atahualpa,  en este barrio su hermano había hecho construir un  edificio de varios pisos, en el primero les cedió un departamento; allí vivieron, Remigio, Adriana y los hijos, hasta que fueron a la Villa Mercedes. Donde iba Adriana iba también Remigio, porque nada le costaba. Esa villa estaba en un terreno grande, en el Valle de los Chillos, que había permanecido inculto y sin construcciones, Adriana lo compró con una casita casi destruida que había junto a la quebrada. Estuvieron baratos terreno y casita, de oportunidad, con dinero que le regalaron sus familiares; no tenía acceso directo a la carretera, para llegar a la casa, había un sendero que cruzaba por propiedades vecinas.  

 

Esa villa había parecido invendible a sus antiguos propietarios, hasta que apareció Adriana y la compró, ni camino de entrada tenía. Adriana iba, los fines de semana y siempre que podía, a desyerbar y trazar un sendero lateral, pidiendo permiso a los vecinos, con ayuda construyó un camino amplio. Remigio se entusiasmó con el adelanto, hizo trabajar, con un pariente, planos y presupuesto para hacer allí una casa nueva, una villa campesina para cuya construcción los esposos contribuyeron, Remigio ya ganaba y algo puso. Adriana comenzó a sembrar plantas ornamentales y árboles frutales en ese terreno que medía siete mil metros cuadrados; en cinco años se terminó la construcción de la villa, para entonces el terreno estaba cultivado y regado con la derivación de una acequia comunitaria que había existido. La familia se pasó a vivir allá. No se podía entrar en vehículo a la Villa Mercedes, había que bajar del autobús en la carretera, a la entrada del camino, o estacionar el auto, como hacía Remigio, en un lote adjunto, y luego caminar por el sendero, bajo el sol o la lluvia del Valle; así era el trayecto de ida y de vuelta, lo hizo Remigio, varios días a la semana, Adriana salía a comprar alimentos en la feria del pueblo; llegar no era fácil, pero ambos no dejaban de ir. Allá adentro pasaba sola, la mayor parte del tiempo, los hijos estaban en la ciudad, en casa de familiares, para seguir sus estudios, las ausencias de Remigio se hicieron frecuentes. Poco tuvo que ver, la discreta Villa Mercedes, con el paraíso que Adriana pretendió construir, para vivir toda la vida. En esa época comenzó a llevar a casa discos y casettes de la cantante chiquita, autografiados por ella con demasiado afecto, cuando Adriana le preguntó sobre esa cantante, él dijo: la operé, se había caído de una tarima y fracturado un pie.

 

Remigio vendió la Villa Mercedes, nada le ha dolido a Adriana más que eso.  Él fue a verla llevando la escritura pública, que portarla le habrá costado mucho, y obligó a Adriana a suscribir la compra-venta. Le dijo: voy a vender esta villa, para, con la plata que obtenga comprar nada menos que la hacienda Agua Clara. Eso que Remigio llamaba hacienda era un terreno montañoso que quedaba entre Baños y el Oriente, había pertenecido a los Alvarado Pérez, ese monte tenía una casa muy vieja que, según su dueño había reunido alguna vez a altos personajes y sido teatro de no sé qué hechos históricos. La verdad fue que Remigio, como si hubiese sido dueño de la Villa Mercedes, cuando poco aportó para la construcción, la vendió y poco después apareció con la noticia de que había comprado la hacienda Agua Clara al doctor Alvarado. Adriana no supo cuánto  costó la hacienda y en cuanto vendió Remigio la Villa Mercedes, porque en la escritura constaban valores mínimos, puestos para evitar impuestos.  El día en que había que desocupar la Villa Mercedes, Remigio dijo que iba a practicar dos importantes cirugías, así que no estuvo en el traslado, Adriana con tres peones cargaron todo cuanto fue posible sacar de ahí, muebles y adornos se quedaron, porque no tenía sentido sacarlos, ni había dónde llevarlos. El convenio entre Adriana y Remigio, respecto de la hacienda Agua Clara, fue que ella se haría cargo de arreglar la casa y poner en marcha la producción agrícola, contratando gente y vigilando las tareas, él iba a ejercer la medicina en el pueblo, para lo que abriría un consultorio. Pero ninguno de los dos cumplió, Adriana se dedicó a reparar y adornar la casa, no le quedó tiempo para más, no sabía nada de agricultura ni de contratar trabajadores, cuando llegaron las lluvias, los torrentes se llevaron lo poco que había sembrado y los animales que comenzó a criar. Remigio no tuvo pacientes, el pueblo era pequeño, y terminó largándose a la ciudad y volviendo a la hacienda sólo para constatar el fracaso del proyecto agrícola de Adriana.

 

Mención aparte merecen las relaciones de Remigio con los hermanos Alvarado Pérez, de los más nobles Alvarado de la Sierra Ecuatoriana. Eran varón: Esteban y mujer: Rosa, que habían sido ricos hacendados pero, por diversas causas del destino, algunas muy crueles, perdieron todos sus familiares y vinieron a menos de un momento a otro. Cuando Remigio los conoció, no sabemos por qué azar y los trató como médico, los dos hermanos ya estaban muriendo con cánceres terminales, se habrá ganado la confianza de ellos administrándoles analgésicos poderosos y eficaces. Esteban Alvarado vivía en una hacienda que le quedaba, en la provincia de Tungurahua, murió solo, en la casa grande, los peones al darse cuenta de su fallecimiento lo dejaron encerrado en su dormitorio y se dedicaron a saquear la casa, que el amo había llenado con esculturas y pinturas de la Escuela Quiteña, otras obras de arte, antigüedades y libros valiosos. Cuando las autoridades fueron a levantar el cadáver, éste llegaba al final de la pudrición y la casa estuvo vaciada, los peones habían desaparecido llevándose hasta lo mínimo. Con ese Esteban Alvarado fue que Remigio negoció la hacienda Agua Clara, pedazo de montaña en las estribaciones orientales del volcán Tungurahua, que conservaba una casa en ruinas y restos de algunos frutales.

 

A Rosa Alvarado Pérez, el doctor Silva la atendía a diario, llegó a hacer con ella íntima amistad, a tal punto que Adriana sintió celos. Con Rosa, Remigio hizo un convenio sui géneris: por cuenta de la atención médica, los narcóticos y la amistad, ella le legó mediante voluntad escrita todos los cuadros, adornos y libros había acumulado y conservaba en su residencia, al norte de la ciudad; pero, antes, Remigio debía publicar un libro grande que doña Rosa había escrito, una barroca y extensa biografía de Bolívar, en edición de dos mil ejemplares. La mayoría de esos libros heredó Adriana, a la muerte de Remigio, y tuvo que venderlos a un reciclador de papel, cuando ya estorbaban y ninguna librería quiso más ejemplares. Remigio, heredó de Rosa Alvarado pinturas europeas y nacionales, cuya venta confió a un marchante de apellido Romero, quien se fugó llevándose todas; también decenas de pequeñas esculturas de artesanía, las cuales, junto con libros y estilográficas de marca, guardó en los armarios del olvido que iban de casa en casa siempre cerrados.

 

A Remigio lo despidieron del hospital Andes, por el tiempo en que vendió la Villa Mercedes. Le dijo a Adriana que estaba dispuesto a trabajar en la hacienda, Agua Clara, a ella le satisfizo la perspectiva. Pero fue mentira, se contradijo: siendo médico, en esa profesión debía trabajar, abriría consulta en el pueblo. Adriana se metió en la casa de hacienda para tratar de hacerla habitable; había contratado un camión, a las once de la mañana, para llevar a la hacienda lo que logró sacar de la Villa Mercedes y se descargó la lluvia en el camino, ese camino se hizo un lodazal espantoso. Llegó con las cosas ensopadas, Remigio había quedado en ir al día siguiente, después de las importantes cirugías, pero no fue. La casa estaba vacía, esa noche ella durmió en un sillón mojado; al día siguiente comenzó a arreglar, salió al pueblo a llamarlo por teléfono, a la casa del familiar donde habían encargado a los hijos, pero los hijos nada sabían de él. Días después asomó Remigio, la elogió por valiente y esforzada, hasta le llamó mija. Ella estaba agotada, el viaje había sido penoso, todo se mojó y revolvió, el dijo: no te hagas problema, mañana hará buen día, sacas el lodo de las cosas, las pones al sol y ya.

 

En la hacienda, Adriana  tuvo que lidiar con alguna gente, unos trabajadores que siempre fallaban y otros que intentaron robar lo poco que había. Encontró, en el pueblo,  a Olga, una muchacha que contrató para sirviente doméstica. Los pueblerinos eran mestizos claros, algunos rubios y de físico agradable, Llegaron a estar allí hasta doce gentes, para quienes tenía que hacer comida, bolones de verde con queso, avena, fréjol. Ponía música tropical en el tocadiscos a pilas, de la que los pastores evangélicos prohibían, ella la oía y bailaba, pecando con esa manifestación mundana en plena montaña. Convencidos por Remigio, fueron a vivir con Adriana, en la hacienda selvática, el hijo mayor ya casado su familia, pero vio que nada tenía que hacer ahí, se sintieron incómodos y volvieron a la ciudad a los cuatro días. Los otros hijos, ya adolescentes, estuvieron peloteados, en diferentes casas de familiares y en circunstancias adversas.

 

La casa se inundaba siempre que llovía y llovía casi siempre. Nada estaba cerca, para conseguir lo mínimo había que salir al pueblo, por un camino que parecía trampa lodosa.  Adriana, en los días de lluvias y cataratas, clamaba a Dios, a todo grito, pidiéndole explicaciones por eso que le pasaba, la montaña le caía encima. Con botas de caucho y sombrero de paja, pasó ahí cuatro inolvidables años. Se veía desde arriba el río Pastaza, había ojos de agua en la ladera, pequeñas lagunas, más abajo un bosque de guayabos. La montaña era maravillosa, pero casi mortal, cuando bajaba el agua, arrastrando piedras, se llevaba todo para abajo. Conoció el río Guaduales, en cuyas riveras las cañas cantan cuando las mece el viento. Remigio iba los viernes en la tarde, pero se regresaba a Quito el sábado, siempre tenía programadas cirugías, ya no trabajada en el hospital Andes, pero prestaba servicios ad honorem en el hospital público Pablo Arturo Suárez.

 

Pero la tan mentada, por él, estadía ad honorem en el hospital Pablo Arturo Suárez, había sido una mentira para explicar por qué no aportaba ni medio para la casa, decía no tener sueldo. En realidad no trabajaba, lo que seguía gastándose era la diferencia entre lo recibido por la venta de la Villa Mercedes y lo que pagó por el pedazo de montaña, diferencia que habría sido, según ella, de veinte mil dólares o más. Después, mientras decía que estaba trabajando de gratis, Remigio ya se estaba gastando también la hacienda Agua Clara, pues la había hipotecado en garantía de un préstamo que nunca pagó y que, una vez vencido, los acreedores la secuestraron para venderla y cobrar el dinero fiado, no quedó más remedio que entregar Agua Clara para que fuera rematada. Al fin y al cabo Adriana, que pasó ahí tanto tiempo sola, entendió que ese lugar selvático no serviría nunca para vivienda de su familia y se alivió, entregaron la hacienda en quiebra, la casa a medias, los pisos podridos. Para colmo, el presidente conocido como Meco Mahuad decretó la dolarización, y empezaron las erupciones del volcán Tungurahua, entonces la hacienda se remató a precio de gallina con peste, Adriana salió de ahí. Remigio compró una pequeña oficina, para hacerla consultorio médico, se la vendió un hermano de Adriana, para que la pagara a plazos, mil mensuales. El mismo hermano les prestó una casita por la mitad del mundo, donde fueron a vivir Adriana con sus dos hijos solteros, duró ahí seis meses, no había buses hasta allá y la casa era minúscula, invivible.

 

Poesía de Remigio Silva, manuscrito en hoja suelta: Porque olvidó / la luna, / de tanto viajar, / su piel y venas / son de agua sal. / Una vez / soñó ser pájaro, / esa noche lloró / sobre la arena que / a esa hora / era azul.  Te pierdes, Negra, / después de la tarde / te confundo con la sal. / Es que no recuerdas / el pasado, / no te importa / la historia / que serpentea / en tu cuello / como una bufanda. / Los demonios mismos / te alientan / y rezan por ti.                     

 

 

                                        o O o

 

La primera vez que Remigio fue tomado por la enfermedad, cursaba el quinto de medicina, tuvo fiebres altas y escalofríos; hacía prácticas voluntarias en el hospital de  tuberculosos, de LEA, por lo que pensó, que había cogido ahí una infección por virus. Tras algunas crisis severas, se hizo examinar con oncólogos que le diagnosticaron linfoma de Hodgkin, así pudo explicarse los ganglios inflamados en la ingle y las axilas. No aceptaba su suerte, la maldecía, tomó la enfermedad como una agresión personal del destino injusto y se cabreó con la vida. Pero tuvo que someterse a curaciones de cobaltoterapia. La Universidad y el Seguro Social le costearon un tratamiento en Bogotá. Él se propuso no desperdiciar ni un segundo de vida, vivir el instante y aprovechar las oportunidades, así fue su rebelión. Las familias de él y de Adriana hicieron una colecta para que Adriana fuera a cuidarle en Bogotá, ella estaba embarazada de Pilar, los hermanos de Adriana y su padre se quedarían a cargo del hijo. En Bogotá, Remigio buscó a una antigua novia que tuvo, de nombre Gloria, la encontró y en semanas le hizo una hija. Estando con Hodgkin y malestares, durante cuatro años, Remigio había mantenido correspondencia con esa Gloria, las cartas de ella llegaban donde el padre músico y alcahuete.

 

El tratamiento en Bogotá duró tres meses. A la hija de Remigio y Gloria le pusieron el nombre de la madre de él. Es que era un sentimental, comentó Adriana, Al regresar bebía con rabia, para colmo un médico le dijo que le quedaba menos de un año de vida, radicalizó sus caprichos y agresiones verbales contra Adriana y medio mundo. Odiaba la idea de que su hijo fuera a quedar en manos de la familia de ella. A un hermano de él, que vivía en Suecia, le escribió pidiéndole que se hiciera cargo de su hijo; el hermano le preguntó si estaba loco para proponer tal cosa. Adriana, no se explica cómo sabía que su marido no iba a morir tan pronto, tenía esa certeza, Remigio no moriría, todavía lo tendría vivo y junto a ella. Mientras algunos ya le presentaban el pésame, ella tenía la seguridad de que seguiría vivo. El médico que lo asistía, doctor Cañadas, quiso conversar con Adriana para decirle que, para los efectos consiguientes, Remigio moriría en más o menos ocho meses, la enfermedad había invadido buena parte de sus vísceras; pero, aun oyéndolo, Adriana sabía que no sucedería. Tuvo que vivir cuatro años con la amenaza los pronósticos de muerte de su marido, los cuatro años que duró el tratamiento a base de cobalto. Remigio se pegaba contra Adriana, sin explicarse ni explicar por qué. La madre de él, mujerona invicta, llevó a su hijo donde la curandera conocida como la Viejita del Itchimbía, que había sido tuerta y maloliente, para que le hiciera una limpia; la curandera le pasó un cuy negro por el cuerpo, mientras decía ensalmos ininteligibles, al final de la sobada, mató al cuy, lo abrió y mostró sus vísceras ennegrecidas diciendo aquí tienes tu enfermedad. La bruja regresó a ver a Adriana, que miraba incrédula, y dijo: para ti, por desconfiada y vanidosa,  era el mal que le han hecho a tu marido, a ti te querían muerta, pero otro brujo te cubrió con un manto de protección y el mal le cayó a tu marido. La curación de la bruja no tuvo efecto, pero influyó en el ánimo de la suegra y de Remigio, quienes, de alguna forma, querían ver a Adriana responsable de la enfermedad.

 

Pasados esos cuatro años, Remigio se sometió también a un tratamiento de acupuntura, de tres meses en Popayán, regresó agnóstico y vegetariano. Hasta tanto se graduó de médico y le dieron plaza en la Concordia, para que hiciera el año de medicina rural. Durante toda su enfermedad, bebió a diario, y se acostó con las mujeres que podía. Si pronto moriría, no podía perder tiempo. Pero no murió, su destino fue seguir junto a Adriana, no sabía por cuanto tiempo. Veía como un desafío que a Adriana no le afectaran enfermedades, no se quejaba y se mostraba vigorosa todo el tiempo, parecía retarle con tanta frescura. Decía el hombre: ¿Por qué tiene que pasarme todo esto a mí? tú debías enfermarte porque eres inútil y tonta, no yo que soy un médico valioso, tú debes morir, no yo. Un tanto divertida, Adriana casi se sintió culpable por estar sana.

