LA LOBA, por
Alfonsina Storni (Fragmentos)
Yo soy como la loba.
Quebré con el rebaño
Y me fui a la montaña
Fatigada del llano.
¡Pobrecitas y mansas ovejas del rebaño!
No temáis a la loba, ella no os hará daño.
Pero tampoco riáis, que sus dientes son finos
¡Y en el bosque aprendieron sus manejos felinos!
Ovejitas, mostradme los dientes. ¡Qué pequeños!
No podréis, pobrecitas, caminar sin los dueños
Por la montaña abrupta, que si el tigre os acecha
No sabréis defenderos, moriréis en la brecha.
Yo soy como la loba. Ando sola y me río
Del rebaño. El sustento me lo gano y es mío
Donde quiera que sea, que yo tengo una mano
Que sabe trabajar y un cerebro que es sano.
La que pueda seguirme que se venga conmigo.
Pero yo estoy de pie, de frente al enemigo,
La vida, y no temo su arrebato fatal
Porque tengo en la mano siempre pronto un puñal.
El hijo y después yo y después... ¡lo que sea!
Aquello que me llame más pronto a la pelea.
A veces la ilusión de un capullo de amor
Que yo sé malograr antes que se haga flor.
Letra de Loba (Canción
de Shakira, fragmentos)
Sigilosa al pasar
Esa loba es especial
Mírala, caminar, caminar
Quién no ha querido a una diosa licántropa
En el ardor de una noche romántica
Mis aullidos son el llamado
Yo quiero un lobo domesticado
Por fin he encontrado un remedio infalible
que borre del todo la culpa
No pienso quedarme a tu lado
mirando la tele y oyendo disculpas
la vida me ha dado un hambre voraz
y tu apenas me das caramelos
Me voy con mis piernas
y mi juventud por ahí aunque te maten los celos
Coro:
Una loba en el armario
Tiene ganas de salir
Deja que se coma el barrio
Antes de irte a dormir
Llevo conmigo un radar especial para localizar solteros
Si acaso me meto en aprietos
también llevo el número de los bomberos
ni tipos muy lindos ni divos,
ni niños ricos yo sé lo que quiero
pasarla muy bien
y portarme muy mal en los brazos de algún caballero
DAYANA
Mi
mamá me encerró en la correccional porque
me gustaba bailar. No me agradaban los juegos que las niñas jugaban en la
escuela, sino el futbol. Yo iba a la escuela con las manos sucias de grasa
porque desde pequeña, igual que a mis hermanos, papá me obligó a ayudar en la
mecánica. Mi papa tenía una mecánica automotriz, en un barrio apartado del
centro de Quito. Yo lavaba piezas en gasolina, guardaba herramientas y lijaba
latas, cuando estaba en primer grado. Las niñas se adornaban con vinchas y
cintas, yo no. Cuando desobedecía me pegaban, papá y mamá se odiaban y nunca
paraban de pelear, y la pagábamos los hijos si estábamos cerca. Una profesora
me separaba siempre para mostrar a las demás cómo no deben las niñas tener las
manos, como las mías, sucias y toscas. A los once años, mis compañeras llevaban
vestidos de colores y melenas, yo usaba pantalones viejos y el pelo mal
cortado. En el colegio, quise ingresar al grupo de las más bulliciosas, traté
de ser aceptada, arreglé mi pelo lo poco que podía, pero no me acogieron. Una
chica bastonera se amistó conmigo, no sé por qué y aun con mi apariencia cochinita,
conversábamos en el bus, le gustaban unos dibujos que yo hacía. Me enamoré del
hermano de esa amiga, era lindo, blanquito, con ojos rasgados, pelo churiado,
era delgado y caminaba bonito. Pero mi amor fue platónico, traté de que se
fijara en mí y no lo hizo. Le decían Tato, nunca me tomó en cuenta pero comencé
a arreglarme para él, ya quería verme bonita.
Marta
Guevara era portera recepcionista del edificio Tauro, donde había muchos
bufetes de abogados, recibía correspondencia y la repartía de oficina en
oficina. Tenía, para vender al público, artesanías holandesas, en una pequeña
vitrina acomodada en el corral de la Recepción,
había vivido seis años en Holanda, trabajando en el aseo de casas. Volvió al
Ecuador con la intención de quedarse y establecer un pequeño negocio, pero le estaba yendo mal y decía que volvería
a irse, allá estaba su marido y ella tenía trabajo seguro. Es una mujer
pequeña, morena, tiene cuerpo grueso, parece fuerte, su rostro es tosco pero armonioso,
luce relajada, se mueve pausadamente, pero cuando camina lo hace de prisa.
En
mi casa, dijo, llegaron a creer que necesitaba regenerarme porque iba a la
discoteca en secreto. Tenía una hermana mayor que sí era tremenda, bailaba,
tomaba y hacía cosas con los hombres, sin dejar que mis padres se enteraran; yo
le sabía, ella trataba de ser sexi, mi papá le decía pareces puta y no hacía
caso, salía huyendo y cuando regresaba recibía una golpiza, pero nada la
detenía. La primera vez fui a la discoteca porque me llevó mi amiga, la
bastonera, me fugué de noche sin que lo notaran mis padres y, así mismo, entré
muy tarde sin hacerme sentir. Repetí esas huidas algunas veces, también fui a
bailar en vez de ir al colegio, perdí la mochila en la discoteca; mis papás se enteraron
de esas faltas, además les habían ido con el chisme de que yo andaba de puta y
vendía drogas, gentes del barrio dijeron haberme visto. A varias chicas, sus
padres les prohibieron que se llevaran conmigo. La discoteca donde iba no era de
bajada, sino de buena calidad, me encantaba bailar, y si me gustaba un pelado
me trenzaba con él, también asistía a las matinés que dizqué eran sólo para jóvenes.
La
fama que adquirí de bailadora y drogadicta me dio humos, yo metía miedo,
comencé por vengarme de las que me marginaron por mala traza, las amenazaba y
agredía, asustadas y miedosas aumentaban mi éxito. Mi amiga me prestaba ropa
para que fuera a bailar; cuando me fugaba del colegio, ella, que llevaba doble
falda, me prestaba la de abajo para que yo pudiera asistir a la matiné. Temía
ir a las discotecas de Quito, porque podía encontrarme en ellas con conocidos o
conocidas del barrio y mi amiga bastonera, ya muy lanzada, me dijo: maricona, entonces
vamos a Tumbaco, donde hay regias discotecas. Le dije: vamos. Unas veces en bus
y otras jalando dedo fuimos a Tumbaco hasta entre cuatro compañeras, algunas hicieron
levantes y ya teníamos a tipos que nos llevaban y traían. Cometí la tontería,
una de esas veces, de llevar conmigo, a la hora del colegio, a mi hermana mayor
y a una prima, al programa de Tumbaco, entonces comenzó mi desgracia. Peleaba a
diario con mi hermana, por hacer y no hacer las tareas de casa y de la
mecánica, y ella me chantajeaba con contar a mis padres lo del dichoso programa,
también había visto mi carterita, donde guardaba pastillas para vender a los
chicos en la discoteca, supuso que eran drogas, yo afirmaba que aspirinas.
La
vez que perdí la mochila, coincidió con una pelea que tuve con mi hermana, pues
el enamorado de ella me había regalado chocolates, estábamos discutiendo a
gritos, cuando intervino mi mamá para calmarnos, pero mi hermana aprovechó para
soltar el caldo completo, me delató. Yo tenía trece años, mi hermana diecisiete.
Desde entonces, mamá y papá desconfiaron de mí, papá todo el tiempo me decía
puta, puta ven acá, puta anda para allá. Estaba humillada y furiosa y me largué
de la casa, pedí que me recibiera una hermana casada, mayor a mí con ocho años
y me recibió. Me quedé con ella unos días, hasta que fueron con el chisme,
donde ella, de todo lo malo que yo había hecho, para colmo mi hermana y su
marido creyeron oler a mariguana en su casa. No fue más, un día me dijo, mi
hermana, que fuéramos donde mi mamá, a llevarle un encargo; pero había sido una
trampa contra mí, me acercaron al retén policial del barrio, donde me entregaron
para que me trasladaran a la correccional, dijeron, al entregarme a los
policías, que no querían dejar que yo siguiera por el camino de la perdición.
Papá
no nos quiso, nos hizo seres infelices, debía dejarnos en libertad. Él tuvo un
tropiezo en su vida, amó a otra mujer, se sintió rechazado o engañado por ella
y mi mamá, que era un cango de lanas, que todo lo que decía el marido lo hacía,
sufrió la venganza de él, frustrado, desquitándose con mi quien no era. Tal vez
yo no tenga mucha edad, y no haya vivido en San Roque, barrio bravo, como mi
papá, pero tengo mi edad bien vivida. Deseaba que a él le pasara el doble de malo
que a mí me pasó, pero caí en cuenta que pensar así me hacía daño. La mayoría
de los jóvenes confía en las personas maduras, parecen tener mayor sabiduría,
pero no fue así con mi papá, el pudo saber más cosas, pero ha llegado a ser tan
egoísta que siempre daña al que tiene delante. Papá me contaba: tu mamá quiso
matarme, eso no lo creo, él ha vivido tanto tiempo con ella, es irracional
pensar que no haya podido matarlo si hubiese querido; es, creo, otro pretexto
para maltratarla y dividirnos a los hermanos, me decía: no debes llevarte con
tu hermana porque te envidia.
En
la correccional viví un tiempo de cambio, no creo que haya sido para mejor,
pero fue duro. Yo era chama y pensaba, si tuviera hijos peladitos haría que no
les falte nada, así tuviera que barajarla de cualquier manera, a ellos no les
faltaría la jama. Mis chamos, si los tuviera, no se criarían como yo, serían diferentes,
unos tucos, no iban a rifarse en las calles, como hice, eso pensaba. Me hui de
la correccional con cuatro compañeras, nos salimos por los baños, ellas ya
habían tenido acuerdo con muchachos que raspaban en el muro, que era de adobes,
haciendo un hueco que daba al maizal de atrás. Cuando el hueco ya estuvo como
para darle una patada y completar la salida, silbaron una señal, a las que
estábamos en los baños, para que saliéramos a la carrera, así hicimos, pasamos
por el hueco y dimos en el maizal. La correccional queda en el Valle, caminamos
hacia la ciudad, era de tarde, pero no íbamos por la carretera sino a campo
traviesa, no pasamos por el peaje, donde hay chapas, sino por un lado.
Llegamos
al otro valle, de Cumbayá, por las faldas del monte Ilaló, descansábamos en el
bosque, caminamos muchas horas, esperamos a que se hiciera la noche para, en la
madrugada seguir caminando, total hicimos un día. Llegamos a Quito, por el
norte, y el grupo se dispersó. Yo fui con la Pilar, mi amiga la Flaca Pili,
porque no sabía aun pasar en la calle, tenía miedo de que, yendo por donde
fuese, me encontraría mamá y me devolvería a la correccional. Mi familia vivía
en el Sur y no podía ir para allá, pero no conocía el norte y temía moverme por
lo extraño que parecía peligroso. Entonces la Flaca Pili me dice: oye chama, no
tienes donde ir; le dije: no tengo, y me dice: no te preocupes vienes conmigo.
Ella vivía por el Condado, en las afueras, al extremo norte de la ciudad, me
llevó allá, frente a un parquecito, su casa era pobrísima.
En
mi casa yo tenía cama, pero ella, con su mamá, solo tenían tablitas y
ladrillos, acomodaban eso y se acostaban a dormir, toda la casa era así, la
construcción de ladrillos sueltos y latas en el techo. Lo que me admiró fue
que, a pesar de todo, apenas la Pili llegó, la mamá la abrazó y le dijo: qué
bueno mija que has venido; la Pili le dijo: tranquila viejita ya estoy aquí. Me
presentó diciendo es una amiga, la mamá me miró, no preguntó que hacía allí, ni
nada, cogió un plato y me sirvió un poco de la sopa que había estado haciendo.
Me quedé a dormir con ellas y con un chico retrasado que había sido hermano de
la Pili; al otro día la mamá se había levantado temprano, yo me desperté
asustada, había dormido en el suelo, tapada con un cartón, vi que la mamá regresó
trayendo leche y panes, hirvió la leche sobre leña y nos la dio, con los panes.
Vi que la Pili le dio un billete, que no
supe de cuánto, y le dijo: no te preocupes, ya he de venir por aquí, y
volviéndose a mí dijo: vamos y nos fuimos. La señora nos dio una bendición,
hizo como una seña rara.
Estando
ahí, la Pili me contó que ella y su hermano retrasado fundeaban, consumían la
pega de zapateros. Pero no hizo falta que me dijera porque, estando yo acostada
oí que él le pedía dame y vi que ella le daba la funda preparada. El pegamento
lo había comprado en un bazar de la cuadra. La funda se prepara poniendo en
ella pegamento con fresco Solo granulado. Primero se pone la pega, encima ese polvo
para hacer jugo y se comienza a oler por la boca y la nariz. Nada dije, solo
les quedé viendo. A pesar de ser taradito, el chico fundeaba. Poco después la
Pili me dijo: toma esta plata, chamita, para que vayas a comprarme una pega y
me dio dos sucres, también cómprame dos sobres de fresco Solo, dijo, cuando se
los llevé preparó su funda y antes de olerla me la ofreció, preguntó ¿quieres? así se hace y se puso a respirar,
tapándose la boca y la nariz con los bordes de la funda, soplaba y aspiraba
dentro de la bolsa plástica, esa primera vez no me atrajo y no fundié, pero después
de vagar todo el día, sin encontrar a dónde ir, volvimos a la casa de la mamá y
nos sentamos en el parque del frente, esperando que aparecieran otras amigas de
la Pili, cuando llegaron esas chicas con unos chicos, todos comenzaron a
fundearse, entonces me pusieron entre la espada y la pared, preguntándome si me
creía mejor que ellos, porque yo no fundeaba, una de las que más me agredían
era la que llamaban La Catira, así que fundié. No me gustó mucho, era la
primera vez y me sentía tonta, me ponía contentota con cualquier motivo.
Cuando
ellos estaban fundeados se sentían bien, valientes, más fuertes y alegres.
Estando con la decepción que estaba yo, sabiendo que nadie me quería, que me
habían encarcelado mis propios padres, me fundié más. Un día en que fuimos a
bailar en grupo, me fundié y puse a imaginar que estaba con mi mamá, que me
abrazaba y me trataba como la mamá de la Pili la trataba a ella, en vez de
conversar con los amigos que estaban a mi alrededor, conversaba con mi mamá.
Terminé llorando y los muchachos me decían no seas loca. Aluciné. Consumiendo
me creía feliz y entre mi familia, los amigos se reían; una vez salí corriendo
a coger un bus que me llevara a mi casa y todos se burlaron de que alucinara,
no había tal bus. Cuando me pasaba el efecto, sentía horrible, estaba caminando
sola, en la calle, con frío, no me gustó el terrible contraste, eso me quitaba un
poco el gusto de fundearme.
Una
vez me fundié antes de mediodía, cuando caí en cuenta y me había pasado un
tanto el efecto, ya era de noche, como a las nueve, y seguía en el parque.
Vivir así no vale la pena, me dije, me fui de donde la Pili, a parar al otro extremo
de la ciudad, por Chillogallo, entré en una iglesia evangelista, con falda
pequeñita y chompa grande, me uní al grupo que cantaba en esa iglesia, no sabía
a qué ni por qué, después de haber pasado veinte días en casa de la Flaca Pili,
me gustó que allí la gente dijera cosas bonitas, pero nadie quiso hablar conmigo,
salí y no regresé. Caminando, me topé con unas conocidas, que vivían por el
Sur, las había visto en la discoteca, hablé con ellas y volví con ellas a la
discoteca que ya conocía, esa noche bailé todo lo que pude; sabía que, saliendo
de allí, no tendría a dónde ir.
Me
pegué a una chica a la que llamaban la Negra, le dije que no tenía donde ir, le mentí que me había escapado de la casa. La
Negra me llevó bien al sur, por donde hay una fábrica de cigarrillos, y de esa
fábrica para arriba, por la loma, donde ya es monte, había sido la casa de la
Negra, ahí viví unos días, y un muchacho del barrio se fijó en mí. La Negra
tenía un novio y me decía que yo tuviera el mío. Con la Negra, a veces, también
dormíamos dentro de carros viejos y abandonados, yo la acompañaba. Conocí a otros muchachos que, como la Negra, pedían
comida en algunas casas, unas veces les daban y otras no, cuando le daban a
ella compartía conmigo. El novio de la Negra nos llevó a su casa, ella no tenía
relaciones completas con él, le hacía acabar dentro de la ropa y le sacaba
plata. La Negra era bonita y muy viva. Amigo de ese novio de la Negra fue el
que andaba tras de mí, era simpático, se llamaba Javier. Yo necesitaba cariño y
como él me puso bastante atención, me llevaba ropa y comida, nos hicimos
enamorados. Dormíamos, la Negra y yo, en la casa del novio de ella, donde nos separó
un cuarto pequeño y, estando allí, se nos unió otra muchacha, ya éramos tres.
Javier subía todos los días, después de que se me declaró y lo acepté, y me decía
que quería dormir conmigo, no quise, me dio vergüenza por ya no ser virgen.
Cuando
entré a la correccional, tenían que examinarme completa, para ver si no tenía
enfermedades venéreas. A los tres días de estar encerrada, me llevaron con
otras en una buseta, con el uniforme de la institución, al Departamento de
Higiene, nos escoltaban tres monjas y un policía. Mientras esperábamos, fuera
del consultorio, alguien nos preguntó de qué colegio éramos, y las compañeras
le contestaron del Salsipuedes, y siguieron mis compañeras vacilando a las
preguntonas que querían conocer ese gran colegio, “carísimo y en el Valle
exclusivo”. De tres en tres, nos hicieron pasar a la consulta. Una de las tres
que entraron primero, al salir, me preguntó si yo era virgen y yo a mi vez le pregunté
¿por qué quieres saber eso? ella dijo: porque si lo eres te va a doler. Cuando
me tocó ingresar, el doctor me preguntó el nombre, respondí Marta Guevara, el
tipo era grosero, me gritó sácate el calzón, acuéstate aquí, abre las piernas,
abre rápido, para ver que hay tienes que abrir bien. Yo abría y cerraba, el
tipo se impacientó, dijo: abre carajo, le pregunté ¿qué me va a hacer? él dijo:
lo que te gusta. Me quede tendida sobre una cama de dar a luz, el tipo aseguró una
de mis piernas a un lado y la otra al otro lado, la monja ayudaba a mantenerme
quieta, el doctor se puso guantes y me metió, no sé si dedos o la mano, sentí mucho
dolor. El médico comentó: todavía falta destapar, o algo así, me puse a llorar
y la monja furiosa me mando a callar. Grité, y el médico dijo se hace la dolorida
y me increpó: ¿por qué te quejas, si esto es lo que te corresponde por pilla?
Salí de ese consultorio sangrando todavía, una compañera pidió paños para mí, y
dijo: este hijo de puta ha creído que tú eres del ambiente como nosotras. El
médico salió y dijo: tenía que revisarte, que estés sangrando no es mi
problema, si has caído aquí es por algo, así que no te quejes: todavía me
regresaron al consultorio, para limpiarme como a un animal, me acostaron,
lavaron, secaron y metieron un espejito, para verme por adentro. El médico dijo:
no hay nada, qué más quieres te he ayudado a comenzar lo que seguramente vas a seguir
haciendo. El dolor me pasó, pero me sentía irritada, las piernas me temblaban.
Regresamos a la correccional, pasé dos días en cama. Así perdí la virginidad, conté
esto a las amigas mías y de la Negra, supieron que hasta entonces no había
estado con un hombre, pero se burlaron diciendo: te violó un dedo.
Las
muchachas me convencieron de que no tenía por qué avergonzarme, pero cuando me
topé con Javier y éste me propuso que durmiéramos juntos, tuve que declararle,
antes de nada, que yo no era virgen como él creía. Nos quisimos, fue mi primer
chico, parecía diferente, me preguntó sobre mi familia, le dije que era del sur
y que no estaba con mis padres porque me escapé. Me conquistó diciéndome linda
e inteligente, y que debía volver con mi gente y seguir estudiando, me hacía
sentir interesante y protegida, mientras los otros chicos sólo querían
propasarse, inclusive el novio de la Negra, cuando ella no estaba, me manoseaba
y proponía trences. Pero Javier me defendía, me compró zapatos y otras cosas.
Me enamoré, confié en él; llegué a pensar: me caso con este y tengo donde estar.
Era sincera con él, le dije no soy virgen, pero lo que tengo te lo doy con
mucho cariño, no le gustó, se fue y no regresó en tres días, volví a verlo con
el brazo lisiado, había tenido una pelea, yo le frotaba el brazo, hacía que me
llamara Marta, que es mi nombre verdadero y no Dayana que era de combate.. Pero
Javier me dijo, serio, si me quieres y no eres virgen tienes que acostarte
ahora mismo conmigo, si te has acostado con otro ¿por qué no vas a acostarte
conmigo? en ese rato me entregué a Javier,
me hizo el amor tres veces, ya satisfecho, se vistió, cogió y se fue. Dos meses
más duró ese mi gran romance. En cierta ocasión, después de haber tenido
conmigo un coito gris, se levantó violento, dijo que tenía cosas que hacer, se
despidió con un chao y no volvió. No me embarazó, a pesar de que lo hicimos sin
protección. Me sentí como puta, había pagado un cariño y unos obsequios, con mi
cuerpo.
Seguí
viviendo con la Negra, iba a bailar y callejear con ella. Pero después del
abandono de Javier quise separarme de la Negra. Un día, de frente, me propuso:
Dayana, ya tienes experiencia, ¿por qué no haces como yo, que doy el culo para
mantenerme y mantenerte? tienes que colaborar, sacar provecho de lo que tienes,
enamorándose no se consigue nada. Nos fuimos a callejear por la avenida
Amazonas, en un prostíbulo que había frente a una casa chistosa que parecía
castillo, fuimos a vendernos. Yo tenía quince años y la Negra un poco más, ella
dijo: acá viene gente de plata. Nos sentamos a un lado de la barra, las demás
chicas eran viejas comparadas con nosotras, un tipo invitó a la Negra a entrar
en un reservado, ella me dijo ya vuelvo, pero no volvió. Me quedé un largo rato,
vino un guardián y quiso sacarme del cabaret, diciendo que era menor de edad, y
si me encontraban ahí los policías, harían problema al local. Yo no quería salir,
se acercó una señora y dijo qué pasa, el guardia se lo dijo, yo rogué a la
mujer que me dejara estar, ella me hizo sacar el abrigo y me examinó como a una
res, tocándome, me hizo dar vueltas, y resolvió: te voy a recibir, pero vamos a
ver qué sabes hacer, llamó a un tipo que estaba en el cuarto al que le decían oficina,
se llamaba Hernán Prado, la madama le decía mi amor y le ordenó que me probara,
el Hernán me hizo hacer de todo y por todo lado. Me aceptaron y estuve un mes en
el segundo piso del prostíbulo. Allí me relacioné con una chica costeña,
bastante joven también, que me proponía: en vez de trabajar aquí, trabaja mejor
conmigo, ven a vivir en mi casa. Le dije bueno, los tipos que me usaban en ese
burdel eran asquerosos, borrachos vomitados. La madama se enteró de que la
costeña me quería llevar y se peleó con ella, la echó del prostíbulo,
diciéndole no puedes venir a quitarme mis putas. Pero me fui con la costeña, que
me hacía trabajar en un carro, donde a veces entraban bastantes personas,
hombres y mujeres, me hacían cosas y yo tenía que hacerles cosas, pero pagaban mucho
más.
