lunes, 23 de octubre de 2017

EL SANTO TEMOR


Novela de NICOLÁS JIMÉNEZ MENDOZA

Presentación del día jueves 28 de septiembre de 2017, 
en CASA ÉGÜEZ.

Por FRANCISCO PROAÑO ARANDI

“En el estado en que se encontraba, le era difícil regresar de las alturas de la contemplación a las que ascendía. Resacas por haber libado el vino amargo de Dios, decía. Retornaba a la añoranza de las caricias maternas, que no tuvo, a olfatear su carne de huérfano. A veces encontraba restos de humanidad joven en él, algo que sobró tras los plazos vencidos, y jugaba con el recuerdo juegos de sí mismo, para confundirse con el horizonte, y regresaba a sí mismo. Cuando cesaban las voces y los ruidos del día, se quedaba con la noche para tejerla, solo y aterido. Entre las brumas heladas del desvelo se filtraban luces” (Página 176, de El Santo Temor).

El párrafo transcrito no es el único de esta novela en que parece se sintetizaran, confluentes, algunos de los temas centrales que sustentan su trama y macan el destino del protagonista principal, destino que por su parte el autor ha ido construyendo morosamente, enfrentando mediante la aplicación de diferentes técnicas narrativas, las profundas contradicciones del personaje en el marco de una época de la historia del país signada, fundamentalmente, por una perversa simbiosis de esperanzas y pérdidas, y sobre la cual se proyecta una mirada o, mejor dicho, un juicio implacable y con seguridad, justo.

Hay dos niveles referenciales que vuelven a esta quinta novela de Nicolás Jiménez un texto singular. Singular no solo por las calidades y originalidades de su escritura, nos solo por las estrategias narrativas utilizadas, sino sobre todo por los temas que aborda y que, pese a emerger y desarrollarse en un contexto histórico y espacio geográfico conocidos, resultan nuevos, inéditos y pocas veces tratados, al menos en lo que conoce quien escribe estas líneas, en la literatura ecuatoriana contemporánea.

Obviamente no voy a contarles la historia de la novela, pero no puedo dejar de señalar que el personaje central, José Emilio Ramírez Calle, es un ser maltratado por la vida.  Maltratado desde la infancia, en el seno familiar y luego, a través de las diversas y sucesivas, a veces recurrentes instancias existenciales que deberá recorrer y experimentar.  Y, sin embargo, es también un ser positivo que, incluso cuando está desvalido y abandonado en el cieno de sus caídas, enfrenta la adversidad y lucha por cambiarla, por erguirse de nuevo, recuperando una y otra vez su humanidad despojada. No diré más. Sólo añadiré que ese perpetuo caer y levantarse, que recuerda un poco al Job bíblico, se enlaza con una problemática que la novela aborda con profundidad y siempre desde la indagación en los meandros de la conciencia del personaje. Se trata del tema de la conversión, algo que ha inquietado a e inquieta desde hace mucho tiempo a filósofos, teólogos, artistas y, naturalmente, escritores.

Repito una frase del párrafo transcrito más arriba: “Partía una y otra vez, de sí mismo, para confundirse con el horizonte, y regresaba a sí mismo”. El converso, el converso que nos interesa en este caso, para entender a un hombre no común, cual es Emilio Ramírez Calle, es un ser que ha interpelado y cuestionado en profundidad la realidad que le rodea y que se propone cambiarla, pues la juzga inicua, opresiva, falaz, vacía y, en todo caso, inaceptable. Esta confrontación, sufrida con intensidad, y ante la imposibilidad de que aquello que se desea –el cambio, la felicidad, la redención, lo que fuere-, lleva a ese individuo concreto a un estado agudo de indigencia espiritual, de incertidumbre, incluso de profundo cuestionamiento sobre todo aquello en que creía.  Entonces se produce algo así como una instancia de iluminación y el individuo, indigente, desvalido, abandonado, sumido en mil incertezas, se yergue, insuflado de una nueva fe, de una nueva esperanza y un renovado compromiso con aquello que se le revea como el camino que le faltaba para lograr sus objetivos, su razón de ser y una suerte de reconciliación con la humanidad perdida. 

Pero al mismo tiempo la asunción de todo ello nuevo y compromisorio trae como efecto una ruptura total con el pasado, una relativización de todo lo que hasta entonces ha sido el contorno y el conjunto de puntos de referencia a los que estaba acostumbrado. Esta ruptura o cesura se suele da al menos en dos campos aparentemente antitéticos, pero sin duda similares: el religioso y el ideológico. El religioso comporta una adhesión profunda e intensamente espiritual y, por tanto, proclive a la obediencia absoluta, en relación con un dogma de carácter profético, religioso. Los casos más célebres de conversión religiosa en el seno del cristianismo – catolicismo son los de San Pablo y San Agustín.