 

Casi dos décadas después de la primera caída, Remigio recayó. En esta segunda vez, según Adriana, comenzó su muerte. Ella recuerda que el director del hospital Andes lo botó, sin anunciarle ni darle una razón concreta, una mañana le dijo: usted está suspendido. Ese día llegó a maldecir y tirar las puertas, vivían en la Villa Mercedes, insultaba a los gringos dueños del hospital. Un año antes de que lo botaran pasó algo increíble, un misionero evangélico metió en la cama a Pilar, la hija de Remigio y Adriana. Pilar que no era desagradable, aunque sí flaca y desabrida, fue a los Estados Unidos a un curso para hacerse misionera; allá, el director del curso le ofreció privilegiarla en trabajos, estudios, notas y bienes a recibir, a cambio de que se acostara con él. Adriana quería lo mejor para su hija, por eso la envió a ese seminario. Como era buena cristina, a Adriana, los evangélicos,  le abrían las puertas y parecía un privilegio que hubieran adjudicado esa beca a su hija. El misionero director se empeñó en atender el pedido de Adriana; Pilar, que entonces estudiaba el primer año de periodismo, dejó esa carrera para ir tras la profesión de misionera, la iglesia le compró los pasajes y pagaría la estadía de cuatro años que duraba el curso, Remigio aceptó que se fuera, el curso sería en Edimburgo, Estados Unidos. Por coincidencia, ese director, que era canadiense, e iba a presidir el seminario junto con su esposa, una gringa gorda, pasaron por Quito, lo que aprovechó Adriana para halagarlos, brindarles una cena y presentarles a su hija Pilar. El Pastor canadiense conoció a Remigio, supo que era malgenio y también conoció a Pilar, de ella alabó su belleza, al pastor le gustó a Pilar y a ella le gustó el pastor.

 

El director ofreció a Adriana tratar a Pilar de manera especial, llegó a decir que como si tratara de su hija. Pasaron los meses, Pilar estaba allá ya un año y vino, a Quito  para asistir al matrimonio de su hermano mayor, entonces contó a su madre algunos detalles del caso. Se había engordado, parecía más mujer, pero tenía una sombra de tristeza en el rostro. Los misioneros, en el curso, no cobraban a los alumnos por su estadía, pero los hacían trabajar en tareas de limpieza y otros servicios domésticos, en la casa comunitaria; el pastor director no puso a Pilar a hacer esos trabajos, ella no limpiaba baños, ni hacía el jardín, ni trapeaba pisos; la tenía junto a él, en ocupaciones de oficina. A Pilar, estando aquí, mostró desagrado con la idea de regresar al curso, a insistencias de sus padres tuvo que volver y, meses después, envió un casette, con su voz, diciendo el precio que tenía que pagar por los privilegios en el seminario, el director se había empecinado en hacerla su amante oficial y esa situación ya no podía pasar inadvertida, su estadía en el seminario se había vuelto comprometedora, ella ya no quería seguir complaciendo al pastor y había decidido denunciarlo.

 

Adriana, dolida e indignada, hizo regresar de inmediato a Pilar; le contó a Remigio, quien hizo el escándalo correspondiente en casa, quería que la prensa denunciara el caso y de paso la hipocresía y falsedad de los gringos misioneros, que viven aquí con gran lujo mientras explotan el trabajo de los nacionales. El misionero canadiense, supuesto modelo en esa iglesia evangélica, pulverizó la poca fe, si alguna quedaba, de Remigio; repudió a esa y todas las iglesias, aprovechó la oportunidad para pregonar que lo botaron del hospital por haber amenazado a los gringos con denunciarlos. Pero no llegó a denunciar cosa alguna por la prensa y bebía a diario, otra vez. Adriana dice haberse humillado al visitar al director del hospital para reclamar por el despido su esposo, allí supo las verdaderas causas del despido: iba borracho a la consulta, bebía allí mismo junto con una auxiliar a la que había hecho su amante, se encerraba con ella y no atendía a los pacientes, también sustraía pacientes del hospital para curarlos en consultorios y quirófanos de fuera. El director del hospital Andes advirtió a Adriana que, si hiciera denuncias públicas contra la iglesia o el hospital, éstos también harían público el caso de Remigio y le seguirían un juicio penal. 

 

El director del seminario se llevó a Pilar, de diecinueve años, a vivir en su casa de residencia, sacándola de la casa comunitaria, sin que tuviera que hacer las tareas domésticas que hacían los demás becarios, y ni siquiera debía estudiar mucho para obtener buenas calificaciones. Le exigía: vas a pasar muy cómoda, pero tienes que corresponderme con cariño. Pilar nunca había hecho nada en casa, no lavaba ni sus interiores, dijo Adriana. Cuando se fue allá, la oferta del Pastor le cayó muy bien a Pilar, no lavaría platos, ni limpiaría baños y sería cariñosa; ella le correspondía pero, cierta tarde, él le pidió demasiado, entonces ella le dijo que la relación  que habían tenido quedaba disuelta, el director encerró a Pilar en el dormitorio y dijo: ¿has visto a mi mujer, es una gringa feísima, no la quiero, te quiero conmigo en la cama y así seguirás, mantendré tus privilegios y te proporcionaré otros, como viajar por los Estados Unidos, y le dio un plazo, a Pilar, para que evaluara su situación y resolviese.

 

Adriana no supo lo que le estaba pasando a Pilar en el seminario, hasta que ella resolvió contarlo a través de esa  cinta magnetofónica. El cassete era una denuncia contra el pastor. Las muchachas latinas, en general, eran humilladas por los gringos en esos seminarios, tenían que ocuparse de las tareas más serviles y si no las hacían al gusto de los inspectores, tenían que repetirlas.  El pastor no quería perder su imagen, Pilar había hablado con algunas personas sobre su conducta, la especie se difundió entre alumnos, inspectores y profesores. El director y unos profesores la interrogaron sobre el caso, ella confirmó que el director la metía en la cama a cambio de privilegios; la situación se hizo mala para ella, los profesores todos a una, hicieron una carta respaldando al director, diciendo que no creían a Pilar, pues era una provocadora astuta, como constaba a todos. Pilar se vio perdida, entonces grabó el casette y pidió a sus padres que le permitieran regresar a Quito. Se supo que hubo otras denuncias contra el mismo pastor, que había convertido a alumnas en amantes. A pesar de todo, Adriana siguió en la iglesia, militando y asistiendo al culto, hasta cuando murió Remigio.

 

En cuanto Remigio fue despedido del hospital Andes, la situación en casa se complicó mucho, un año después era insoportable. Rugía y se enrabietaba, golpeando paredes y rompiendo cosas, recordando que los gringos comenzaron a hacerle la vida difícil, asignándole cirugías de la cuenta Amor, o sea gratuitas, en lugar de las otras, con honorarios. Pero eso sí, sin pedirle autorización, tomaban fotografías de sus operaciones en el quirófano, para publicarlas, en la revista misionera, como propaganda del hospital. Le adjudicaban los tratamientos que el hospital hacía gratuitos, para sus fieles evangélicos, y por los que le pagaban algo simbólico; sus mensualidades eran cada vez más cortas, mientras crecían sus servicios a la cuenta Amor. Remigio se deprimió, Pilar le pedía que nada hiciera para perjudicar a la iglesia cristiana, qué culpa tenía el Señor por lo que hacen malos cristianos, decía. Por fin, respecto del escándalo del pastor canadiense, Adriana se quedó callada, Pilar se calló y Remigio se calló y  comenzó a abusar de antidepresivos y tranquilizantes.

 

No cabe duda de que Pilar se sintió valorada  con el asunto del seminario, debía ser bella y vivaz para haber podido con un hombre inteligente y poderoso  como el pastor. No calificó para misionera, pero el valor de su yo quedó establecido. Tal como estaba, flaca y desabrida, le gustó, más que las otras, al director que estuvo dispuesto a invertir en ella mucho más, Y ¿qué comprendía su yo? pues la mujer que era, prosuda, con el rostro capaz de sonrisas eróticas, arriscando la nariz de muñeca, entrecerrando los ojos, humedeciendo y entreabriendo los labios. Pilar adquirió seguridad de que su valor era alto. Quizás por tener esta ilusión, fracasó su matrimonio con Juanito, moreno y pequeño pero arquitecto y con familia industriosa en la rama de vidrios, parabrisas y accesorios. Se casó, con boda algo lujosa, vivió en un departamento de la avenida González Suárez que pagaron sus suegros, don Felix y doña Maité. Pilar quería parecer aristocrática, desdeñaba al esposo por menudo y negrito, no le gustaron el departamento ni los muebles que les regalaron ¿acaso no estaba mejor cotizada? Los padres del novio y el mismo novio comenzaron a verla con desagrado, a parecerles platillo demasiado picoso, y caro. Un año duró ese matrimonio, Pilar se hizo insoportable, sus caprichos fueron exagerados. Además la madre de ella, Adriana, estaba metiendo pico e interviniendo demás; doña Maité dijo que parecía piojo que no soltaba el colchón, se enemistó con ella, en cambio Remigio Silva, con quien había estado en contacto pocas veces, a doña Maité le pareció persona educada.

 

Su recaída en la enfermedad le causó gran depresión; además, andaba sin medio, en la desocupación. Le dio por salir a diario de la casa, como si fuese a alguna parte, pero no tenía consultorio ni empleo. Estaba en manos de Adriana, pero llamaba a alguno de sus pacientes para citarlos en cafés, o a familiares para conversar. Se decía amigo de Pedro Guayasamín, pariente del pintor y dueño de un centro cubano de curación de columna, el cual le permitía atender a unos pacientes en sus instalaciones. En aquel centro pagaba tres dólares, de alquiler, por cada consulta que daba. Su depresión se agravó y tomaba antidepresivos en cantidad y variedad. En las mañanas iba una que otra vez al hospital Pablo Arturo Suárez, ahí pretendía encontrarse y conversar con amigos, incluso con el director, que le dejaban estar, asistir a alguna cirugía y comentar casos. En ese tiempo hizo amistad con los Alvarado Pérez, adquirió Agua Clara, fracasó en el proyecto agrícola que encargó a Adriana y por fin comenzó a gastar la última y pequeña reserva, saldo del remate, por acreedores, de Agua Clara. No tenía otros ingresos, pero tomaba mucho Sanax. Se casó su hija Pilar y él resolvió irse de nuevo al Brasil, llevándose el dinero de Agua Clara, poco que le quedaba. Estando allá, según contó, se cayó de una silla, sobre la cual habría estado, no decía, haciendo qué, le llevaron a un hospital de Sao Paulo, al principio parecía un simple desmayo, salió después de tres días de internamiento, y sin tener cómo costearse la vida, alcanzó con las justas a regresar. Aquí le comenzaron los desmayos, seguidos, uno y otro. Era obvio que algo grave le estaba pasando.  

 

Adriana sospechó de leucemia, la quimioterapia intensa pudo causarle leucemia, él también dijo que podía ser leucemia. Una madrugada le sorprendió un terrible dolor de estómago, Adriana  lo llevó al hospital Andes, dijeron que era de la vesícula, Remigio se hizo sacar la vesícula. La cuenta del hospital Andes, que Adriana esperaba no hubiera, fue importante, recurrió donde la trabajadora social del hospital a exponerle la situación de pobreza que tenían y pedirle que rebajara la cuenta, la trabajadora social dijo que consultaría con el director, y el director no les rebajó ni un sucre. El dolor en el estómago siguió atormentándolo después de la cirugía de vesícula. Volvieron al hospital Andes, tenían fijación con esa casa de salud, lo examinaron y dijeron que era consecuencia del cáncer de Hodgkin y, en ese caso, no podían hacer nada, tenían que ir donde especialistas. Vieron a un neurólogo y a un siquiatra, ambos atribuyeron los dolores de Remigio a su profunda depresión, dijeron que él ya no resistía estar en la realidad, vivía en su propio mundo, al que accedía drogándose. Bajó de peso, con su gran nariz, parecía un pájaro frío y desplumado. Seguía deambulando por el hospital Suárez, sólo caminaba por allí, ni los conocidos saludaban con él, fumaba como nunca. Cumplía un horario de pereza en ese hospital, pedía el teléfono y llamaba a la cantante chiquita, cuando ella lo admitía iba a su casa un momento, pero no faltaba al almuerzo de Adriana. Hacía siesta, se llenaba con tranquilizantes y volvía a salir, las tarde solía ir al centro cubano de tratamiento de columna, daba vueltas por ahí, no tenía pacientes. Caminaba con la cabeza agachada, iba al hospital Suárez y volvía del hospital Suárez, saludaba apenas a conocidos y desconocidos, cuando no bebía iba al salón de billar hasta la madrugada, entonces timbraban a Adriana para que fuera a recogerlo, ya en casa comía algo, tomaba pastillas y se acostaba a dormir. Ya no tenía el apetito de antes, pero Adriana encontraba el modo de interesarlo en su comida.

 

Poesía de Remigio Silva escrita en una hoja suelta de cuaderno: Mama, / cuando compartimos / los líquidos de la vida, / encontré los movimientos / que conservo / para que supieras de mí. / Entonces me enseñaste / ese ritmo / que tiene la alegría, / desde ahí sonrío / y siempre soy nuevo / en alguna parte. / En mi prisión-tuya, / agua y silencio, / existían mensajes / de gente / que estuvo antes. / Después, recuerdo que comencé  / a tener miedo de la escuela, / quería volver / a repartirme / entre cada una de tus partes. / Me habían quebrado el ritmo. / Mi silencio de música / fue aniquilado. / Quiero volver / especialmente / a tus ojos / y a tus manos, / a estar envuelto en sal, / agua y silencio.

 

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Fue cáncer gástrico, luego tuvo una trombosis que terminó siendo pulmonar. Todo a consecuencia y metástasis del Hodgkin, estimulado por el alcohol, el tabaco y la depresión. La trombosis le dio, al principio, en la pierna izquierda, la cirugía con la que le extirparon el estómago canceroso, lo debilitó y por eso le vino la trombosis, se evidenció cuando, bajando unas gradas, por las que Adriana le estaba ayudando, Remigio que cojeaba, se quedó imposibilitado, él sospechó enseguida lo que le estaba pasando, dijo: me acabé. Sentía dolor y calambres en la pierna, tenía una mancha morada en el muslo, llamó a un médico vascular para que lo examinara, el médico dictaminó que era trombosis. Esa trombosis le duró dos meses con taponamiento de arterias, la pierna se hinchó hasta quedar monstruosa, se endureció, ennegreció y terminó en gangrena, tuvieron que amputarla. Luego se extendió el mal al pulmón, se hizo trombosis pulmonar. El médico vascular le había advertido a Adriana: si la trombosis llega a los pulmones, ya nada se podrá hacer. Entre que le dio la trombosis en la pierna y su muerte, pasaron tres meses.

 

Para Adriana, lo que mató a Remigio fue el despido del hospital Andes, desde entonces se precipitó su decadencia. No se mató, lo mataron al impedirle ejercer su profesión. Había sido un excelente cirujano traumatólogo, reconocido nacional e internacionalmente. Nadie lo apoyó, los compañeros de profesión y del hospital lo abandonaron, esos que habían bebido y disfrutado de la vida a costa de él continuaron colaborando con los gringos, trabajando allí sin hacer el menor gesto de solidaridad. No le dieron trabajo ni un cargo provisional en el hospital Pablo Arturo Suárez; los amigos, inclusive alguno que era autoridad y ex camarada, le permitían entrar y salir, y darse vueltas sin funciones y sin pagarle un centavo, su incorporación a ese hospital fue una farsa, hasta de madrugada caminaba por ahí, vistiendo su mandil, pretendiendo que hacía algo, haciendo creer que estaba en algo, cuando no estaba en  nada.  Parecía locura, se preocupaba de que Adriana tuviera su mandil blanco perfecto y planchado,  lo llevaba y traía igual de impecable, doblado, en un paquete. Ya casi no faltaba a la casa, bebía licores fuertes y exigía a Adriana que cumpliera con la preparación del mandil, actuaba para que ella creyera que tenía mucho que hacer, que iba a curar en el hospital mes tras mes, A Adriana le satisfacía que estuviera en casa, pero le dolía su condición, Remigio salía, a veces, a las seis y media de la mañana, daba vueltas y vueltas en el hospital, fumaba mucho y tomaba tazas de café tinto, quienes le veían hacer eso, una y otra vez, lo compadecían. Unos amigos, cuando él murió, le dijeron a Adriana que su muerte ya era lo mejor que podía pasarle. Se había formado y deformado para ser médico social, de hospital, para curar a decenas de pacientes. Sin hospital, no era médico. Pero desconfiaron de él por su alcoholismo y su depresión, y lo excluyeron.  

 

Adriana recuerda una pastilla de color amarillo que lo dejaba adormecido. Cuando salió de la cirugía de extracción del estómago, el cirujano dijo que la operación había estado muy difícil por el deterioro del paciente. Adriana pensó que, de esa operación, no se podría recuperar y menos si tomaba tantos analgésicos y antidepresivos, ya era adicción lo que tenía. Pero permanecía en casa sin saber si se curaría o no. El siquiatra le advirtió que debía atenerse a una dosis determinada de pastillas, pero no podía limitarse, tomaba mayores. Desde antes de que le extrajeran el estómago, ya tomaba cantidades de analgésicos y antidepresivos, después fueron más. Adriana cree que no volvió a estar lúcido. Enviaba a comprar morfina, como era médico y tenía licencia, elaboraba recetas  de ampollas con exceso, Adriana le inyectaba diez o veinte miligramos diarios. Ella consultó sobre esto a los médicos que lo operaron, diciéndoles que las dosis normales ya no hacían efecto en él y tuvieron que subirle la dosis, Adriana asistía al tormento de Remigio, a las quejas y jadeos sin fin por sus dolores incurables.