Una
vez que andábamos por la Amazonas, en el carro de la costeña, nos paró la
Policía. Nos hicieron bajar, enseguida los chapas se fijaron en mí y dijeron ¿qué
hace aquí una menor de edad? la Costeña dijo es mi prima y trató de pagar a los
chapas patrulleros, pero no pudo arreglarles, no portaba suficiente efectivo. Nos
soltaron a todos, menos a la costeña, la
llevaron detenida, al despedirse ella me dijo cóbrales a estos, toma ese dinero
y vuelve a tu casa, ya ves que la putería nunca acaba bien. Cobré ciento
cincuenta sucres al tipo más viejo, el cual, cuando ya se fue el patrullero llevando
a la Costeña, quiso volver a cogerme, pero no quise, tomé un taxi y no supe
decirle al chofer dónde iba, a la cansada le di la dirección de la Pilar, no
sabía otra, fui otra vez al Condado, no se encontraba la Pilar en la casa y pedí
permiso a su mamá para quedarme. No hay problema me dijo, y me quedé.
Desde
el día siguiente busqué a Pilar por el Condado, de arriba abajo, sabía que ella
caminaba por ahí. Preguntaba por la Flaca Pili, acercándome a cualquier
muchacho que veía parado por ahí, un chico dijo no la he visto, pero tienes que
preguntarle a la Munda, que sabe todo. Esa pelada, la Munda, me dio razón, dijo
que la Flaca estaba refundida en una casa del fondo del callejón y frecuentaba
una fonda donde vendían tortillas, caucara y trago, fui allá y la encontré,
estaba con otras chicas, incluso con la Catira, me emocioné, las chicas
dijeron: véanle a la Chamita como ha estado de gruesa. La Flaca dijo: la
Chamita Dayana se fue de donde mí, dizque para que yo no la dañe, me preguntó:
¿ya jamaste? Le dije no, y me invitó a tortillas. La Catira dijo que yo estaba buenota
pero mala traza y sucia, me compró ropa e hizo que me bañara, actuaba como mi hermana
o mi mamá. Me decía: no debes andar así, me preguntó si fundeaba todavía. Le
dije que ya no, me dijo, bien, porque es duro salir de la funda, yo no puedo y
sigo. Me fui a vivir con la Catira, era lejos, más al norte, tirando para el
cerro; la madre de la Catira era de Otavalo, hacía fritada y salía a venderla
en el camino. La Catira tenía un hermano, vivíamos todos en una casita. La
Catira me propuso que trabajara con la jorga de ella, conocí al jefe de esa
jorga, era un muchacho experto en desvalijar carros. Me dijo que necesitaba
chicas que no tuvieran caras de malosas, ni cortados en el rostro y parecieran bonitas.
Ese jefe aceptó que yo trabajara con ellos, reunía las condiciones y me
recomendaba la Catira. Me dieron ropas, zapatos, joyas de fantasía, pantalones
Levis, blusas finas, me enseñaron a maquillarme, me llevaron a la peluquería.
Cambié bastante, en un espejo me encontré
guapa.
Pensé
que iban a ponerme otra vez en la putería, pero no fue así. Me dijeron, mira
peladita, te queremos para que atraigas clientes, tienes la carita entera, no
pareces maleante, puedes a atraer a los giles.
Tienes que portarte coqueta, caminando por la calle o en una parada de bus,
cuando se te acerque un señor en carro, le pides que te lleve a cierta
dirección, insinuándole que luego de hacer una gestión podrás hacer programa con
él. El primer día me llevaron por la Amazonas, tenía que aceptar al que
estuviera viajando solo, en un buen carro y pedirle que me llevara hasta cerca
del Colegio Técnico, le decía que de allí iba a sacar un dinero, después lo
acompañaría a donde él quisiera. De los que me subieron al carro, unos se
propasaron desde el principio, me metieron mano, para que no tuviera dudas de
sus intenciones. Otras veces yo hacía dedo y les pedía que, por favor, me
llevaran allá. Bien encubiertos estaban los de la banda, donde yo hacía parar el
carro, en cuanto el individuo se detenía y yo me bajaba del auto, le caían en
grupo, lo amenazaban con pistolas y cuchillos, lo golpeaban, a veces lo
soñaban: tomaban el carro y todo lo que el tipo tenía encina, lo dejaban en la
vereda y se iban. Cuando esto no era posible, por diferentes causas, pero el
carro del tipo que me había embarcado era bonito y apetecido en el mercado, yo
tomaba direcciones y números de teléfonos y de placas, con esos datos ellos
daban con el domicilio del dueño o lugar de estacionamiento; no sé cómo hacían,
pero se robaban el carro bonito y me daban la parte que me correspondía por la
operación.
Otras
veces, tenía que decir, a los giles, que debía encontrarme con una amiga, para
salir a hacer programas; entonces hacía subir al carro a la Mula, la cual sabía
soñarles a los tipos con un solo golpe. Era raro que me quedara, casi siempre
yo me iba antes de que comenzaran a pegarle al tipo. Era curioso cómo los giles
aceptaban ir donde yo les decía que vayamos y admitían en el carro a quien yo
decía que subieran. La Mula quiso enseñarme, pero no se dio, a soñarlos de una,
a darles en la nuca, o a chinearlos, poniéndoles el brazo alrededor del cuello,
asfixiándolos al momento; luego los botaba, dormidos, fuera del carro y nos
íbamos. La Mula era fuertísima y algo bonita, decía: el hombre es perro, si se
le soba un poco queda listo. Improvisaba, me ordenaba: bájate, me mandaba por cigarrillos,
mariguana, licor o colas, lo que el gil pedía, dejaba a la Mula a solas con el gil
y no veía cómo hacía, pero ella les quitaba el carro a los tipos, no hacía
falta que yo volviera al rato, al siguiente día veía a la Mula en otra parte.
Es
posible que hayan matado a alguno de esos. No sé. Pero me asusté cuando el procedimiento
lo repetimos demasiado, temí que me reconocieran en cualquier momento. Los
tipos paraban los carros para comenzar a estar a gusto conmigo que iba junto a
ellos, en el asiento de adelante, entonces se descuidaban de mi amiga que
estaba atrás. Aunque yo cambiaba de fachas, podía identificarme alguna de las
víctimas. Yo les dije que no hacía falta que les pegaran tan duro y ellos se
reían diciendo que si no hacían así los tipos se avispaban, reaccionaban, gritaban,
corrían; pero si de golpe los inutilizaban, no representaban tales riesgos, no
había otro modo que soñarlos. En determinado momento, dejaron de pagarme con plata,
me daban posada, ropa, comida y diversión, todo lo que pedía, al principio me
gustó, pero después ya no me pareció suficiente. La misma Catira me dijo: sabes
qué, Chamita, ya es hora de que te salgas de aquí. La Catira se drogaba, a
veces estaba mal, medio ida, pero me quería y siempre decía: ábrete, sal de esto,
antes de que sea tarde. Bien pepeada, me pedía perdón por haberme metido en esa
bola, y repetía: antes de que no haya cómo, lárgate.
La
Catira era tranquila, comparada con los demás de la banda que, cuando estaban
pegados droga, armaban problemas, peleaban o hacían orgías. La jorga era como de
siete muchachas, cuatro de ellas vivían con el jefe, en ese lejano barrio donde
comenzaba el monte. La Catira, otra y yo dormíamos al lado, aparte, pero casi
siempre estábamos todos juntos, los varones llegaban de varias cuadras del
mismo barrio. Con ellos pasé un año y medio. No tuvimos problemas con la
Policía porque, hasta allá, no llegaban los chapas. Supe que algunos de los
muchachos estuvieron encanados, pero por casos particulares, no de la banda.
Dos meses no apareció un joven, dijeron que se había ido a Colombia, pero seguro
que estuvo en cana. Al jefe le decíamos Fermín, que no era su nombre sino un
alias, tenía una mujer principal que se hacía la celosa con las otras tres, Fermín
no quiso cogerme, pero si hubiera querido, habría tenido que aceptarle. Yo
tomaba mucho licor, si no estaba trabajando, estaba tomada, no llegaba a
emborracharme hasta caer, me quedaba en estado, nada más. Cuando me fui de la
jorga, dejé escrita una carta a la Catira, le decía que me asusté por nada, sólo
me sentí puerca, y me fui.
El
único lío que tuve en la banda, fue con la mujer del Fermín, que sin motivo también
estaba celosa de mí, dos veces me atacó y quiso tajarme la cara. Las chicas
tenían marcas, mi cara estaba enterita, creo que eso le daba iras. La Catira me
defendió y la contuvo, también me defendió la Mula, la tipa me buscaba para ver
si me cogía estando sola, pero nunca me separaba de mis amigas. Recuerdo que me
decía: “oye pelada, te voy a meter fierro, lárgate o esa carita te la voy a
dejar hecha mierda.” El Fermín me cuidaba, cuando estaba por ahí, pero no me
pidió nada a cambio, era un cuidado profesional, me necesitaba presentable, a
veces me acompañó al sitio de trabajo, o me retiró diciéndome hay peligro,
mejor nos vamos. Creo que su mujer y alguna otra moza, me tenían ganas porque yo
no cobraba en plata y ellas sí, eso les hacía creer que tenía algo con el jefe.
Ellas cobraban por el sexo, que hacían donde quiera y frente a todos, y yo no
tenía sexo abierto ni cobraba. Salir de
la banda fue difícil, primero porque una se acostumbra y todo lo demás era
desconocido, me iba a quedar indefensa y estar perseguida. Agradecí a Fermín con
otra carta, le dije que yo quería otra vida. Supe después que habían estado
buscándome. Me fui al sur de la ciudad, intenté volver a la casa de mi papá,
pero apenas me vio, él amenazó con llamar a un patrullero para que me devolviera
a la correccional.
Fue
una estupidez lo que hice, pero temiendo que los de la banda creyeran que los había robado si me
llevaba la ropa que me habían dado, me fui sólo con lo puesto, un jean,
interiores, una camisa y chompa. Además, quería que me recibiera papá y eso
habría sido difícil si llegaba donde él con mucha ropa conseguida sin trabajar.
Volví la casa de él a los dos años y más. Recién fugada de la correccional no
quería volver a ver a mi familia, les tenía odio por haberme hecho encerrar, a
mi hermana quería hacerle daño, pensé raptar a su hija, mi sobrina. Pero
después de esos dos años y de haberlo pensado, lo que me parecía mejor era
volver a mi casa; pero, a mi papá, no le gustó mi presencia. Se había enterado
de mi fuga de la correccional e imaginado el tipo de vida que yo había llevado,
no quiso recibirme, fui acompañada de un amigo, pero fue inútil. Ese amigo, del
que me acordé, se llamaba Marco, era mayor, estuvo en quinto curso de colegio
cuando yo iba al segundo, vivía por la plaza de Santo Domingo, apenas me vio me
dijo: mírate cómo te estás destruyendo, no puedo recibirte en mi casa, vivo con
mis padres. le dije que me ayudara a comenzar otra vida.
Con
Marco hicimos otro intento de llegar donde mi papá. Caminando con él, ya eran
las diez de la noche, golpee y contestó mi papá: quién es, dije que era yo. Qué
quieres, dijo él; quedarme aquí, con usted, dije. Él no volvió a hablar.
Insistí, y como no contestaba ni abría, trepé por el muro que da al patio
delantero, no bien llegué al borde y cayó la Policía, mi papá la había llamado en
cuanto supo que era yo quien estaba golpeando. Con la llegada del patrullero se
formó un escándalo, hubo curiosos, nos detuvieron a Marco y a mí. Yo explicaba
que no iba a robar sino a entrar en mi casa, donde vivían mi papá y mi mamá. Mi
padre, al principio, no salió, veía por la ventana, salió mi mamá, llorando. Mi
papá gritó, desde adentro, llévenlos, llévenlos. Mi mamá, al fin, me defendió,
dijo no tienen por qué llevarla porque es mi hija y no ha estado robando,
entonces papá insultó a mi mamá y a mi hermana, que había dicho algo a mi
favor, les dijo lárguense ya que están a favor de la ladrona. Los policías nos
metieron a los dos, a Marco y a mí, en el patrullero, papá decía, señalando a
Marco, ese es un ladrón prontuariado, conocido, lo que era falso, Marco nunca
había estado en el ambiente, era un chico de familia, estudiante. Camino al
Centro, Marco consiguió arreglar la situación, les dijo a los policías que yo
era menor de edad, que estuve en la casa de mis padres, que no podían comprobar
que hayamos robado nada y por último les dio un reloj y una esclava que tenía
puestos, los policías nos bajaron de la patrulla en la calle Maldonado, ya era
de madrugada.
Mi
papá había sabido, por unas tías que me vieron dos veces en la Amazonas, que me
prostituía, alguien le había dicho que me mataron a puñaladas, otro le contó
que yo andaba pidiendo caridad. Horrores le contaron. Mamá lo único que hacía era
llorar, mientras mi papá decía que yo estaba muerta para él. No tenía donde ir,
le pedí a Marco que me dejara estar en su casa, me introdujo en ella sin que
sus padres lo supieran. Su madre gritó: ¿ya llegaste? el respondió: ya. Marco
no sabía que dos amigos de la provincia habían llegado y lo esperaban en su
cuarto, se sorprendieron cuando lo vieron entrar conmigo, me dijeron hola. Yo
me pregunté y ahora qué, pero ellos, los tres, se vistieron y tendieron en el
suelo, yo dormí en la cama. Al día siguiente salí sin que los padres de Marco
me vieran. Marco dijo que emplearme de doméstica, en una casa, sería lo mejor,
me advirtió que si seguía vagando terminaría mal. No tenía oportunidad de
emplearme en otra cosa, no conseguiría otro empleo que de muchacha para el
servicio doméstico, pero ninguno encontré, le dije a Marco que buscaría ayuda
de la mamá de la Catira que era lavandera y conocía casas de gente acomodada,
ella podría encontrarme trabajo, sea de lavandera o doméstica. No tenía ni un
medio, le pedí a Marco para el pasaje en bus, me dio los centavos que tuvo y me
fui.
Busqué
a la mamá de la Catira, que me quería y en vez de llamarme Dayana, me decía
Llana. Mientras la buscaba, pues no había salido a vender fritada, ni estuvo en
las lavanderías, me topé con la Pilar, ya eran las siete de la noche y en casa
de la Catira sólo estaba el hermano de ella que me manoseaba y pedía que lo
mamara, no podía estar ahí, con ese atarvante adentro y la Catira no llegaba, tuve
que irme con la Pilar, que ya no vivía con la mamá, en el Condado, sino por
Santa Ana, más al norte, en un barrio lleno de ladroncitos. La Pilar había
estado viviendo con cuatro muchachas desconocidas para mí, eran nuevas pero se
llevaban con la Flaca a todo dar. Me recibieron bien en el cuarto donde había
tres camas. Al tercer día llegaron unos muchachos, novios de ellas, comenzaron
a tener sexo, a fumar, a hacer de todo, y como yo no tenía pareja, el jefe de
esa pandilla se fijó en mí, comenzó a enamorarme a su manera, pasándome un
cuchillo por el cuerpo y diciéndome si no quieres no te pasará nada, me gustas.
La Pili me aconsejó, no hagas nada que lo enfurezca, porque éste te va
enfierrando a la primera, es preferible que te hagas mujer de él. Le llamaban
Payo, me entregué al tipo para que me
hiciera todo lo que quiso, no me gustó, pasé momentos dolorosos, desde entonces
él me retuvo con el terror.
El
Payo, era muy joven, como yo, tenía dieciséis años, pero era terrible, pude verle
cómo haló a dos chicos y, sin dudar un momento, los apuñaló, primero en el
estómago y enseguida en el cuello. Una vez, al principio, caminábamos por
Ponciano cuando topamos con un grupo de muchachitos, mi jorga los atacó, los
otros corrieron, menos uno, al que los de la jorga golpearon y patearon a
gusto, el Payo dijo a este hijueputa le meto fierro, y sin motivo fue y lo
apuñaló. De un día para otro, aparecía por el cuarto donde vivíamos las chicas
y directo iba a cogerme, no le importaba si las otras se quedaban a ver o
salían a la calle. Yo no sentía nada por él, sino miedo pavor, pero él decía
que yo era su mujer. Me entregaba porque era amenazada. Cierta vez caminábamos
los dos por un barrio apartado, me decía que nunca pensara en dejarlo porque me
pasaría lo mismo que a esa longuita, y señaló a una chica que venía bajando por
la calle, cuando ella pasaba junto a nosotros, él le largó una puñalada en el
cuello y le cortó la cara, luego me empujó para que corriera junto a él y nos
fuéramos al tiro de aquel barrio. Estableció así mi terror, nunca pude decirle
no a nada.
La
banda del Payo, que nos incluyó a todas las chicas que vivíamos allí, se
dedicaba a asaltar. No eran accesoristas, sino ladrones barateros, chineadores
y arranchadores. Todo lo que sacaban era para el consumo. El Payo no quería que
me metiera con otro, así me salvaba de que los demás me cogieran, como a las otras
chicas que las cogían unos y otros. Los muchachos sabían que yo era del Payo y
me dejaban a un lado. Cumplí diecisiete años, él me vigilaba; a veces, cuando
estaba tronado, decía que me quería y lloraba por mí. Cuando no me movía, ni me
contorsionaba, ni le besaba donde él quería, se quejaba de que no lo quería y,
borracho, me gritaba: tienes que quererme, por qué no me quieres. Se
desaparecía por días, luego llegaba un viernes y comenzaba mi martirio, iba
como loco, a consumir y acosarme. Cuando no venía, yo caminaba por el barrio,
no salía a otro lado, pasaba la mayor parte del tiempo encerrada, allí me dañé,
aprendí a consumir de todo, fumaba yerba y crack, aspiraba coca, bebía y si
había para fundear, fundeaba. Nunca estuve en juicio. Tenía mi cuerpo al
servicio de un tipo que me causaba horror, y no tenía otra cosa que la droga
para escapar.
Allá,
en Santa Ana, con la pandilla, de cinco mujeres y seis chicos, a la que el
barrio, también el Comité del Pueblo y las calles de por ahí, temían. Las
mujeres vivíamos en dos cuartos, uno grande y otro chico, pero cuando estábamos
volados, entrábamos por parejas al chico, tirábamos y salíamos, no sé por qué
no había sexo de todos contra todos, ahora me parece que era inevitable. Quizás
fue porque el Payo me quería para él solo, y se hacía respetar; a veces entraban
una chica con dos chicos. Todos sabían que el Payo me estaba cuidando, me
mandaba al centro de salud del barrio para que me chequearan y evitaran que
quedara encinta, en una sola vez me hicieron abortar un embarazo, en otra me
curaron de alguna enfermedad que me había pegado, sin duda, el Payo; un estudiante
de medicina que practicaba en ese centro de salud, me ayudaba sin cobrarme otra
cosa que un poco de sexo oral. El Payo desapareció toda una semana, llegó el
viernes y pasó conmigo sábado y domingo, yo no me defendí, fui como un mueble,
él metió en mi cuerpo todo lo que quiso y las veces que quiso. Con él siempre
fue igual, él fumado, yo tomada, y delante de todos, me daba asco. Él golpeaba
la pared gritando: por qué no me quieres, yo seguía quieta, tenía que besarle
todo el cuerpo. No sentí ni un orgasmo con él, pero me di cuenta de que si me
quedaba quieta, de algún modo, a él le gustaba.
Cuando
no estaban robando y se encontraban en el cuarto, los de la banda, tenían
comportamientos de payasos, cuando se fumaban de más, gritaban, brincaban, salían
corriendo, veían cosas raras. Yo temía caer en cana, que varios ya la conocían y
tenía miedo a los chapas que maltrataban brutalmente a los pungas. Cuando uno llegaba
corriendo y gritando sopla pelada que llegan los tombos, me aterraba, pero sólo
era que el tipo de tanto fumar se había sicoseado, y no llegaba nadie. Los
chicos, al huir de chapas y patrulleros que sólo ellos veían, chocaban entre sí
y contra las paredes. Para salir a robar tenían que pegarse algo, funda,
mariguana o pastillas, así sacaban valor y se arriesgaban. En juicio se
cuidaban, pero drogados eran peligrosos, al que pasaba por un lado lo
provocaban: qué me ves hijueputa, qué quieres, y se le iban encima fierro en
mano. Trataban de intimidar a todo el mundo para sentirse importantes, al que
pasaba le decían: cuidado, hijo de puta, que te bajo de una, y se creían la
mamá de Tarzán; la gente los evadía y, si no había más remedio, les daban plata
antes de que se la arrancharan. Todo lo que sacaban era para el consumo. En la otra
banda, donde estuve con la Catira, el que quería consumía y el que no, no
consumía; pero en la banda del Payo, todos teníamos que consumir, a las buenas
o a las malas, y mientras más mejor; para lo único que se trabajaba era para
consumir. En esa otra banda, donde estuve anteriormente, con la Catira, la
gente se vestía bien y andaba por la Mariscal, en la banda del Payo, estábamos sucios,
mal vestidos, vagábamos por los barrios de las afueras y vivíamos drogados con
funda, yerba, pepas, crack y, cuando había, coca.
Estábamos
además mal nutridos, había una cocina y trastos sucios, el que quería cocinaba
algo, pero casi siempre íbamos a fondas, cada uno por su lado, o a comer en las
ventas callejeras. Yo cocinaba más seguido, no era buena cocinando, pero prefería
quedarme con el pretexto de hacer una sopa, para no salir a asaltar. Los
asaltos siempre eran peligrosos, por ejemplo: caminábamos seis, dispersos,
alrededor de un cajero de banco, cuando uno localizaba al que había sacado bastante
billete hacía una señal, y comenzábamos a seguir al paciente, así mismo
dispersos, a una señal lo rodeábamos y mientras unos lo golpeaban, otros le
quitaban la plata, y salíamos corriendo en diferentes direcciones,
desaparecíamos. Había que esperar que la situación fuera favorable, que no haya
mucha gente y, desde luego, que no haya vigilantes; asaltábamos por Cotocollao,
en cajeros, licorerías y cabarets. A veces no hacía falta golpear a los
pacientes, con rodearles y mostrarles los cuchillos bastaba, entregaban lo que
se les pedía, y se les amenazábamos con buscarlos si es que iban con el chisme a
la Policía. A veces, por la Marín, subíamos en buses, uno timbraba al paciente,
lo tocaba para hacer que mostrara dónde llevaban la plata pues, cuando se les
tantea, los giles llevan la mano donde guardan la mullapa, para protegerla;
localizado el objetivo, actuaba una de nosotras para distraerlo, frotándose contra
el gil, topándole las partes, mientras tanto los que tenían el tino ya le
bajaban la cartera, si el perjudicado se daba cuenta, nos pasábamos, a
velocidad, la prenda de uno a otro, hasta que no se supiera dónde estaba la
bolita, así no nos sorprendían con la masa en las manos. De todas maneras, varias
veces, los muchachos y muchachas fueron a parar en cana. Una vez, ni porque metió
los aretes que había arranchado, en el balde de fresco de una fresquera amiga, un
chico se libró de que lo trincaran, arranchador y fresquera fueron apresados; buena
parte de las vendedoras ambulantes de comida son cachineras, a ellas se les
vende las cosas robadas; los amigos se turnaron para llevar comida a ese chico
arranchador que estaba en el CDP, porque ya la familia no quería saber nada de
él, lo tenía por caso perdido.