La conversión ideológica es análoga, si no idéntica: el converso rompe con todo lo anterior y se entrega con fanatismo al trabajo ideológico en el seno del partido. En este, en el partido, encuentra su razón de ser, el nuevo seno materno que lo acoge y al que dedica todos sus esfuerzos vitales. Nace el verdadero militante, cuya misión en la vida es la que le señala el movimiento, más exactamente el partido. La historia reciente señala como casos emblemáticos los registrados en la evolución del partido comunista soviético, en el partido comunista chino y en otros movimientos similares.

De la conversión de índole ideológica la novela nos conecta con otro tema sustancial de la misma: la problemática del militante. La asunción de esta condición impedirá al personaje a trascenderse a sí mismo. Destacará indudablemente como organizador, incluso dirigente y se ganará el respeto de unos y el odio y el desprecio de otros. Le perseguirán, le acosarán, le reducirán –gracias al acoso, en ocasiones concreto y científicamente perpetrado; a veces, imaginario- a la condición de guiñapo humano. Una extensa parte se dedica a describir en detalle el método científico desarrollado por agencias de inteligencia, como la CIA, para ir despojando de humanidad a un adversario, hasta aniquilarlo psicológica y socialmente en su entorno. Mas, su condición esencial será siempre la de militante, ya en su periplo místico religioso, ya en el terreno político-ideológico- revolucionario: un obstáculo que impide al larvado hombre de acción que en él se oculta, a revelare y trascender.

También otra forma de conversión que arrastra al individuo más allá de los lazos tradicionales que caracterizaban su vida anterior, es la erótica: en este caso, la pasión o el amor determinan esa ruptura.

Nuestro personaje, Emilio Ramírez Calle, experimenta en instancias clave de su itinerario existencial estas tres formas de conversión y de ellas regresará una y otra vez a su vacío primigenio.

Todo esto vuelve a la novela de Nicolás Jiménez un texto problemático, que busca descender e indagar en los laberintos más oscuros y desasosegantes de la condición humana, llegando a explorar al menos dos dimensiones de ella: el infierno y la angustia. Es cierto que en ello incide no solamente la personalidad de Ramírez, sino también los factores externos: toda una galería de seres canallescos, fracasados unos, triunfantes otros, todos frágiles en su contextura ética, tan expuestos a los embates de un entorno social inicuo como el protagonista central. Lo que nos lleva aludir a otro de los temas fundamentales de la obra: la mirada o juicio que desplaza sobre una época y un contexto social determinados y reconocibles: la época que nos ha tocado vivir y que el narrador ubica su inicio con exactitud: 1941, año del nacimiento de Ramírez Calle. En el trasfondo de esta vida gravitan los grandes acontecimientos históricos: dictaduras, revueltas, remedos de democracia, golpes de estado, y, entreveradas, las grandes tragedias: el eterno retorno de la iniquidad y de la iniquidad, de la corrupción y la delación, de la usurpación reiterada del poder por las oligarquías o por camarillas inescrupulosas, y, aparejadas, todas las demás debilidades humanas.

El narrador, que es distinto al autor y no necesariamente su portavoz, personaje omnisciente que lo conoce todo o casi todo, se encarga de entregarnos, además, el retrato de una sociedad, la nuestra, y ese retrato no es gratificante, tanto en lo que concierne al poder o distintos poderes sucesivos y prevalecientes, como en la cotidianidad misma de los personajes. Hay personajes como los que frecuentan las tertulias en las que destaca uno de ellos, Edison Balseca, que enjuician de un modo más bien crudo y sin ambages la realidad circundante y a quienes se mueven en ella –corruptos, represores, aventureros, canallas, etc.-, pero ellos mismos, en su lenguaje, en su mentalidad, en sus apodos, incluido Balseca, son parte de ese mundo enfermo y enajenante. Entre otros rasgos, su machismo es aberrante: no hay para ellos mujer que no esté dispuesta a degradarse en las múltiples escalas de la corrupción que el sistema propone.