 

Un año después de muerto Remigio, Adriana volvió a hablar de la cantante bajita, la última querida de él,  con quien él se reunió hasta poco antes de su muerte, Adriana quería  saber cómo fue él con ella y ella con él, pues el ente que vivía junto a Adriana en los últimos tiempos no era ni la sombra del tremendo compadrón que había sido. Nadie como la cantante había hecho peligrar la unidad de la familia Silva Romero, y no solamente cuando Remigio ya fue médico, con billete en mano, sino después de que se convirtiera en el ente agobiado, en el que no quedaba nada de aquel. Yo le buscaba pelea a Remigio, reconoce Adriana, nos sentábamos a conversar y pretendía discutir sobre temas que le habían interesado, pero no respondía, lo incitaba y desafiaba pero ya nadie estaba ahí, parecía presentir su final opaco y turbio. La cantante chiquita me dijo, y no sé si la verdad: yo también lo vi acabado, le pedí: ya no gaste más dinero en mí, no me compre cosas, y ya no cuente conmigo, que me deje ir.

 

La cantante le dijo: Remigito, era una persona especial, lo sé porque me ha contado la vida que ha llevado por años, yo también conocí esa vida medio trágica de la bohemia. Pero a Adriana le intrigaba que Remigio fuera a verla hasta poco antes de quedar inválido y morir, cuando con ella, con Adriana, ya no conversaba, no expresaba nada, entonces ¿por qué? la cantante dijo que, un año antes de la muerte de Remigio, ella le había pedido que ya no fuera a verla, aun faltando al juramento que le había hecho de jamás cerrarle la puerta, iba drogado e impotente, con dificultades para caminar, pero iba. Adriana no encontró la respuesta que buscaba y se propuso no volver a hablar con la cantante, pero volvería a hacerlo, quizás como un modo de estar todavía sobre Remigio, o de descubrir, al fin, la clave de la unidad que mantuvo Remigio con su familia ¿amor? a pesar de  la concurrencia de esa otra mujer, a la que si quiso como a ninguna, La primera vez que Adriana los sorprendió, caminando juntos por la calle, la cantante le dijo altanera: Remigito tiene la llave de mi casa y puede ir cuando quiera. Después, Adriana, ingenua, sacó esa llave del llavero de Remigio y la botó al basurero.

 

Adriana recuerda la noche en que Remigio volvió del billar, llegó grosero, lo acompañaba un amigo y ordenó a Adriana: hazme una maleta, con todo lo que creas que debo llevarme. Adriana le preguntó que a dónde iba. Él dijo: me voy para siempre, a vivir en un cuarto, este amigo me va a prestar un cuarto en Conocoto. El amigo confirmó que le prestaría una habitación y rogó a Adriana: señora déjele ir, que antes de que muera pueda sentirse libre. Adriana se admiró de que el vínculo familiar fuera insoportable para Remigio y  que alguien tuviera la impresión de que ella lo tenía prisionero. Remigio no va a ir donde una amante, como usted puede creer, recalcó el amigo, lo que quiere es estar solo y sentirse libre al fin. Adriana, con lágrimas en los ojos, pidió al amigo que no se lo lleve ¿no ve que apenas puede caminar sin mi ayuda? ya come muy poco, cada hora, porque no tiene estómago, y yo le doy de comer, necesita tomar medicinas y yo estoy encargada de administrárselas ¡no puede estar solo! nunca pudo estarlo ¡no se irá! Ella sintió desesperación al pensar que no volvería a verlo vivo. El amigo cedió, terminó abriendo una botella de vino que había llevado y brindando con Remigio, quien se quedó dormido en casa. Adriana le pregunto a Remigio, al día siguiente: ¿por qué quieres irte si tienes todo aquí? Era el tiempo en que Remigio iba al billar, donde tenía conocidos, uno que otro le aceptaba jugar una partida y la mayor parte de las veces no jugaba, se sentaba a ver que otros lo hicieran, no querían jugar con él porque a mitad de una partida se cansaba y abandonaba. Cuando murió, Adriana vio un cambió en su rostro, pálido él y su gran nariz pálida, Adriana pidió, al maquillador de la empresa funeraria, que no retocara su  rostro, no hacía falta, más bien parecía haberse compuesto, tenía la belleza de la paz.

 

Fue a verme como al año de la muerte de Remigio, me contó que ya tenía un amante, un hombre que acababa de regresar de los Estados Unidos, donde vivía y estaba aquí gestionando una empresa de importaciones que quería instalar. Ella, cuando recién comenzaba la relación con ese amante, le pidió que fueran a la peña donde se presentaba la cantante chiquita. Corría el rumor de que la cantante era propietaria o copropietaria de esa peña, y de que Remigio se la había comprado. Quiso hablar otra vez con la pequeña, que se presentaba a partir de las once de la noche. La peña estuvo repleta, Adriana y su amante estaban acompañados por dos mujeres de la Costa, ella bailó con las costeñas y con su amigo. Cuando salió la cantante al escenario, miró a Adriana, que estaba en primera fila, hizo un gesto de sorpresa y a continuación cantó Nuestro Secreto, haciendo ademanes de dedicarle la canción a Adriana. Cuando terminó el show, muchas personas rodearon a la cantante para felicitarla y brindarle copas. Adriana se acercó a ella y le dijo: cómo estás, soy la mujer de Remigio, ella sonrió, dijo que lo sabía, y agregó: ¿qué quieres? Adriana repitió que saber sobre los últimos tiempos de Remigio, porque él, hasta el último mantuvo una relación misteriosa con ella La cantante, le dijo que a Remigio, un año o más antes de su muerte, le insistió en que no fuera a verla. Dijo la cantante que, por la memoria de Remigio, conversaría con ella sobre  ese asunto, aunque nada nuevo podrá decirle, y le extendió una tarjeta con su número de teléfono. Los guardaespaldas, respondiendo a una señal que les hizo, la encerraron en un círculo y se la llevaron, pues tenía que cantar en otro sitio. Adriana quedó en llamarla, pero no lo hizo, pidió a su amante que la sacara de la peña, se le habían quitado las ganas de hablar con la cantante.

 

Mientras vivió Remigio, sí llamó a la cantante, con el interés casi inmortal de saber sobre el poder de la hembra para mantener vinculado al macho a la manada, ¿acaso tenía ella más poder sobre él? quizás viéndola y oyéndola habría podido comprender si existía y en qué consistía ese poder; porque,  mientras tanto, ese incomprensible romance de Remigio era humillante. Se sentía humillada sobre todo por la idea de que él se hubiera enamorado de una mujer que no era más bonita ni más inteligente que ella. No podía ser. Quiso, al llamarla, comprobar que su caso era otro de los romances de Remigio, de paso; que no era verdad que se había enamorado. No podía ser y, para desvirtuar aquello, quiso hablar con ella y ver sus pobres trazas de mujer usada y vulgar. 

 

Por ese tiempo, Remigio y los compañeros médicos de su promoción celebraban otro aniversario de profesionalización, cumplirían veinticinco años de graduados; con el ministro de salud, compañero de generación, hicieron una fiesta en una finca de las afueras de la ciudad.  A esa fiesta fue la cantante pequeña, Remigio hacía alardes, de tener esa amante, ante sus amigos, la llevaba a sus reuniones, como si fuesen una pareja normal, por ejemplo a la celebración de la Navidad de la clínica San Francisco. Adriana sabía que Remigio gastó, en ella, la parte mayor de la venta de la Villa Mercedes. Él llamó a Adriana, en ese tiempo y desde el Brasil, y le ordenó que le enviara siete mil dólares que sobraban en la cuenta de ahorros y como Adriana se resistiera, se presentó la hermana alcahueta y la presionó para que remitiera ese dinero, porque con esa plata él iba a adquirir un equipo médico especial; no le quedó, a Adriana, otro recurso que mandar el dinero, pero Remigio no trajo equipo alguno, llegó con las manos vacías, aduciendo que le habían robado allá la plata. Adriana, rebuscando en su maleta encontró boletos de avión a la Argentina, para una pareja, y fotografías de los dos en diversas circunstancias y ciudades. Adriana se enteró de que Remigio se había gastado la plata invitando a la cantante a un paseo internacional.

 

Poquísimas veces le marcó el cuerpo con maltratos, según Adriana, aunque lo dijo dudando. Recordó que, recién casados, volvían de una fiesta en un jeep viejo que Remigio manejaba, y él la echó del carro por querer ir a casa y no volver a la fiesta, al intentar sacarla del vehículo, la golpeó con el codo en un ojo; al otro día su ojo estaba negro e hinchado. Adriana pidió permiso en el trabajo, a su hermano, hasta que se le pase la hinchazón, dijo que se iría a unas vacaciones sorpresivas; se fue a  pasar donde una amiga, la misma que, más tarde, al saber de la muerte de Remigio, llamó por teléfono a Adriana y le dijo: comadrita no llamo para darle el pésame sino a felicitarla. Esa amiga costeña fue a contarles del golpe al padre y a los hermanos de ella, los cuales estuvieron buscando a Remigio para pegarle. Pero la cosa no pasó a mayores, ya se había curado y, bien maquillada, se presentó ante su familia y respaldó a su esposo, diciendo que era falso que la hubiera golpeado, la acompañó Remigio para mentir de igual manera, agachando la nariz. Así, con la nariz apuntando al piso, se mantenía Remigio, amputada su pierna izquierda, inmóvil en la cama, esperando que ella le llevara agua de yerbas y pastillas.

 

Remigio, en julio de aquel año, un mes antes de que se casara Pilar, la hija, salió para la celebración del aniversario veinticinco de la promoción de médicos, y dijo que posiblemente no regresaría a casa esa noche. Adriana se ocupaba en confeccionar la liga de la novia. Ese día estuvo preocupada, llamó a una médica, amiga de Remigio, que había asistido a la celebración, supo así que la fiesta había sido en una quinta, y confirmó que en el show había actuado la cantante pequeña; con sospechas mayores, tomó un taxi y fue al domicilio de la cantante, del  que se había enterado averiguando por teléfono y confirmó que el auto de Remigio estaba estacionado al frente. Mi esposo estaba allí, se lamenta hasta ahora. Subió al departamento de la cantante, le abrieron y encontró a unos seis médicos borrachos y a Remigio que abrazaba a la pequeña, Adriana se acercó a él y le reprendió, la cantante, con calma retiró la mano con que él la abrazaba, pero Remigio le pidió: mija no dejes de abrazarme, esta tipa tiene que saber que es a ti a quien quiero. Y siguió: estamos juntos amándonos ya siete años, que lo sepan todos de una vez y tú ¿qué quieres y qué puedes hacer, sopendeja?  Los demás asistían a aquello en silencio. Adriana, satisfecha su ansia de saber, se dio la vuelta y se dispuso a salir del apartamento, y alcanzó a oír que ella le decía a Remigio: mi amor, váyase a la casita para que no venga ésta a hacer problemas, y él le contestó: no, ella no me importa, tiene que saber que te amo. De episodios escabrosos, como éste, se acordaba Adriana cuando lo tenía inválido en su dormitorio, llenó de pastillas e impedido de salir a merodear y lo compadecía más.

 

Cuenta, Adriana, que salió abochornada del departamento de la cantante y fue donde su hija Pilar, al departamento en que ella vivía con su novio, y lloró contándole: tu papá está en una fiesta con esa mujer. Y Pilar le dijo: vamos a sacarlo de ahí y la llevó, timbraron largo tiempo pero nadie contestó, ya tarde el guardia de seguridad las sacó del edificio. Se iban, en el auto, cuando Remigio salió borracho, Pilar lo tomó por el saco y lo sacudió diciéndole: papi cómo nos puedes hacer esto. Remigio respondió: es que esta pendeja tenía que saber. Mientras iban a casa, Remigio la amenazó: esto me vas a pagar, ya verás cómo lo vas a pagar; se refería a haber involucrado a Pilar en el asunto. Adriana descubrió que su hija podía ser el arma secreta y definitiva. Pilar había llamado, por instrucciones de Adriana, a los otros dos hermanos, hubo una reunión familiar alrededor del suceso, Pilar grito y dijo cosas que su madre jamás habría podido decir. Pilar siendo evangélica fervorosa se iba a casar con Juanito que era, como toda su familia, católico, tuvo que aceptar casarse por la iglesia católica para no perder la oportunidad, pero asistía a su iglesia, le confiaba al pastor su vida íntima, el pastor le aconsejaba resignación y confianza en que podría convertir a su esposo a la verdad evangélica.  

 

Esa fue una reunión memorable, nunca antes se había juntado la familia completa, los padres con los tres hijos, para tratar algo, los hijos había sido cero a la izquierda. El mayor, casado y con tres hijos, le recordó a Remigio su pertenencia a la iglesia y que en un retiro espiritual rindió testimonio cristiano de esposo y padre, y cómo ahora había caído en ese repudiable romance pecaminoso. Ese hijo mayor le recordó que, frente a la comunidad, lloró y dijo estar arrepentido por los males que había hecho a la familia. Toda la familia lloraba y agradecía a Dios por lo que parecía una nueva conversión del padre, quién también lloraba a moco tendido y pedía perdón, entonces la familia lo consoló y agradeció. Pero calmados los ánimos, en la misma reunión familiar, Remigio le preguntó a Adriana: ¿cómo puede haber engaño de amor a quien no se ama? y se respondió: a ti no te engaño porque no te amo; y dirigiéndose a los hijos: con la madre de ustedes ya no tengo nada, hace años que no tenemos relaciones, yo quiero a la otra. Adriana reconoció que era cierto, no tenían relaciones, pero con sólo el calor de él, junto a ella, se sentía feliz, dijo, los hijos se acercaron para abrazarla, el mayor le dijo: mami, creo que papá está loco. Adriana replicó: qué le voy a hacer, hijo, lo amo demasiado.

 

Adriana se sabe bonita, pero dice tener fea la boca, por eso no se la pinta, Remigio le había dicho que su boca era de negra, le preguntaba: ¿no te has visto en el espejo? No se pintó los labios, o muy poquito después de que él murió. Tampoco se creía sexi, no debía serlo si Remigio no sentía deseos de ella. Cuando vivió en Santo Domingo de los Colorados Adriana estuvo flaca, y su hermana le había regalado un vestido que le iba grande, así que se propuso engordar poniéndose sueros, le ayudaba, en la operación de engorde, una criada; se colocó la aguja y pidió que la muchacha abriera la llave, el efecto fue doloroso, se le produjo una hinchazón en el brazo y las piernas siguieron flacas. La criada, conmovida, le consolaba diciéndole que sus piernas sí eran bonitas. Adriana abandonó el intento de engrosarlas, tenía una mancha morada y un grueso hematoma en el brazo.

 

Le dije que todos la encontramos bella, Adriana me oyó y se puso a llorar. Tantos le habían expresado que es bella, pero ella se sentía como Remigio le había dicho que es. Remigio, el inmortal en la mente de Adriana, estando una noche en casa de su hermana, Sonia, y cuando todos estaban chumados, un asistente de médicos invitó a Adriana a  bailar y su esposo no la dejó, empujándola hacia la puerta ordenó: nos vamos. Los festejantes protestaron, el colega pidió a Remigio que se tranquilizara y no tratara así a su mujer en público, entonces Remigio lo insultó y agredió a golpes. Nadie entendía el alboroto; el colega, aprovechando la distracción general, abrazó a Adriana por detrás, la apretó e hizo que sintiera su cuerpo, mientras le decía: estás linda, me gustaría contigo, no puedes seguir con este animal. Hasta allí llegó el episodio, Adriana no quiso volver a ver al asistente romántico. Hubo otros casos parecidos, no faltaron hombres que quisieron ayudarla a vengarse del cretino. Sonia estaba convencida de que Adriana había puesto cuernos a su hermano, porque la conducta de él los merecía, pero Adriana decía que nunca, su matrimonio era sagrado. Eso dijo: sagrado.   