Los
de la banda podían pelearse, unos contra otros, pero al jefe no lo tocaban, él
se había hecho el prestigio porque no se molestaba en pelear sino que de una enfierraba
al contrincante. Pero los muchachos daban la impresión de que se protegían
entre todos y se cuidaban unos a otros, pero cuando las papas quemaban de veras,
era sálvese el que pueda. Una vez, una mujer del barrio agredió a un muchachito
de la jorga, los compañeros fueron a apedrear, como valientes y bravos, su
casa, y la amenazaban cada vez que ella salía a la calle, también amenazaban a
sus hijas, hasta que, toda la familia tuvo que marcharse del barrio.
Estando
mal y maltratada, en la jorga del Payo, una tarde, me encontré con Enrique, era
miembro de otra pandilla, la de Cochapamba. Cuando fui discotequera Enrique también
lo era, la primera vez nos vimos en una discoteca de buena calidad, de las que después
ya no frecuentaba porque, con la jorga del Payo, parábamos en los peores lugares,
en discotecas de bajada. Yo estaba muy dañada, consumía demasiado y el Payo me
tenía cansada, con el tiempo me había vuelto indolente, pero le temía menos al
tipo, conocía su rutina de decir no me quieres, llorar, para exigir dame esto
así y después del otro lado y tal. El Payo distribuía crack en el Comité del
Pueblo y la Roldós, me aficioné mucho al crack, una vez me morí de muerte
blanca consumiendo crack; un viernes, para esperar al Payo, fumé desde la
mañana, quizás así no sentiría tanto asco por lo que tenía que hacerle, habiendo
tomado y fumado por horas, me quedé muerta, reviví a los dos días.
Para
salir de la modorra me hice arranchadora, vivía la emoción del lance y la
carrera, perdí el juicio, una vez halé el bonito collar de una muchacha, me
gustó y seguí. No soportaba a las otras
de la jorga, contra las que yo creía que me querían agredir, me lanzaba primero,
les brincaba antes aprovechando la ventaja de ser mujer del Payo. Así estaba de
mal. Me había encontrado con la Catira, en un sótano que llamaban discoteca El Túnel,
olía a éter y la dueña vendía, para el consumo, desde pega hasta coca. Los
focos estaban pintados, la música era ruidosa, el lugar estaba lleno de
muchachitos que compraban fundas ya preparadas, como si hubiesen sido chupetes,
la vieja dueña de ese sudadero era íntima de la Mama Lucha, quizás sólo administraba
ese lugar, cuya dueña habría sido la misma Mama Lucha. El chongo de la Mama
Lucha, también de bajada, era otro, más arriba del Aeropuerto, ya en el cerro.
Por casualidad había ido a ese sudadero la Catira, y aprovechó la ocasión para
decirme por décima vez que yo andaba perdida y tenía que abrirme ya de la jorga
y del vicio, o me jodería para siempre.
Aquella
tarde, cité a Enrique en la Pianoteca y allá fui con dos compañeras, lo primero
que hice fue pedirle para fumar y para el pasaje, él me dio dinero, y yo le
dije que andaba con dos amigas también necesitadas, pretendía sacarle más. Él quiso
conversar, me invitó a caminar, salí con él y las dos compañeras nos seguía
atrás, yo sospechaba que, de un momento a otro, ellas le caerían encima para
robarle. Sentía algo de vergüenza, él me piropeaba, me decía que estaba bonita.
Nos invitó a comer hotdogs y nos pagó los pasajes hacia el norte, pero seguía junto
a mí, subió al bus y dijo que iría al norte porque él también vivía por ahí. De
golpe me bajé del bus, diciendo que ya estaba cerca de mi casa, pero lo que
temí fue que, más allá, pudiera estar el Payo, alguien pudo avisarle que me había
visto con otro. Enrique y las dos compañeras siguieron en el bus, una de ellas,
Norma, quien dijo más tarde que Enrique le había gustado, le mostró dónde
vivíamos. El viernes siguiente comencé a consumir y beber desde temprano,
sabiendo que al atardecer llegaría el Payo; pero, un poco después de mediodía,
al mirar por la ventana, vi parado a Enrique, en la esquina, sin dejar de mirar
hacia la casa. Lo que sentí, de golpe, otra vez, fue esa vergüenza tan rara en
mí, no salí a verlo, se habrá cansado e ido, quise evitar que los demás me
vieran con él y le fueran con el cuento al Payo.
Pero
el Payo no fue esa noche, a la mañana siguiente me desperté a las once, las
compañeras se habían ido, no supe dónde, cuando oí un silbido, miré y vi a
Enrique y dos amigos, salí le hice seña de que ya volvía y entré a vestirme y arreglarme, salí como
una hora más tarde y allí seguía, con sus amigos, me invitó a bailar, le
pregunté si tenía billete suficiente, dijo claro, y aunque era temprano me fui
con él y los otros, primero les pedí de jamar, y me brindaron hamburguesa y
refrescos. Luego fuimos a la Pianoteca. Enrique soportaba que yo fuera abusiva y
grosera con él, le dije: no creas que vas a tener nada gratis de mí. Él se
reía, me abrazó y sintió que yo llevaba, en la cintura, el paquete de yerba y
polvo para el consumo. Me preguntó de qué era. Le dije: no te importa, y fui al
baño darme un toque. Él me vio tronada y se dio cuenta de que era antigua
consumidora, se me notaba. Comenzó a decir que no me convenía el vicio, a repetir
eso, dale que dale. Yo respondía: qué te importa. Dijo que él quería que dejara
el vicio. Me confesé con él, le dije ya sé que no valgo nada, déjame así, me
sirve para soportar la vida, no me jodas; terminé llorando y contándole partes penosas
de mi vida, pero entre confidencia y confidencia, lo amenazaba: no me jodas
porque te meto fierro, él se quedaba viéndome, sonreía y no respondía a mis
amenazas.
Así
comenzó mi relación con Enrique, iba a verme entre semana donde yo vivía,
cuando no estaba el Payo, o nos veíamos cuando yo podía salir sin vigilancia.
Reconocía su silbo y salía a verlo. Yo no estaba bien, pero ya reaccionaba ante
el abuso, no me quedaba quieta para que el Payo hiciera todo lo que quería, no
cocinaba ni arreglaba la casa, ordenaba a una de las chicas que hiciera esas
tareas. Llegué a decirle al Payo: mátame si quieres, pero no puedes obligarme a
que sienta lo que no puedo sentir. Para darme una lección, por esos días, el
Payo le rajó la cara a una que había sido su enamorada y dejó de serlo, diciendo:
eso le hago a la que yo dejé y ella no me dejó a mí, es que a mí nadie me deja,
yo las dejo. Saqué fuerzas de la droga, me hice resabiada, estando chinota no le
tenía tanto miedo. Llegué a quitarles, a las chicas, un billete que no me lo dieron
de a buenas, y no les hacía comida ni les arreglaba el cuarto. Comenzaron a
decirme que por consumir tanto yo estaba tan violenta; hasta el Payo me dijo: tranquila
pelada, te vas a sicosear si consumes tanto. Yo decía: qué les importa, no
tengo nada que perder. Fumaba y bebía toda la semana, tenía ansias del crack, del
trago, de las pepas, de la yerba y hasta de la funda. Tomaba lo que había,
Gallito, Trópico, jarras de puntas, iba a donde podía bailar, a fiestas de obreros
textiles y de albañiles, comenzaban a las nueve de la noche, en canchones que
habían sido de fábricas, metían ahí discomóviles, cobraban entradas y vendían
de todo. Eran ocasionales, o sea ilegales, más claro. Sabíamos, de boca en boca,
que había baile en los textiles. Me gustaba también tomar en cantinas donde
tocaban música rocolera, de la Susanita Aymara, de Calero, Claudio Vallejo,
Segundo Rosero; iba a los conciertos de éstos, en el coliseo, y me dedicaba a
chupar guaro.
Durante
un tiempo tuve dos novios, pero con ninguno quería tener sexo. Con Enrique
conversaba, a veces hacíamos algo pero yo no sentía nada, con el Payo si tiraba,
todas las semanas, y tampoco sentía nada. A ningún otro le permitía ni que me
manoseara. Una vez, estando medio dormida, en la discoteca, uno quiso abusarme,
pegué e hice que los compañeros también le pegaran. A Enrique no lo quería,
pero él me trataba de manera diferente, era delicado, eso me gustaba. Yo, en
cambio, seguía siendo grosera y abusiva con él, le decía que ya no me jodiera o
le avisaría al Payo, pero Enrique no le tenía miedo al Payo, iba a verme en mi
casa para conversar, decirme cosas agradables, aconsejarme y acariciarme el pelo. Pero ya le fueron con
el dato, al Payo, de que me veía con Enrique y él dijo que iba a matar a
Enrique.
Me
había salvado varias veces de los peles, es decir de que me violaran. Una vez
fue cuando la Pilar, borracha, me llevaba donde una amiga, y teníamos que pasar
por el bosque de arriba del Condado, y yo no quise, hasta me pegó, la Pili, para
obligarme, decía: vamos pelada o te saco la puta, ahora que estamos solas te
parto. Pero no fui, asomaron dos muchachos que me defendieron y llevaron con
ellos. Al otro día me enteré de que la Pili estaba en el hospital, le habían
hecho un pele entre seis tipos. Quedó mal, estuvo un tiempo furiosa conmigo,
pero se le pasó y se admiraba de que haya tenido el presentimiento de que nos
esperaba algo malo. Otra vez, dos negrotes que vivían en el Comité, y les
decían los alces, a uno de los cuales lo quemaron vivo, por atarvante, estando
yo en un baile, me advirtieron a tiempo: lárgate este rato porque los alces van
a hacer peles, salí corriendo, después supe que la jorga de los negros habían
violado a todas las chicas que se quedaron.
Antes
de que me fuera a vivir con Enrique, coincidimos en un baile de los textiles, salí
a comprar una de Trópico y me topé con la muchacha celosa, mujer del jefe de mii
antigua banda, que sospechaba que yo vacilaba con su marido, y me desafió: vamos
a ver si esta pelada hija de puta es tan tronera; se me enfrentó mientras
amigos de ella, que habían llegado, me rodeaban, rompí la botella para
defenderme con el pico. Ella y sus muchachos me amenazaban e insultaban, estás
buenota, te vamos a hacer un pele que no olvidarás, la celosa los incitaba:
cójanle, denle por el culo. Tuve miedo, estaba a una cuadra del canchón de la
fiesta, cuando, como por milagro aparecieron Enrique y su grupo, así respaldada
pude escapar, logré esconderme detrás de un muro, mientras que Enrique y los
suyos perseguían a los otros. Sería la una de la mañana, me dije estoy hecha
mote, cuando asomé la cabeza, Enrique volvía, me vio y me dijo: ven conmigo. Yo
seguía grosera con él, pero le seguí, no podía ir al cuarto de las chicas
porque no tenía la llave, no acepté que fuera a dejarme en mi barrio, porque sabía
que de noche lo podían matar, le propuse ir a donde una amiga en el Comité, pero camino al Comité
encontramos a mi amiga, bien borracha y con un chico, y me dice que no podía
recibirme. Enrique iba acompañándome camino al Centro, sin un destino fijo, a las dos, se nos unió un amigo de Enrique llamado
Carlos, caminamos los tres hasta la madrugada, llegamos a la plaza de Santo
Domingo, no nos paró ningún taxi, eran las cinco; me moría del cansancio, sin
embargo Carlos propuso que tomemos una botella de ron Caney. Entre Enrique y
Carlos compraron la botella y comenzamos a tomar a pico, sentados en la
escalinata de la Plaza Santo Domingo. De pronto Enrique propuso: vayamos a un
hotel, acepté porque me moría del cansancio,
fuimos a una pensión de bajada, por la Loma, echamos el cuento de que éramos
familia y llegábamos de Ambato, y nos dieron una habitación con dos camas.
Juntamos las camas y nos acostamos los tres. Yo volví a amenazar a Enrique con
el Payo, que si me cogía lo haría pegar con él y hacerle feliz con dos negros,
pero, después de un rato, lo dejé hacerme suavecito, por atrás.
Yo
consumía igual que antes, siempre hallaba un vaguito que compartiera conmigo lo
que tenía. Fui a coger comida en el Albergue San Juan, no me gustó lo que daban
ahí,
Luego
fui a coger comida en La Caleta, muchos días fui a formarme en la fila, con
mendigos y drogadictos, para recibir almuerzo y merienda. Seguí vagando,
consiguiendo droga, consumiendo, caminando la calle. En La Caleta, los curas
que hacían ese programa de ayuda, quisieron que yo lavara ollas, sirviera la
comida y asistiera a reuniones y oraciones, no me gustó eso y dejé de ir. Fui a
conseguir comida en El Muchacho Trabajador, comía allí y salía a buscar, por el
centro de la ciudad, a conocidos y conocidas para pedirles un billete, o yerba,
o polvo, o pepas. Caminaba mucho para conseguir poco, también tenía que dar
algo por algo, los hombres no daban de gratis. Ayudaba a desconocidos en un
robo, en un pele o en otros programas malosos, con tal de recibir lo que me
gustaba. Ayudé a unos chicos a empacar tamugas de yerba y repartirlas, de ese
modo obtuve mi reserva y pasé tranquila unos días. Conocí a jovencitas que
tenían hijos y, para ir a traficar yerba, encerraban a sus hijos el día entero
y hasta por dos días, sin comida ni nada, mientras ellas trotaban calle para
vender y luego iban a discotequear y
consumir. A uno de esos guaguas
abandonados le pasamos comida por la rendija de la puerta, dos días, al fin
llegó la mamá fumadota, llevándole una funda de chitos, era la Pitufa. Yo iba a
las tiendas y me escondía pan y galletas, me ponía una chompa grande donde, al
descuido, me guardaba alimentos, hasta atunes y sardinas, para darles a guaguas
como el de la Pitufa. Yo le decía: Pitufa, si quieres ser puta acuéstate aquí
mismo, trae los clientes a tu cuarto, pero no dejes así al guagua, por días,
porque se va a morir.
Sería
porque el guagua de la Pitufa se me entró en el corazón que pensaba en regenerarme
y salir del fondo. Veía al chiquito y me dolía. Se me metió la idea de
trabajar, en esto consistía mi regeneración, si trabajaba podía dejar el
consumo y no haría lo que la Pitufa, que estaba sacrificando al guagüito por
darse a la gozadera. Pero seguía consumiendo. Lo que hice fue ir a buscarle al
papá del hijo de la Pitufa, que se llamaba Yuri, trabajaba de mecánico, por los
Dos Puentes. Estando mareada, cargué al chiquito y lo llevé donde el papá, lo
conocí, él dijo que no sabía que era hijo suyo, y tenía demasiados problemas
con la mamá y no volvería con ella; lo insulté, le dije: maricón de mierda, qué
culpa tiene el guagua, si la mama come mierda y tú también comes mierda, le haces
comer al guagua que nada tiene que ver Él dijo que no había sabido que la
Pitufa tuviera una amiga tan buena gente, tomó al guagua y se lo quedó. Me fui
satisfecha por haber hecho esa buena obra, cuando llegó la Pitufa a la casa, al
día siguiente, casi me mata.
La
Pitufa era pequeña y bonita, decía que su papá había matado a su mamá y estaba
sentenciado a muchos años de cana. La Pitufa vivía de su físico. Me mandó de su
casa, donde había estado pasando, dijo: maldita la hora en que te conocí. Yo me
fui ¿a dónde? Pues a donde conocía, me dirigí a la casa de la Catira, no la
encontré, pero di con su mamá en el puesto de venta de fritada, me dijo hola Llanita,
así me decía, Llana en vez de Dayana. Me preguntó: ¿sabes en dónde mierda anda la
Catira? cuando terminó la venta, la ayudé a subir la paila y le pedí que me consiguiera
un trabajo, no quiso pero me envió donde su hermana, dijo que ella quizás podría
encontrarme algo. Fui a ver a la hermana, allí encontré a la Catira, que seguía
fundeando más que antes. Le propuse ¿por qué no cambiamos? ella se rio, esta
cojuda se ha vuelto la Virgen María, dijo. Me quedé acompañándola, en un
parque, nos fundeamos toda la noche, muriéndonos de frío, al día siguiente ella
se encontró con que yo le había reventado fundas en la cabeza, tenía pegotes en
el pelo, se los cortó y quedó con mal aspecto. Le insistí en que trabajáramos,
tenía la idea de que trabajar era regenerarse. La Catira dijo, de mala gana,
que ya había trabajado dos veces, pero que trabajar era muy fulero. Con todo, me
ofreció, insistiría a su mamá para que me recomendara en una casa donde ella
lavaba ropa, esa familia tiene billete, dijo. Quiero trabajar puertas adentro,
así estaré lejos de la tentación de la drogas y no tendré que pasar lo que hay
que pasar para conseguirla, dije.
La
mamá de la Catira aceptó recomendarme para trabajar de doméstica en una casa;
la señora de esa casa era joven, tenía una nenita y estaba embarazada otra vez,
el señor era abogado, vivían en la residencia de él, por el Aeropuerto. La mamá
del señor vivía en un departamento, con entrada aparte, pero en el mismo
edificio. Me aceptaron para que fuera criada y cuidara a la niña. Entré a esa
casa, no metí yerba pero si una provisión corriente de Roinol, pastillas que no
tienen olor. Traté de consumir sólo de noche. No hacerlo en la mañana me
costaba mucho y no siempre lo conseguía. Tenía sed, necesitaba mucha agua para
trabajar. La niñita que cuidaba era como de cuatro años. Allí no me hacía
llamar Dayana sino Marta, que es mi verdadero nombre. La mamá del señor, que vivía
en departamento aparte, tenía, trabajando para ella, a una chica de diez años, que
parecía sufrir retardo mental, se reía como idiota, hablaba poco, yo dormía en
el mismo cuarto que ella, en una litera, yo ocupaba la parte de arriba y ella
la de abajo.
A
las dos semanas, la familia del abogado, el abogado y su madre, fueron a la
Costa, se quedaron don Jacinto y la nenita a mi cuidado. Me dejaron en la casa
con la chica bobota y el viejo mayor de edad, señor Jacinto, papá de la señora,
al que debía seguir atendiendo; era como de sesenta años, parecía serio y
formal. Yo limpiaba la casa, regaba el jardín, hacía café, él comía afuera; usaba
una campanilla para llamarme, a veces me pedía desayuno, con huevos, jugo,
tostadas, leche y café. Don Jacinto andaba con la campanilla a cuestas y la
hacía sonar abajo, en el comedor o el jardín, o arriba, en el dormitorio o la
salita de la televisión. Era mandón, pedía agua, jugo, café, el periódico y mil
cosas. Llegué a odiar la campanilla. Por fin, una tarde, tocó en el dormitorio,
subí a ver qué quería y encontré al viejo encuerado, en pelotas, de pies junto a la cama, y me dijo: frótame. Salí
corriendo y el mayor seguía haciendo sonar la campanilla, no respondí, me tomé
algunas pepas, seguí limpiando, cuidando a la nenita, ordenando, regando el
jardín, y él tocando la campanilla. Me dije debo tener paciencia, quizás llegaría
la señora y todo se normalizaría. El don Jacinto fue a buscarme, en mi cuarto, a
decir que yo estaba en su casa, que quién me pagaba era él, no su hija ni su
yerno, y por tanto debía obedecerlo. Yo quería pegarle al viejo de mierda. Pasaron
dos días incómodos; él, jetón y con mala
cara, yo rehuyéndolo. Al cuarto día oí a la nenita riéndose de modo raro y
haciendo ruidos extraños, la busqué y encontré, al prender la luz, que el viejo
la tenía desnuda, en la alfombra del dormitorio de la señora, había estado manoseándola;
el viejo, a medio vestir, se esfumó sin decir nada; vestí a la niña que seguía
riéndose. Fui a la litera y me tomé otras tres Roinol, Le dije a la niña que no
debe dejarse, ella sólo se reía. Comencé a cuidar a la niña, la tenía conmigo
todo el tiempo. El viejo se ausentó de la casa, me huía; pero, una noche, oí
que metía el carro en el garaje, debía ser él porque los perros no ladraban, yo
estaba bien tronada por las pastillas, la nena dormía tranquila; yo estaba en
lo más alto del vuelo cuando sentí que me abrazaban, reaccioné con violencia,
golpeé con un radio pequeño que tenía junto a la cama, creo que rompí la cabeza
del que me atacaba, seguramente fue el don Jacinto, tomé mi ropa y lo demás que
era mío y hui, me fui a la calle.
A
los dos días había regresado la familia, de urgencia, y encontró que habían
robado la casa. Y por la historia que les había contado el don Jacinto, me
acusaron de haber robado joyas, electrodomésticos y no sé cuántas cosas más y
me denunciaron a la Policía, hicieron apresar a la mamá de la Catira, quien me
había recomendado, querían que ella me acusara y que avisara donde estaba yo,
la tenían por cómplice mía. Me ensuciaron bastante. Mi historia, que no podía probar,
como ellos tampoco la del don Jacinto, es
que salí de esa casa huyendo, sin robar nada, de noche, estando chinota, corrí
y corrí, ya no me quedaban pepas, estaba desesperada. Me di cuenta de que estaba
descalza y tenía puesta una blusa de pijama. Después de haber caminado horas, me
dirigí a donde el Enrique, salió de su casa y me vio, él andaba patojo porque
había tropezado al bajar de la buseta, yo estaba descalza. Lo primero que hice
fue entrarle a golpes y patadas, estaba frenética y quería descargar mi ira. Me
hizo tranquilizar y que le contara qué había sucedido. Pensaba que nadie
creería que el doctor Jacinto quiso violarme, sabiendo cómo era yo nadie me
creería, me sentí muy mal. Pero le conté todo y él me dijo: te creo.
Me
dijeron que la Catira me andaba buscando porque quería que le diera parte de lo
que dizque me había llevado de esa casa. Había dicho que me enfierraría por
haber hecho que encanaran a su mamá. Corrían la voz de que me había ido con
joyas y billetes. Enrique me llevó, en taxi, a un hotel del Centro y se quedó
conmigo, al día siguiente salió a trabajar y, antes de que saliera, le pedí
plata, le dije si me quieres dame plata para irme a otra ciudad, esa gente platuda
me va a joder y si no me jode esa gente, ha de ser la Catira, con sus amigos,
que me apuñalen. Él me dijo tranquilízate, me dio algún dinero, con el que fui a
buscar mariguana y pepas. A la noche volvió a verme, en el hotel y me encontró
bien tronada, me reprendió, pero le dije: no me jodas, mejor enchúfate, pero él
no quiso, esa noche no durmió conmigo. Al día siguiente me estaba saliendo
callada del hotel, pues no tenía para pagar la noche, pero el dueño me descubrió
y dijo: joven ¿ya quiere desayunar? su esposo dejó pagado el cuarto con
desayuno por tres semanas. Lo que hice, durante ese tiempo, fue ir, con cuidado,
donde unas conocidas del Centro, a consumir y comprar, luego regresar al hotel,
la mayor parte del tiempo lo pasaba metida en la pieza, consumiendo en la cama,
viendo televisión y durmiendo. Enrique fue al tercer día, llevó comida china,
se quejó de que la pieza apestaba, se refería al olor de la mariguana, yo le
insulte, pero él me contentó, sacó un naipe y me propuso jugar baraja, lo
hicimos apostando dinero, él me dejaba ganar, después hicimos el amor y me
gustó, por fin. Esa noche no fumé, dormí desnuda, abrazada a él. A la mañana se
fue a trabajar.