Esto nos induce a señalar algunas de las estrategias narrativas que tornan compleja, en un sentido de enriquecimiento multisémico del mensaje, a El Santo Temor. En primer lugar, está la presencia del narrador, este personaje omnisciente e incluso que opina y enjuicia. En una suerte de Dante criollo, condena o salva, según los casos, a personajes reales, históricos de nuestra realidad. Académicos, militantes, dirigentes, camaradas del partido, religiosos, hombres y mujeres, son invariablemente retratados, a veces en pocos rasgos, por la voz implacable del narrador que, como queda señalado, no es necesariamente vocero ni alter ego del autor. El narrador nos acompañará siempre, desde el inicio hasta el final. Pero hay otro narrador, otra voz: la de un personaje que ya mencionamos: Edison Balseca. Con extrema frecuencia, entre paréntesis, cortando a bisel el discurso, la voz de Balseca se introduce, dice su verdad, condena o absuelve. Este recurso nos remite a la existencia no solo de dos narradores fundamentales (hay otros, entre ellos, a momentos, el propio protagonista), sino a la sospecha de dos novelas yuxtapuestas y con encontrados puntos de vista. Una, la que seguimos página tras página llevados por la voz del primer narrador; otra, la que intenta obligarnos a ver con otros ojos la situación, desde una perspectiva distinta y provocadora.

Lo anterior parecería indicarnos que estamos frente a un texto que se refuta a sí mismo y nos lleva a recelar de su existencia como novela, al menos en su sentido tradicional, algo además muy acorde con las líneas del realismo abierto propio de nuestros días y de la posmodernidad. Para empezar adopta desde su inicio y hasta la última línea un aire de biografía: biografía novelada, sin duda. Bajo esta percepción, evidencia una estrategia más bien tradicional: fecha de nacimiento, antecedentes familiares, infancia y demás instancias existenciales del protagonista.  Dentro de esta estructura se desenvuelve, implícita, otra, a modo de natural consecuencia de aquella: la de una novela de aprendizaje. Nivel este fundamental, puesto que allí anidan los elementos esenciales que inciden en la infancia y adolescencia del personaje protagónico, fases dolorosas y generadoras de graves secuelas ulteriores, en las que pululan otros personajes de cataduras diversas y se delinea, a veces con imágenes precisas, otro protagonista: la ciudad real, recuperada con exactas denominaciones: calles, barrios, plazas, templos, mercados, puntos de referencia, lo cual, junto con otros aspectos significativos, nos lleva a aludir a una dimensión del texto indudablemente crucial: se trata de que nos encontramos, como se insinúa en la propia solapa del libro, frente a una narración que participa de ciertas características de la llamada “Non fiction” o “No ficción”. Abonan a ello, varios indicios: la comparecencia de personajes reales y conocidos; la nomenclatura de bares, restaurantes y almacenes que existen o que realmente existieron; ubicación de esquinas; numeraciones; etc. Sin embargo, como sucede en las novelas del reciente Premio Nobel francés , Patrick Modiano, la designación precisa de direcciones e inmuebles, provoca más bien, en la simbiosis con la anécdota que se cuenta y los puntos de vista del narrador, un efecto, sino surreal, sí hiperreal, es decir, de todos modos, novelesco o ficcional.  En esta encrucijada, la novela de Jiménez parece abandonar su contextura de “No fiction” o novela testimonial, y aproximarse a una sintaxis de novela histórica. Ello, porque el periplo vital del protagonista, se desliza claramente ligado a períodos bien determinados de la historia ecuatoriana, desde 1941 hasta los albores de la actual centuria. 

No nos detendremos sino solo para subrayarlo en el uso de otros expedientes narrativos que brindan a la novela una mayor complejidad técnica que, a la par, la enriquece: por ejemplo, hay un diario, cuya elaboración termina abruptamente en una fecha precisa; hay pasajes en los que el narrador expone, tanto el argumento, como el juicio crítico sobre las novelas que escribe y publica el protagonista, devenido finalmente escritor; hay microfichas biográficas acerca de determinados personajes, con apodos y todo. Existe una reflexión detenida, si bien fragmentaria, sobre la génesis y la necesidad del arte, en este caso, el literario. La novela se retrata a sí misma, se refuta-ya lo dijimos-, se anula y resucita, reiteradamente.

Así debemos volver a aquella frase que transcribimos y subrayamos al iniciar estas reflexiones “Partía, una y otra vez, de sí mismo, para confundirse en el horizonte, y regresaba a sí mismo”.  Ciento cincuenta páginas más tarde anota el propio Emilio, “con cierta inseguridad”: “Para cumplir mi destino recibí poco a poco la iluminación y ejercí poco a poco el poder de crear.  Nací para ser mago discreto –añade-, si se revela mi historia será del modo más velado, combinándola con la fantasía y la leyenda”.  Esta apetencia hacia una peregrina condición de mago puede entenderse como la posibilidad de intervenir en la transformación de un mundo injusto, aunque siempre desde la perspectiva no abandonada del militante: “si se revela mi historia será del modo más velado”, advierte.