 

Adriana oía y veía como las mujeres, inclusive de la iglesia, se animaban entre ellas a tener aventuras, diciendo que eran acreedoras a la felicidad, Dios quería la felicidad de todos, a ella le decían: Él te hizo bella, por tanto  acreedora a la felicidad; pero los pastores le instaban a aceptar al esposo tal como le había sido dado, o sea le exigían lo contrario que las mujeres aconsejaban. Una líder le propuso que cada vez que Remigio la ofendiera, ella respondiera siempre: yo te amo; Adriana aceptó el consejo y lo puso en práctica, pero a él le fastidiaba que repitiera yo te amo, se cabreaba más. Cuando lo sorprendió con la cantante chiquita, Adriana reconoce haberse puesto histérica y haberle gritado: infeliz, ándate a la mierda, malvado, ya no te quiero. Remigio, dice ella, pareció sentirse aliviado, se tranquilizó y dijo: así debes hablarme, diciendo lo que sientes, siempre dime lo que sientes, en verdad soy malvado, dime ¿qué más soy? y ella aprovechó: eres un maldito que no debía haber nacido, y él dijo: es cierto, pero diste conmigo y con nadie más, me encontraste ya eres mía, tienes que vivir con este cruel, maldito y malvado y te esforzarás para hacerle feliz, yo te creé, eres lo que eres porque así te he querido, nos acabaremos al mismo tiempo, quizás yo muera primero pero entonces tú dejarás de vivir. Adriana se sorprendió sintiéndose bien y pensando: no se va a ir de casa, que es dónde lo quiero tener. Al día siguiente, en la cruda, él la abrazó durísimo, Adriana alcanzó a decirle: no eres tan malo, ahora te prepararé un rico seco de chivo.

 

Adriana nació de nuevo, como decían los de la Iglesia del Buen Pastor, en Santo Domingo, hace 26 años. Ahora, ella piensa que nació antes, del vientre de su madre y que, si ha vuelto a nacer, ha sido cuando Remigio murió. Una paciente de Remigio, que se decía cristiana, había sido tremenda alcahueta, escondía las picardías de Remigio y le pedía a Adriana que no le hiciera problemas y dijo: todos sabemos cómo es él, y nos da risa ver que usted disimula la situación. Esa señora fue la misma que convenció a Adriana de que entrara a la iglesia evangélica, diciéndole que Dios la amaba y era el único que podía curarles a ella y al doctor. Adriana se decía católica, devota de la Virgen del Rosario, su madre le había inculcado esa devoción, pero la evangélica iba a diario a repetir que Dios cambiaría Remigio y lo haría esposo fiel y cariñoso. Adriana fue primera en concurrir al templo, luego convenció a Remigio de que asistiera a reuniones de doctrina. Adriana siguió yendo porque iba Remigio y Remigio aceptó ir por educación, antes de entrar al templo botaba el cigarrillo que iba fumando.

 

Con voz mansa, Adriana me contó cuanto le gustaban las plantas, en todas las casas puso miramelindas, que en lugares cálidos se reproducen rápidamente y de muchos colores. La hacienda se llenó de miramelindas. También le han gustado las enredaderas, en la Villa Mercedes cubrió la entrada, muros y puerta con hiedra y con buganvillas. Y la música, desde cuando tenía cuatro años, en la casa grande de su padre, hasta los ocho, pasó todo el tiempo oyendo la radio. le gustaban los pasodobles, los boleros de Leo Marini, Flor sin Retoño, El Carnaval de Guaranda, los Tangos, el vals Alma Corazón y Vida. la guaracha Tu Boca, Solamente una vez, Voy Gritando por la Calle. Su padre oía a los Benítez y Valencia y a Carlota Jaramillo. Cuando ella creció, le gustaron Angélica María, Enrique Guzmán, Rafael, Sandro, Los Iracundos. Se podía sentimental oyendo Angelitos Negros y el yaraví Collar de Lágrimas. Su madre cantaba Dos Almas, Adriana no olvida ese bolero.  En los malos ratos, sonríe y canta, o silba, le ha gustado mucho silbar, por lo que Remigio le dijo: pareces albañil. Pero ella cree que, con su música, como dice la canción: se hizo flores de sus penas.

 

Después de la muerte de Remigio, Adriana volvió a oír música. Cuando se convirtió botó sus discos, algo que no se perdona. Los cristianos le dijeron que su melancolía se debía en gran parte a que escuchaba música triste, música del mundo. Adriana creyó que su música podía ser maldición, arrojó la discoteca que había sido de sus padres. Veinticinco años sin sus canciones. El pastor le hizo poner atención a las letras de Julio Jaramillo, y encontrar en ellas sólo fatalismo y desesperanza, entonces Adriana oía la espantosa música cristiana de la radio evangélica y de los casettes que vendía la iglesia. Ya no, ahora he renacido para la buena música romántica, dice. Por ironías de la vida, la cantante chiquita también había sido cristiana evangélica durante una época, y grabó himnos: vamos subiendo peldaños, vamos a llegar a una cruz... ya viene la recompensa, yo ya no voy a llorar porque Cristo ha venido a mi vida... y sus canciones las pasan todavía en la radio evangélica, cuando la cantante ya no es evangélica sino pecadora pública. Desde que ella canta en la peña que, dicen, le había regalado Remigio, hasta ahora, la radio evangélica pasa sus canciones cristianas, es admirable.

 

Remigio se sentía poeta, obligaba a Adriana a leer y grabar sus poesías, las hacía repetir hasta diez veces. Durante casi un año Remigio asistió a un café donde poetas leían sus composiciones, se compró una boina y una grabadora para concurrir a ese café. Improvisaba poesías y las escribía en el primer papel que llegaba a sus manos.

 

Poesía del doctor Silva escrita en una servilleta: El amor / es un sonido bajo / que fluye / desde el centro / del ombligo. / Cierra los ojos / y oídos, / abre la compuerta / de los sueños, / hay un fluido / de luz / por toda la piel, / hasta en la punta / de los dedos. / De él respiras, / tomas agua / y te calientas. / El amor / es luz / diseminándose / en la piel.         

 

                                   o O o

 

Mientras toda la familia de su difunto esposo fuma, la familia de ella y ella misma no lo hacen, pero los tres hijos de ella, Pilar y los dos varones, fuman, Adriana quiso pero no le gustó, en cambio le fascinó la borrachera,  no puede dormir sin haber ingerido una dosis mínima de licor, es mala catadora, no diferencia un buen vino de uno malo, le echa agua a cualquier licor, se lo toma, y siente que el mundo se transforma con más brillantes colores  y ella se vuelve esponjosa y acalambrada. Adriana sigue encontrando felicidad en la fiesta y la música. No sabe de pintura, no lee de ordinario; recuerda haber ojeado Los Miserables porque Remigio la obligó a hacerlo, también Cien años de Soledad, Pantaleón y las Visitadoras, y Confieso que he vivido de Neruda, El lobo Estepario y La Peste y algunos libros evangélicos. Hubo un tiempo en que ella se volvió gnóstica, porque Remigio la indujo a hacerlo, ahora se refiere a ese gnosticismo como a otra locura de Remigio que ella compartió para que no la jodiera. Algo que nunca pudieron los evangélicos fue hacer que ella cayera hacía atrás, ante un pastor, para probar la confianza en Dios y los hermanos, cuando un pastor la impulsó, ella abrió los ojos y le dijo con fuerza: no me empuje;  no colaboró con ese supuesto acto de fe, que en realidad era un mero truco, los pastores empujan a los fieles, no el Espíritu. Hace poco cumplió cincuenta años y es una viuda bonita, no denota decadencia por la viudez, todavía no se le ven canas.

 

Adriana cree que estuvo a punto de morir, o murió, cuando le operaron para extirparle un pequeño tumor que apareció en su rostro, dice haber perdido el conocimiento por la anestesia, estuvo en un inmenso corredor, caminó por él hasta que oyó la voz de su hijo mayor que la llamaba. Por esa experiencia sabe que la muerte no es de angustia ni susto, sino que acontece. El médico que la operó hizo venir a Remigio para que asistiera en la emergencia, él oyó gritos de Adriana mientras se recuperaba de la anestesia. Remigio, furioso, amenazó al médico por operarla sin haberle hecho exámenes de antecedentes clínicos y sin haberle pedido autorización a él. Así estuvo de vuelta a la vida, lo que fue algo traumático. En vez de la hora que le dijeron que duraría la extirpación del lunar, estuvo en cámara de oxígeno cuatro días. El hijo mayor, que había llegado al quirófano, cuando Adriana estaba con paro cardíaco, gritó mamá, Adriana oyó ese grito y se volvió, no avanzó más por el pasadizo sin final, su salida de la vida  fue suavecita, sin dolor, se sintió ingrávida, no estuvo turbada pero sabía que se estaba muriendo. 

 

Remigio ya era abuelo, el hijo mayor había tenido su primer hijo cuando llamé por teléfono a la cantante pequeña, le lloré, y la cantante le respondió: a mí no me jodas, todo lo que dices es porque estás dolida al ser rechazada por quien me ama a mí, y colgó el teléfono. Por eso, en lo más profundo de su ser, Adriana esperaba que Remigio muriera para poder acostarse con otros, ya nada le importaba de la moral cristiana, se trataba de la elemental reivindicación femenina, de ser aceptada. Ahora tengo otro corazón y otra manera de pensar, dice, sé que, en mi madurez, lo que haré no será con pasión, como la que sentí por él, ni la ternura con que me habría gustado entregarme, lo haré para sentir que soy mujer, nada más.

 

A lo mejor ella no amó a Remigio tanto como ha dicho, o no lo hizo del modo inocente y puro que presume. Con la muerte de él parece haber concluido una larga batalla, pero ella no deja de asegurar que siempre buscó la paz. Le ayudé a vivir, dice, lo acompañé donde el siquiatra, fui a hablar con ese psiquiatra a escondidas, para que me dijera cómo hacer mejor con él, conseguí que le recete tranquilizantes y aumente la dosis. Remigio, al principio,  no aceptaba nada, ni un vaso de agua de orégano, pero al final sólo tomaba lo que ella le ofrecía. Adriana se siente responsable del alcoholismo de él, lo fomentó, lo estimuló y lo soportó. No ha descifrado todavía cuánto del alcoholismo de Remigio fue por amor a ella y porque ella lo amó. Quizás si Adriana lo hubiese rechazado, cuando estaba borracho, él habría cambiado, pero ella dice que el camino era de tolerarlo con sus extravagancias, vicios y torpezas, o separarse de él, algo impensable. El siquiatra le dijo a Adriana que la solución no sería que lo abandonara, pero tampoco que fuera tan pasiva, ella piensa que el psiquiatra tampoco la entendía. Desde que se enfermó de cáncer, Remigio visitaba a siquiatras, esperando que le recetaran Valium y otros tranquilizantes, bebía licores fuertes y después tomaba Fricium, Ativan, Librium, Librax, Roinol. Al final de su vida tomaba tranquilizantes, antidepresivos y somníferos, combinados con alcohol. Hasta el último tomó Somno. Por años y años, desde que cumplió veintidós y, estando ya en quimioterapia, adquirió esas adicciones, que le duraron treinta años. Él mismo se reconocía drogadicto. A Adriana le parecía que él ya no tenía sentimientos normales, se hizo indolente, una persona ida.

 

Adriana, con minucioso rencor, registró a las ex amantes de su marido, como para hundirlas en la basura del pasado:  una compañera del colegio, gordita,  morena y de pelo largo; Aurora, mujer con cuerpo costeño, de veintiocho años, divorciada y con dos hijos; la Gata, enfermera, vivió con él durante el rotativo, simpática y alta; Gloria la colombiana, morena, gordita, de pelo corto; Rosa, tipo indígena, prostituta; la Manaba, rubia, también prostituta; la mujer que entró a la casa, cuyo nombre no supo, a la que brindó café con humitas, bonita, viuda, alta y delgada; la ucraniana, blanca. no bonita; la médica, blanca de pelo negro, graciosa. Y la cantante chiquita, con voz modulada y estatura insignificante. No había tipo especial de mujer que Remigio prefiriera, decía que le gustaban las de blue jean, quizás por eso tuvo una hipi, de las que hacen artesanías para venderlas en las aceras, con ella se fue a Guayaquil, en un carnaval, llevándose sin autorización el carro de un amigo. Remigio le dijo a Adriana que frecuentaba tanta mujer porque pensaba hacer una novela sobre ellas. Soy promiscuo decía, tomo mujeres para una o dos ocasiones, no me comprometo con ninguna, son material para una obra de ficción. Ya está muerto y no le sirvieron para novela alguna.

 

Adriana se ligó cuando tuvo veintiocho años para no tener más hijos, los dos primeros los tuvo con parto natural, pero al último lo tuvo con cesárea, por eso tiene una cicatriz fea en el vientre. También el último fue el único parto en que la asistió Remigio, junto al ginecólogo, su esposo la cosió y la cosió mal. La relación de Remigio con sus hijos era buena, a su manera, cuando llegaba borracho despertaba al mayor, a veces en la madrugada, ponía música de Mozart, le contaba sobre el compositor, también le hablaba de pintores y otros personajes famosos. Los hijos salieron cómodos para ambos padres, se llevaban dócilmente con ella, o bien con él que era consentidor y nunca les prohibía nada. A Pilar no le gustaba estudiar, iban a bajarla de grado porque en matemáticas no daba una, Adriana quería ponerla en clases extras, pero Remigio pedía respeto para ella, que si no quería estudiar, pues que no lo hiciera. A la hora de las comidas, si ellos no querían sopa, recurrían al papá para que los respaldara, Remigio reprendía a Adriana por no saber qué beneficios alimenticios tenía la sopa y querer, sin embargo, obligarlos a tomarla, y los chicos se salían con la suya. Los hijos dicen, ahora, que tuvieron una buena relación con el padre. Adriana, en cambio, dice que no fue así, ella agradece a las iglesias por la labor educativa que hicieron con sus hijos, si sólo hubiese existido la influencia del padre serían delincuentes, Adriana los llevó cada domingo y entre semana a los grupos eclesiales de niños, luego de adolescentes y por fin de jóvenes, a alguna de las cinco iglesias evangélicas en las que militó: la del Divino Pastor, en Santo Domingo y la Del Redentor, en el Ejido de Quito; Edificio sobre la Roca, en El Batán y De la República, al norte de la ciudad. Fueron varias iglesias y muchos pastores, pero Adriana habla siempre de La Iglesia.

 

La primera reunión de la iglesia a la que asistieron los esposos fue en domingo, ingresaron al final del culto, como habían establecido los pastores para los nuevos, y pidieron que pasaran al frente los que querían aceptar al Señor como salvador de sus vidas, Adriana no |se atrevió a pasar todavía, tenía en sus manos al último hijo de menos de un mes de nacido; en cambio Remigio pasó con los otros dos hijos y en cuanto pidieron que se expresaran los que querían tener un cambio en su vida, Remigio se postró llorando como un niño, arrodillado gritaba que quería cambiar. Adriana lo vio y sospechó por lo abrupto de la conversión, conociéndolo vio que sentía poco o nada de lo que decía, tuvo la impresión de asistir a otra de sus dramatizaciones, y de que no le  quedaba el papel de tan arrepentido. Esa iglesia de apariencias y confusiones, sin embargo, fue para Adriana un soporte moral para mantener su hogar y su marido, creyó en Dios, tuvo fe.  Cuando murió Remigio, la cosa cambió, Adriana se sintió libre, sin la carga de redentora y salvadora, por tanto también libre de las iglesias, los pastores y los fieles. Desertó de la iglesia. Increíble pero Remigio asistió a la Iglesia veinticinco años, hacía retiros, oraba junto a los pastores, oraba antes de comer. Cuando Adriana, se separó de la Iglesia, se fue de ella confesándoles, a los pastores, cómo Remigio y ella misma los habían engañado y cómo ella acató consejos que nunca sirvieron. Su obediencia había llegado al ridículo, confió en una líder cristina, a quien le contó que no tenía relaciones maritales, que la instruyó para que, en las noches, cuando Remigio se hubiera dormido, se arrodillara  ella y orara con las manos sobre el pene de él, pidiendo al Señor, que todo lo puede, le cure; eso hizo Adriana, por un tiempo, sin que hubiera resultado positivo, desde luego.

 

Adriana tiene un anillo barato de compromiso, que se pone en el anular, el aro de matrimonio le duró menos de seis meses, tuvo que venderlo para cubrir necesidades de la casa. Parece que ella piensa que todavía está casada con Remigio, el alfa muerto, y que sigue sometida porque ahora sirve a los hijos, así conserva la posición jerárquica que mantuvo unida a la familia. Por el momento sirve a su hija Pilar que es abusiva, se divorció por capricho de su primer marido, no le gusta trabajar, se cree pieza valiosa para los hombres y se dice cristiana pero tiene costumbres paganas; soltera de nuevo se fue a vivir con un español guapo que la preñó, la hizo abortar y los operarios abortadores  hicieron tan mal que la dejaron estéril, el guapo español se largó, ella volvió a buscar y se casó con un chico ingenuo, parecido a Juanito pero, a diferencia de éste, pobre y trabajador. Ahora mismo la señorita Pilar, como la llama su mamá,  le pide por teléfono, la dirección de un banco, en vez de consultar la guía telefónica o llamar a información. Pilar tiene treinta años bien trajinados, cuando se preparaba para el primer matrimonio, no quiso que su mamá la instruyera y aconsejara sobre nada, acudió a la iglesia que se encargó de informarla de todo, inclusive de lo sexual. El esposo actual fue católico y por amor a ella se hizo evangélico. Adriana dice que el marido de Pilar y la misma Pilar son un par de mentirosos que la llaman con frecuencia para que cuide a los hijos, concebidos mediante fecundación in vitro, que les salieron gemelos; hace de niñera entre tres y cuatro días a la semana y no le pagan nada.