En
mucho tiempo no dormía con tanta tranquilidad, eso fue extraño y agradable. Enrique
fue a pasar conmigo casi todas las noches. El hotel era barato y recibía
parejas para un rato, oíamos sus ruidos, nos hacían gracia y nos daban ganas.
Siempre que me encontraba con droga me volvía loca, intentaba quitármelo, lo
insultaba, hasta lo abofetee; una vez se enojó y no volvió en tres días, pero
había pagado el hotel para más tiempo. Como me dejaba plata podía salir a
buscar droga en taxi, así nadie me cachaba, tenía que andar con cuidado. Total,
estuve tres meses en esa situación, metida en la pieza, consumiendo lo que
podía, recibiendo a Enrique, que pasaba por un polvo o iba a dormir conmigo.
Algunas veces fui a la Roldós, al Comité y al Condado, barrios de mi perdición,
para saber qué pasaba por ahí. Temía toparme con la Catira, pero al fin la
encontré y me vio, se vino contra mí de una, gritando ahora te abollo hija de
puta, y sacó un fierro, me hice para atrás y le pregunté qué pasa amiga, me
dijo no te hagas la gil, hija de puta y me mandó un navajazo que me lastimó el hombro.
Yo le contaba a gritos lo que había pasado, ella respondía: no te hagas la
santita, cuatrera de mierda. Le esquivé todo lo que pude, mientras le explicaba
a gritos que no había robado sino que le pegué al viejo que quiso agarrarme. La
Catira se cansó pero seguía emputadísima, bajó el fierro, dijo: a lo mejor
dices la verdad, perra de mierda, tú que has sido mi hermana… pero júrame que
no sacaste cosas de esa casa para joderle a mi mamá; le juré todo lo que quiso
y se tranquilizó.
Enrique
había arrendado un cuartito de Cochabamba bien arriba, en la loma, dijo que ese
cuartito, con sólo un colchón, era para mí sola. Yo, contenta, iba a meterme allí,
porque comencé a creer que él me amaba. Yo no estaba segura de quererlo, pero
le respetaba. A los dos meses de estar en el hotel, fue que Enrique me dijo:
vamos, te doy una sorpresa y me mostró el cuartito que había arrendado para mí.
De la emoción lo abracé, gritaba de contenta, aunque no había ni un mueble ni
nada allí, lo tumbé y le hice el amor en el suelo. Después llevó un colchón, me
pasé a vivir allá, fui feliz. Era un cuarto pequeño, pero mío, esperaba ahí a
mi hombre, mientras él estaba afuera, trabajando; igual que al hotel, iba al
anochecer, llevaba comida y se quedaba a dormir conmigo en el colchón. Después
llevó un radio con grabadora, allí me grababa boleros y contaba chistes, hacía también
que oyera lo que yo había grabado. A los quince días llevó cama, cómoda y dos
sillas, poco después, una televisión. Yo había bajado la guardia, ya no era
altanera con él, no le hacía bronca por pendejadas, peleaba con él sólo de
broma; él, también de broma, me quitaba las cosas. Pero yo seguía consumiendo, cuando
él no estaba, salía a buscar droga, pastillas, crack y mariguana, que consumía antes
de que llegara.
Una
vez pasó que él me tomó, acariciándome, hablando cosas bonitas, lamiéndome
despacio, como domando mi corazón salvaje, yo me derretí, sentí seguridad y paz
como nunca, además de un gozo profundo, al que me abandoné. Entendí que lo
quería, que quería a alguien por primera vez. Pero el temperamento de viciosa
volvía a dominarme, lo maltraté, peleé con él cuando iba a abrazarme, lo corría
diciéndole lárgate de mi casa. Era la necesidad de consumir que nunca cesaba,
por más que consumiera de todo, necesitaba más, me enloquecía, atacaba a todos
y principalmente a él, que estaba cerca. Una vez fui tan agresiva y él reaccionó:
si quieres que me vaya, me voy. Se fue y regresó a los cuatro días, al llegar primero
adelantó una pierna y preguntó ¿no cae palo? y luego sacó un pañuelo blanco y
lo movía diciendo paz paz paz. Me causó gracia y qué alivio sentí. Me invitó a
salir; yo, desde luego, quería ir a discotequear para toparme con los
proveedores, me dio gusto y fuimos.
Enrique
era diferente, me dejaba ser, no quería saber mi pasado, para tenerse por
superior. Era honrado y trabajador, lo que quería buscaba con esfuerzo y
constancia. Bicho raro en mi medio. Había sido parte de jorgas, pero no para
robar, sino para divertirse, a mí me quería en el presente, sin juzgarme.
Además, me proporcionó eso, que parecía un hogar, una cama propia. Me entregaba
a él, no para pagarle, sino por la alegría de hacerlo. Fue bonito. Sentí una
corriente tibia y dulce que ganaba mi cuerpo y explosionaba una y otra vez. Ya
no quería salir corriendo, soportando furiosa que terminaran una penetración,
para salir a lavarme y sin ganas de regresar para ver con quién había estado. El
toque final de las relaciones con Enrique eran de alegría y de paz, por eso me
quedaba dormida y amanecía abrazada a él.
Enrique
salía a las seis de la mañana, a trabajar en la librería, donde lo apreciaban y
tenían confianza, y volvía a las siete de la noche, habiendo pasado previamente
por la casa de su madre, situada del Centro Comercial El Bosque hacia arriba,
algunas cuadras. Yo comencé a salir a discotequear con más frecuencia, el temor
de que me pescaran por la denuncia del viejo Jacinto, ya me estaba pasando, me
reunía con compañeras gozadoras, no para acompañarlas a conseguir plata robando
o con la putería, pero sí para bailar, fumar y beber, durante el día. Eso hice por
meses, mientras él iba a trabajar caminando al norte, desde dónde tomaba el bus
hacia el Centro, yo salía para el sur, caminando, hasta encontrarme con amigas
fumonas y gozadoras. Creo que él se enteraba de mis escapadas. Él siguió
consintiéndome, le dije que no cocinaría, y me compró una tarjeta de salón,
para almuerzos, y en la noche traía comida.
Una
vez fueron a sacarme del cuarto, una de esas amigas con su novio que tenía una
moto, cuando ya se había ido Enrique, me silbaron y salí, lista para ir a
aventurar, cuando oí que Enrique me llamaba, había regresado porque olvidó
algo, y me vio a punto de subirme en la moto, detrás de la pareja. Me paralicé,
él dijo, a los de la moto, que yo no iría con ellos, me abrazó y condujo al
cuarto, me dejé llevar cargada como novia, me depositó en la cama, metió su
mano en el bolsillo de mi chompa, sacó la tamuga de mariguana, la puso sobre la
cómoda, como si fuese a ser un premio y me propuso un juego: déjate atar para
hacerte el amor, me sometí y dejé que me amarrara, cada mano y cada pie a una
columna de la cama. Así quedé indefensa, disfruté de los besos de Enrique, y
cuando se acabó la fiesta, registró el cuarto, extrajo droga de los diversos
rincones donde yo la había escondido y fue a echarla en el escusado. Yo,
mientras, me sacudía, frenética, le insultaba de la peor manera, le decía que
lo nuestro se había terminado, que se largara ya y me dejara en paz. Sentí
desesperación ante la perspectiva de no consumir, grité: ya te pagué con el
culo, no tienes derecho a pedirme más, suéltame y lárgate de mi vida. Él
sonreía, parecía no oírme. Yo gritaba más duro, auxilio, me quiere matar este
hijo de puta, maricón, auxilio. Me rellenó la boca con una esquina de la
sábana. Sentí que me podía morir, estaba congestionada y con odio. Él me dijo: si
no chillas te quitaré la mordaza. Yo le hacía malas señas con las manos atadas,
quitó la sábana de mi boca y yo grité más duro: maldito infeliz suéltame.
Entonces, volvió a rellenarme la boca con un trapo, revisó los nudos, dijo
hasta luego y se fue.
Mi
primera intención fue zafarme, creí que podría zafarme, lo intenté por largo
rato, y me convencí de que no podría hacerlo, lloré mientras hacía propósitos
de herir con cuchillo a Enrique, e irme para no volver jamás. Tampoco pude
expulsar el trapo de mi boca, si me esforzaba mucho queriendo hacerlo, se me
dificultaba la respiración. No tuve otro remedio que dejarme estar, relajarme y
hasta intentar dormir. A media tarde volvió, llevó pollo asado y papas fritas,
me desató las manos, que ya las tenía amortiguadas, me vistió, y comenzó a
ponerme comida en la boca. Comí poco, volví a gritar e insultarle. Forcejeando
mucho, me ató y amordazó otra vez, me abrigó con mantas, prendió la tele y se
fue. Regresó a la noche, dijo que me iba a dar una sopa rica, ya no me desató
las manos pero me quitó la mordaza, puso almohadas bajo mi espalda y mi cabeza
para que estuviera incorporada, recibí algo de esa sopa, pero seguí
insultándolo y gritando para pedir auxilio. Me tapó la boca con trapos, y se
acostó junto a mí. Yo hacía ruidos sin descanso, me destapó la boca y dije que
quería orinar. Se tomó el trabajo de atarme una mano junto a la otra, y me
soltó, desvestida de la cintura para abajo, para que fuera al baño, oriné e intenté
abrir la puerta para salir corriendo, pero me lo impidió, me condujo abrazada
hasta la cama. En el corto trayecto hasta la cama, lo insulté, lo mordí y
golpeé cuanto pude. Pero me dominó, era muy fuerte, y consiguió tenerme otra
vez atada a la cama y muda. El alboroto que produjimos lo había sentido la
dueña del cuarto, que vivía a poca distancia, en una casita pequeña; ella bajó
a averiguar que pasaba, Enrique tuvo que quitarme el trapo de la boca y le dije
a la casera que me había raptado, que yo era menor de edad y que él abusaba de
mí teniéndome amarrada, le pedí que llamara a la Policía. Enrique se llevó a la
casera al exterior, le dijo que yo era drogadicta y por el consumo me había
vuelto loca, que el doctor había recomendado el tratamiento que me estaba
haciendo, que era para curarme. La casera, vieja solitaria, creyó a Enrique, a
quien respetaba porque era cumplidor y atento. La dueña de casa, volvió a mi
lado, yo ya estaba con mordaza, y me dijo: hágale caso a su marido y al doctor,
mejor no grite y tome las medicinas, hasta luego, y salió.
Seguí
prisionera, sentía un odio feroz, me proponía herir a Enrique de mil maneras,
tenía adoloridos pies y manos, también la cabeza por golpearla contra la cama,
me orinaba y defecaba allí mismo para vengarme. Pero, sobre todo, comencé a
sentir, a partir del segundo día, la sed mortal de la abstinencia. Me
desesperaba esa necesidad de algo. Me dolía la cabeza, parecía a punto de
reventarse, tenía escalofríos, temblaba tan fuerte que parecía que iba a
destruir la cama. Apenas podía, insultaba, escupía y le clavaba las uñas a
Enrique. Él me aseaba y alimentaba pero, en cuanto se ponía a mi alcance le iba
mal, le hice contusiones y heridas. Se acostaba al pie de la cama y yo trataba
de que no durmiera, de que se cansara y me diera oportunidad para zafarme. El
tiempo se hacía lentísimo. La cama llegó a ser un lugar inmundo, mis manos y
pies sangraron por las ataduras, enflaquecí al colmo y, a pesar de los baños de
esponja y colonia que me hacía, yo apestaba. Ahora me parece imposible que yo
haya permanecido en ese estado cuatro meses y medio.
Las
veces que él me soltaba y yo intentaba escapar. Pero me había debilitado, y me
convencí de que gritar no daba resultado, intenté razonar con él, seducirlo, me
humillaba, Habría hecho cualquier cosa por liberarme y salir de ese estado.
Enrique no se rindió, hacía que yo estuviera lo mejor posible, pero siempre bien
atada. Reponía el vidrio de la ventana, contra lo primero que iba apenas tenía
una oportunidad, lavaba la ropa, me curaba y ponía gasas en las muñecas y los
tobillos heridos, para que las ataduras no me lastimaran más. Repuso tres
sillas y la tele que rompí, reforzó la cama mediante platinas que fijaron más las
columnas. Los primeros meses de mi cautiverio también me daba vitaminas, yo
escupía las vitaminas con la comida. Le decía primero que no lo quería y me
daba asco, y luego que lo amaba mucho y deseaba servirlo como esclava, que haría
todo lo que quisiera, con tal de que me soltara. Cuando se quedaba a dormir, al
pie de la cama, yo hablaba toda la noche, para no dejarlo dormir, lo insultaba,
le decía cosas horribles; entonces hizo algo curioso, grabó en casette lo que
le decía durante la noche, usó seis cintas y, a la mañana siguiente me dejó
oyendo mis peroratas, lo mismo hizo a la tarde y al anochecer, durante varios
días.
Le
rogué: compra una botella de Trópico, tomemos mano a mano y la pasamos rico.
Tanto insistí que fue a comprar la botella y tomamos buena parte de ella, mi
intención era emborracharlo, pero ocurrió lo contrario, yo me sentí mal y él se
preservó, no repetí el pedido. Como a los
cuatro meses de aquel tratamiento, me dijo: voy a tenerte confianza, y
me dejó suelta mientras salía a comprar comida, de una me fugué y fui directo a
la discoteca, pero él me había seguido y cuando quise comenzar la fiesta, cayó
sobre mí y me condujo otra vez al cuarto y al tratamiento. En otra oportunidad
se dio un episodio parecido, en aquella ocasión me escoltaban dos amigos del
ambiente y para poder llevarme de vuelta, Enrique tuvo que pelear con ellos,
mis amigos lo golpearon fuerte en el rostro, pero él terminó llevándome al
cuarto, porque volvió con un grupo de amigos, como ocho que se hacían llamar
los “escubis”, pusieron en fuga a los míos y me llevaron en peso al cuarto. No
me dejó libre otra vez, dijo que todavía no merecía su confianza. Cuando fueron
a tratar de verme, unos amigos y amigas, yo atada y amordazada, él los recibió
fuera del cuarto y dijo que yo estaba donde la madre de él, nadie más fue por
mí.
Cuando
se cumplieron cuatro meses y medio de esa situación, ya estaba bastante serena,
una noche le dije que ya era suficiente, que yo no era un animal para que me
tuviera atada, que había comprendido que él quería separarme del vicio y no
hacía falta que siguiera prisionera para dejar de beber y fumar. Dijo que todo
lo hacía por amor, que en verdad ya era hora de contar conmigo, en definitiva
yo tendría que decidir en libertad. Si quieres estar libre, desde este momento
estás, si quieres irte, ándate o, si quieres quedarte, quédate. Y me desató. En
silencio, me preparé para salir, preparé un atado de ropa y me fui, pero no
avancé mucho, me vinieron a la mente los peores momentos de mi vida, con frío, sin
tener a donde ir, drogada, abusada y con miedo. Volví llorando y le pedí que siguiera
ayudándome, no sabría cuidarme sola. Me abrazó, me besó en la frente y dijo:
claro que te voy a ayudar, aunque ahora dependes de ti más que de mí. Me oí diciendo: no me dejes, átame,
enciérrame, pero no me dejes, ya no quiero estar sola, parecía que hablaba otra
persona.
Enrique
pidió salir a vacaciones y se quedó dos semanas conmigo, ya libre de ataduras,
hice una vida recogida, en el cuarto, pero también salíamos juntos. Hacíamos el
amor, otra vez muy bonito. Yo todavía sentía ansiedades, como ganas de consumir
y de tomar, sobre todo cuando estábamos cerca de personas o lugares asociados
con el vicio, entonces me reprimía y le contaba lo que sentía y él me llevaba a
otro sitio. Todavía actué como loca, rompí cosas, lo insulté, le decía me largo
de aquí, pero no me iba, esperaba un poco y me pasaba la crisis. Él me
entretenía con golosinas, comida, películas, revistas, conversaciones agradables.
Me soportó mucho. Le dije nunca salgamos del cuarto, vivamos encerrados, pero
él decía que eso no era posible, teníamos que salir. Me hice llorona, me
quejaba de que nadie me había querido, él decía: yo te quiero, yo le pedía: júrame.
Me hacía jugar canicas, caminar por el bosque, jugar a las escondidas, a la
rayuela. No solamente quería tenerlo a mi lado, para sentirme segura, sino que
comencé a quererlo, a desearle el bien, a preocuparme por él.
Las
cosas ocurrían al contrario, no era él quien no me dejaba salir, sino era yo quien
impedía que él saliera. Le decía no te vayas. Pero Enrique tenía que trabajar,
me decía si no trabajo no habrá con qué pagar el cuarto y comprar comida. Le
propuse vamos juntos, en la noche, a robar. Él dijo: ya no puedes vivir de esas
fantasías, en la vida real eso no funciona, se tiene que trabajar y eso será lo
que haremos. Salió a trabajar, me quedé sola, todavía sentía necesidad de
bailar, de tener bulla alrededor, de fumar y beber, pero no salía, me quedaba
esperándolo. El miedo a estar sola era mayor al malestar, era cariñosa con
Enrique pero, en cualquier momento, lo insultaba otra vez, le pedía que me
dejara vivir como me gustaba. Él me abrazaba y sonreía. Así crecía mi
confianza. De pronto se me vino a la cabeza que la manera más eficaz de retener
para siempre a Enrique y de sentar cabeza, sería tener un hijo. Le pedí a
Enrique que tengamos un niño. Él dijo que no le haría bien, a un hijo, que yo no
estuviera curada del todo, pero yo pensaba que el niño me curaría por fin. No
sólo quería un hijo para darle todo el bien del mundo, sino también para que me
hiciera el bien a mí.
Llegué
a pedirle que me dejara encerrada, con llave por fuera. Él se reía, pero hizo
eso una que otra vez. Cuando tenía ansias de no tener droga y la sensación de
que no podía ir a buscarla, de que no estaba libre, golpeaba y rompía cosas.
Creo que le pedía que cerrara la puerta para poder descargar la ansiedad que
sentía. Pero no me salía, el tiempo pasó, repasaba en mi memoria ese amor, que
comenzó en un hotel de mala muerte y ahora era la única y gran esperanza de mi
vida. Yo inventaba juegos por los que tenía que subirme en sus hombros, o que
él se convirtiera en carretilla, o caminara en cuatro patas, él se dejaba. Una
niña había aparecido en mí. ¡Me sentí más contenta que en la discoteca, jugando
con él!
Desde
que me soltó las ataduras, permanecí todavía recluida en ese cuarto,
despidiendo a Enrique por la mañana, recibiéndolo en la tarde, y saliendo sólo
con él, durante dos años. Fuimos a fiestas, pero no bebí ni fumé. Caminábamos,
por pasear, hasta el Centro, o por el parque La Carolina. Llegamos lejos, al
extremo sur de Quito, salimos de la ciudad. A los dos años de vivir así me
quedé embarazada, no entiendo cómo no pasó antes, nunca nos cuidamos. Temí quedar
preñada por el Payo o alguno de los que me cobraron algo con sexo, pero no, a
pesar de que acababan dentro de mí, no pasó.
Ya
tenía más y mejores palabras para hablar, podía enfrentar al mundo; antes podía
decir pocas cosas, muchas malas palabras, agresiones, y mentiras. Es que nada
se puede decir en las derrotas. Fue demasiada mi pérdida, comenzó desde mis
trece años de edad, o desde antes, para no morir tenía que sobrevivir de
fantasías, la droga me aliviaba del sufrimiento; pero, lo supe tarde, con la
droga una se aniquila y hace sufrir a
los de alrededor. Llegué a no necesitar droga porque tenía a Enrique, sabía que
él me defendería. Me había curado, pero dependía de él. Una vez, queriendo
cocinar, incendié el cuarto, porque me fui a conversar con una vecina de la
otra cuadra, y Enrique tuvo que pagar el arreglo del cuarto y reponer muebles.
Nunca me pegó, ni siquiera me insultó, y eso que muchas veces lo merecía. Otra vez
me ofrecí para trabajar en un almacén del barrio, y el primer día de trabajo, mientras
estaba limpiando vidrios de la vitrina, se acercó a saludarme la Fisca, una
muchacha drogada y petroleada, el dueño del almacén me vio con ella y me
despidió, no duré en ese trabajo ni un día. Quemaba el arroz y hasta la sopa,
no sabía cocinar, a veces, al medio día, me jugaba, a las cartas, con unas
vecinas, el almuerzo del salón; así, unas
veces almorzaba y otras veces no. Cuando ganaba en el rumi, tenía arroz con
estofado, sopas, café con humitas y varias comidas, era mi manera de aportar
algo a la casa, Enrique se reía y toleraba esas costumbres, aunque insistía en
que más bien debía aprender a cocinar. En ese estado quería un hijo, comencé a
tener malestares, me mareaba y me dolía la cabeza, tenía náuseas, una vecina me
dijo: usted está embarazada.
Como
Enrique me encontró vagando de aquí para allá, durmiendo donde había puesto,
escapando siempre de alguien o de algo, bien pudo pensar que ese hijo no era de él. No
quise abortar, Brayan seguía creciendo dentro de mí. Pensé que Enrique se iría
si creyera que ese hijo no era suyo. Cuando le avisé que el médico confirmó mi
embarazo, al mismo tiempo, le dije que no quería obligarlo a nada, si quería
podía reconocerlo y hacerse cargo, si no quería, pues no. Pero él pegó un grito,
como no me lo esperaba: ¡voy a tener un hijo! y se puso a bailar y a cantar,
feliz; me abrazó y dio vueltas en sus brazos. Comenzó a cuidarme, tanto que se
hizo estorboso. No quería que trepara a los árboles, ni que corriera, ni que
brincara, decía: hay que cuidar al bebe. Me recomendaba toda atención para el bebé, estaba
volviéndome loca. Después de saludarme, al llegar, comenzaba a hablarle al
hijo, a decirle hola campeón, y a narrarle historias bobas. Ya sabía que era varón,
también sabía que se llamaría Brayan. Enrique aceptó, le pusimos Brayan
Rodrigo.
Cuando
había cumplido seis meses mi embarazo, tocaron a la puerta del cuarto, y allí
estaba una mujer que se dijo la ex de Enrique, de primera me dijo: hija de puta,
quería conocerte pilla que te has adueñado de mi marido, longa quitamaridos. Respondí:
a qué marido te refieres, no conozco a tu marido, y le tiré la puerta en la
cara. Desde afuera, ella gritaba: sal
hija de puta para sacarte la chucha. Poco después se fue. Cuando llegó Enrique
le conté lo sucedido, reconoció haber tenido un hijo, aunque no estuvo casado
con la madre. Pero, pocos días después, mientras estábamos en la calle, yo
mirando una vitrina, esa mujer tomó del brazo a Enrique y le gritaba:
desgraciado, tienes que pagar la mensualidad, eres el padre de mi hijo. Cuando
me acerqué, ella gritó: y tú eres la puta que ha dañado nuestra vida, si no te
entrometieras él estaría en su hogar conmigo y nuestro hijo. Me sentí fatal. La
mujer llevaba de la mano a un niño de unos cuatro años. Enrique afirmó con la
cabeza y dijo: sí, este es mi hijo. Me fui, caminando de prisa, él me seguía. Yo
no me llamaba Dayana, sino Marta, él repetía: Marta, es a ti a quien
quiero.