Al cabo, por circunstancias que no me corresponde señalar aquí, todo le conduce a una desapasionada pero real certeza, lo adverso a todo lo vivido, a todos esos estadios contrapuestos de iluminación, conversión y derrota: el vacío, anota el narrador.  “El vacío por la ausencia de su pretendido dios interior”.  “Descubrió –agrega- que su existencia había sido la historia de una paranoia”-  “Fue la hora más cruel que hemos vivido”, frase esta que inevitablemente, por asociación de ideas, nos hace recordar el episodio quizá más triste de El Quijote, la hora en que el andante caballero recobra la cordura.  Jorge Luis Borges dirá por allí: “Es triste que Alonso Quijano vea en la hora de su muerte que su vida entera ha sido un error y un disparate”. Líneas arriba, sin embargo, Borges no ha podido sino anotar que la forma del género novela exige que don Quijote vuelva a la cordura.

Como en el caso de la magna obra cervantina, tal vez narrador y autor y también la propia novela de Nicolás Jiménez, confundidos en un solo nivel, hayan llegado a su final conclusión –digo la palabra en su doble acepción: finalización y también idea a la que se llega después de considerar una serie de datos y circunstancias-.  Conclusión que queda formulada en las últimas líneas del texto: “A tiempo le llegó la última revelación, que no dejó certezas, sino la incertidumbre”.  La incertidumbre, digo yo, o la nada: la nada de una época que aún hoy sigue manando su estulticia, sus incertezas, su nada.



EL SANTO TEMOR


Comentario sobre la novela EL SANTO TEMOR de NICOLÁS JIMÉNEZ MENDOZA

 (Diario El Mercurio, 19 de septiembre de 2017, Cuenca/Ecuador)

Por ELIÉCER CÁRDENAS E.


“El Santo Temor” es la nueva novela del escritor ecuatoriano Nicolás Jiménez Mendoza, un autor que ha preferido vivir en la discreta penumbra del hecho literario, lejos de las reuniones académicas y sociales que, inevitablemente, suelen acompañar los fastos de los literarios, y por cierto lejos de lo que pudiera denominarse “carrera” literaria, con sus “codazos” al colega, sus prisas por “destacarse”, aun cuando se carezca de los méritos suficientes para el efecto.

Nicolás Jiménez Mendoza ha venido por lo tanto trabajando silenciosamente una obra que merecería ser conocida, y además reconocida, por su carácter de “Suma” de vidas, estilos y existencias narrativas. Una de sus anteriores obras, titulada “La obra, los duendes ecuatoriales” tuvo la virtud de que aunque no fue comentada en el país sino en mínima medida, fue leída, y por lo bajo, señalada como un muestrario donde salían a la luz ciertas situaciones y personajes de la vida cultural y política del Ecuador, con una dosis de ironía por momentos rayana en la dureza. En ella desfilaban escritores, otros que eran falsos autores caracterizados por el arribismo, comparsas políticas, directivos y directivas culturales apenas disimulados por nombres y circunstancias. El silencio impuesto a la obra no la volvió sin embargo inocua ni invisible.

En esta nueva obra, “El Santo Temor”, Jiménez Mendoza prefiere bucear en clave autobiográfica una existencia dramática, trágica y hasta tragicómica en algunos momentos, con el protagonista  Josè Emilio Ramírez Calle, un personaje común, de clase media baja, que sufre sus primeras frustraciones al ingresar, por iniciativa de una tía suya, con media beca en un colegio religiosos más bien de alcurnia, donde lo ignoran y ridiculizan. Luego estudia en un colegio nocturno para obreros, trabaja para unos dueños afiliados a la organización ultraderechista ARNE, de los años cincuenta.  Su cambio se opera paulatinamente a través del trabajo sindical con grupos cristianos que luego formarán parte del llamado Movimiento de Izquierda Cristina.  Es acusado de tener dinamita en su hogar, su familia es perseguida, sus hermanos detenidos, él se oculta y le gana una suerte de paranoia, donde no se sabe si lo persiguen pesquisas o policías en realidad, o si es una alucinación promovida por las tensiones, la pésima alimentación.  Es llevado a varios tratamientos siquiátricos.

Con la separación de su hogar, las peripecias de Ramírez proseguirán.  Se descubre escritor, vive pobremente, se divorcia de su mujer, lucha por dar a conocer su obra, le sobreviene una grave enfermedad.  Tantas desgracias sin embardo, son narradas como una crónica, con testimonios estremecedores.  La vida de un personaje ecuatoriano tocado por la maldición del infortunio.  Quizá la debilidad de la obra radica en su composición como crónica de principio a fin.  En cualquier caso, una novela notable del autor, Nicolás Jiménez Mendoza.