Había una razón para pedirme prólogo para Árbol al filo del desierto de Nicolás Jiménez Mendoza y había idéntica para que yo aceptase tan honroso encargo. Ello es que cuando ejercía las municipales funciones de director metropolitano de Educación, Cultura y Deporte designé jurados para esos premios con que el Municipio distingue los mejores libros de cada año, y, fallados los premios, presidí su proclamación en acto que fue, a diferencia de otras entregas de tales galardones, gratísima reunión de intelectuales y escritores.
Allí sí fue posible hablar de los libros premiados. Y en novela, el premio denominado “Joaquín Gallegos Lara” fue para la novela que aquí prologo. Dije entonces, seguramente pensando en los premios de lírica y novela, que con ellos se había hecho obra de justicia.
Hablé sin papeles aquella tarde y noche. Pero ha quedado grabación radiofónica de lo que dije- Y en un párrafo me hallo diciendo esto: “Desde mi mundo, el mundo de la crítica literaria, debo decir que, cuando conocí el resultado en el que se daba el premio como a la mejor novela de año a Árbol al filo del desierto de Nicolás Jiménez Mendoza, sentí una profunda complacencia porque este libro, con tener la importancia que tiene, no ha recibido en los medios de comunicación mayor atención. Este premio viene a reparar una injusticia, porque esta es una novela importante. Me atrevería a decir que es la gran novela de Quito”.
Casi descomunal el encomio, porque Quito ha estado presente en la novela, de layas diversas, que han ido desde el vago telón de fondo hasta el escenario, u ominoso o nostálgico, desde Pacho Villamar, y, aun antes, la Relación de un veterano de la independencia. Quito revivida, acaso reinventada, hecha de jirones de desvaídos recuerdos o de ráfagas de medrosas seducciones, agobiadora y fascinante…
Quito está presente en esta novela desde la primera carta –porque una de las voces narrantes son cartas que escriben desde Quito al doctor Aguirre, medio exiliado en Guayaquil, sus hermanas. En ella, fechada a 3 de enero de 1937, vemos partir el tren. Y nos imaginamos una de esas bulliciosas locomotoras que salían de la estación de Chimbacalle arrastrando sus vagones de primera, segunda y tercera. Y el cielo. Ese cielo que marca de tan curiosos modos el ser y vivir de las gentes quiteñas: “el cielo de la ciudad acompañó nuestras penas - recuerda la hermana en su carta a Aguirre-, nos llovió incesantemente”.
Debo repetir lo que dije en aquella memorable oportunidad. Que estas cartas son el mayor documento literario que conozco de la vida de Quito. Deben esta condición privilegiada a ese mismo ser cartas, Y a cartas que se escriben desde la cotidianidad para contar lo cotidiano. Por ello su quiteñidad es vivida y se nos comunica en la inmediatez de lo familiar e íntimo. Solo allí podían tener lugar la azotea que, herida de tiempo y lluvias, ha acabado por caerse, y la señora del zaguán que no ha pagado el arriendo, y esa Vienesa en la que se compraban bizcochos y pastas para el hermano al que suponemos goloso como buen quiteño, y la afanosa búsqueda de empleo público para salir de pobrezas…
Se dice por ahí, de uno de los personajes, Gustavo, que “se hizo quiteño peregrinando por la ciudad”. Hay quiteños que se han hecho peregrinando en pintoresca bohemia de cantina en cantina; hay beatas que se han hecho peregrinando de iglesia en iglesia y de cuarenta horas en cuarenta horas; hay las encopetadas damas que han peregrinado de visita en visita, y otros nos hemos hecho peregrinando de librería de viejo en zaguanes atestados de libros y revistas. Del peregrinar a lo largo de un día del señor Bloom por Dublín hizo Joyce una de las obras cumbres de la novela del siglo XX. Ese volver a Ítaca en Odisea antiheroica fue símbolo y signo y testimonio de un mundo que extravió cualquier camino de grandeza.
También cobra alguna dimensión simbólica el Quito de Árbol al filo del desierto y el peregrinar y vagar y andarse a salto de mata y con aldeana avidez de riquezas y placeres de las gentes que habitan la novela. En ello sentimos la obra vecina a las más quiteñas de ese gran cronista épico de Quito que fue Icaza. Pero él, como hombre de teatro que siempre fue, hizo de la ciudad escenario para las andanzas y sueños y perplejidades de la figura más grande que haya hecho la novela quiteña, el chulla Romero y Flores.
Hemos de repetirlo, Quito no es escenario para peripecias de unos personajes en Árbol al filo del desierto. Por supuesto hay esos personajes, y nos interesan sus idas y venidas, participamos de sus necesidades y sus pequeñas aspiraciones, los acompañamos en sus lances eróticos lo mismo que en sus quiteños reumatismos. Pero todo ello viviendo en Quito, respirando su aire, atentos como esos quiteños al dictador que acaba por caerse e intimidados por la inminencia del nuevo golpe militar. Apenas hace falta recordar la fecha en que se escribió la carta que abre la novela: 1937. Estamos en un Quito que fue. En esa gran aldea o pequeña urbe con tranvía que corría traqueteando de Chimbacalle a donde la Colón desembocaba en una “6 de Diciembre” que desde allí hacia el norte pasaba a vía empedrada flanqueada por quintas…
Quiteños y no quiteños –chagras y gringos-, viejos y jóvenes, varones y mujeres. ¡Cuántas lecturas se harán del Quito de Árbol al filo del desierto! Acaso ello sea lo más importante de esta nueva edición de la novela. Solo la literatura tiene esos poderes. Y en la literatura, es privilegio de la novela poder sumergir al lector en un clima, un aire, unos espacios y tiempos. Hacer de él, como dijera tan agudamente Ortega y Gasset, un provinciano transitorio. Esta novela nos hace, sin duda, quiteños transitorios.
Alangasí, junio de 2010
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