 

Adriana dice que desde hace tres meses  tiene un amante, cuando de la muerte de Remigio había sido medio año. Tenía curiosidad urgente de saber si yo era normal, dice, y, oh sorpresa, mi amante afirma que soy la mejor que ha tenido.  Él es casado. A los seis meses de quedar viuda, Adriana se hizo de ese ingeniero, con cuya familia vive en los Estados Unidos,  pero viene al país por temporadas. Comenzó llevándola a un café, ella se mostró disponible, él la invitó a visitar la provincia de Imbabura, y se acostaron por primera vez en un hotel de Otavalo. Fue toda una reivindicación acostarse con su amante en Otavalo, la ciudad maldita, donde ella sufrió por su marido traidor. Tuvo un intenso orgasmo, el tipo es tierno y delicado; al día siguiente se despertaron temprano y tuvieron otro coito, corto, porque el tipo no dio más. Ella insiste en que quería probarse y lo hizo, además le ilusiona el tipo.

Su amante le ha tratado bien, la ha piropeado, ha hecho lo mejor que ha podido en la cama, pero no tanto como ella esperaba. Le ha impresionado la indiferencia postcoitum del ingeniero, no es macho exigente y fuerte, tampoco detallista. La ha invitado a su casa, al bar y al café, pero parecería que ella le interesa como personaje de un episodio transitorio, ¡a ella, que fue condición de posibilidad de aquel hombre intenso! a ella que nunca había tenido, hasta ese día, otro hombre que no fuera Remigio, y de pronto se hizo amante del ingeniero gentil.

 

Adriana sigue, ahora, cargada de deudas, debe en cantidades apreciables, compra carros que terminan en manos de sus hijos, al último le compró uno pagando entrada del quince por ciento y firmando pagarés por el resto. Ese último hijo, Domingo, se fue a una gira por Australia ofreció que pagaría desde allá las cuotas, pero no lo hizo. Adriana hace trabajos ocasionales de cuidado y arreglo de casas, va tirando; no le falta para alimento y vino. Está tratando de que su hija se marche a Australia, Pilar ya divorciada, arrejuntada y vuelta a casar, no se acostumbra a los trabajos que hay aquí, ni al sueldo básico del esposo, preferiría aventurar de ilegal en tierras lejanas, cree Adriana y  la estimula a seguir ese camino.    

 

La depresión fue el principio de la enfermedad de Remigio, luego el cáncer al estómago. La alta cúpula de misioneros de la iglesia, propietaria del hospital Andes, en cuyo templo lloró fervoroso, apoyaron su salida del hospital, entonces él no volvió a llorar en el templo. Adriana se enfrentó a los gringos de la iglesia y del hospital, misioneros millonarios, lo defendió aun cuando dijeron que lo sacaron por hacer alardes de sus adulterios en pleno hospital. Cuando recayó, a poco de regresar del Brasil,  tenía que andar, el mayor tiempo posible con Adriana a su lado, a veces temblaba y sudaba porque se le bajaba el azúcar en la sangre, era también diabético, por eso Adriana llevaba funditas con azúcar que se las administraba cuando le venían  crisis. Ya era como un niño, recuerda Adriana, y tenía ese juguete querido que era la cantante enana. Cuando iba a salir solo, en las tardes, le ponía caramelos en los bolsillos. Él estaba cada vez más entregado a ella, en sus manos, como que iba haciéndose niño y ella su madre. Me pedía que le compre caramelos, dice, cuando murió, tenía dañada la dentadura, cariada toda por los caramelos, además de amarilla por el tabaco. Ella y la iglesia cristiana hablaron bien, en su tiempo, de Remigio, enseñaron a los hijos a apreciar al padre, como caballero y médico que fue, un ilustre traumatólogo víctima del mundo y de la fragilidad natural y que, por humano, habrá ido al cielo.  El último año no pudo hacer otra cosa que estar en casa, no tenía estómago, digería con dificultad las coladas que eran lo único que podía pasar. Le gustaban las bebidas energéticas, los jugos para niños y las papillas, Adriana le proveía cantidad de éstos alimentos y también tarros de leche condensada. No aceptaba la gelatina que Adriana preparaba, la insultaba si ella insistía en que los energizantes eran agua con azúcar y que le convenía más la gelatina. Remigio se hizo muy moreno, al principio, y luego se tornó amarillo.

 

 

Remigio pensó que, volviendo del Brasil, la cosa aquí sería diferente, que conseguiría empleo como cirujano traumatólogo, también vino con la idea de hacerse distribuidor de piezas metálicas para prótesis, había contactado con los fabricantes, allá en Brasil que le habían ofrecido la exclusividad en Ecuador. Hizo que Adriana y los hijos anduvieran investigando leyes y procedimientos para importar dichas piezas, los tuvo en un correcorre durante semanas; al final fue una idea hueca, casi una farsa, dice Adriana, nunca trajo nada, no importó nada, no tenía capital. Después comenzó el vagabundeo, tomada tanto licor y antidepresivos que en una ocasión  durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Quería que estuvieran las cortinas cerradas, veía durante horas y horas la televisión. Adriana vendía cosas de la casa y otras que le daban a comisión, para sobrevivir, de las cuales, unas fueron a parar en mi tienda.   

 

El hijo mayor tiene un carácter parecido al de su madre, manso y cordial, su familia es estable, a pesar de que él es alcohólico, tiene tres hijos, su esposa es una guachafita, como decía Remigio, y todo son cristianos, pasa por el mundo sin hacer ruido. Pilar es otra cosa, se sirve de la madre para que sea niñera de los gemelos, y le consiga recursos que el marido no le da, sigue creyéndose mujer fatal, y eso que se la ve un tanto descompuesta, el marido le ha perdonado unas cuantas. El menor es parecido a su padre, de hecho casi rinde culto a la memoria de Remigio, golpea a su mujer, con quien no se ha casado, pero la ha llevado por el mundo, han estado en la Argentina, en Europa y por último se fueron a Australia, allá todavía la golpea, su mujer es gringa norteamericana; él ha llamado a su mamá para que vaya a cuidar a los hijos, que ya son tres, y Adriana está preparando papeles para ir a Australia. Domingo dice que nadie hay mejor que su madre, Adriana, para educar a los críos, le ha enviado pasajes y alguna plata para el viaje; él todavía estudia algo moderno. Adriana mantiene la ilusión de que existe todavía su linaje; pero verá inevitablemente que los hijos han formado otras familias, son harina de otro costal, pertenecen a otras manadas.

 

Remigio tuvo cáncer, pero no murió por cáncer, sino por deficiencia inmunológica, algún médico creyó que tenía sida, murió de muchas cosas, lo más grave: una trombosis aguda. Sin estómago, estuvo adelgazando y comenzó a tener problemas de circulación, la ropa le quedaba grande y el cuello de las camisas flojo. La trombosis en el muslo fue fea y dolorosa, tenía como huella de una coz, dice Adriana; fue como la yapa, un adicional, a todos los males  que tuvo. Nunca fue sano. La trombosis era algo improbable, pero le tocó, en tres meses se desarrolló hasta hacerse gangrena, le amputaron la pierna, aparentemente de eso murió, pero fue de trombosis. Un año, desde la cirugía de la extracción de estómago, lo pasó junto a su mujer, en casa, comía bocaditos suaves, cremas y papillas que Adriana hacía con frutas y otras que le compraba y a ella le parecían adecuadas, no las comidas enlatadas para niños que eran caras, en su lugar le hacía gelatinas de varios sabores. Con la trombosis, la pierna se hinchó hacia abajo, después la hinchazón avanzó para la ingle, se iban taponando sus arterias, le inyectaban descoagulantes, lo hacían dormir con el pie levantado. Pero sus defensas eran deficientes. El médico creía que moriría por paro cardiaco, era lo previsible en alguien tan anémico. Los últimos ocho días no se movió de la cama, en la mañana de un viernes pidió a Adriana el teléfono para llamar a la cantante chiquita; ella se lo dio y le ayudó a marcar pero no se quedó a escuchar lo que diría, salió del dormitorio, no le interesaba ya no podía perderlo. 

 

Tras la muerte de Remigio, Adriana quedó con deudas del hospital, de la farmacia y de los médicos, algo pagó con tarjetas de crédito y de esas tarjetas vive esclava hasta la fecha. Como treinta mil dólares está debiendo. Remigio le había pedido que si caía en coma no lo trasladara a un hospital, pues sabía que así le salvaran del coma, tendrían que amputarle la pierna. Remigio, avergonzado, pedía perdón a Adriana, por causarle tanta molestia con su enfermedad y por la mala vida que le había dado; entonces, Adriana le dijo, timbrando bien la voz: nunca te voy a perdonar, jamás, pero no son molestias las que tengo que pasar, hago lo que debo y con gusto. Fue para herirle, reconoce ella. Remigio lloró. Cuando logró acomodarlo otra vez en la cama, lo aseó y lo besó en la frente diciéndole: no, vida, si te perdono.

 

Aquel día, a las tres de la tarde fue a visitarlo su hija Pilar; poco después llegó el mayor, Remigio conversó con ellos, tomó algo de líquidos, oraron. Llamó por teléfono Domingo, el hijo menor, desde Inglaterra, donde había viajado, conversó poco con él. Al fin de la tarde pidió su somnífero, Gabriel se quedó a dormir, en otro cuarto, para ayudar, al día siguiente, a llevarlo al hospital para los chequeos de la semana. A las doce de la noche, Adriana se despertó y  fue al dormitorio donde yacía Remigio, al prender la luz vio que él se estiraba, con expresión de descanso, y la mirada fija. Fue a avisar a su hijo: tu papi murió. Fueron al dormitorio, se abrazaron, le cerraron los ojos y lo dejaron estar. Adriana estaba con el ánimo amortiguado, por efecto del somnífero, no podía llorar, lo vio morir como llegando a una meta. Ya no tenía sentido su vida, un año acostado, yendo de hospital en hospital. Sus familiares e hijos se ocuparon de los detalles. Remigio no se estrenó el  último terno que compró, habano, de color brasilero, decía él, fue con el que lo enterraron. En el velorio hubo poca gente extraña, unos médicos y de los revolucionarios de antaño: nadie. Cuando terminó el velorio, los Silva, comenzaron a tomar trago en el local de la funeraria, Pilar y Gabriel volvieron  a sus respectivas casas, Adriana regresó sola al departamento, en la cama persistía el olor de Remigio. No tuvo temor sino una sensación de descanso como jamás había tenido.

 

Ella repite que a su fantasma lo sigue amando con el amor de siempre y que nunca dejará de amarlo, lo ve también como una pesadilla de treinta y cinco años, en un viaje cruel. Le decían: te vas a morir ahora que Remigio no está, pero lo que ocurrió fue que Adriana comenzó a dormir a pierna suelta tras unos vinos, a comer bien, a despreocuparse. No murió sino que está suelta de huesos, libre de la férula de su absurda religión, mejor vestida y hasta disponible. Quizás se sentía vengada, se lo mencioné, pero sonríe y dice que no entiende de venganzas, sólo de la vida simple y sin pretensiones.   

  

Párrafo del discurso que dio el doctor Remigio Silva en los funerales de su padre, don Carlos Silva: La mejor manera de despedir al Carli será reconciliándolo con las nuevas generaciones, con los nuevos. Hablar a éstos de los tantos caminos que uno puede escoger y solo por amor preferir el que hace sonreír a los demás, gozar y festejar a los demás. Ser serio en la vida no es ser también triste. La vida debe ser más vivida, seriamente vivida, para que en ella florezcan la luz y la alegría. Invito a que, abiertamente, hoy olvidemos nuestros errores, lo hago casi cínicamente, también enterremos hoy nuestros lados flacos. Y vamos a ser mejores. Ciertamente no fuimos buenos, porque no hay uno, en la tierra, que pueda serlo. Pero, aunque raye en el engaño, nunca más nos acordaremos del mal que hicimos y que les hicimos heredar a los nuevos, sin querer o sin saber lo que hacíamos. Olvidemos el lenguaje de la burla, que dejen de pasarnos la papeleta por nuestros errores... Ya partió el Carli, partiremos nosotros y luego los nuevos, es la rueda infinita de la vida. Con nosotros desaparecerán las manchas que dejamos al paso de la peregrinación, también los odios, los resentimientos y las burlas. El Carli se dirigió a la luz, su camino por el mundo fue duro, casi siempre necesitó las velas de la noche, vivió décadas difíciles que lo hicieron finalmente duro, demasiado duro, trabajador, honesto y triste.

 

FIN


 


 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                             MARÍA LORENA

 

 

Es alta y rubia, gringa, con aspecto un poco descuidado, habla sin acento extranjero, como provinciana de la  sierra, trabaja en nuestras oficinas desde hace más de un año, traduciendo textos del castellano al inglés; y ha venido confiándonos la historia de su vida, nos ha dicho que ella cree que sus padres adoptivos fueron específicos en qué esperaban, de un hijo o una hija, que tuviera pelo rubio y ojos azules. Mis padres biológicos, ha dicho, gringos norteamericanos, campesinos, les dieron una hija que cumplía esas condiciones y mis padres, nobles riobambeños, hicieron realidad su ilusión. No querían, por hijo un longuito de la localidad, oscuro y cerdoso; aspiraban a mostrar uno o una que captara la aceptación, cuando no la envidia de los miembros de su sociedad. Eran de clase alta, cuyo distintivo, aparte de la riqueza que le producían sus haciendas, tenía que ser el parecido físico con los españoles que habían conquistado estas tierras, blancos y colorados, caras amplias y cuyos descendientes explotaron a los indios en exceso, para viajar y derrochar con boato. Las haciendas de los principales nobles terratenientes son inmensas, contienen pueblos y aldeas y van desde la sierra hasta la costa. 

 

Mis padres pretendieron que me pareciera a ellos, tanto como para pasar por su hija biológica. Lograron que alguna gente dijera que me parezco a mi papá, o a mi mamá, o a mi abuelita. Mi padre es rubio y tiene ojos azules. Mi mamá tiene ojos y pelo oscuros, pero, lo mismo, dicen que me parezco a ella. Es raro que a quien me parezca de verdad sea a mi abuelita. Mis recuerdos del preescolar, los más antiguos que conservo, son de mi mamá llevándome de la mano, a dejarme en un kínder; ahí, un niño tomó mi lonchera, la abrió y se apoderó del contenido, yo no sabía defenderme, sentada, inmóvil, miré cómo ese niño sacaba las cosas de mi lonchera y las ponía por los lados. Yo había estaba protegida en mi casa, me alejaban de todo lo peligroso, me cuidaban de los juegos de otros niños, de las personas desconocidas, de lo ajeno. Me enseñaron a mantenerme alarmada y con miedo. Todo lo que yo usaba tenía que estar hervido, ropa, juguetes, vajilla, alimentos. Comí un mango a los doce años, donde una amiga, en mi casa estaba prohibido, por peligroso, portaba tifoidea. Mis juguetes se deformaban tras varias hervidas. Los helados de la calle podían ser mortales. Me hicieron tan delicada del estómago que, en efecto: alimentos sanos me sientan mal.

 

En mi niñez jugaba sola, pero tenía muchos juguetes, los más caros. No me los compraban juguetes sólo en Navidad, sino siempre que aparecía uno nuevo o alguno se ponía de moda. Mi familia ha estado compuesta, desde siempre, por mi abuela materna, mi mamá, mi papa y yo. Durante mi niñez, por un tiempo, llevaron a unos primos para que jugaran conmigo. Pero, desde la adolescencia, me distancié de ellos y volví a quedar sola. Cuando tuve doce años, mi prima de once, me pegó en la cabeza como resultado de algún juego, pero tuve tal resentimiento que juré no volver a estar con primos, y así ha sido, hasta ahora.

 

He vivido en una única casa, situada en la ciudadela Mariscal Sucre, que fue el barrio de la clase alta hasta hace treinta años. De residencial, tranquila y sin tránsito, se ha convertido en zona roja. Ahora, desde mi casa, oigo música estridente, de cabarets y discotecas, que no deja dormir hasta la madrugada, los vehículos circulan haciendo ruido, no hay donde parquear, casi no se ven pájaros, las calles son sucias, la Mariscal es un desastre, hay vendedores de adefesios y drogas en las veredas. Nada queda del barrio precioso de hace treinta años.