Mi
mundo se derrumbaba, pensé que talvez sí estaría casado y que querría a su
primer hijo más que al mío. Vagué durante horas, otra vez no tenía dónde ir. Al
anochecer no se me ocurrió otra cosa que ir donde mi mamá. La tendencia a ir a
mi casa, donde nací, era inexplicable pero me brotaba de muy adentro. Me
encaminé hacía allá, pero estando a una cuadra de la casa de mis padres, me
detuve aterrorizada, di vuelta y sin saber por qué llegué al terminal terrestre,
me embarqué en un bus que iba a Ambato, llevando muy poco dinero y la ropa que tenía
puesta. En Ambato no supe qué hacer, recordé que allá vivían gentes que
apreciaban a mi mamá, pero no conocía la casa de ellas. Caminé por la
carretera, como de vuelta, ya era de noche, entré en un maizal y me acurruqué,
hacía mucho frío, no pude dormir. Sentí que alguien se acercaba por el sendero
que entraba de la carretera, era una señora vieja acompañada de dos perros. La
vieja me increpó: ve longa carishina ¿qué haces aquí? nada le contesté; me
preguntó ¿ya comiste? tampoco le contesté, pero me puse a llorar. Ella me
ofreció: quieres papas, habas, y repetía: por carishina estás así. Le dije
estoy encinta, ella dijo: no llores porque le hace mal al guagua. La seguí,
había sido dueña de la chacra, me hizo dormir en el corredor de una casa de
adobe. Al día siguiente me levantó temprano, me dio de comer, otra vez papas
con habas, llamó a una chica menor, como de doce años y le dijo: María ven para
que veas lo que les pasa a las carishinas que se van a la ciudad.
Durante
el día la vieja me hizo desgranar maíz y en la noche me mandó a dormir,
temprano, con la María, su mamá y su papá. Dormíamos en el suelo, sobre
esteras, nos tapábamos con frazadas viejas. Todo el tiempo la vieja me
insultaba diciendo que soy carishina puerca que le he de criar mal al guagua. En
adelante tuve que levantarme, con todos, a las cuatro y media de la mañana,
antes de desayunar tenía que desgranar el morochillo que la vieja daba a las
gallinas, dos horas después, cuando ya me dolían las manos, me daba habas con
mellocos. No sé por qué la viejita me tuvo entre sus trabajadores, creo que le
causé lástima. Viví con ella un mes y medio, oyendo sus insultos, no me llamaba
por ningún otro nombre que carishina, yo iba detrás de ella, como perrito
guagua, desyerbando, dando de comer a los chanchos, llamando a las gallinas
para la comida, aprendí a llamarles diciendo toc toc toc. Diría que la vieja llegó
a quererme un poco, pero me decía: carishina ¿dónde está el taita del guagua? le
dije que no sabía dónde, pero él tenía otra mujer y otro hijo, y ella me
reprendía: ya ves lo que pasa por andar dando el culo a hombres casados,
carishina. Me enteré que la vieja era solita, se llamaba la patrona María
Joaquina, los demás eran peones de ella, era una rascarrabias pero no le negaba
comida a nadie. Me hacía falta el Enrique. Le hablé del Enrique a la viejita
María Joaquina. Ella sintió que me quería regresar donde él. Me dijo: irás
corriendo donde tu marido, longa carishina. Una mañana me fui de esa chacra y
nunca he vuelto. Siento que he sido malagradecida con la viejita, porque me fui
no más, sin despedirme.
Regresé
a Quito, sin saber qué iba a hacer ni a
dónde a ir, estuve caminando por las calles del barrio donde había vivido en el
cuartito, cuando Enrique me sorprendió, abrazándome por la espalda, al tiempo
que gritó: ¡Te encontré! me trató con mucho cariño, diciéndome que sólo a mí
quería para su mujer, quería casarse conmigo y nunca se iría con otra. Me pidió
perdón por no haberme contado de su hijo, que lo tuvo antes de estar conmigo, lo
concibió una noche, después de discotequear por primera vez con aquella; a los
dos meses de eso, la mujer se había aparecido en su casa diciendo que estaba
embarazada de un hijo suyo, la madre y la hermana de Enrique la recibieron en
un cuarto aparte, pensando satisfacerle pero sin contar con él, ahí esa mujer convivió
dos meses con él, hasta que la madre de ella fue a verla y se la llevó a su
casa. Después, Enrique, que ya me había conocido, resolvió curarme y vivir
conmigo porque me quería. Do toso esto me enteré de golpe y nos reconciliamos.
Habiendo
vuelto al cuartito, y estando mi embarazo de ocho meses, volvió la misma mujer a
insultarme, dijo además que ella fue virgen cuando se metió con Enrique y que
yo, en cambio, había sido una arrastrada, y que todo el mundo sabía que yo
había sido una arrastrada. Otras dos veces fue a gritarme, la misma, cuando no
estaba Enrique. En eso me tocó dar a luz, fue en la maternidad, unidad de
madres primerizas. Una semana antes, hice ahí un curso de preparación para
manejar recién nacidos. Yo tenía diecinueve años, pero me veían más jovencita.
No tuve visitas sino las de Enrique, no sabían que había dado a luz, mis
familiares, por eso quizás no fueron a verme. Me trataron bien en la
maternidad: médicos, enfermeras y auxiliares simpatizaron conmigo. Llegada la hora
me pusieron Pitusín. El Brayan no dio trabajos, salió de mí sin darme dolor, el
médico que me asistió dijo: es un lindo varón. Después del parto me sentí
cansada, dormí mucho.
Brayan
nació pequeñito, parecía hecho con cascarita de huevo. Al principio no quería levantarlo,
temía hacerle daño. No fue prematuro, pero necesitó asistencia especial, se
puso amarillo y lo trataron, en la unidad especial, por setenta y dos horas, lo
llevaban a ratos donde mí, sólo para que lo alimentara. Decían es el niño de la
señora Molina, esa señora era yo. Después de pagar la maternidad, Enrique se
quedó sin medio, de modo que tuvimos que irnos al cuarto en bus, los tres:
Brayan, Enrique y yo. Salimos de la maternidad un viernes, el sábado Enrique
hizo una cuna sencilla para el niño. La dueña de casa y las vecinas nos
regalaron huevos, arroz y una gallina. Una vecina nos lavaba la ropa, decía que,
por el momento, yo no debía hacerlo. Por ese tiempo, jugando en la cancha del
barrio, Enrique se fracturó un brazo, no pudo ir a trabajar y tampoco tuvo
ingresos, pero la gente del barrio nos regalaba comida y prestaba ayudas de
todo tipo. Enrique dijo que, de verdad, ese niño había llegado con el pan bajo
el brazo. Mis amigas de farra, bebida y fumada no aparecieron. Dos vecinas
fueron a fajarme para que no se me brotara la barriga, a mi hijo también lo
envolvieron, para que no tuviera patas de alicate, y me enseñaron a envolverlo
bien.
La
ex de Enrique, cuando Brayan ya tenía ocho meses, fue otra vez a insultarme
desde afuera, dijo que por mi culpa él no cumplía con su hijo. Yo quise
largarme del cuarto, Enrique no me dejó, no quería que mi hijo corriera el
riesgo de ser agredido por esa mujer. Resolví visitar a mi madre para que
conociera a Brayan. Era imperiosa mi necesidad de volver y volví como a los
siete años, en la casa habían cambiado, mi hermana Rocío, que la dejé de ocho
años, ya era señorita y no me reconoció, fue ella quien salió a atender la
llamada, me vio y preguntó quién era yo, se volvió para gritar: mami aquí hay
una señora que quiere entrar. Mi mamá salió, se quedó parada frente a mí sin
decir nada, le pedí la bendición, ella asintió con la cabeza, le dije que ya
estaba casada, no era verdad, pero así le dije, y tengo este hijo que quiero
que lo conozca, lo miró y dijo bonito está, pero no lo amarcó, como yo esperaba
que hiciera. Salió mi papá a la sala, me quedó viendo y me dijo: qué haces
aquí, lárgate. Me puse triste, di la vuelta y me fui. En el cuartito, lloré
toda la noche, Enrique llegó a molestarse. Le conté que mi familia no me quiere,
supuse que sería diferente por mi hijo, digno de amor, pero ni así me
recibieron, papa me mandó sacando. Enrique dijo que, si ellos no eran capaces
de amar tenían un problema, pero que ese problema era de ellos.
Cuando
Brian cumplía un año nueve meses, Enrique me contó que su hermana mayor viajaría
a Holanda y su madre se quedaba sola, con hijos menores que no siempre la
respetaban, incluso una hermanita menor de edad era muy necesita de protección,
pero el padre se había ido y no veía por ellos. Así, con ese argumento, me
propuso que vayamos a vivir en la casa de su madre, para él apersonarse en el
papel de jefe de familia. Le dije que yo no conocía a su mamá, señora muy estricta.
Él aseguró que nos recibiría bien al Brayan y a mí; además, nos convenía porque
no pagaríamos arriendo y estaríamos más estables en todo sentido. No me
disgustó la idea. Nos fuimos a vivir a casa de la madre de Enrique. La señora
nos dio un cuarto en el segundo piso de su casa. Cuando nos presentó, ella
estuvo seca, apenas le dijo a Brayan: con que tú eres mi nieto, hola. A mí no
me habló, no le agradé de primera. Cuando estaba presente Enrique, mi suegra parecía
afectuosa, pero cuando él estaba ausente era desagradable y grosera. Si Brayan bajaba
junto a su padre, mi suegra decía: ya viene mi lindo, tome bonito una
lechecita; pero, cuando bajaba solo, decía: qué haces aquí guambra, fuera,
ándate. Enrique también cambió: en el cuartito llegaba a las ocho como máximo, no
trasnochaba fuera de casa, pero viviendo donde su mamá, comenzó a llegar a la media
noche, si le preguntaba dónde estuviste, él decía: en el piso de abajo, con mamá.
Pero no era cierto.
Pasando
los días, Enrique ya iba tomado, o apenas llegaba los amigos silbaban, él salía
y no regresaba sino en la madrugada. Cuando me quejé a la familia de él, por
ese comportamiento de Enrique, mi cuñada, la menor, me dijo clarito: es que a
las mozas se las respeta mientras están frescas, después se las trata como a
mozas mismo, no tienes por qué quejarte, ha de haber vuelto con su esposa y tú
tendrás que largarte. Era gente hostil. Me recluí, otra vez, en un cuarto, encerrada
con mi hijo. Era una vida extraña para mí. Enrique me decía: ya eres responsable
y me pasaba casi todo su sueldo, se quedaba con qué pagar los pasajes de bus.
Esa situación ya duraba seis meses; pero, un sábado, víspera de vacación, los
amigos fueron a llamarlo silbando, él me pidió la plata que me había dado para gastos
de la semana, la quería para irse a beber, me negué, porque de ahí tenía para
comprar comida para el Brayan y para mí; entonces, como nunca, me gritó: la gran
puta dame la plata que es mía; seguí negándole, entonces me pegó una cachetada.
Brayan llorando se acercó y él lo repelió con un empellón, lo hizo caer y eso ya
me llenó de ira; pretendió pegarme más, tomé un sartén y me puse a golpearlo,
se armó la trifulca, nos dimos de igual a igual, quiso botarme, lo esquivé,
perdió el equilibrio e intentó sostenerse del armario, pero se cayó con armario
y todo.
El
alboroto fue grande. La suegra había estado espiando y, cuando vio que Enrique
caía, comenzó a gritar auxilio, auxilio, matan a mi hijo, esta mujer es criminal
prontuariada, llamen a la Policía. Tomé el dinero, me coloqué el canguro de
transportar al Brayan y me dispuse a salir, pero él se interpuso y decía no vas
a ningún lado, puta de mierda, volví a golpearlo con el sartén y pude salir
corriendo, pero mi suegra, dos hermanas de él y alguien más, me cerraron el
paso en la planta baja, volví al cuarto, tomé una escopeta con cañón recortado
que tenía Enrique colgada en la pared, bajé y los amenacé, como no se apartaban
y seguían gritando llamen a la Policía, disparé al aire, se espantaron y pude
salir corriendo de esa casa, corrí más de una cuadra, tomé un taxi que pasaba,
el taxista me vio con la recortada y se atemorizó, tuve que contarle lo que me
había pasado. El taxista se admiró. Yo no tenía a donde ir, le pedí al taxista que
avanzáramos hasta el Comité del Pueblo, por ahí me acordé de una tía, hermana
de mamá, se llama Clara, no la había tratado sino dos o tres veces en mi vida,
pero donde ella me dirigí, llegué a la media noche. Me identifiqué como hija de
doña Felisa, su hermana, y le pedí posada, me abrió la puerta, le conté que mi
marido me había pegado y tuve que huir de su familia, ella me preguntó por qué
no había ido donde mi mamá, le dije que de ella también había huido, por culpa
de mi papá. Me acomodó en una litera en el cuarto de una de sus hijas.
Mi
tía Clara fue buena conmigo, también mi prima que era menor que yo con dos
años. Les conté que mis padres no me recibieron, ni recibieron al Brayan. Mi tía
dijo: donde comen tres comen cuatro, quédate. Pero me advirtió que yo tenía que
trabajar, la situación de la casa era difícil, mi prima podía cuidar a mi hijo
hasta las doce, pero desde esa hora nadie podía hacerlo, la prima tenía que ir
al colegio. Cuando me empleaba en algún sitio de por ahí, aparecían los
muchachos dañados que había conocido y me hacían el agua lodo. Ayudaba a mi tía
en la casa, cocinaba, aseaba, lavaba, también en la venta de comida que ella preparaba
los sábados y domingos. Pero mi tía, enterada de cómo había sido mi relación
con Enrique, creía que él seguía siendo bueno para mí y para el Brayan, a pesar
de que su madre y hermanas lo habían indispuesto y maleado. Quería ayudar a que
Enrique se reconciliara conmigo; además, decía la tía, él tiene obligación de
mantener al niño y si no quisiera hacerlo por las buenas, se podía obligarlo a
través de un tribunal.
Reuní
un poco de platita, con mis trabajos a tiempo parcial y ayudando a la tía a
vender guatita, caucara y tortillas, los fines de semana, pude así contratar un
camioneta, fui al cuarto, sabiendo el día y la hora en que no estarían en esa
casa Enrique, ni su madre ni sus hermanas, entré pues tenía las llaves, subí y
me llevé los muebles, la tele y demás, dejé la ropa de Enrique, el colchón y
una cobija, también dejé una nota: perdóname pero no tengo cómo comprar estas
cosas, no encuentro trabajo, para ti será fácil reponerlas. Después, cuando
Enrique volvió conmigo, me contó que al leer esa nota se puso a reír aunque la
mamá vociferaba de la rabia. Pude armar bien el cuartito en casa de mi tía,
pero duró cuatro meses, no más. Mi tía Clara sabía, porque yo se lo dije, dónde
vivía Enrique, entonces ella fue a verlo y le hizo saber de mi paradero, y un
sábado, el rato menos pensado, se acercó al puesto de venta a comprar una
guatita, no lo vi de inmediato sino cuando pidió ají, yo, que estaba detrás de
mi tía, lo reconocí, nos miramos, me dijo: hola. Mi tía, cuando los presenté,
no dio muestras de que le era desconocido el papá del Brayan, más bien se puso
a reconvenirle, a decirle que nunca se golpea a una mujer y que yo, su sobrina,
no estaba sola en el mundo. Enrique asentía a todo, y me preguntó: cómo estás,
le dije: bien, aquí no me pegan. Él me dijo vayamos a hablar aparte, yo no
quise y me despedí.
Enrique
iba dos veces por semana, a vernos en la casa de la tía, llevaba cosas, y se
hizo amigo de la tía Clara. Con ella había estado conversando. Me pidió perdón
por haberme pegado, lo repitió muchas veces, luego me ofreció plata si me hacía
falta. No tomé su dinero. Mi tía decía que debo darle otra oportunidad, al fin
y al cabo él no te sacó de la casa sino de la calle, te encontró en la calle.
Me convencí, le dije a la tía: si vuelve a decirme que regrese con él, le diré
que bueno. Y el sábado siguiente volvió Enrique a pedirme que me fuera con él,
pero a la misma casa de su madre, donde todos habían sido advertidos de que
tenían que respetarme, me juró que no volvería a pasar lo que había pasado, además,
añadió, la forma como saliste, a tiro limpio, les causó tanto miedo que te van
a respetar como nunca. Me dijo que, de esa casa, no solamente su madre y
hermana eran propietarias, sino que él también era dueño de una parte y tenía derecho
a vivir ahí con su mujer. Volví a vivir en la casa de mi suegra, me recibieron con
malos modos, cerraban las puertas cuando yo pasaba, como para no verme.
Cuando
me dejaban sola podía subir a la azotea, esa era mi distracción. Pasó el
tiempo, Enrique ya no trabajaba en la librería, pasó a ser ayudante de chofer en Cyrano y luego guardia y portero de
unos condominios cercanos al Centro Comercial El Bosque, ahí obtenía propinas,
que significaban mayores ingresos, y estuvimos bien, disponía de tiempo para
pasar conmigo y con el niño. Enrique había recibido una carta de su hermana,
proponiéndole que fuera a trabajar en Holanda, donde ella estaba, y él le había
contestado que bueno, que iría. Yo había rechazado la propuesta de un gringo,
Buzzeta, que quiso llevarme a los Estados Unidos para que le sirviera. Conocí a
ese gringo cuando caminaba yo por el Centro, me tomó una foto, le reclamé por no
haberme pedido consentimiento, así comenzamos a conversar, dijo que yo era bonita,
no quiso entregarme la fotografía y me tomó otras; era algo viejo, me invitó a
comer, dijo que le gustaría tenerme allá, no explicó qué trabajo necesitaba de
mí, asumí sería de sirvienta doméstica. La propuesta era seria, vi al gringo,
tres veces, en los salones del hotel Quito donde se hospedaba, estaba dispuesto
a tramitar visa y pagar pasajes para mí y el Brayan. Hablé con Enrique, le dije
que no iría, él afirmó que tampoco él viajaría solo, pero a días de que llegara
la invitación de su hermana, Enrique aceptó sin avisarme.
Después
de tres o cuatro semanas, Enrique viajó a Holanda, me enteré, después, de que
los trámites de pasaporte y visa requieren más tiempo, o sea que Enrique estuvo
haciendo esos trámites a mis espaldas. No pasaría un mes, desde que llegó la
carta de su hermana, y ya Enrique viajó a Holanda, me dejó en casa de su mamá;
dijo que yo estaría bien porque ella, su madre, me quería como a una hija ¡qué
tontería! Ofreció que nos llevaría allá antes de seis meses. La víspera de
viajar, rogó a la madre, delante de Brayan y de mí, que nos cuidara y
atendiera. La señora repitió la frasecita: claro, porque quiero a Marta como si
fuera mi hija. El día del viaje bajamos del barrio a las cinco de la mañana,
caminando hacia el aeropuerto, con la maleta a cuestas. Iba diciéndome que la
hermana había mandado los pasajes para él, y tendría que pagárselos cuando
estuviera trabajando allá. Salió a las siete de la mañana, no lloré y la mamá
me dijo: ya veo cuánto quieres a mi hijo, no has botado una lágrima. Del
aeropuerto fui a caminar con el Brayan, estuve en las calles hasta el
anochecer, regresé al cuarto, me encerré y pude llorar. Al mes de la partida de
Enrique me faltó plata para el diario, se terminó lo que había dejado, y no
sabía a quién pedir. Él no llamó ni escribió hasta después. Comencé a fiar en
la tienda del barrio. A los dos meses llamó, dijo que no había podido hacerlo antes
porque carecía de medios, estaba bien y por el momento ayudaba a su hermana en
la limpieza de departamentos, que era en lo que ella trabajaba. Dijo que el
país era bonito y pronto tendría un trabajo para él solo. Dijo que me había
escrito una carta, que nunca recibí.
Como
ya sabía la dirección de él, comencé a escribirle casi a diario, a veces pocas
letras, repetía que lo amaba, que no se olvide de mí ni de su hijo. Él me
escribió tres cartas, en casi un año. Otra hermana de él, que no vivía en la
casa de la mamá, me dio trabajo en un almacén de ropa que tenía, por el Tejar.
Mi trabajo consistía en empacar medias por docenas, a veces lo hacía hasta
media noche, por el sueldo básico, más almuerzos. Luego me cambió el trabajo,
instaló un puesto callejero y allí me puso a vender ropa, pero con frecuencia
me acusaba de haber perdido piezas. Yo las recibía contando, pero ella decía
que había entregado más y me descontaba las supuestas pérdidas. Para vender en
la calle, tenía que encargar a mi hijo, a mi cuñada, o sea a la hermana de
Enrique, la misma que me empleaba, pero ella no le daba comida hasta las seis y
media de la tarde, cuando yo iba a entregarle el valor de la venta y las piezas
sobrantes. Mi hijo reclamaba porque no había comido durante el día, mi cuñada
decía que él era quien no quería comida ordinaria, sino golosinas, era un chico
malcriado. Mientras trabajaba en el puesto callejero de ropas, me amisté con la
señora Teresa, otra almacenista del Tejar, tenía tres tiendas. Esa señora
quería al Brayan, le daba comida y golosinas. Trabajé para ella, pero no llegué
a estar ni un mes en ese puesto, porque cayó el Brayan y se tronchó un pie,
tuve que llevarlo donde un médico. La señora Teresa dijo, que, siendo víspera
de Navidad, no debía abandonar el puesto, si lo hacía quedaba despedida y no me
pagaría nada. Eso hizo, pero yo no podía dejar de llevar a mi hijo donde el
médico, a Brayan lo enyesaron.
Pero
la señora Teresa me ayudó, una vez más, consignándome mercadería para que fuera
a vender en almacenes del Sur, era ropa de mujer. Me fue bien, comencé a vender
bastante, la mitad me pagaban al contado y el resto con cheque posfechado. La
mamá de Enrique y la hermana de él que vivía en la casa, creían y no se
cansaban de decir que yo salía era a verme y cobrar por entregarme. Esa gente
me dejaba estar ahí por Enrique, no querían que él se enojara si me botaban. Si
demoraba en llegar, era peor, me gritaban puta y echaban a la calle. Cuando Enrique
llamaba por teléfono, no dejaban que me acercara a hablar con él. No me largaba,
de esa casa maldita, para que ellas no le dijeran, a Enrique, que lo estaba
traicionando. Esperaba que él me mandara a ver, tal como ofreció.
Pasaron
días, quitaron el yeso a Brayan, su hueso se había soldado bien, yo seguí
trabajando en la venta de ropa de mujer. Esta situación duró un año y algo más.
Ahorraba lo que podía, compraba dólares y los guardaba, mi objetivo era viajar
a Holanda para estar con Enrique. Él me enviaba poca plata, yo casi no gastaba
en otra cosa que no fuera comida, lo que ganaba hacía billetes dólares y los
escondía. A veces corría con gastos de la casa, o fiaba plata a mi suegra, así fui
ganándome su voluntad; pero, de todos modos, ella y sus hijas no dejaban de
decirme que no perdiera el tiempo y consiguiera otro hombre, porque Enrique no
volvería conmigo; decían que se avergonzaba de mí, quería más a la ex, era
acostumbrado a tener varias mujeres, y yo podía ofrecer lo mío a otro, y que me
dedicara a buscar a ese otro, olvidándome de Enrique. Yo oía sin hacerles caso,
ya tenía determinado mi propósito, si él no regresaba, yo me iría donde él.
