ÁRBOL AL FILO DEL DESIERTO, novela, 498 p.
Ediciones Bernardo de Legarda, Quito, Diciembre 6 de 1999. Premio nacional “Joaquín Gallegos Lara 2000”, segùn el jurado “por sus méritos en la creación de personajes, recreación de la cotidianidad de una época y planteamiento de conflictos existenciales.”
Hernán Rodríguez Castelo, en el discurso de entrega del Premio:
“Desde mi mundo, el mundo de la Crítica Literaria, debo decir que cuando conocí el resultado en el que se le daba el premio como a la mejor novela del año a Árbol al Filo del Desierto de Nicolás Jiménez Mendoza, sentí una profunda complacencia, porque este libro, con tener la importancia que tiene, no ha recibido, en los medios de comunicación, mayor atención. Este premio viene a reparar una injusticia; porque esta es un novela importante, me atrevería a decir que esta es la gran novela de Quito.
Esta novela está hecha a mitades. De reflexiones, de meditaciones del personaje principal que se enfrenta a los problemas existenciales, a los problemas de su tiempo; que está angustiado porque -esto se sitúa entre los años 30 y 40- desde entonces ya avizoraba la postmodernidad; y toda esa angustia se va presentando en sus soliloquios, en sus meditaciones. Pero, con estos pasajes interiores, casi filosóficos, alternan cartas que le escriben las hermanas a este Dr. Aguirre, periodista que ha tenido que exilarse, que ha tenido que desterrarse en otro clima, en otro mundo que es Guayaquil, por razones de salud.
Y las hermanas le escriben desde Quito, cartas; y estas cartas son el mayor documento literario que yo conozca de la vida de Quito. Cartas de una aparente monotonía, porque todas están con los mismos problemas; que el arriendo..., que han subido los impuestos prediales, que la señora que vive en el zaguán no paga los arriendo a tiempo... Se trata de una familia noble, venida a menos, que tiene que arrendar muchos cuartos en la casa y sufre de enfermedades y mil problemas... Y se ve Quito. Quito un todo. Nunca una novela sobre Quito atendió a toda esta cotidianidad. Y por la estructura y por el ritmo que coge, esa monotonía se convierte en mayor valor de la novela, porque la vida de Quito era monótona, era triste, era un poco opaca; esta pequeña aldea que era Quito en esos años.
El conjunto de la novela como que nos devuelve a un período de la vida de Quito, con una vida, con una emoción, y con una autenticidad con lo que no lo ha hecho nunca un libro de Historia, porque un libro de Historia no tiene estos enormes poderes de la Literatura.”
Fragmentos de “Árbol al filo del desierto”
El Viejo llegó a ser el terror de la comarca, besaban su mano los poetas jóvenes y viejos, hasta los chagras que llegaban del Austro con ínfulas de castellanos puros. Tuvo poquísimos amigos; eran libros, libritos y librotes, con melifluas dedicatorias, los que se amontonaban en su biblioteca.
Del Viejo quedará poco, se cumplirá con él la ley del olvido; o sea que la nube de sus aduladores, avergonzada por sus propias humillaciones, no hablará de él después de que muera, ni dejará que los demás hablen; desearán que sus mendicantes cartas desaparezcan. Y preferirán perpetuar la memoria del otro, del gran alcahuete de mediocridades, fundador de dinastías intelectuales auténticamente idiotas. El Viejo quiere replegarse y, quién sabe, debería ir con él. Lo veo calcinándose con los fuegos de fin de cuentas, con su palabra vuelta insípida, cortejado por los cacaos, ocultando en un silencio enigmático sus propósitos.
Veo sumisa su vida, que antes se desbordaba irónica, obcecada. Ya no muestra el rostro del orgullo, de la victoria; lo veo encogerse hasta cuando se nombra a la tía Luisa en su presencia. Débil titán de la inteligencia, pobre. En sus tiempos heroicos, se reprochaba, acusándose por la pobreza de su casa; pero, en la calle, pronto olvidaba el arrepentimiento: se iba contra el gobierno o se escurría a merodear por Quito. Caía de un cargo, iba a otro, escribió en toda la prensa de su tiempo.
Está queriendo desmontarse, y no podré con su ausencia, con su apellido, ni con los infinitos puntos suspensivos que deja su vida. Creo que se entiende con Dios, o que ni siquiera con Él se entiende. Me abrumará su silencio. Tal vez ya esté más allá del bien y del mal, entonces morirá pronto, es lo que suele suceder...
"Gustavo nació en Quito, y, además, se hizo quiteño peregrinando por la ciudad. Huérfano, rencoroso, perseguido por la voz y los ojos de la tía Luisa, caminó siempre, asumió la calle día a día; primero, jugándose sus canicas, con los guambras; después, apostando los dientes y el honor en lances juveniles contra los del otro barrio; por fin, exponiendo su vida noche a noche, transitando por el límite, sumido en la bohemia para mantenerse lúcido bajo la luz terrenal a la que jurara fidelidad. Iba cuesta arriba, después cuesta abajo, reelaborando la textura áspera de la ciudad, añadiendo sombras y luces al espacio donde había sido arrojado. La vida, pues, le iba grande y, a veces, estrecha. Desconcertado, sin elaborar proyectos, ávido de licor y pasillos, sintiendo íntimamente esa derrota musical que reivindica la muerte ante el fracaso del amor, se disminuía menos en la cantina que en las labores cívicas o en los estériles ejercicios de la razón humana que había fracasado, siempre, en doctrinas y filosofías.
Para Guayaquil, apenas llegó, era un absoluto extraño; Gustavo se sintió huérfano otra vez. Su relación con esa ciudad comenzó siendo desconfiada; durante las primeras semanas avanzó apenas hasta las esquinas más cercanas. Se contagiaba fácilmente del dialecto guayaquileño, tomaba sigilosamente los primeros tragos, a hurtadillas, en solitario.
Pero eso no podía durar, ya le había llegado el efluvio lujurioso de un trópico escondido, la fragancia de una vida peligrosa y fascinante. Y cierto día salió a caminar, partió del hemiciclo de La Rotonda, siguió a lo largo del bulevar 9 de Octubre, hasta la calle García Moreno y por ésta hasta la 10 de Agosto, siguió a Chimborazo y a San Martín; llegó a Eloy Alfaro, fue a Rocafuerte, tomó por la Colón, dio en Pichincha, siguió hasta Aguirre y por ésta volvió a la Chimborazo; torció por Luque, por Lorenzo de Garaicoa, y estuvo otra vez en la 9 de Octubre. Frente al Tenis Club, empapado en sudor, experimentó la satisfacción de un buen encuentro. La ciudad ya le era menos extraña, la encontró accesible y bullanguera, así es que se apartó del Centro y entró a tomar cerveza fría en un salón. Cuando regresó a mirar al mozo que lo atendía, se encontró con la cara morena, la brillantina y los ojos fieros de Canessa."