 

Seguimos viviendo en la Mariscal porque mi abuelita y mis padres tienen más terror al cambio que a la delincuencia que pulula por el lugar. Estar cerca de supermercados, farmacias, iglesias, paradas de buses, es importante para ellos, todo a la vuelta de la esquina. Nuestra habitación es grande, consta de cuatro dormitorios, estudios, tres baños, sala, comedor, cocina, todos amplios. Está amoblada a la antigua, con sillones franceses, que han estado con la familia cuatro generaciones. Mi abuelita me cuenta las historias de uno y otro mueble, hay alguno que lo trajeron de China, hay una mesa napoleónica con incrustaciones de concha perla y carey, arañas de cristal de roca con treinta luces, que fueron hechas para velas y después les adaptaron focos eléctricos, un piano de cola en el que mi abuelita tocaba pasillos compuestos por ella misma.

 

Nuestra habitación no es una casa sino parte de un edificio de siete pisos, en la planta baja hay una agencia de viajes, en los pisos superiores, oficinas, menos en el cuarto piso, que es el apartamento amplio y asoleado que ocupamos. Mi dormitorio es lo único diferente en ese departamento, nada en él es antiguo. Las cosas, aun las que han quedado inútiles a través del tiempo, se conservan, embodegadas, en lo que fue el estudio lujoso de mi padre, allí hay mil objetos dañados o que ya no se usan. Recuerdo de mi antiguo dormitorio tenía, detrás de la puerta, una estantería tallada y redonda y a esa estantería, mamá había hecho casa de muñecas, la cama estaba en el costado izquierdo, con espaldar alto y tallado, al frete de ella había un cheslón largo, amarillo, tallado, con tapiz de barquitos, frente a la ventana una mesa menor, también redonda, con tablero enchapado, conteniendo juguetes de peluche, a la derecha dos estanterías, con vidrios, llenas de juguetes plásticos, también había una lámpara de pie, rosada, con tres focos, la ventana daba a la calle, al frente había una casa bonita, ahora hay un edificio cuadrado.

 

Cuando era niña me gustaba entrar en la sala, porque era una estancia prohibida: llevaba mis muñecas y me instalaba bajo la mesa, hacía sonar el piano, entonces iba mi abuelita y me regañaba, me decía no debo entrar a la sala, que no debo desordenar las porcelanas y demás adornos delicados. Yo me irritaba oyendo a mi abuelita: ya está la María Lorenita jugando en la sala, le he dicho que no entre allí, por Dios, y no me hace caso; hijita aquí no se juega, decía con voz atiplada. Mi abuelita fue personaje importantísimo en mi vida, pero a veces, tan enervante, que me provocaba rebelarme. En realidad fui dócil, no recuerdo haber hecho una travesura importante, la máxima fue mezclar el café instantáneo, de un tarro, con azúcar y agua, hice una masa oscura y pegajosa, yo tenía cinco años. Cuando tuve siete, hice otra, me robé una mascarilla facial de mi madre, de las que se aplican cremosas y se levantan sólidas, y la puse por todo lado, despegarla me producía placer; Abuelita hizo una espectacular gritería, vengan a ver la barbaridad que ha hecho la María Lorenita, qué horror, gritaba. Detesto que me llamen María Lorenita, es horrible el diminutivo.

 

A ninguna de mis muñecas llamé María Lorena y me prometía que, si llegaba a tener una hija, tampoco le pondría esos nombres. Mi rebeldía no iba muy lejos, una vez me enojé tanto con mis padres que les dije me iba de la casa, metí en una canasta ropa y juguetes, llegué hasta el ascensor, no pude ir más allá y regresé. Procuraba no contravenir en nada, ni seguí orinándome en la cama que era un hecho inconsciente, cuando ya fui grande. Sentía que no tenían derecho para reprenderme, aun por causas que parecían justas, desde que supe que había sido adoptada. Pensaba aunque creo no haberlo dicho: déjenme en paz, son los peores papás del mundo, ni siquiera son mis papás, los odio. Creo que siempre supe que había sido adoptada, les habían aconsejado que era lo mejor, para mi salud sicológica, que me lo dijeran lo antes posible. Yo utilizaba eso para acusarlos de haber cometido conmigo abusos, pues no eran mis padres. Era mi réplica a sus reclamos por mis contravenciones, que yo consideraba pequeñeces. Al no ser ellos mis padres biológicos, no tenían derecho a reprimirme. Esto les afectaba mucho, alguna vez que se los dije, mi padre lloró. Yo deseaba que mi abuela no viviera con nosotros, que se muriera, era una viejita represora, a quien todo lo que yo hacía le parecía mal.

 

Mis padres me quisieron de forma, me protegieron mucho, me enviaron a la mejor escuela, cuidaron de que tuviera la mejor alimentación, pero no recuerdo que me hayan dicho que me amaban, no me abrazaban, ni me acariciaban, mi papá me mandaba besos volados. Mamá me demostraba su cariño casi exclusivamente en lo relacionado con la comida, si no era mucha o poca, si era a tiempo, si lo más fino y sano, y así; alguna vez, le expresé mi inconformidad dejando de comer. A los doce años, después de mucho insistir, me compraron un perro salchicha, se habían negado a hacerlo porque un perro ensuciaría el departamento y me traería enfermedades, Abuelita odiaba a los animales, llevé unos pollitos que me regalaron y en cuanto creyó que me había descuidado, se deshizo de ellos, a cambio, me dieron peces dorados, que se murieron cuando estuve enferma, en cama y mamá no los alimentó. El perro que me compraron resultó histérico, se murió con úlcera gástrica, debió ser porque lo tenían tan limitado como a mí. Yo también me resentía, de sus tratos, adquiriendo enfermedades, migrañas, mareos, depresión y stress. El perro agredía a los desconocidos, en cuanto estaba sin cadena corría, como loco,  en círculos,  hacía caer cosas. 

 

Mi papá era economista, había contratado a un administrador para la hacienda y se empleó en una institución pública, para tener algo que hacer, yo no sabía de su trabajo, Detesto la cocina y no me gustó tejer, mi madre siempre tejía. El extremo cuidado de mis padres quizás no se debía a que me amaran sino a que me necesitaban para sentirse completos, para llenar el vacío de sus vidas y disfrutar de haberme conseguido tras importantes inversiones de tiempo y dinero. Mi madre biológica había sido madre soltera a los dieciséis años, no pudo haberme visto con amor, no tuvo tiempo. Como todos, debí sentir desde que estuve en el vientre materno, que no era deseada ni querida, por eso nací con la tristeza del no amado. Nunca hice mal a otra persona para vengarme de que no me quisieran, pero me negaba a los que querían disfrutar de mí y querían poseerme.

 

Habiendo sido mimada y mis caprichos satisfechos, en la casa y en la escuela, fui al colegio, uno también caro y prestigioso; de pronto me encontré ahí con profesores que trataron de imponerme opiniones, reglas y conductas, eso desbordó el conflicto que yo tenía con la autoridad. No me gusta obedecer, trato de hacer lo contrario de lo que ordenan. Claro que en el colegio, como antes, en la escuela y en la casa, mi rebelión era más interior que externa, amargada e impotente, terminaba por hacer lo que todas, seguía la corriente. Si en mi niñez se me había ocurrido ser mamá y profesora, en el colegio quise ser misionera y predicar a Dios por el mundo, mamá me dijo que debía meterme a monja, le dije que no y con el tiempo esa vocación se esfumó, aunque después haya vuelto a tomar impulso, cuando me enteré de que los seglares también podían ser misioneros en África y otros lugares lejanos, pero encontré que ese idealismo no era factible.

 

Escogí la carrera universitaria de sicología, dicté clases a niños ricos y no me gustó. Fui a los Estados Unidos, estuve ahí casi un año, aprovechando un programa de intercambio estudiantil. Allá encontré que la gente le daba valor a lo que teníamos aquí, los americanos valoran nuestros frutos, clima, naturaleza y fauna. Entonces nació mi propósito de mostrar al mundo, a los extranjeros, las maravillas del Ecuador, podía constituir una reserva ecológica donde se protegería a los animales silvestres, en especial a los que están en peligro de extinción, y mostraría las bellezas del paisaje a nacionales y extranjeros. El ecoturismo podía ser una forma de hacer dinero para luego financiar el programa de protección ambiental. Hasta hora no he podido hacer realidad este sueño, pero sigue pendiente, espero lograrlo algún día.

 

Estudié en institutos exclusivos, en la escuela Spellman, en el colegio Isaac Newton y en la Universidad Católica. Terminé el ciclo correspondiente y soy licencia en sicología educativa, con este título puedo trabajar de profesora o tratando problemas de aprendizaje en los chicos; pero, ninguna de estas alternativas me satisfacen. Fui profesora, en un colegio de gente adinerada, no me agradó en absoluto la actitud que tienen ahí los niños y sus madres: a las profesoras, las tratan como a sus empleadas, las madres querían que la profesora hiciera lo que a ellas les venía en gana, fue el Americano Internacional, donde no rigen las normas pedagógicas ni las institucionales, sino la voluntad de esas señoras. Por cualquier cosa se quejaban a la directora, hasta por cosas propias del profesorado, como la corrección de faltas de ortografía en los deberes de los chicos, una de esas señoras se empecinó en que no lo hiciera con lápiz rojo, que le parecía grosero y que lo hiciera con azul y, la directora, me obligó a corregir con azul. Otro caso absurdo, protagonizado por uno de esos críos, que no distinguían lo bueno de lo malo, fue que trató de manera cruel y humillante a un compañero y lo corregí, pero el malcriado no entendía, fue a quejarse de la corrección, y la directora lo favoreció. Me aterraba pensando que esos niños serían los futuros dirigentes del país. Decidí salir de ese colegio donde dominaban la riqueza y el poder social, y eran postergados el conocimiento, la educación y la moral. Parecidos a éstos se daban casos a diario, donde lo primero era satisfacer los caprichos de los padres que pagaban grandes pensiones mensuales. Fue a pedir matrícula un chico mulato, hijo del embajador de un país amigo y las autoridades de la escuela me instruyeron que no aprobara sus pruebas de Inglés, que le hiciera no aprobar el examen de Inglés que yo debía tomarle; así hice, le puse deficiente, a pesar de que el chico había sido bueno en el idioma y de que ya no se tomaban pruebas de Inglés entre los exámenes de admisión; no lo dejaron entrar, me dijeron: imagínate lo que van a decir los padres si admitimos a un niño negro.

 

Mi padre no es ambicioso, con él no me ha sido posible siquiera adquirir el complejo de Electra, es absolutamente diferente al hombre que me gustaría, luchador y ambicioso: papá es casero, no fuma, no toma, no es mujeriego, es bueno, pero por lo demás no da una, nada le sale bien al pobre. Tuve mi primer enamorado a los dieciocho años, fue un desastre, era un chico divorciado, se había casado sólo por lo civil. Mis padres no apoyaron ese romance. Quería encontrarme con él y mis padres me prohibían hacerlo. Tuve una relación tormentosa, pues me hicieron sentir que era mala y prohibida. Yo quería saber cómo era tener enamorado, lo conocí en la universidad, caminábamos juntos y conversábamos. Quizás, lo que me gustó de él fue que se fijó en mí, también era de físico agradable, blanco y alto. Yo nunca coqueteaba, quizás ahora lo haga un poco, a él no me insinué, la relación era desabrida y la terminé. Me gusta la música, oírla en tono bajo, hay una canción que describe a un enamorado sutil y elegante que aparece al atardecer. Mi segundo enamoramiento, como otros dos de paso, fue poco serio. Esos enamoramientos  eran de tres o cuatro semanas, admitía a quienes se me insinuaban y evadía a quienes más me gustaban y con los habría querido tener algo. No disfruté de amores, nunca tuve sexo hasta que lo hice con el que habría de ser mi marido.

 

Me casé a los treinta, tuve relaciones con él de novia, un año antes, a los veintinueve. Cuando lo conocí me pareció el que había deseado siempre. Al principio no pensé en casarme, tenía al hombre especial, al esperado y quería amarlo sin trámites sociales. A mi edad, de entonces, y en las circunstancias en que me encontraba era de esperarse que me entregara y lo hice, no pude esperar más. Luego, me propuso matrimonio y lo acepté. Mi entrega fue gratificante, en sentido emocional, aunque en cuanto a lo físico: frustrante, no sentí nada en la noche de bodas. Y como esa primera vez no fue satisfactorio, nunca lo sería en el resto del matrimonio. Después, a poco del casorio, surgió su malgenio y su machismo, se volvió celoso y posesivo.

 

Quedé embarazada, sin querer, a los seis meses de casada, para entonces, ya me había convencido de que mi matrimonio había sido un error, de verdad no lo quería y tampoco quería tener más hijos de él. Mientras estuve embarazada quise abortar, pues un hijo me sujetaría a él. Tuve un embarazo terrible, peleábamos, yo lloraba todo el tiempo. Cuando nació mi hija no fui feliz, no sentí lo que, se supone debe sentir una mamá. Mi hija nació con operación cesárea, estuvo en mala posición y su nacimiento tuvo que ser planificado. El parto salió bien, no sufrí dolores, mi marido estuvo ahí, con aspecto indolente. A los cuatro meses, mi hija, comenzó a interactuar conmigo, entonces sentí que la amaba, ya no la vi más como consecuencia de la pésima relación que teníamos con su padre, me hacían gracia las cosas de mí que iba encontrando en ella. La familia de mi marido, los Zapata, no se preocuparon, ni se preocupan por mí ni por mi hija. 

 

Habían pasado cosas en mi vida, como la muerte de mi abuelita. No quería terminar mi vida sola, cuando ella murió me dejó solitaria y aspirando a tener una familia, por eso entre otros motivos me casé. Conocí hombres, quienes se aproximaron a mí, pasaban por la oficina donde yo trabajaba, conversaba con ellos, les aceptaba invitaciones a restaurantes y cafés, no me satisfacían aunque, puedo reconocer, salía a la calle en busca de marido. Una compañera de oficina me mostró las fotografías de un tipo agradable, el que sería mi marido, le dije que me parecía simpático, la amiga no demoró en relacionarnos, lo convenció de que me llamara por teléfono, él estaba en Machala, durante una semana nos hablamos a diario, él de allá y yo de acá.  Me contó que era divorciado y tenía un hijo. Conversamos durante horas, le conté lo que yo hacía, me gustaba y quería en la vida, le dije que aspiraba a tener estabilidad económica, me gustaba viajar, amaba a los animales. Él dijo coincidir con mis gustos y deseos, quería que su mujer fuese su mejor amiga. Me pareció súper lindo. Durante cinco meses fue mi amigo, confié en él más que en ninguna otra persona. A la semana vino a Quito y nos encontramos, había sido  igual de bonito que en las fotografías. A pesar de mis escrúpulos, porque era divorciado, decidí arriesgarme y avanzar en la relación.

 

El día en que llegó de Machala, nos hicimos íntimos, nos besamos y acariciamos. Él trabajaba dos semanas fuera de la ciudad y una pasaba aquí. Cuando estaba fuera, me llamaba sin fallar todos los días. Mientras estaba aquí, almorzábamos y hacíamos actividades, juntos. Casi enseguida, como yo tenía una habitación con entrada privada, él se quedó a dormir conmigo y se iba temprano, antes de que mamá bajara llevándome el desayuno. Así fue nuestro noviazgo de un mes, hasta que nos casamos. Era técnico petrolero, ganaba un gran sueldo que significaba que me daría la vida cómoda que quería. Era ambicioso, el ingeniero Zapata quería llegar a la gerencia de esa petrolera internacional; su padre había sido y era empresario exitoso, importador de insumos agrícolas: abonos, semillas, fertilizantes, insecticidas, etc. También había heredado el orgullo de su madre, a quien él llamaba doña Pilar y era una mujer basta y orgullosa. Él era divorciado y no podía casarse por la vía eclesiástica, que era importante para mí y mis padres, pero como se portó lindo con todos, consiguió que lo aprobáramos, yo, mis padres y los amigos. También a varios les pareció una gran oportunidad para mí, pues tenía veintinueve años y la ocasión se veía buenísima: un pretendiente con sueldo magnífico. Podía ser mi primera y también última oportunidad, como dijo mi mamá. Yo pensaba: además, que tomaría el tren a ver qué pasa, si no funcionaba me bajaría; por último, era sólo un matrimonio civil.

 

Nos casamos en la casa del que sería mi suegro, que tiene un jardín bonito y una hermosa glorieta, tuvimos un enorme pastel; estuvimos presentes él, yo, nuestras familias y unos cuantos amigos, en total unas treinta personas. Fuimos de luna de miel a Bogotá y Cartagena, donde nos peleamos por primera vez, fue una tarde, estábamos en la pieza del hotel y resolvimos bajar a la piscina, me puse un traje de baño y recogí mi pelo bajo el gorro, entonces él se puso furioso, me dijo que no debía cubrir mi cabello y dejar el pelo suelto, le dije que eso era incómodo, discutimos, él quería lucirme como a una mascota, que vieran, los desconocidos, que yo era su gringa; me pareció ridículo, superficial, me sentí ofendida y lo amenacé con divorciarme en cuanto llegara a Quito.