Me
iba bien, ni situación económica era estable porque trabajaba y ganaba un
mensual. Cuando le conté a la señora Teresa que en la casa de mi suegra hacían
todo lo posible para que dejara a Enrique y me consiguiera otro, me aconsejó
que me cambiara, y que, como parecía natural, volviera donde mi mamá, me dijo
que ya podía demostrarle ser otra persona, sin vicios, mujer de provecho. Era buena conmigo la doña
Teresa, le pedí que fuera madrina de bautizo del Brayan. Un sábado lo
bautizamos en la parroquia Y, siguiendo el consejo de mi flamante comadre, al
día siguiente, el domingo, fui a hablar con mi mamá, a rogarle que me dejara
volver, le conté lo mucho que había cambiado, ya no era la de antes. Mi mamá me
aceptó, me dijo: ven; mi hermana mayor, conmovida le dijo a mamá: déjela
volver. Ese mismo domingo, a la noche, contraté dos camionetas, saqué mis cosas
de la casa de mi suegra y las llevé a mi casa. Mamá me cedió un cuarto que
arreglé con toda ilusión, como se había roto el espejo en el traslado, corrí
donde el vidriero para que lo repusiera, y al cruzar la calle de dos vías me
atropelló una camioneta, perdí el sentido. Lo que más recuerdo es que tenía
frío, muchísimo frío. Oía hablar distorsionados a mi mamá, mis hermanos y a
otra gente. También sentía que me topaban, pero no podía abrir los ojos, sentía
pesados los párpados. Cuando pude ver, me encontré con el borde de una cobija
que me habían puesto encima, pero el frío no me pasaba. Aparte del frío, tenía
una indiferencia total. De pronto me acordé del Brayan, que estaría solito,
tenía que ir a verlo. Creí que me estaba parando, sin embargo no me movía. Tal
vez me paralizaban el frío y el miedo; todo veía deforme, rostros enormes y
desconocidos. Me sumergí entonces en la oscuridad total, no pensaba, sólo había
obscuridad, sentía frío y nada más.
Me
recuperé en dos meses, aparte de los golpes no tuve consecuencias internas, fue
mi experiencia de la muerte, de alejarme con indiferencia y sin angustia.
Estando recuperada, pensé que no debía perder tiempo con cualquier otra causa, el
propósito de irnos donde Enrique se hizo urgente. Pagué por el trámite de
papeles, conseguí pasajes para turistas y estuve lista para viajar, sabía la
dirección de Enrique en Ámsterdam. En otro sábado, salí de madrugada hacia el aeropuerto,
fueron a despedirme mi madre y dos hermanas, volé al que sería mi destino
final. No le había anticipado de mi viaje a Enrique, así que la sorpresa que
tuvo cuando nos encontró esperándolo en su cuarto, a la vuelta del trabajo, fue
grandísima. Nos acomodó para que durmiéramos en su cuarto y se dispuso a
llevarme a trabajar con su hermana en la limpieza de oficinas y departamentos.
En
tres meses yo le había cogido el ritmo a ese trabajo, lo hacía bien y pude atender,
haciendo el aseo, hasta a cuatro locales; por tanto, tenía varios jefes,
propietarios, con quienes me entendía mediante señas, pero llegábamos a
acuerdos. Brayan comenzó a asistir a una escuela cercana y le fue bien. En poco
tiempo, yo empleaba a otros migrantes para que hicieran el trabajo, por eso yo les
cobraba parte de sus honorarios. Nos pasamos a un apartamento pequeñito que nos
subarrendaba mi hermano, a quien llamé para que me ayudara, y le fue tan bien,
en los contratos para limpieza, que nos superó a Enrique y a mí. Hasta tanto
tuve, con Enrique, una niña que llegó a cumplir, allá, cuatro años. Enrique,
para ahorrarse la parte que pagaba de arriendos por el apartamento pequeñito,
se pasó a vivir con su hermana.
En
junio, cuando varios de mis jefes salieron de vacaciones sin haberme pagado, quedé
sin dinero; mi hermano dijo que él no tenía para suplir mi parte del arriendo
del apartamento que me subarrendaba, 700 florines, le dije que yo tampoco los tenía,
porque mis patrones se habían ido de vacaciones sin pagarme. Mi hermano me
advirtió que tendríamos problemas, iban a cortarnos la luz y el gas. Un día,
cuando regresé al departamento, con mis hijos, habíamos salido a comer y
pasear, inspectores de la policía habían dejado una citación, para que el dueño
de casa pagara los atrasos por consumos de luz y gas. No pude hacer esos pagos,
cortaron la luz, poco después el gas, me di en comer en salones, con mis hijos.
A los dos meses de los cortes, mi hermano anunció que se iba a cambiar, creí
que había conseguido una casa grande, con luz y gas, donde entraríamos todos,
como habíamos entrado hasta entonces. Pero, cierto día, cuando llegué, a las
seis de la tarde, encontré que mi hermano se había cambiado, a una casa con la
familia que había formado, y había dejado a mis hijos. Sentí mucho coraje, lloré,
sentada en el departamento oscuro y sin gas. Mi hermano se había llevado algunas
de mis cosas. Yo comencé a ir con mis hijos al trabajo, a casas que se quedaban
sin gente durante las horas de trabajo, pero a otras no podía llevarlos pues
los dueños no salían.
Comenzó
a desequilibrarme la angustia económica, ya no hacía mi trabajo tan bien. Consulté el
saldo de la cuenta que habíamos abierto en común con Enrique, y me dijeron que
había poco más de cinco dólares, me enfurecí, como aquí y allá, y en todo el
mundo, creía, había que pelearse a lo bestia por los centavos, fui a ver reclamarle
a Enrique, a la casa de su hermana ¿dónde está la plata por la que me saqué la
mierda tanto tiempo? y él dijo, demasiado tranquilo: ese dinero es mío, estaba en
cuenta a mi nombre, no entiendo por qué lo reclamas. Lo necesitaba para mejorar la
vida de nuestros hijos, dije, y él respondió: a mí no me lo digas, por algo te
quedaste a vivir con tu hermano, anda a contarle a él tus necesidades. Le dije:
pero tú eres el papá. Nada conseguí esa primera vez, luego fui a insistirle
cuatro días, me decía déjame en paz, Le contaba que estábamos sin gas ni luz y casi
sin comida, y yo tenía poco trabajo, por las vacaciones. Él repetía: quisiste
vivir con tu hermano, pídele a él. Lo maldije, le culpé del dolor de mis hijos,
le dije que nuestra plata, que se había robado, sería su perdición, y que no
quería volverlo a ver. Me puse como loca, creo que me volví loca. Estaba tan
mal, llorando y maldiciendo, que el Brayan quiso irse de la casa.
Habían
transcurrido años, yo había trabajado duro, y seguía trabajando lo que más
podía. Una mañana, de camino al trabajo, agotada, me desmayé cerca de un canal,
había convulsionado un poco. Me devolvieron en ambulancia a la casa, pasé
llorando sin saber qué hacer. No iba a la iglesia, me parecía que Dios
escuchaba a otros, no a personas como yo, pero comencé a rezar, le pregunté a Dios
por qué Él oía y ayudaba a los que pasan metidos en un templo, con Biblia en
mano, y nada hacía por los que se sacaban la mierda trabajando y amando a los
hijos. Creo que oyó mi reproche; cierto día tocó la puerta una vecina del piso
de arriba, me preguntó por qué estaba sin luz mi departamento, le conté y,
compadecida, me ofreció una extensión, introdujo un cable por la ventana y
volví a tener luz en mi cuarto, pude conectar el microondas, la televisión y el
foco. Otra vecina me ofreció el baño caliente y algo de cuidado para mis hijos,
unos patrones me ofrecieron la lavadora de ropa y hasta la cocina. Cuando me
llamaban a cuidar niños, durante la noche, me admitían con mis hijos. Comencé a
recuperarme, tuve más trabajo y aunque no podía, por el momento, enviar plata a
mi casa, confiaba en que me estarían guardando lo que tenía enviado.
A
los seis años, nada menos, la vida en Holanda me resultaba aburrida y solitaria,
sentía el peso de los hijos sin padre. Me consolaba sabiendo que tenía ahorrada
alguna plata en el Ecuador. Me preguntaba todo el tiempo si valía la pena
seguir allá, o iniciar un comercio, para lo que yo era buena, en mi país. A los
tiempos fue a visitarme el simplón de mi hermano, me llevó helado, se disculpó
por habernos abandonado cuando más lo necesitábamos, dejándonos sin luz ni gas;
dijo estar preocupado porque yo había dejado de ir a su iglesia, lo mandé al
carajo, le dije que no tenía tiempo para ir a su iglesia porque trabajaba duro.
Después de algún tiempo, Enrique tocó a la puerta, llevó pizza y pidió ver a
sus hijos, Brayan se portó altanero con él, le recriminó el abandono. Enrique se
volvió donde su hermana, y seguimos solos, mis hijos y yo. La situación había
mejorado, pero por momentos, me convencía más de que, teniendo un comercio en
Quito, me iría mejor; esta idea la comuniqué al jefe que parecía apreciarme
más, le dije: ya mismo llega el invierno y estoy sin gas, mi marido me abandonó,
no me queda más que irme a mi país.
Le
pedí a ese jefe que me ayudara a volver al Ecuador. Para mí, que estaba ilegal en
Holanda, la situación era delicada, si hasta entonces no me habían detenido, si
pretendía viajar, sería apresada. Mi jefe hizo gestiones, celebró un contrato de
trabajo conmigo y me acompañó a la policía de inmigración para regularizar mi estado.
Se admiraron ahí de que yo quisiera regresar, siempre ocurría lo contrario, que
los latinos querían quedarse. Mi jefe garantizó que no dejaría Holanda haciendo
algo ilegal. Completé los trámites. Enrique iba a visitarnos a diario, faltaban
tres semanas, para que nos devolviéramos mis hijos y yo, cuando me pidió quedarse
conmigo, ese tiempo, en el departamento que me arrendaba mi hermano. Hacía tres
años y más que estuvimos separados. Sintiéndome estúpida, lo admití, él actuaba
como si no me fuera a ir, hacíamos el amor a los tiempos y me gustaba, dijo que
pagaría la reconexiones de la luz y del gas. Volví a pedirle cuenta de la plata
que era de ambos y se había gastado en no sabía qué, pero nada me dijo. Cuando
faltaban cinco días para mi viaje de regreso, la hermana de Enrique nos invitó
a comer, fui y ella me contó que ya había terminado la construcción de una casa
que Enrique financió a su madre, en Quito; en eso había gastado nuestra plata, él
no se inmutó, estando presente, pero trató de justificar lo hecho diciendo que
su madre le había ofrecido dejar en herencia, a él solo, esa casa.
Me
despedí de todos, Enrique me repetía lo que dijo desde cuando le avisé que me
regresaba: no podrás estar lejos de mí, no puedes vivir sin mí. En la víspera
del viaje, Enrique me hizo el amor, y dijo que pensó que jamás lo dejaría, le respondí
que si él fue capaz de dejarme, yo también podía dejarlo. Pero aseguraba que él
seguiría queriéndome. Pero yo dudaba: puede quererme pero siempre obligado
¿cómo será de lejos? Le ofrecí que enseñaría a mis hijos a respetarlo como a
padre. Llegaron al aeropuerto, para despedirme, familiares míos y de él, decían
haber creído que lo de mi regreso era una broma, pero se dieron cuenta de que
era verdad, dijeron, como siempre, que yo estaba medio loca. También fueron a
despedirme mis jefes y, como nunca, no tomaron en cuenta para nada a Enrique,
toda la atención la tuve yo; esto fue nuevo para mí, sentí que se reconocía mi
dignidad de mujer, siempre había sido él quien acaparaba la atención, en todo
lugar, pero esa vez fui yo. Mi jefe, el que más me apreciaba, me devolvió, en
ese momento, seiscientos dólares que le había encargado. Y me vine al Ecuador.
Aquí
me recibieron con los brazos abiertos, mis hermanos y mis padres. Pero la casa
no había variado su pobre rutina, su situación era que no había harmonía ni
recursos. El último giro que hice a mi mamá, desde Holanda, fue de mil dólares y,
por valores parecidos, le hice muchos giros anteriores. Encontré los mismos
colchones y muebles ruinosos. El último de mis hermanos ya era jovencito y,
como todos, mapioso, tenía que trabajar. Con la poca plata que traje compré
colchones. Le pedí a mamá que me dijera en cuanto estaban mis ahorros, entonces
comenzó el alboroto, mamá culpaba a mi padre de haber hecho malos negocios y
perdido mi plata; cada vez que tocaba el tema de mis ahorros, era lo que
ocurría. También dijo mamá que había comprado dos terrenos, a nombre de ella,
porque yo no estaba presente para firmar escrituras. Le me pregunté si podía vender
uno de esos terrenos para financiar el negocio que yo quería instalar y si, en
el otro, podríamos ir construyendo una casa, poquito a poco. Pero mamá decía
que esos terrenos “no se tocan” porque eran lo único que tenía la familia. En
poco tiempo se acabó el dinero que traje, comenzaron a repudiarme porque todo
el mundo había esperado que les gastara más, que tendría para repartir a todos
y, desencantados, me ofendían y despreciaban. Enrique llamó, a los cuatro meses
de yo estar aquí, y ofreció devolverme mi parte del dinero, que habíamos
ahorrado y él invirtió en la casa de su mamá, lo haría pero mes a mes. Acepté su
oferta, no había otra.
Me
encontré, en cierto momento, sin nada. Me pusieron en un cuartito vacío que
tuve que equipar endeudándome y confiando en que me devolvieran algo de lo que
había enviado. Conseguí trabajo de portera-recepcionista, aquí se gana poco. Mi
madre quería conocer el lugar donde trabajaba, porque tenía la sospecha de que
yo había vuelto a las andadas. Para ella los seis años en Holanda no significaban
nada. Si llegaba a las ocho de la noche, en lugar de las siete, me reclamaba.
Mi papá no había puesto la puerta del baño, sino una cortina, le dije que
pusiera puerta y me contestó que si quería vivir como millonaria y estaba
incómoda, me fuera, por centésima vez, parecía, me mandó sacando, pero tenía
miedo de salir de ahí. Me había ido bien vendiendo mercadería, intenté comprar
un lote de con el cual comenzar, le pedí a mi mamá me devolviera algo de lo que
había enviado, me dijo que no le quedaba ni un medio de eso, porque papá había comprado
taxi, que no dio ganancias, lo vendió y se quedó con la plata. Yo tampoco tenía
ni un medio, papá me decía: si te acostabas con ese tipo, dile que te mande a
pagar. Enrique me enviaba poco, apenas para los niños.
Además,
mi padre decía que soy de mala suerte, que desde que llegué le había ido mal en
la mecánica. Tenía que salir, estar afuera de la casa, pero también les
molestaba mi hija, la última, que todavía no iba a la escuela, y tenía que
quedarse ahí jugando y gritando, tuve que llevarla a una guardería. Mi hijo Brayan
ya mismo terminaba la escuela, tenía doce años. Los terrenos que había comprado,
mamá, con mi plata, eran pequeñitos, propiedad de una cooperativa, y estaban en
el cerro, del Camal Metropolitano veinte y más cuadras hacia arriba, no habían costado
sino mil dólares, los dos. Mamá no tenía escrituras de propiedad, por lo que no
podía traspasar su dominio sobre los lotes. Resumiendo, eso de los terrenos fue
otro robo que le hicieron a mamá. Según cuentas que hice, había enviado más de
treinta mil dólares y, de eso, me guardaron cero, a la vez me robaron todo. Decidí
volver a irme, tenía que seguir luchando por mi verdadero hogar, compuesto por
mis hijos, mi esposo y yo. Ya no esperaba de nadie, por fin supe que la casa de
mi mama y la familia de mis padres no eran mi casa ni mi familia. Creo que
todavía me queda una oportunidad con Enrique. Mi madre me acusa de querer irme
para no preocuparme de ella y le doy enteramente la razón. Mi padre dijo que si
vuelvo a irme me olvidara de él, y también estuve de acuerdo con él, por primera
vez. Creo que esperan que siga mandándoles plata y claro que no lo haré. He
ganado serenidad, no quiero hacer daño y tampoco que me lo hagan sin motivo. Me
voy a ir y haré allá más de lo que hice.
Marta
dejó el trabajo de portera-recepcionista en el edificio Tauro, había hecho
amistad con el conserje general, don Bruno Torres, quien la auxilió en apuros
económicos y ayudó en la venta de artesanías, Don Bruno contó que ella le
escribió dos cartas, en las semanas siguientes a su viaje a Ámsterdam, pero
luego no contestó a una de él hasta tres años después. Don Bruno Torres mostró
dicha carta en la que Marta decía, entre
otras cosas: “Hola don Bruno, amigo mío, sé que ha de estar un poco enojado
conmigo ya que no le he escrito por tanto tiempo... pero siempre lo llevo
presente y su recuerdo me da fortaleza... Sigue siendo dura mi vida
sentimental, sigo luchando por mi hogar, a veces quisiera ser mala, para que
sientan lo mismo que me hacen sentir a mí, pero recuerdo que Dios me ama y
cuida, y no lo hago... Pero no voy a amargar más a usted con cuentos tristes,
ya he conseguido mis papeles de residente y puedo trabajar abierta, sin
dependencias... Le cuento que me embaracé y tuve otro bebé al que llamé Aarón,
tuve muchos problemas con mi pareja, Enrique, pues él quería que abortara, y no
lo hice. Mi bebé es fuerte y sano, el papá ya lo quiere, pero sigue diciendo
que se va a ir, como siempre, y me produce tristeza... Como sabe usted, mis
hijos me dan fuerza para conservar el hogar, a veces me siento derrotada, pero
me levanto con más fuerzas... Que Dios lo bendiga a usted y a toda su familia.” Esto es lo último que se ha sabido de Marta
Guevara.
FIN
La Valle
Soy
leyenda en el país de la latitud cero y sus comarcas vecinas. Me llamo Ester
Lara del Valle, pero me conocen como La Valle. Si no hubiese sido por mí ¿quién
habría iniciado el linaje lupino en la mitad del mundo? No habrá momento en que
no se perciba, por aquí, el testimonio de haber provocado cielos e infiernos
con mis feromonas. Para anunciarme hay siempre pregones. Voy en la cresta de la
ola, de la mano con el poder del mundo. La Valle seguirá siendo mujer ante
todo, porque esa misión, constante y eficaz, la eterniza. La mujer fragante a
frutas tibias -a carne tierna y soñolienta- parece indefensa. Soy mansa mientras
emerjan en mí y a mi alrededor, vida y creación. Soy un agujero negro para
atraer al universo, a los hombres y a la luz. Logro que haya poder, que no lo
haya, que vivan y mueran por mí o por algo que se parezca a mí. En el clima de hoy, propicio para que La
Valle posea el alma de las hembras de todos los continentes (en este tiempo a
veces tibio, apacible como el estar de los árboles, pero también contaminado de
pestes y delirios, en algún atardecer
del fin, cuando los vehículos saturen las calles, no haya sitio para la gente y
comiencen los noticieros de la televisión, seremos el recurso supremo.
En
mi impera el aspecto animal del ser humano, pero muestro un rostro terso y maquillado
como quieren las revistas. A mis años, no carezco de fragancia, a veces excesiva,
de aquellos labios. Paseo por el mundo,
la ciudad, los sets, y, en ocasiones, soy reconocida por el perfume. Hay quienes
han erigido a la magnífica amante del Libertador con imagen idéntica a la mía.
Sin embargo, a mí no han podido imputarme un acto de quijotismo. Más allá de
los yerros en que la pasión utópica precipitó a notables de la historia, sigo
sus paradigmas de poder y dominio.
He
asumido mi condición de fémina, el sufrimiento de menstruar, de ser frágil y de
entregar mi virginidad. Los dioses me han deparado estos dolores como
condicionantes del placer. Parece grotesco que una mujer, tan solo engordando sea
feliz. Estamos provistas de un sentido adicional que, mientras más nos asiste,
más refinamos nuestro papel de bobas. Es adorable, para los hombres, mi
tontería, ¡qué fascinante llega a ser para ellos! Los dioses, generosos conmigo,
aparte del discurso sabio, me han dotado de los poderes de bonita boba. Soy
consciente de lo que tengo, ejerzo mis talentos con frescura y espontaneidad.
Soy oportuna.
Mi
destino es andar del brazo con ángeles y demonios. Por eso me he descuidado de
mí misma. No me he tomado en mis manos, como materia a modelar. He dejado de
ser yo para ser el mito. He jugado, como corresponde en estos tiempos, a
rescatar derechos sociales, como ejerciendo una virtud involuntaria. Con indiferencia
respecto del bien y del mal y los demás valores subjetivos, no tengo más que
ser yo. No hace falta que piense sobre mí. Tendré que rendirme a la edad, pero
soy pésima para la derrota. Cada vez que pierdo, termino ganando más… me las
veré con la edad.
Los
pobladores del mundo, inclusive en la edad media, han fabricado mi imagen. Me
inventaron cultos, me guardaron en criptas y pusieron advocaciones. En este
siglo estoy en cintas de celuloide. Me han registrado en la Biblia y en las
guerrillas. Cayeron en cuenta de que faltaban mis derechos en el código civil y
que, por algún tiempo, estuve ausente en las universidades. Pero aquí y ahora,
con la urgencia que imponen los ruidos del apocalipsis, soy evidente cada vez
más. La leyenda se desprende del polvo y ya es cumplimiento de la profecía. Nací
en los Andes, en la mitad del siglo veinte, parezco cualquiera, pero soy
conspiradora. Tengo que ser como todas quieren ser. Fui criada en hogar
quiteño, donde siempre hay quien abusa de las niñas. Fui nena preciosa y
conozco las consecuencias de haberlo sido. Hecha por padre y madre, pero más
por madre: Las madres hacen a este mundo como es, y a sus habitantes como son.
Estando
casada con Esteban Bermeo conocí el amor. Descubrí a Sebastián Luna, joven
idealista que estaba, naturalmente, en la política. Mi padre era el doctor
Gerardo Lara del Valle, político con ínfulas absolutistas, pero poco eficaz
conmigo. Me poseyó con fuerza y furia aparentes, como cualquier padre honorable.
Después de celar a mi madre a consecuencia de su propia deslealtad, celaba
también a las hijas. Ellas estaban ganadas por la modernidad y aprovechaban un
descuido de su parte para hacer lo prohibido y burlarse de él.
Me
enamoré de Sebastián cuando él tenía como objetivo de vida hacer el bien desde una
concejalía municipal. El padre de Sebastián -doctor Moisés Luna- había sido
diputado y gobernador de provincia. De su papá aprendió el discurso del candidato.
Me enamoré con gran potencia. Sebastián no podría sin mí o una como yo, aspirar
al heroísmo y al triunfo. Yo tenía secretos para hacer que mi Sebastián ganara
la elección y fuera exitoso en la gestión pública. Asistía a mi casa paterna,
de visita: mi padre hablaba sobre las estrategias del partido liberal, el
congreso, las elecciones, pactos y alianzas, y yo informaba de todo esto a
Esteban. Fui útil para las decisiones que tomaría nuestro partido socialista. Sebastián pudo
hacer negocios, extorciones, amistades y combinaciones para ganar, y ganó. Yo
tenía planes serios para nosotros, pero Sebastián había tenido otros: se metió
con una muchacha, menor que él, estudiante universitaria, militante del
partido, y me dejó sin previo aviso. ¡Lo hizo! Esta fue la experiencia que hizo
imposible que volviera a amar.