 

Recuerdo los intentos que él hizo para penetrarme, debía ir poco a poco para no lastimarme, cuando por fin lo conseguía, yo le pedía: ya, basta. De todas maneras, reconozco que se portó con respeto y delicadeza. En el matrimonio perdí la expectativa del sexo placentero, siguió lo mismo, yo nada sentía y él tampoco parecía estar satisfecho. A partir de ahí, no pudimos convenir en un proyecto común de vida. A él le mejoraron el sueldo poco antes de que nos casáramos y lo que me propuso fue abrir una cuenta única de banco, en la que yo también depositara mi sueldo, no estuve de acuerdo y se enojó mucho. Cada vez que no estábamos de acuerdo en algo, se ponía furioso, amenazaba con irse y terminar conmigo. Después de la luna de miel tuvo que ir al Oriente, región de los pozos petroleros, lo esperé con una fiesta sorpresa. En esa fiesta tomó demasiados tragos y estuvo fanfarroneando de sus amoríos de soltero, entonces también hablé de unas relaciones de soltera y él se enfureció de tal manera que gritaba, fuera de sí, celoso y ofensivo, me retiré al dormitorio, pero me persiguió gritando ofensas, le respondí de mala manera, comenzando por ridiculizar su apellido Zapata, y él ya violento, me empujó sobre la cama e intentó ahorcarme, unos amigos llegaron y lo apartaron, yo gritaba, como condenada: Zapata longo infeliz.

 

Los celos de mi marido eran gratuitos, absurdos, Tener celos de alguien como yo, que era seria y no salía a farrear, era estúpido. Sus celos eran enfermizos. Cierto que no lo quise, sólo he querido a mi hija, ella me enseñó a amar. O quizás fue el “Peludo” quien también me enseñó a amar, era un perrito que llegó a mi vida cuando estaba sumergida en el pozo negro de la depresión, fue el primer ser a quien dije te amo. Estuve sola, mis padres pasaban media semana en la hacienda, yo tenía un trabajo que detestaba, en el colegio americano, hasta pensaba en matarme y el Peludo me salvó la vida.

 

Después de la agresión en aquella fiesta sorpresa, mi marido quedó advertido de que si volvía a tocarme no me vería más en la vida. Las peleas comenzaban por tonterías, si  alguien me preguntaba mi nombre y yo dije María Lorena Donoso, en lugar de Lorena de Zapata, él se enfurecía, gritaba que si me avergonzaba de él, se iría de mi lado. Amenazaba siempre con que se iría. Otra vez, me metí sola en la piscina de un hotel vecino, en lugar de hacerlo con él que llegaría más tarde, eso fue ofensa para él, me exigió disculpas. Cuando fui a una conferencia sobre medicina alternativa, él se enojó porque, dijo, ahí podía encontrar a alguien que tuviera afinidad conmigo y  compartiera el interés por ese tema. Tenía celos hasta de mi perro Peludo, de soltero pareció quererlo pero de casado lo detestaba porque, decía, yo era más cariñosa con el Peludo que con él. Con mis padres se llevaba bien, mientras fue soltero le prestaban la llave de mi departamento para que descansara allí mientras yo estaba fuera, le prestaban el carro y le hacían muestras de simpatía y afecto; Creo que el padre de él había abastecido de insumos a la hacienda de mis padres, tenían cierta familiaridad. A él, en cambio, mis papás le resultaran aburridos, después de que nos casáramos él no quería ir donde ellos.

 

Hacíamos el amor para hacernos de buenas, para mí siempre fueron insatisfactorias las reconciliaciones. Él sabía lo que me gustaba, le dije cuáles eran las zonas placenteras de mi cuerpo pero, en el momento de hacerme el amor, no tomaba en cuenta lo que le había pedido, era persistente en la postura del misionero y apenas algo más, muy aburrido. Me gustaba que me bese en el cuello y la espalda, que me respire en la oreja, él no hacía eso, me daba chupetones bruscos, como para ofenderme. Siempre me dolía la penetración, parecía quedar contento cuando me ponía sobre él; dijo, una vez, que había tenido conmigo el mejor sexo de su vida en una tina de baño. El tipo se excitaba rápido y acababa rapidísimo, me dejaba a medias; le pedí, en una ocasión, que necesitaba más tiempo, que hiciera algo para no terminar tan pronto y que yo alcanzara a sentir algo más y él me dijo que no debía criticar su sexualidad así como él no criticaba la mía. No tuve más de tres orgasmos en el matrimonio, y no cuando hacíamos coitos ordinarios sino sexo oral.

 

Era de mi altura, uno setenta y ocho, grueso, con el cuello un poco corto, dando la impresión de tener una joroba incipiente, cabeza redonda, pelo castaño oscuro, ojos miel, nariz recta y perfilada, labios carnosos, linda sombra de barba. No era regio, pero llamaba la atención. Le gustaba vestir bien, era blanco pero siempre bronceado, con manos grandes. Tenía la nuca fea, como el lomo de un puerco espín, cuando se casó comenzó a engordarse, se dejó crecer la barba y se puso una argolla en la oreja derecha. Apenas casados, cuando se quedaba en casa y yo tenía que salir a trabajar, él cuidaba a la hija, pero, comenzó a fastidiarle la niña, se alejaba de ella. Como estaba con nosotras una semana y dos lejos, quería aprovechar su estadía en la ciudad para visitar amigos, ir al cine, tomar copas y salir a comer, y la niña resultaba un obstáculo para sus planes. Fuimos encargando la niña, poco a poco, en manos de mi mamá. La pequeña comenzó a llorar con su presencia, quizás porque lo veía poco, pues estaba más ausente que presente, pero el pediatra dijo que podía ser porque él le habría causado temor más de una vez. Las primeras impresiones, en un niño, sobre determinada persona, son definitivas, a mí me pasó con mi abuelita.

 

Mi abuela había sido, quizás, lo más importante en mi vida, mi madre fue hija única de ella y yo hija única de mi madre. Cuando mi abuela murió me di cuenta de cuanto había influido en mí, era pequeñita, debió medir máximo uno cincuenta y cinco, delgada, bien blanca, dama de alcurnia, tenía los dedos largos, tocaba el piano, pintaba siempre de rubio su cabello y lo peinaba cortito y hacia atrás, tenía ojos verdes. Vestía ropas bonitas que guardaba desde el tiempo de las vacas gordas, vestidos comprados en Europa, quedaba muy elegante, a la antigua, y era vanidosa. Se ufanaba de sus antepasados, nobles, unos que habían sido próceres de la independencia, estaba orgullosa sus Ante y Dávalos. Era rígida, preocupada por el aseo y decoro de todo, el mundo moderno le parecía feo y malo o, cuando menos, peligroso. Era, sin duda, racista. Me crio defendiéndome del mundo adverso y de cuidado; estaba llena de prejuicios y tenía una moral compleja y primitiva.

 

Pero parecía feliz, aunque no le haya ido bien en el matrimonio y se haya divorciado cuando mi mamá era una niña de dos años. Decía haber tenido un gran amor imposible, sugería que fue por un presidente de la República, no pudo tener a ese ser amado por impedimentos de los familiares del político. Crio a su hija en la casa de sus padres, fue la primera ecuatoriana a quien hicieron una operación de corazón abierto, quedó bien, pero se quejaba de estar enferma cardiaca que no podía hacer nada y concitaba la solidaridad de los que la rodeaban. Heredó a mi mamá su negativismo y mi mamá, me lo pasó a mí. En lo cotidiano, mi abuela era estricta, más que mi mamá, controlaba todo, por eso quizás deseé que desapareciera, me limitaba y fastidiaba. Pero yo contaba más con mi abuela que con mis padres, ellos se iban a la hacienda de la sierra, porque la hacían cultivar, aunque ya no tenían un juego de haciendas, como los grandes terratenientes que ya eran también exportadores y financistas; mi familia no llevó el ritmo progresivo de esa clase, se retrasó y entró en decadencia, sólo conserva su nobleza de sangre.  

 

Mi abuela tenía un hermano gemelo, el tío Rafael, era quien influía sobre mi abuelita y el resto de la familia, cuando se quedaba a almorzar, ese tío abuelo, ocupaba la cabecera de la mesa desplazando a mi papá de ese sitio. Si mi tío decía que un banco era confiable para poner en él los ahorros, todos estaban de acuerdo. Los hermanos de mi abuela eran muy unidos, quizás por la fuerza de su sangre noble; el tío Rafael visitaba mi casa muy seguido y no paraba de vociferar contra los comunistas, los bolcheviques eran lo peor que le había sucedido al mundo, todo lo malo se debía a los bolcheviques. Ya cayó la URSS pero él seguía viendo que lo peor del mundo se debía al comunismo que insolentaba a los indios. Pero también la desgracia del Ecuador era por los indios, ya estaban alzados y no querían ocupar su sitio. Todo tiempo pasado fue mejor, porque había una clase noble, blanca, de sangre española, que ocupaba su alto sitial y no se mezclaba con los indios. Mi abuelita veía que el país se estaba yendo a pique por culpa de la mezcla feroz de blancos con indios. Ella quiso mantenerse apartada de la maldición del mestizaje. Yo estaba en el colegio Spellman y quise cambiarme de colegio, mis padres se opusieron al principio, por algo ese era uno de los mejores colegios de la ciudad, pero hablaron con el tío Rafael y él les dijo que si yo me sentía mal en ese colegio debían dejar que me cambiara, entonces mamá vino a decirme: el tío dice que está bien que te cambies y me dejaron que fuera a terminar el bachillerato en el Isaac Newton, desde el cuarto curso.

 

Cuando mi abuelita murió, el departamento perdió vida, costaba más mantener vivas las plantas y el aseo. Ya son cuatro años de su muerte, la familia se desarmó, mi tío Rafael ya no tiene ninguna influencia en la familia. Mi abuelita se llamaba María Lorena Velasco y Coronel, había sido ella misma quien le decía a su hermano Rafael lo que debía aprobar o desaprobar. Estuvo divorciada cincuenta años, soltera y virgen; había tenido pretendientes, de la alta sociedad, chiribogas y cordoveces, pero nunca los aceptó, creía que seguía casada, por la iglesia y no iba a vivir en pecado. Era muy conversadora con Jesús y la Virgen María. Parece que sigue viva, entre nosotros, obrando, mi hija ya se parece a ella, mi nena comenzó a querer al tío Rafael aun antes de conocerlo, sin haberlo visto.

 

Mi marido decidió separarse de mí. Se incrementaron los conflictos, también hubo peleas por mis celos, comencé a celarlo con su primera esposa, me deprimía pensando que yo podía ser la secundera y no la principal. No podía esconder mi desaliento, todos se enteraron de mi mal estado de ánimo. Tuve necesidad de que me mediquen, la depresión aumentaba con las peleas y peleaba porque me deprimía. Se cansó, el tipo, me dijo que se sentía infeliz y ya no quería estar conmigo, se fue de la casa, intentamos volver, pero tuvimos otra pelea por un motivo insignificante, así que su resolución fue entonces definitiva y se largó.

 

Iba a visitarnos, a mi hija y a mí, a veces se quedaba a almorzar. En una de esas ocasiones, dijo que la manera de rescatar a Doménica, nuestra hija que ya tenía comportamientos raros, era que yo me quedara en casa y dejara de trabajar, él correría con los gastos de las dos. Mi hija necesitaba estimulación temprana, pues no sabía gatear cuando era común que los bebes lo hicieran; pero mi marido dijo que era mucho treinta dólares mensuales que costaba esa estimulación; le dije que estaba siendo cicatero y más bien debía aumentar la pensión de cuatrocientos que nos pasaba para que nos mantuviéramos las dos, él se negó a hacerlo, se fue y desapareció una semana. Habíamos cumplido dos años de casados, lo convencí de ir a unas reuniones donde se armonizaban a los matrimonios con problemas, mi argumento era que nuestra hija nos necesitaba juntos. Pero no quiso intentarlo otra vez, ya no quería relacionarse conmigo porque ya no me amaba y mi presencia le  hacía daño, me cansé de rogarle y no me quedó más que aceptar que el matrimonio se había terminado.

 

Siendo gringa y adoptada por personas de una clase ya desfasada de esta sociedad, me siento haciendo equilibrio entre dos maneras de ser y de ver el mundo. De mi sangre norteamericana tengo, quizás, ideas que me vienen innatas, de origen. Pero, de corazón, me siento ecuatoriana, aquí crecí y me formé. Mi país es Ecuador, lo siento mi hogar, mi tierra. Cuando salí a los Estados Unidos tuve la oportunidad de ver en perspectiva las maravillas que tenemos, todo el potencial para que seamos millonarios; sin embargo, la gente  y su baja cultura no dan para que eso resulte. No hay una cultura de trabajo y esfuerzo, sino facilismo y viveza criolla. Las personas de aquí, según veo, tienen la posibilidad de salir adelante, pero cada uno se dice: si los demás no luchan ¿por qué voy a hacerlo yo? si nadie es puntual ¿por qué voy a serlo? nadie respeta las leyes ni su propia palabra ¿por qué yo? El Ecuador tiene materia prima, pero la gente, la  cultura y la sociedad, no dan para aprovecharla. En los Estados Unidos es posible tener una vida tranquila, en el sentido de que la economía es estable, se sabe que si uno tiene un trabajo va a estar estable en él, no hay una crisis tras otra como aquí, allá cualquiera tiene casa y carro. Sin embargo, recuerdo que volví frustrada de los Estados Unidos, a dónde había viajado por primera vez, por intercambio estudiantil y para ver si conocía a mi verdadera familia. Esa gente es campesina, alcohólica, muy pobre y hasta sucia, no tenía mucho que ofrecer. La depresión que contraje me duró varios meses, al final, pensaba en morirme, me asusté, estuve más inestable, fui donde un neurólogo. El neurólogo me mandó a tomar pastillas, tuve que tomarlas durante un año. Entonces compré al Peludo, hubo quien me recibiera en casa y un compañero para salir al parque. 

 

A las mujeres de aquí he querido tratarlas sin discriminación, pero las morenas, bajas de estatura, con pelos oscuros, se sienten como amenazadas por mí, a los hombres de aquí gustan más las rubias, altas y con ojos claros. Las criollas veían que los hombres se fijaban más en mí y trataban de compensar esa preferencia haciéndose más lanzadas, ofrecidas o regaladas con los chicos. En una fiesta, una de esas muchachas morenas, coqueteó con el que conversaba conmigo, lo monopolizó y seguía hablándole mientras él y yo nos quedábamos en el aire, sorprendidos y sin entender lo que decía. Sabiendo que mi aspecto de gringa era más atractivo que el de mis amigas, yo trataba de pasar desapercibida, con ropa modesta y pocos afeites, tímida y callada, porque quería seguir integrando el grupo de compañeras, y que no me vieran como amenaza ni me desplazaran. Los chicos, mestizos, que tienen más de indio, son los que más atenciones me prestan, a veces dicen algo en inglés porque piensan que así me fijaré en ellos.

 

Estuve un año en los Estados Unidos, del 96 al 97, donde una familia anfitriona, por el intercambio estudiantil, esa familia era religiosa, vivía en un pueblo pequeño, padres e hijos tenían trato familiar con las visitas, dejaban que éstas se sintieran como otros miembros de la casa, no les daban tratos especiales, permitían que se desenvolvieran y atendieran a su aire. Siempre había tenido el interés por conocer a mi verdadera familia, la biológica, pero mi madre adoptiva no me había dado información suficiente sobre ella, hasta entonces y en esa primera oportunidad no pude ir a conocerla. Sabía que nací en Jackson, Florida, mi mamá se llamaba Meri Kats. Cuando cumplí 18 años, pedí a mis padres que me dieran información de cómo fui adoptada, eso quise de regalo de cumpleaños y nada más. Con la poca información que conseguí de ellos entré a la Internet, a todos los sitios que existían para unir a familias separadas y en especial a hijos adoptados con sus padres biológicos, descubrí una asociación que se llamaba Alma, se pagaba una cuota mensual y le ayudaban a encontrar a los verdaderos padres, me asocié. Pasé algún tiempo en esa búsqueda sin resultados positivos, cuando fui a los Estados Unidos, por el intercambio estudiantil, investigué, pero, igual nada encontré. Hasta que me hice amiga, por Internet, de un chico, cuya mejor amiga vivía en Jackson, le conté mi historia, él a su vez se la contó a su amiga que residía en la ciudad donde yo había nacido.

 

Por entonces murió mi abuelita y entre los papeles que ella había olvidado, en algún mueble, encontré unos que hablaban sobre dos chicas embarazadas que estuvieron dispuestas a dar sus hijos en adopción, en los Estados Unidos, una de ellas correspondía sin duda a mi madre, era residente en Jackson; estos datos fueron decisivos para la búsqueda que hacía allá la amiga de mi amigo. Supe que mi mamá cumplió dieciséis años cuando se quedó embarazada de mí, tenía dos hermanos y una hermana y que no se llamaba Meri sino Dorothy Kats; pero se había casado después y por tanto cambiado su apellido, pero sus hermanos varones no habrían cambiado el apellido, así que la investigación se simplificó, mi amigo le pidió a su amiga que buscara en la guía de teléfono a los Kats. Para mi buena suerte, el primer Kats al que llamó la amiga de mi amigo, había sido mi tío, hermano de mamá, él confirmó toda la historia que ya teníamos, edades, fechas, circunstancias. La amiga de mi amigo le dijo a mi madre que yo andaba buscándola y quería saber si ella quería verme.

 

Mi gran preocupación era si mi madre biológica querría conocerme. Pensaba que verla, así fuera de lejos, me haría feliz. El tío Kats dijo que mi mamá Dorothy también había estado buscándome, había puesto avisos en la Internet con el fin de localizarme, nunca se había imaginado que yo estaría en Ecuador, había creído que seguía en los Estados Unidos. El tío me proporcionó el email de mamá, le escribí y, tres meses después de la muerte de mi abuelita, mi mamá contestó diciendo que yo era la niña que ella siempre estuvo buscando y nunca olvidó.

 

Saber que mi mamá me había querido me dio una felicidad incomparable. Resultó que yo tenía tres hermanas, un hermano y siete sobrinos, ya no estaba sola en la vida, era hermoso. Durante un tiempo, mi mamá gringa y yo estuvimos en contacto por email, me contó cantidad de cosas, cómo eran ella y mis hermanos, me dijo que cuando nací le pidió a la enfermera que me pusiera en su regazo porque quería conocerme, pero la enfermera se negó a hacerlo pues ella, mi mamá, había hecho un trato por el cual me cedía en adopción inmediatamente del parto y ya no se le permitía que me viera. Dijo que me recordaba sin descanso, en especial en cada cumpleaños mío. Para llenar el vacío que dejé en su vida, se casó de inmediato y tuvo otra hija, mi hermana, casi dos años menor que yo. Trató, alguna vez, de revertir el tratado de adopción y recuperarme pero no pudo hacerlo.

 

En Semana Santa he tenido experiencias extraordinarias, en una me convertí a un fervoroso catolicismo; tras una crisis de agnosticismo emocional, volví a creer en Dios y a esperar de Él. En otra semana santa nació mi hija y en otra conocí a mi familia biológica. Por entonces yo estaba trabajando de traductora en esta oficina, pedí dos días de permiso para añadirlos a la vacación de semana santa, y me fui a Jackson a ver a mi mamá. No tenía nacionalidad americana porque mis padres adoptivos me inscribieron como nacida en Ecuador, hija natural de ellos; pedí visa a la Embajada de los Estados Unidos y me la negó. Estuve furiosa con mis padres por no haberme inscrito como adoptada y de nacionalidad estadounidense, como debieron hacer. El jefe de esta oficina, de la compañía americana donde trabajo, me proveyó documentación de funcionaria, pidiendo a la vez que me dieran visa para asistir a un evento de la compañía en los Estados Unidos, entonces los de la Embajada me otorgaron la visa.

 

Como no había comprado pasaje mientras tramitaba la visa, sólo pude conseguir boleto, para Jackson, en una compañía venezolana de última, fueron a despedirme mis padres adoptivos. Llegaría en la noche, mi familia, prevenida por mi mensaje, había programado una recepción para la mañana siguiente. Al llegar a Caracas, me dijeron que yo no constaba en la lista de pasajeros para los Estados Unidos porque habían llenado mi pasaje a última hora y a mano, no constaba en la lista de la computadora. Esperé en el aeropuerto, con otros seis ecuatorianos, para ver si se presentaban cupos en otros vuelos, no hubo, me dieron un papel en el que decían que yo llegaría al día siguiente a Miami y de allí me harían una conexión en vuelo local a Jackson; mientras tanto me llevaron a un hotel de mala muerte, con cucarachas y sin teléfono, no podía comunicar a mi familia de mi situación, me puse en manos de un árabe comedido que me llevó a comprar una tarjeta para teléfonos, pero esa tarjeta no servía para el aparato del hotel; el árabe comedido lo que finalmente pretendió fue acostarse conmigo, como me negué de plano quiso que le pagara diez dólares por una llamada desde su portátil, salí gritando de la habitación, le dejé un dólar que era cuanto tenía, por la llamada, me fui a encerrar en mi pieza, no había agua caliente, me bañé en agua helada.

 

No dormí en toda la noche, los de la empresa venezolana fueron a verme a las cinco de la mañana; en el aeropuerto nos hicieron esperar varias horas, a otros ecuatorianos les perdieron sus maletas, gracias a Dios conservé la mía, me embarqué por fin, llegué a Miami, fui al camper de la empresa doméstica de los Estados Unidos y me dijeron ahí que la reserva venezolana no valía, fui al terminal de la empresa venezolana, golpee hasta que me atendió un tipo arrogante que dijo que la empresa ya nada tenía que ver en mi caso, había cumplido dejándome en Miami; grité, pataleé y lloré hasta que el tipo me ayudó, consiguió que me pusieran en la lista de espera y, en un tercer vuelo, por fin hubo cupo y pude volar. Mi familia, enterada de los retrasos, había esperado dos días en el aeropuerto, me recibieron mi mamá y dos hermanos. Reconocí inmediatamente a mi mamá porque me había enviado fotografías, me abracé con ella, luego con mis hermanos. Me llevaron a la casa de una tía, que era la vivienda más confortable, me presentaron a familiares, me decían que soy bonita y me parezco a uno y otro. Estaba feliz, hubo una fiesta maravillosa, luego mamá me llevó a conocer Jackson, los lugares donde yo había nacido y donde ella había vivido. Me contó de mi papá, cómo era él, me preguntó si quería conocerlo pues sabía dónde localizarlo. Sacamos certificado de mi nacimiento en el hospital, obtuve esa prueba de que yo era americana. Fuimos a la corte, pero no existían ahí papeles sobre mi adopción. Yo tenía certificados falsos de haber nacido en Ecuador, pero no habían obtenido mis padres adoptivos un certificado legal de mi adopción, me hacían pasar por su hija biológica y no les interesó obtener tal certificado. Fui adoptada de manera ilegal, los abogados a los que consultamos no sabían qué hacer.

 

Mis padres adoptivos decían que hicieron, las cosas de ese modo, por mi bien y para asegurarme. Un pariente de mi padre había presentado testimonio juramentado, falso, de que yo era hija biológica de María Lorena Haro, nada hicieron por vía legítima, me obtuvieron y retuvieron sin más. Estuve gestionando que me reconocieran la nacionalidad estadounidense, pero mis padres adoptivos temieron ser encausados por fraude, respecto de mi origen; abandoné al principio esa gestión y dejé que las cosas siguieran igual. Cuando conocí a mi madre biológica, supere mis escrúpulos respecto de mis padres adoptivos.

 

Cuando mi madre adoptiva se enoja conmigo, echa la culpa, de lo que hago a mis genes, no acepta que he sido malcriada por ella, sino que he sacado lo malo de mi familia biológica, en particular de mi padre quien, se dice, ha cometido delitos que lo llevaron a la cárcel. Ella insulta a mi madre biológica, quién vendió a su hija, sin darse cuenta de que insultándola así me ofende también a mí. Entendí que yo estaba constituida por la cultura americana, me importa, más que nada que respeten mi espacio personal, creo que este sentimiento de dignidad es muy americano, aquí no importa, hay demasiado contacto personal, la gente se habla de cerca, en los buses se topan unos con otros, en los Estados Unidos se respeta el espacio personal.

 

Me muevo, pues, entre dos culturas, amo a éste que considero mi país, pero siento que aquí tengo limitaciones para salir adelante. Traje certificado de nacimiento del hospital, que dice simplemente Baby Kats, y varios documentos de mis familiares, reconociéndome. Ni los abogados de allá ni los de acá han sabido qué hacer, era raro el caso de que ecuatorianos adoptaran una niña americana en tan especiales circunstancias,  nunca había pasado y era más complejo el caso porque ocurrió hace treinta años: una niña americana fue adquirida por ecuatorianos que la hicieron pasar por hija biológica. Así que, arriesgando la suerte de mis padres adoptivos, que mentían hasta último momento diciendo que yo había nacido aquí, me propuse conseguir la nacionalidad americana. No atendí al temor de mis padres, pues sabía que cualquier cargo contra ellos había prescrito, fui a la embajada americana y les conté pormenores de mi caso, me atendió una funcionaria, vio documentos y fotografías, consultó con sus superiores y resolvieron que la Embajada podía receptar declaraciones juramentadas de mis padres adoptivos y que autoridades estadounidenses las tomarían  a mi familia biológica, allá.  Tuvieron que declarar todos y decir cómo fueron las cosas. Obtuve así el reconocimiento oficial de los Estados Unidos de que yo era ciudadana americana; pero, en cambio, dejé de ser ecuatoriana, tuve que hacer otras gestiones, con asesoría de un importante abogado ecuatoriano, quien hizo anular mi cédula antigua de identidad ecuatoriana y que se me provea de otra en la que consta mi doble nacionalidad.

 

Soy secretaria de un ejecutivo de esta empresa norteamericana, pero me molesta la idea de seguir siendo por siempre secretaria. Aquí no voy a encontrar al hombre que quiero, aquí los hombres son machistas y de mente cerrada, quiero un nuevo marido que cocine conmigo. Los americanos tienen otra mentalidad, porque no pasan, como los de aquí, de la casa de mamá a la de esposa, sin experiencia ni distinguir responsabilidades. El que fue mi marido, cuando su mamá ya no le preparaba comida y ropa, esperó a que se las preparara yo, a pesar de que yo trabajaba en esta oficina por un sueldo. En los Estados Unidos esto no pasa, creo yo, los hombres se independizan rápido y comienzan a atenderse ellos mismos, espero tener un hombre con esa mentalidad. Por otra parte, el refugio para animales, que me gustaría instalar aquí, no se puede hacer, porque de ello no se saca dinero, en cambio en los Estados Unidos un programa de esos, de ayuda a la fauna, tiene apoyo financiero oficial. Quiero llevar a mi hija a los Estados Unidos, quiero que aprenda bien el inglés, que conozca a su familia biológica. Quería hacer el refugio de animales en una hacienda de mi padre adoptivo, pero él no quiere, pienso que todavía no está dado el tiempo de que se pueda hacer aquí algo como eso. Considero la posibilidad de vivir en los Estados Unidos, por lo menos un tiempo, ojalá llegué conocer a alguien que participe en el proyecto y pueda volver acá a realizar mi plan ecológico.

 

Mi padre tiene una hacienda en el Oriente, en el bosque húmedo, allí he pensado hacer el refugio para animales silvestres; está bajando de la montaña hacia la selva. Se pueden encontrar, ahí, pájaros e insectos, tiene diez hectáreas de bosque originario y mi idea es comprar otras propiedades vecinas donde ese bosque se conserva para completar una gran extensión rica en fauna y flora silvestres. La idea es tener una reserva bien aislada, mediante cercas, y provista de parejas de animales, trabajarían conmigo veterinarios y especialistas extranjeros, ojalá de universidades donde hay conciencia sobre la necesidad de conservar la ecología. Con una reserva así se educaría a la gente de la zona para que deje de arrasar la montaña, talando árboles y cazando especies silvestres y se dedique a proteger animales y fomentar el turismo ecológico; ahora, los colonos y nativos viven talando los árboles, sembrando naranjilla y tomates de árbol, criando cerdos, no tienen otro modo de conseguir dinero; habría que ayudarles a implementar programas turísticos para que dejen de dañar la naturaleza, podrían criar guatusas y capibaras, en lugar de chanchos y venderlos a buen precio, esto ya se ha probado y ha dado buenos resultados, o pavas de monte, en lugar de gallinas que también dan ricos huevos y carne. Pero mi padre se opone a mi proyecto, es el dueño, qué le vamos a hacer.

 

La raza india me parece respetable, fascinante, pero diferente de la raza civilizada; admiro las edificaciones de ellos que han resistido, sin sucumbir a terremotos, mientras sucumbieron los edificios de españoles y europeos. No han adelantado en otras cosas, como en la ropa, por ejemplo, la raza se fue abajo en cuanto a vestido y costumbres desde que fue conquistada por los europeos. Los indios de ahora tienen la mentalidad de “yo pobrecito no tengo nada, nada puedo, me deben dar todo.” Tienen una opinión muy baja de sí mismos, son incapaces de entender y hacer. El sector oficial, en consideración de que fueron conquistados, avasallados y pisoteados los tiene por desvalidos y acreedores a la beneficencia pública. Así estarán hasta que tomen el futuro en sus manos. Los indios que han viajado se dan cuenta de que tienen por qué sentirse valiosos, valoran su cultura y tratan de enseñar, a los que se quedaron, que lo propio es algo de lo que sacar partido. Los pocos blancos que se creían de la clase noble, también por inoperantes, pasaron a ser de clase media económica. Los blancos que siguen siendo ricos son escasos, ahora hay crecimiento de las clases mestiza y hasta india, cuando hacen dinero. Conozco a blancos y nobles empobrecidos, como algunos de mi familia adoptiva. A blancos que siguen ricos también conozco y no me caen bien, se sienten superiores, están embobados con sus fortunas; los jóvenes de esta clase son los más fatuos, no tienen habilidad ni para simular actitudes democráticas, como hacían sus padres. La burocracia es asquerosa, los jefes de oficina son insoportables, hacen de todo para imponerse a sus subordinados y para esbirriar a sus superiores, parece que tienen la consigna de perjudicar a los usuarios en vez de prestarles los servicios que deben, y esto tanto en oficinas particulares como oficiales. He trabajado en empresas nacionales y también en americanas, en éstas los jefes muestran más camaradería, puede un inferior contradecirle y es escuchado. Es este país, el complejo de jefe es general.

 

Mi ex marido decía que le encantaba como yo olía, siempre a limpio, comentaba que el olor de las mujeres difería según las razas. Tú hueles rico y las cholitas apestan, decía. Yo me guío bastante por los olores, cuando conozco a un hombre, su olor hace que me agrade o desagrade, no porque esté sucio o limpio, sino por su esencia  propia de la raza. El olor es parte de la química que hay entre una pareja, pasa en el primer contacto, si siento que me agrada su olor, hay buena posibilidad. A mi ex esposo le gustaba mi piel blanca y que la exhibiera cuando estaba conmigo, me recomendaba usar pantaloncillos y que no me bronceara. Apreciaba que dijeran: vaya mujerón que se ha conseguido el Zapata. Me pedía que lo ayudara a producir esa impresión en la calle,  hizo comentarios a amigos sobre mi vello púbico, por lo que se sabe que una es rubia, no como en otras, pintadas de amarillo y con vello púbico negro.

 

Necesito salir del país, mi madre se ha vuelto más sobreprotectora y quiere resolver por mí demasiado. Debo independizarme de mi familia adoptiva, viajar a los Estados Unidos y buscar allá al hombre que necesito. También quiero que mi hija tenga la educación americana, que esté en otro ambiente, lejos de sus abuelos. Cuando ya pueda hacerme cargo de la hacienda de mi papá, regresaré para realizar mi proyecto ecológico. Cuando volví del viaje que hice a los Estados Unidos para conocer a mi mamá, tuve más iras que nunca por mis padres adoptivos, mi madre comenzó a exigirme que contribuyera a mi subsistencia en la casa, me pedía plata para comida y otros gastos, por primera vez lo hacía. Debía mantenerme yo y mantener a mi hija, los trabajos y empleos no los había tenido con ese motivo, gastaba los sueldos en bagatelas, todo lo necesario me lo daban mis padres. Tener que trabajar para mantenerme fue terrible para mí, rechazaba a mi madre y su comida. Cuando anuncié que iba a conocer a mi familia biológica, mi mamá adoptiva se deprimió tanto que necesitó asistencia médica y fuertes dosis de tranquilizantes, pero cuando regresé, la encontré contradictoria, colisionaba a toda hora conmigo y prefería que habláramos lo menos posible. Siento pena por abandonarlos y que se queden solos, al fin soy su hija única, pero me iré y ellos se curarán a la larga. Tengo que quedar de a buenas con mis padres adoptivos, está en juego la hacienda de mis proyectos. Conseguí empleo en esta compañía americana, con jefes americanos que sólo hablan inglés; esta empresa tiene relación con instituciones y altos funcionarios ecuatorianos, yo traduzco oficios y documentos del español al inglés. Aquí, mis jefes me apoyan para que viaje a residir en los Estados Unidos.

 

María Lorena Haro viajó a los Estados Unidos, quizás envíe cartas a sus padres, pero a ninguno de sus ex compañeros de trabajo nos ha escrito. Supimos que algo no le salió bien en Jackson, con su familia biológica, quizás por aquello de que allá todo el mundo tiene que trabajar o porque encontró al hombre de su vida y se fue con él; por lo que haya sido, tuvo que cambiarse a vivir en otra ciudad americana. Renunció al puesto de traductora que tenía en esta oficina, no ha escrito y no sabemos en qué ciudad reside ahora, hace tres años no está en Jackson, su hija debe hablar ya un fluido Inglés. Ojalá regrese cuando sea posible ejecutar su proyecto ecológico, mientras tanto sus padres adoptivos seguirán esperándola amorosamente.

 

FIN