Comencé
a tener experiencia de mi yo a los seis años, mientras estuve siendo troquelada
por mi madre, por adentro y por fuera. Mi padre tuvo poco que ver en ese acondicionamiento
social que mi madre hizo prolijamente. Bravucón y rico, alto funcionario, se
introdujo apenas en dos o tres capítulos de mi vida. Presencié algunas palizas
que mi padre le dio a mi madre, y supe de otras por huellas que dejaron en su
cuerpo. La rutina, aparte de arrastrarla por el cabello, era propinarle patadas
en los muslos. Luego de las palizas, la arrastraba a la alcoba y, sin cerrar la
puerta, la violaba sin desvestirla. Mi hermana y yo presenciamos algunos de
esos actos amorosos de nuestros padres. Mi padre fue emérito rector de una
universidad. Con su amigo Víctor Prado, alias “Allulla”, mecánico de su
Mercedes, comentaba con humor las palizas que habían pegado a sus respectivas
mujeres.
Soy
la tercera hija, tengo dos hermanas mayores y una menor: Elba, mi favorita.
Creo que a todas nos inició el tío Hernán Del Valle, hermano de nuestro padre,
al que le decía Campeón, porque ganaba competencias de golf. Cuando tuve seis
años, el Campeón me lamió la vagina con frecuencia hasta que consiguió que me
gustara. No fueron mis padres quienes me maltrataron, recibí de ellos sólo las cuerizas
que correspondían a una hija de buena familia. Mis hermanas mayores fueron
crueles conmigo, me querían al servicio de ellas: me quitaban golosinas y juguetes,
me pellizcaban en los brazos y en las piernas si no obedecía sus mandatos y me
hacían lavar la vajilla cuando les tocaba a ellas. Mi madre se encerraba para
la siesta después de haber dispuesto tareas para todas. Entonces mis hermanas
grandes abusaban. Entre los siete y diez años de edad fui niña maltratada.
Me
pusieron en la escuela de monjas preferida por las buenas familias de Quito,
allí aprendí que las notas trágicas eran efectivas. El cristianismo que anunciaban
ahí era de pasiones, el gozo espiritual equivalía al dolor del arrepentimiento,
el llanto lavaba culpas. El modelo era Santa Marianita de Jesús. Aprendí a
llorar con virtuosismo. Asumí -hasta ahora- que con llanto y queja se consigue
lo que con nada más se consigue. Mi candor de flor trágica podía seducir a
hombres y mujeres, niños, adultos y viejos. Así que fui tímida e ingenua, pero
recortaba la falda del uniforme y el mundo hacía como que no percibía mi
contrasentido. Aparentábamos no poseer malicia.
No
estudié mucha historia o matemática, pero eduqué mis sentimientos. Moderé mi
miedo y odio a lo mediocre, los mantuve lentos y temperados. Podía llevar penas
y amores hasta cierto punto, y no más. Mi padre era un viejo que sentía y
obraba descontrolado, contrario a mí desde que fui pequeña. Pregonaba en la
mesa que quería montar a su hembra. Decía: vaya a prepararse al cuarto o alístese
Berta que ya voy. Cuando suponía que ella estaba lista, golpeaba la puerta y
pasaba sin preocuparse de correr el pestillo ni de hacer su proeza en silencio.
Mi mamá, en cambio, sabía por anticipado
las cosas que sucederían. Casi era una profetiza, facultad que no le sirvió
para nada más que inculcarnos, a sus hijas, perdón para el padre por lo que
haría. Es que padre es padre, y nos perdonemos nosotras mismas por lo que
íbamos a hacer.
Debido
al cuidado en nuestra alimentación y al esmero en el aseo, las hermanas florecimos
esplendorosas. A los doce años decían que yo era de afición. Mis hermanas eran
lindas, la mayor ya tenía senos grandes y meneaba la cadera con gracia. Mi
madre era religiosa, pero más devota que de Dios era de nosotras. Tuvimos que
hacer un poco de varones para cubrir la necesidad de machismo en la familia. Elba,
la menor, resultó bien macha. Venía desde atrás, corregida y aumentada, no le
negaba un puñete a nadie. Tuve buena salud, conocí mejor mi cuerpo (que debía
estar tan limpio como mi consciencia, según mi madre). Cursaba el segundo de
bachillerato cuando me sentí incómoda, fui al baño y encontré mi calzón
manchado con sangre. Madre me había advertido sobre la inminencia de mi regla,
sin embargo me alarmé. Sentí desazón. Podía ser aquello lo natural que se quiera,
pero me hacía sentir bochorno. Oí cómo mi mamá comunicaba la novedad, por
teléfono, a una tía: Ester ya se enfermó.
Mi padre, al enterarse, asintió con la cabeza. Di por hecho que todos lo
sabían: yo era mujer. Me volví curvilínea, comencé a formar el cuerpazo que tengo,
senos exuberantes, redondos y gruesos. Fui coqueta, rítmica. Y sí, enfermaba
cada mes, me dolía la cabeza, tenía fiebre y perdía el apetito, no podía
disponer de mí para mucho durante las reglas.
Por
lo demás, mi adolescencia fue erótica. Me excitaba con facilidad, imaginaba
fantasías, dispuestas mis glándulas para agradables sensaciones. Era adicta a
la poesía, la música y las novelas. Cierta vez me senté en el borde de la acera
para descansar. Había patinado largo rato, levanté mis rodillas, y me vieron unos
albañiles que habrían estado trabajando en una construcción de la cuadra. Los
vi mirándome con insistencia. El más joven tenía ojos achinados, clavados en mi
fundillo. Yo llevaba un short y, en la posición que adopté, debía exhibir algo
de mis bragas. El joven albañil sonreía con una mueca boba y la boca
entreabierta. Lo tenía cautivo, experimenté el poder imbatible de mi intimidad.
Ahora conozco a plenitud mi poder, que no es sino la sutil posesión y el
encantador apoderamiento. El poder masculino es tosco, se resume en la anécdota
que me contó el ministro Robles: a uno le pateas en la cara, al siguiente día,
vas a visitarlo y lo encuentras convertido en perro, lo puedes llamar fifí. A
otro le pateas en la cara, vas a verlo y te corta los huevos, a ese lo llamarás
jefe toda la vida.
Me
acicalaba y ataviaba a la última moda, como merecía y para tener los mejores
enamorados. Andrés, de los primeros, fue un torbellino. Siempre que estaba
cerca comenzaba a tocarme. Lo veía a escondidas, sin que yo misma supiera el
motivo para tenerlo en secreto. Hacíamos de todo, pero me mantuve virgen
invicta. Era hablador, le gustaba alardear de nuestros encuentros. Después fue
Antonio, tímido y romántico. Me hacía poemas y me regalaba discos de música.
Una vez, mientras subía unas gradas, sentí una mano, que no era de Andrés, tocándome el trasero por debajo de la falda:
había sido del tímido Antonio, quien -después
de que yo le propinara la cachetada- me dijo que no debía quejarme, pues yo era
más provocadora que una puta y lo había sacado de sí. Eres como la más linda puta,
concluyó. Fue la primera vez que me dijeron puta y no me disgustó. Lo pensé y
me dije que debía parecer una, si Antonio lo decía.
Pero
no toda la gente estaba de acuerdo en que yo ocupara el sitio que ocupaba y me
merecía. No era varón, estaba claro, era mujer apenas salida del cascarón. En
el fondo de mi sentir, sobre los machistas había lástima. Uno, cansado de que
no me entregara a él y ya agotados sus recursos de tenorio poeta, me ofreció dinero,
un montón. Sentí pena por él, extrañaría sus versos, pero lo rechacé,
pertenecía al círculo de turcos millonarios de Guayaquil, a los que gustaba una
espesa bailarina costeña, mi contrincante en las carreras de modelo y de
presentadora de televisión. No obstante el gusto por la grosura femenina de los
turcos -entre los que había propietarios de canales de televisión- siempre
superé a la bailarina.
La
mayoría de mis pretendientes no tuvo la menor oportunidad, por eso hablaban mal
de mí. No gastaba tiempo en responderles, ni en agradecerles porque aumentaban
mi fama. Teniendo recursos de expresión, eludí dar discursos. Una monja del
colegio donde hice el bachillerato, para hacerme avergonzar, me encomendaba
pronunciar discursos. Yo los preparaba y decía como me parecía mejor y, en cada
ocasión, me turbaba y equivocaba. La monja disfrutaba pero las compañeras no se
burlaban, más les impresionaba mi presencia que la charla. Después he dicho
innumerables discursos, de los que espero que esa monja haya oído algunos. He
leído noticias y hecho comentarios en televisión, siempre bien.
Jorge
Mena Chiriboga fue uno particularmente digno de mi lástima: no era bonito, pero
sí varonil y de las mejores familias de la ciudad. Había heredado una enorme
mansión en el centro de Quito y una hacienda ganadera en la provincia de
Imbabura. Era alto y huesudo, aficionado a las carreras de equitación,
alcohólico de borrachera diaria y jugador irredento de póker. Se enamoró locamente
de mí, a pesar de que tenía mujer y tres hijos rosados y de ojos claros. Su
noble familia no quería a su esposa, la chola Beatriz, bonita pero caspucha.
Perdió todo. Dos de sus amigos, Andino y Escudero, conocidos jugadores, se
quedaron con la hacienda, y tenían documento para embargar la mansión y el
almacén de confites que funcionaba en los bajos, con puerta a la calle. Ese
almacén, último reducto de lo que fue la fortuna de Jorge Mena, fue saqueado
por la viuda en una noche y en secreto, para evitar el embargo. Escondió la
mercadería donde familiares. Yo ayudé a mi ex amiga Beatriz en esa evacuación,
trasladando botellas y cajas a una camioneta estacionada frente a la puerta.
Tuve un corto romance secreto con Jorge, pero comencé a rechazarlo por
borracho. Ya no quería verlo, ni ir a bailar, menos acostarme con él. Entonces
Jorge se disparó en la cabeza. Dijeron que lo hizo porque perdió todo en el
juego y habían quebrado sus negocios, pero yo sabía que fue por el pesar que le
causó mi desprecio.
No
podía hablar de estos asuntos con mis amigas -ni siquiera con las que parecían
menos estúpidas- para no meterme en líos. Las oía decir cualquier cosa o veía
que no sabían qué decir. Terminando el colegio, conocí a Esteban Bermeo,
provinciano cuya familia tenía una gran fortuna. Chagras ostentosos, tenían
haciendas productoras de carne y leche. Pero la gente de acá decía que esos
emprendimientos no justificaban un enriquecimiento tan grande y veloz. Esteban
tenía estampa impresionante, como de vaca campeona. Era bonito a su modo y con
habilidad para enamorar que falta en los inteligentes. Lo conocí festejando uno
de mis reinados de belleza y nos citamos para ir a otra fiesta. Terminamos
yendo de fiesta en fiesta. Quise disfrutar de ese hombre de envergadura y no me
era indiferente su fortuna, así que me hice su diosa de la fertilidad, su reina
de la belleza, su angelita del amor, y lo que venía a cuento. Por fin me pidió
en matrimonio. Me casé con Esteban e hice de madre de familia, compañera de
vida, ama de casa y pareja que le envidiaban los varones de la sociedad. Luego
de la luna de miel -dos semanas en Acapulco- tras haberme desencantado por el
deslucido desempeño de mi marido, tenía que perderlo más en mi laberinto. Lo
hacía tener una competencia de personalidad conmigo, que siempre ganaba pagando
con dólares. Me financiaba a mí y los eventos que yo programaba para ir a su
lado y que se luciera luciéndome. Dejé espacios para que se agitara allá dentro
del laberinto, y saliera ganador.
Estaba
estudiando sicología clínica cuando me casé con Esteban Bermeo. La Escuela de
Sicología estaba poblada de gente necesitada de tratamiento. Los socialistas
éramos mayoría. Me sentía bien entre esos chicos. Más madura que el promedio de
ellos, tenía un matrimonio y experiencias sociales a mis espaldas. Hice tres
años de universidad, era conocida como la potra, La Valle: ahí la leyenda fue
más verdadera que mi historia real. Ingresé al partido socialista universitario
junto a mi esposo. Esteban estaba terminando Leyes. Se distinguió por su
habilidad para ascender sin arriesgar, que se debía a su insospechada inteligencia
política. Era militante de base pero influía en los mandos por el peso de su
regularidad y audacia. Yo estaba dispuesta a colaborar con Esteban.
Seguía
siendo la señora Ester de Bermeo, lo que dio fundamento a mi salida de la
universidad. Además entregaron los señores Bermeo, padres de Esteban, una parte
de su herencia en vida: empresas que se debían administrar. Esteban había
culminado su carrera, ya era el doctor Bermeo. Sus padres lo consideraron apto
para asumir las gerencias. Pero la política era su verdadera vocación: era del
linaje Bermeo, capitalinos distinguidos en la política, aportaban servicios al
país en altos cargos del Estado. Padre, hijos, tío y sobrinos se hicieron
socialistas para tener una base social y electoral tras los pasos exitosos de
Esteban. Les importaba un comino la doctrina y la ideología. Esteban y yo
dejamos la sección universitaria del partido y nos integramos a la nacional. Lo
acompañaba a sesiones públicas y reservadas. Su perseverancia le hizo merecedor
a formar parte de la directiva. Esteban hacía, también, considerables aportes económicos
para propaganda y campañas del partido.
Pasaron
los primeros siete años de mi matrimonio, parí a Pilar, a mis veintinueve años
de edad, a Diana, a los treinta y uno, y a Estuardo a los treinta y tres. Y no
quise más hijos. Aprendieron desde el principio que su padre y yo éramos más
que el común, destinados a la lid por el poder para que ellos y sus
descendientes tuvieran lugares en la historia. Teníamos que batirnos para
obtener riqueza y prestigio, para orgullo de la familia. Las madres estábamos
con los hijos antes que la escuela y la iglesia, somos anteriores a la
sociedad, a la ciencia y a las doctrinas. Imprimimos en los hijos la naturaleza
divina y de los géneros. Lo que viene después es superestructura, un torneo que
se juega en la cancha que nosotras establecimos, con las tradicionales normas.
Cuando cumplí treinta y ocho años de edad era una mujer hermosísima. La noción
de triunfo que gravitaba en la sociedad se realizaba en mi vida. Sin embargo no
estaba convencida de que aquello fuera todo.
Esteban
era empresario completo: hacía negocios con el Estado, y ya se había desempeñado en la administración
pública en una subsecretaría, en un ministerio y en gerencias de empresas
estatales. Pugnó por un puesto en el Congreso y al fin lo obtuvo, gracias a que
consté como su suplente en la papeleta. Fue cuando resolví darle el empujón
definitivo para que llegara a los primeros lugares del poder político. Había
sido candidato de minoría, por nuestro partido, para ocupar la presidencia del
Congreso: quedó de figura decorativa, perdió la elección. Entonces lo convencí
de que hiciera el juego a la mayoría, cuya primera fuerza era demócrata
cristiana, votando con ella asuntos importantes. Aun habiendo sido contrincante
perdedor, obtuvo cierta reputación durante ese tiempo, votando leyes contrarias
a los principios de nuestro partido. La mayoría volvería a poner presidente del
Parlamento en el siguiente período. Esteban seguía siendo aspirante seguro,
representando ya a los demócratacristianos, a nuestro partido y atrayendo
sectores que sólo votarían por un hombre nuevo. Perdió su pertenencia al
socialismo, que lo expulsó desde afuera del parlamento. Pero adentro, Esteban
lideraba aún a los cuatro socialistas que no querían separarse por no perder el
sueldo. Lo acogieron los demócratas cristianos como a hijo pródigo. Ese partido
demócrata cristiano fue socialista, y si hubiese seguido siéndolo nuestro
cambio no habría parecido tan contradictorio. Sin embargo, su líder ideológico
-jetón desabrido y tieso- lo cambió de socialista a neo liberal. Fue tarde, ya
estábamos ahí.
Desde
la precaria posición parlamentaria de Esteban, antes de que se incorporara a la
mayoría, adquirió la imagen de hombre nuevo. Se produjo el extraño pacto entre
contrarios ideológicos que creó la aplanadora legislativa -con demócratas cristianos a la cabeza- que eligió
a mi esposo presidente del Poder Legislativo. Para crecer hay que actuar sin
sentir vergüenza, la gente política siempre tiene rabo de paja. Sucedió lo que
nadie pensó que sucedería hacía poco tiempo: mi marido presidente. Yo asistí
feliz a reuniones oficiales y no oficiales en calidad de primera dama. Cual Sibila,
yo había previsto y dispuesto el futuro del hombre que tenía a mi cargo. Eso tampoco
me hizo feliz, aunque pudiera parecer raro.
Bromeábamos
en casa a propósito de quienes pedían más presencia femenina en la dirección
pública, sobre el feminismo dirigido por mujeres fieles al sistema: casadas,
divorciadas, abandonadas, separadas y demás. Buscaban conquistar un espacio del
imperio macho para reforzarlo y habitar en él. No querían otro mundo, sino el
mismo pero con ellas de protagonistas. A nosotras, mujeres, nada más que
mujeres, no nos hizo falta ese feminismo. Generamos y sosteníamos este sistema,
ni bueno ni malo sino el que hay.
Mi
marido seguía deseándome, pero ya no me prodigaba con él ni con nadie. Mantenía
la imagen de diva impecable que obtuve en la televisión. Durante años aparecí
en la pantalla como la más bella del mundo. En encuestas anuales fui elegida
seis veces la más deseada del país. Mis amigas me confiaban que no sentían nada
a partir del segundo año con sus maridos
y debían recurrir a esfuerzos de imaginación para conseguir algún placer.
Engañaban al marido con hombre, animal o cosa. Por ejemplo La Perla, mujer del
Perchas Jaime, lo hacía con el mensajero Víctor en los escusados. Tuve amantes,
pero a ninguno quise como a Sebastián Luna: amor de estudiante por quien me
hice socialista y a quien comencé a asesorar en política. Esteban nunca supo de
aquel, como yo desconocí de no sé cuántas que decían por ahí que fueren de él.
Esteban era pulcro cuando yo quería un cerdo, y un cerdo cuando necesitaba un
caballerete, pero nada alteraba la harmonía de nuestra sociedad conyugal, ni
siquiera el ritmo de trabajo que nos mantenía en la cima de la sociedad. Si él
fallaba más de la cuenta, yo tenía que resolver.
Me
enteré por amigas del partido demócrata cristiano que a Esteban le había dado
por conquistar jovencitas. Entre ellas estaba la hija del secretario,
Gabrielita Hidalgo, pequeña y sólida, con carita de foca, a punto de sacar
bachillerato. Al menos, pensé yo, no había preferido una perra vieja, pero esa
afición iba a deteriorar su imagen. No temía perder, yo era poderosa en la
cama. Sabía qué, cómo y cuándo hacer para que un hombre se sintiera superior.
Él sabía que no existía otra igual. Provoqué un enfrentamiento con Esteban que,
como era de suponer, fue violento y ofensivo. No faltaba más. Le dije traidor y
miserable, hipócrita y falso. Él no se excusó, dijo que él me había hecho dama,
eso le debía. Era cierto, fui loba, pero él me dio madriguera y manada, no
intentó domesticarme y se hizo como yo. Ya era un alfa, me merecía, nos
debíamos el uno al otro. Por lo demás, acepté: toma las zorras que quieras sin
quedar en ridículo y sin afectarme, yo haré igual.
En
mi caso, alguna mala fama no estaba de más, pero ninguna señorona dejó de
estrechar mi mano con fina atención. Tuve mucho roce social, lo mejor de Quito
me acogía, aun sabiendo o sospechando que no dejé de tener al hombre que quise
tener. Pero me atribuían demasiados, muchos caballeros daban a entender que
habían tenido algo conmigo. Quizás lo soñaron, por eso hubo quien creyera que
fueron tantos. La verdad es que maduros, los hombres se vuelven insípidos y
monótonos. Las señoras, abotagadas por su seriedad, medio muertas de
insatisfacción, repletas de palabrejas y principios fofos, feas con fealdad de estériles,
sudando frustraciones, son peores. Un té con ellas es de agonía. Pienso en Beba
Ávalos, reina de belleza provincial de hace treinta años, aristócrata marchita,
casada con Mocho, el marido más feo y torpe del mundo, de nariz peluda. La Beba
logró parir a los cuarenta y cinco, ella misma decía que fue un milagro de las
Virgen de Fátima. Roñosa contra los cholos, tenía un alto grado de
resentimiento social.
Comencé
a difundir la especie de que la historia, social y política, en el país y el
mundo, había tocado fondo. Ya era absurda la democracia, estaba caducando. Creo
que algunas lecturas anarquistas me conmovieron. En el partido, algunos vieron
en esto un tinglado de ideas sin fundamento. Pero un amplio sector,
especialmente de jóvenes, se lo tomó en serio. Se formaron círculos de estudio
presididos por el Negro Muñiz: el partido comenzó a tratar el tema. El
desconcierto en los ojos de algunos que se creían inteligentes era gracioso. El
revuelo ideológico lo había provocado la tonta bonita. Me dijeron fanática los
más intelectuales, después de haberles
merecido sólo ternura. Pero así, con un tanto de chanza, obtuve prestigio
dentro del partido. Hubo uno que me reconocía agudeza, otro, libertad de pensamiento.
Las pocas mujeres del partido fomentaron la novedad. La mayoría de hombres,
luego de dar vueltas y vueltas, regresaba al sentido común.
En
ese mismo tiempo, cuando yo estaba sobre los cincuenta años, conseguí que mi esposo hiciera una separación
de bienes. Esteban me entregó dos empresas para que las administrara. A mi vez,
contraté a Horacio Espinosa, un simpático ingeniero comercial formado en
Europa, para que fuese administrador de esos negocios a mi nombre. Mis hijos
prosperaban y recibieron parte en ese reparto. La mayor tiene tres reinados de
belleza a su haber, la menor uno. Comenzaron con éxito sus carreras universitarias
y políticas. La democracia cristiana disponía de un espacio grande, donde la
clase media podía hacer las primeras armas en el oficio político. Entonces,
cuando se habían ido mis hijos y seguía yo en el frío de las alturas, llegó la
menopausia. Horror. Terminaría quedando inútil. Me acartoné de golpe, rígida,
forzada a estar inmóvil para que no se profundizaran las arrugas. Vigilaba que
no se acentuara mi bozo. Se alborotaron mis hemorroides. Pero seguía siendo mujer,
y los hombres -aún jóvenes- estaban enterados. Vivía cada vez menos aventuras y
las que pretendía tener me provocaban taquicardias, transpiraciones y
temperaturas. Tenía que lubricar mi vagina y luchar contra el cansancio y la
depresión. Fue cuando los del partido me llamaron para hacerme una interesante
proposición: que me postule para algo en las elecciones nacionales que se
harían dentro de un año.
Era
dirigente del partido. Había conseguido, hace muchos años, una concejalía
municipal. Habiendo ocupado el quinto puesto en la lista de candidatos, me
pusieron ahí porque estaba de moda incluir en las listas de candidatos a gente
de la farándula y del deporte. Con futbolistas, cantantes y locutores de
televisión, ganamos diputaciones y concejalías. Fui a pocas sesiones
municipales cuando me sobraba tiempo. Pero no faltaba si el alcalde me
convocaba expresamente para que peleara contra los contreras: dos concejales
que se habían enterado de que la alcaldía compró unos trolebuses con
sobreprecios y pretendían denunciar. El alcalde era llamado Meco Mahagua.
También le decíamos Maha: era bonito, vestía trajes Bugatti falsificados pero
que le sentaban. Era bisexual, lo que le produjo una paranoia de por vida.
Estuve en sus fiestas en el departamento que hizo construir cerca del
Municipio. Alguna vez me lamió los fundillos, dando lugar al chisme de que yo
fui su amante: falso, él no estaba para
amantes femeninas.
Maha
se hizo popular en el país desde que fue alcalde de Quito. Contribuí a su fama
realizando en los medios una encuesta para saber, a nivel nacional, qué
personaje varón era el más deseado por las mujeres. Desde luego Maha ganó con
mucho, siendo que a él las mujeres le gustaban de aperitivos y en pocas veces.
La esposa de Maha -porque Maha de travieso se había casado con una ex reina de
belleza- lo botó denunciando que su marido había sido maricón, mediante
remitido a El Comercio. Pero Maha era dulce, hablaba como cura, amasando el
aire con sus manos grandes. Era lo mejor que tenía el partido. El resto de
notables incluía profesores jubilados, conservadores arrepentidos, jetones
teorizantes, enanos con apariencia de fetos, cajetones con la mandíbula como
balcón y otros impresentables.
Se
acercaban las elecciones presidenciales y el partido tenía a Maha para tomarse
el poder. Entonces ocurrió algo sobrecogedor: durante una reunión, Maha sufrió
un derrame cerebral, cayó en shock y quedó idiotizado. Parecía que la gran oportunidad
del partido se perdía para siempre. Entonces me enteré de que Maha y su equipo
habían convenido, con la mayoría de banqueros del país, que les arreglarían la
situación de quiebra que tenían por haberse dispuesto y perdido depósitos de
sus clientes. El mayor representante de la bancarrota, Aspiazu, y el
comerciante, Espinoza, importador de carros, ya habían anticipado a Maha tres
millones y más de dólares para recibir sus favores una vez elegido. Lo que
habían juntado para cerrar el trato era una suma fabulosa. Por el momento
estaban financiando la opulenta campaña electoral a favor de Maha. Si él ganaba
les beneficiaría con leyes, decretos y por supuesto recursos del Estado.
Todo
parecía perdido. Fue cuando me llamaron algunos del partido para que
sustituyera a Maha en la candidatura. La situación era desesperada, no tenían
más. Argumentaban que, en últimas encuestas, yo seguía en popularidad a Maha.
Había que esperar: él estaba siendo sometido a intensas terapias. Lo trataron
especialistas de Texas, Berlín, Londres; gurús del Tíbet y monjes zen del
Japón. Durante semanas lo tuvieron en un domicilio desconocido, sin dejarlo
aparecer en las pantallas de televisión. Los banqueros, empresarios y el grupo
del partido, impulsores de su candidatura, se opusieron a que yo lo
reemplazara. Los unos no querían devolver la plata -en parte ya repartida- y
los otros no querían perder la inversión y la chance. Lo que hizo entonces este
frente electoral Mahadista, compuesto por demócratas cristianos, banqueros y
comerciantes, fue pactar con los medios de comunicación; con los más grandes
periódicos, radios y televisoras para impulsar la campaña de Maha a como sea.
Lo harían presidente así estuviera idiota con tal de perfeccionar el pacto
banquero. Encontrarían medios de hipnosis, drogas, o lo que fuera para
mostrarlo normalito al electorado, mientras el resto hacían los medios. El
Comercio publicó una biografía de Maha durante una semana, a razón de página
entera por día, inventándole una vida de proezas y conquistas fantásticas, y lo
declaró héroe burocrático del Ecuador. Siguieron tratando de que Maha se
recuperara y sacaron tomas de él en la televisión al fin, en pijama, paralizado
de un costado, tartamudeando, con la particular cara de idiota que desde entonces
tiene. Dijeron que su recuperación total sería un hecho en las siguientes
semanas, y que sí iba para presidente porque no había mejor que él. Otro
periódico nacional lo proclamó “el guerrero que regresó del frío”.
Como
era de esperar de la multimillonaria campaña, Maha ganó las elecciones.
Arrugado, tartajoso e idiota, le hicieron presidente constitucional del
Ecuador. Pero quienes conocemos la precaria condición de su salud, creemos que
no durará en el poder los cuatro años del período que le corresponde. Nuestros
amigos militares no lo quieren, no soportarán una situación tan irregular salvo
en caso de que los beneficiara tanto que quisieran conservarlo. Los banqueros
impondrán lo suyo, con posibles consecuencias catastróficas: serán medidas
inevitables pues la banca internacional quiere que la local sea saneada. El
panorama próximo se ve difícil para el presidente Maha, lo más probable es que
no termine el período. Podría renunciar reconociéndose incapaz, o lo echarán
los militares. No faltarán circunstancias desestabilizadoras. Entonces, mis
compañeros y yo estaremos ahí.
Soy
la fábula de la mujer que avasalla con su luz. He conseguido que haya poder
donde sólo me posé para jugar con la vida. Sigo siendo la que parece indefensa,
pero se ha escrito mi historia como del ave que no vive sino en las cimas, que
puede cruzar la cordillera, pero quizás no lo haga porque ya se siente a su
altura: es el mito del siglo.
FIN
ADRIANA
Adriana Romero es pequeña, conserva buena figura, viste elegante,
lleva melena café rojiza y gafas que esconden ojos grandes y absortos. La
conocí en mi tienda de antigüedades, cuando fue a ofrecerme en venta dos elefantes
de marfil. Después fue, en muchas ocasiones, no sólo para venderme algo sino
para hablar, aprovechaba de que soy viejo y dado a escuchar. Los elefantes eran
mercancía interesante, pero ella me pidió que no los exhibiera en la vitrina
externa, para evitar la posibilidad de que su esposo los viera, al pasar por
allí y se enojara, pues ella los vendía sin su consentimiento. Adquirí la
confianza de Adriana, desde el principio se quejó del esposo, de incomprensión
y malos tratos. De esas conversaciones quedó la presente recopilación de
memorias, que ella aceptó, diciendo algo más sobre el destino humano, pudiera publicarse
alguna vez. Se llama Adriana porque su madre se llamaba así y fue quien, al
nacer, más se pareció a ella, sobre todo en los ojos. Pasó la infancia en una
casona, al sur de la avenida 24 de Mayo, que tenía a su alrededor un enorme
patio de tierra, donde había patos, gallinas, conejos, perros y gatos. Los gatos
eran los que más le gustaban, tuvo su preferido, Pepito, tuerto y cerdoso, al
que metía en su cama a escondidas, porque la madre prohibía intimar con los
animales.
Fue una infancia triste. Sus padres tenía una convivencia conflictiva,
el padre, cholo corpulento, medio rubio, oloroso a lubricantes, era propietario
de gasolineras y camiones. Ella lo veía
colosal, violento contra mujeres, hijos y débiles. En cierta ocasión Adriana,
inmóvil, vio que la mole, su padre, golpeaba a su mujer. Le horrorizó el
espectáculo, pero más admirables fueron la mansedumbre y el sometimiento de su
madre que, por momentos, parecía prestarse a la paliza que recibía. Otra vez, Adriana intentó defender a su madre,
que estaba siendo arremetida por el marido, gritó, brincó y se lamentó, pero lo
que consiguió fue cachetadas en su rostro, que el padre se las propino hasta
partirle los labios, aleccionándole de que debía meterse en asuntos de mayores.
Su madre repitió que los hijos no debían intervenir en cosas de mayores, desde
entonces no intentó mediar, se ausentó tan lejos como pudo. Quizás su padre era
tan machista por mujeriego, cogía a toda mujer fácil o barata, prostitutas,
cargadoras y sirvientas. Una sirvienta resabiada lo acusó de haberla violado,
lo cual sin duda era verdad, pero el padre sabía qué hacer en casos como ese,
acusó a la sirvienta de haber hecho denuncia falsa, para evitar que él hiciera la
verdadera de que ella robó un radio, dinero y cubiertos de mesa; la Policía,
debidamente gratificada, receptó la denuncia de él y no la de ella, encarcelaron a la sirvienta y en la cárcel la
violaron unos pesquisas, así escarmentó a los pobres diablos de su personal:
domésticos, conductores de camiones, surtidores de combustibles, secretarias y
demás. Adriana que, entonces, tenía seis años y estaba en primero de escuela,
denunció a su padre ante su profesora; la maestra llamó al padre para
reconvenirle por el mal ejemplo dado a los hijos, al haber hecho una denuncia
falsa contra una empleada que ellos habían llegado a querer; y ocurrió que el
padre volvió a cachetearla, esa vez en presencia de la profesora, por haber
hecho quedar mal a la familia ante ajenos.
El padre, para comenzar a darle una paliza, la tomaba por el pelo, Adriana, a los doce
años, se cortó el pelo que lo llevaba largo, al recordar esa costumbre del
papá. Una vez, la madre cayó y él la
pateó durante largo rato, a consecuencia de eso, ella abortó. Ese mismo año, víctima
de un agresivo cáncer y de continuos maltratos, la madre murió de treinta y
ocho años de edad, los últimos cuatro padeció con un tumor doloroso en el seno
y recibiendo golpizas semanales Adriana llegó huérfana de madre a los quince
años edad, hasta tanto, don Jacinto, como todo el mundo llamaba a su inmenso y
grasoso padre, se había enriquecido demasiado con sus gasolineras en varios sitios de la ciudad,
buses en diversas líneas urbanas y camiones de transporte interprovincial.
Nunca dejaría de ensombrecer la vida de Adriana el recuerdo de su padre,
corpachón opulento, poder supremo y asesino de la madre. Pero de ese monstruo
dependerían su humillada vida y la comida de sus hijos, al recibir de él lo que
su marido no le proveyó.
Desde antes, había comenzado a introducir, en la casa, a la chola
medio ramera, su amante oficial y con la que había tenido tres hijos Esa chola desvergonzada, llevaba a sus hijos,
a la casa, para que los cuidara la madre de Adriana. Y, ésta, enojada e
indignada, se propuso una singular venganza: en lugar de echarlos, los acogía
con mayor cuidado que el que les tenía la madre biológica, les daba la más rica
comida, los bañaba y vestía con la mejor ropa de sus hijos propios. Dos varones
y una chica con pelo pajizo, sus medios hermanos, cuando la madre murió, ellos,
hijos de la rival, la lloraron como si hubiesen sido propios, reconocieron que
había sido mejor madre que la puta que los parió.
De niña, a Adriana le encantaba comprar pan en la tienda de la
esquina, por el olor del pan recién horneado; el dueño gratificaba con yapas a
su pequeña cliente: ella, graciosa, agradecía la pieza blanca y fragante.
También le agradaba el olor de las flores, hubo muchas y olorosas flores en el
sepelio de su mamá. Algo que más recuerda de su madre es la comida que hacía,
ella nacida y criada en la ciudad, tuvo que desprenderse de costumbres
adquiridas en su familia, para adquirir otras, de gente rural, para halagar y
armonizar con el marido que fue migrante del campo, tuvo que aprender a
preparar platos de morocho diversos, molido o quebrado en piedra, de sal o de
dulce; hacía pinol, mezcla de harina de cebada con panela molida y aliños,
habas tiernas con queso, maíz tostado de sal y dulce, y otros cucayos que él
podía llevar en bolsas al trabajo. La casa olía a esas comidas. El padre,
adinerado, sometía a la familia a una vida de pobres, iba poco por la casa
porque atendía otra, otros hijo y mujer, maneja un Mercedes Benz y viajaba a
Europa; de lunes a jueves residía en otra casa y visitaba la propia los fines
de semana pero, en ocasiones, variaba el calendario y mostraba su corpachón, en
casa, el rato menos pensado. En Navidad estaba un rato aquí y otro allá; la
madre, en cambio, fomentaba, en esa celebración, la amistad de sus hijos con
otros niños del barrio, confeccionaba pesebres y organizaba fiestas infantiles con
agua de canela y galletas de animalitos.
Adriana ríe con facilidad, a veces denota melancolía, pero su rostro
sigue sereno; cuenta episodios según aparecen en su memoria, antiguas rememoraciones,
especulaciones sobre lo que vendrá y hechos del momento, haciendo quebradizo y
en zigzag el tiempo de su narración, sin ordenar los antes y después. Bromea
con sencillez, dice que desde niña le gustó el baile y hasta la bohemia, las
naranjilladas con puntas de trago puro que hacía su madre, dejaron en ella
evocación perdurable y también el coñac Bogan que escanciaba de unas botellas a
otras. Salía de su casa a escondidas,
apenas de seis años, y se iba a la cantina de la esquina a bailar frente a la
rocola, los borrachos la aplaudían, una vez bailó ahí durante una hora. El
padre castigaba y recomendaba castigar su tendencia precoz a beber y bailar;
pero ambas cosas le encantaban y su madre las toleraba; Zapateaba, sobre todo,
el Bayón de Madrid, pero también danzas españolas y cumbias colombianas, se
apasionó de Los Románticos, orquesta de moda, y gozaba el carnaval, fiesta
especial, que se celebraba en grande, en la casa.
A los quince años ingresó al colegio Espejo y tuvo su primera regla. Estaba
delgada, casi no tenía busto, la madre se preocupó al verla tan delgada y trataba
de alimentarla mejor, con coladas, para ver si le brotaban senos. Pero, cuenta,
que recién cuando conoció a su primer novio, que sería su marido, salió de la
ingenuidad y la inconsciencia, tuvo malicia y le preocupó su cuerpo como
residencia del sexo y los senos, nunca antes había vivido experiencias o tenido
ideas eróticas. Que no tuvo malicia, dice, sin embargo de haber presenciado cómo
su padre violaba a su madre. Le encantaban las películas de Cantinflas, lloraba
viendo El Mártir del Gólgota y otras películas, parecidas, que pasaban en el
colegio. Las compañeras se burlaron de ella, desde hacía dos años, antes de que
consiguiera su primer enamorado, pues era la única que, a esas alturas, no lo
tenía. No la invitaban al cine, porque todas iban con parejas y no la admitían
sola. Pero en tercer curso conoció a Remigio Silva, lo vio por primera vez a la
salida del colegio, estaba en compañía de un amigo que había ido a encontrarse
con su enamorada. Adriana, recuerda que le sonrió, no se explicaba por qué lo
hizo, al día siguiente Remigio volvió a pararse en el mismo lugar, en las
afueras del colegio, Adriana le sonrió otra vez.
Remigio Silva resultó pariente lejano de ella, primo de un primo, cuando
comenzó a salir con él, su padre, creyendo que el primo los había amistado,
llamó a éste para reconvenirlo porque ese Remigio fama de comunista y no sería el
novio digno de su hija. Comunista era algo tan detestable como un hipi o un
nuevaolero, de la época, para el padre. Pero el romance De Adriana Romero con
Remigio Silva habría de durar cuatro años y consistía en que ella no subía al
bus del colegio o se bajaba enseguida de él, para tomar la mano de Remigio, que
la esperaba, e ir a subirse en un bus corriente de línea, que la dejaba cerca
de casa. Viajaban juntos y pegaditos los enamorados. Adriana, ya huérfana de
madre, vivía con sus hermanos en la casota del padre, atendida por una empleada
lojana; pero, poco a poco, el padre iba metiendo a su querida en la casa, hasta
instalarla, en ella, al año de la muerte de la madre, Adriana tuvo serios
conflictos con esa madrastra, que se peinaba con copete y caminaba con tacones
altos. Adriana recuperaba, incluso del basurero, objetos que la concubina
desechaba con el fin de que el amante rijoso le comprara nuevos: muebles,
trastos, cubiertos, vajillas, cobijas. La situación tensa y grosera, entre la
madrastra y Adriana, duró hasta cuando ésta, a los diecinueve años de edad, se
fue de esa casa.
Lo primerio que me preguntó Remigio, cuenta ella, fue si podía
acompañarme de vuelta a casa, era la vieja y universal manera de iniciar una
amistad, le respondí que sí y haciendo algo extraordinario, dejé el bus del
colegio para viajar con él en uno del servicio público, lo que se repitió por
días, quizás dos semanas, hasta que él quiso saber, por fin, si quería ser su
enamorada. Adriana había consultado a sus compañeras qué debía responder en ese
caso, le aconsejaron: voy a pensarlo, era lo clásico. Remigio se rio al darse
cuenta de que ella seguía el libreto colegial. También le aconsejaron, las
compañeras, que debía decir que lo pensaría, por lo menos durante ocho días. Y
ese fue el tiempo que esperó Remigio para saber que Adriana sí quería ser su
enamorada. Con posterioridad, Remigio, le confesó que su candor de entonces fue
determinante para que él se prendara de ella. Ya en confianza, él le sugirió
que usara sostén, ella, avergonzada, consultó a la madre sobre esa insinuación,
la madre quiso conocer al insolente enamorado y, cuando Adriana los presentó,
el muchacho le fue muy desagradable, presentó
a Remigio, a la madre, tres meses antes de que ella muriera, su parecer enfrió
bastante el enamoramiento de Adriana, la madre lloró al conocerlo, dijo que se
veía sospechoso ese tipo perfilado y áspero, con pronunciada nariz y
pretensiones adefesiosas.
Remigio Silva fue el que primero se ofreció, el de la primera
oportunidad y definitiva. Adriana se acostumbró a él como se había acostumbrado
a otros dilemas, como mansa furia ante la vileza del padre o indignación silenciosa
ante la sumisión de la madre. Ella dice que Remigio la enamoró haciéndole
poemas, dedicándole serenos, obsequiándole flores. Remigio decía haberle
compuesto un enorme poema que pegó en la puerta del colegio. Las compañeras
conocían a la pareja por esa clase de demostraciones locas que él hacía; dijo
que ese era su gran poema de amor, por eso lo copió en una cartulina grande, con
marcadores, y lo pegó en la puerta del colegio, en alguna parte, ese poema le decía a Adriana: ternerito te amo.
Un martes fue a esperarla, a la hora de salida de clases, borracho y con su
cabellera larga alborotada, las compañeras le dijeron hipi chumado, feo y narizón.
Adriana siguió viéndolo lindo. Cuando el padre cayó en cuenta de que Adriana no
llegaba a la parada próxima, en el bus del colegio, la castigó brutalmente,
ella tenía diecisiete años y lo odiaba con el peor odio del mundo, silencioso y
profundo. Casi le rompió la nariz, la agarró por el cabello y la arrastró,
golpeándola contra la pared, mientras le decía: te has metido con ese vago,
cara de hampón, no aprovechas que te he puesto en un buen colegio, vas pareciéndote
a tu madre que si no la hubiera tenido viviendo conmigo se habría hecho puta. Ese
noviazgo de manoseos, besos y toqueteos en los buses, vencieron la oposición
violenta del padre durante esos cuatro
años, en que Adriana nada le interesó ni entendía de las actividades políticas
de Remigio, nunca la involucró en su activismo, ni antes ni después de que se
casaran.
Otra tarde, Adriana fue a venderme, pequeñas esculturas de porcelana,
necesitaba dinero para pagar servicios básicos de la casa, siempre estaba escaza de fondos, su
marido, para entonces médico en ejercicio profesional, no contribuía o
contribuía poco para los gastos de la casa. Adriana ya era mujer madura, tenía
tres hijos jóvenes y vivía cerca de la tienda de antigüedades, los objetos que
me vendía, esa vez, se los habían regalado unos familiares. Se había
desarrollado una amistad entre nosotros, para mí, relator y creador de personajes,
era grato escucharla y ella, narrándome
azares de su vida, sin duda, se aliviaba de tensiones. Me contó que tuvo que mantener la casa, con
esposo narizón y todo, casi desde que casó, Remigio estudiaba y era activista
político de izquierda; el primer trabajo de ella fue de cajera, en una bomba
surtidora de gasolina en las afueras de Quito, propiedad de un hermano que
comenzó el mismo negocio del papá. También me contó que el último año de su
noviazgo, por la oposición y vigilancia a que el padre los sometía, Adriana y
Remigio se comunicaban mediante mensajes y cartas que escondían en agujeros de
un muro vecino del colegio; fue un singular
romance de cartitas, dice ella que vivió lo que llaman amor platónico, repleto
de ilusiones y detalles, sin haber experimentado relaciones sexuales completas.
Pero Remigio intentó tener sexo durante todo el noviazgo, según decía
era la única forme de vencer la
oposición del padre; hasta casi la violó, pero ella se negó siempre, creía que de
acceder ella, él no se casaría. Parecía que, en realidad, no quería casarse,
argumentaba que el matrimonio era una costumbre burguesa, insistía en que ella,
si lo amaba, tenía que salir de la casa del padre e irse a vivir con él,
Adriana respondió que su padre la mataría si hacía eso, y tampoco aceptó
acostarse con él mientras tanto. Reconoce que ganas no le faltaban, se sentía
caliente y ávida, pero le convenía exigir a Remigio que se casara primero.
Presionó al novio narizón, amenazándole con viajar a los Estados Unidos, donde quería
enviarla el padre, que ya había despachado para allá a dos de sus hermanos y
sólo esperaba que ella terminara el colegio para embarcarla; entonces, Remigio,
bien seducido, aceptó presentarse, un sábado, ante el aborrecido hombretón a
pedir la mano de su hija. El padre se emborrachó, cuando Adriana le anunció que
Remigio iría a pedirla en matrimonio, pero aún furioso, y por consejo de su
amante copetuda, a quien le convenía que Adriana se fuera de la casa, aceptó al
peticionario, diciendo: para que esta pendeja no se salga de la casa, a vivir
así no más. La madre, antes de morir, alcanzó a pedirle que no se casara con
Remigio, conocía el tipo de hombre, borracho, verboso, engreído y fanfarrón, alguien
así no podía hacer feliz a ninguna mujer. Adriana recordaría, de por vida, lo poco
que su amado narigón valía para su mamá. Pero lo asumió como un destino
implacable con el cual habría de vivir extremos de amor, dolor y silencio. Cree
haberse casado también por odio a la madrastra del subido copete y para salir de
la casa paterna que se había vuelto aborrecible. Muerta la madre, Adriana
extorsionó a Remigio para que se casara, de tal manera que él debió quedar
resentido por esa presión.
En adelante tuvieron que cohabitar, en el matrimonio, la obstinación
discreta y apacible de ella, con el comportamiento brusco y bochinchero de
Remigio, esa confrontación ineludible habría de ser el destino de su amor. En la
petición de mano que hizo Remigio, entre trago y trago con el padre, en marzo
de aquel año, y a disgusto de los ambos, que a primera vista se aborrecían,
ella propuso y consiguió, del padre y del novio, que se planificara el
matrimonio para septiembre. Para la boda colaboraron, con remesas de dinero,
los hermanos de ella que trabajaban en los Estados Unidos. Silvia, le envió un
flamante vestido de novia. Remigio no aportó ni un centavo, no disponía de él, no
había levantado un centavo en su vida, dijo que por estar estudiando; pero
cuando fuera profesional, ofrecía, mantendría a su familia; los familiares de ella
lo despreciaban. Los recién casados fueron a vivir en dos piezas con baño que
el padre les asignó en el patio posterior de la casa, era media agua construida
sobre el terreno; o sea con piso de tierra, la familia del novio aportó tres
muebles de los que vendían en el mercado popular de la Avenida 24 de Mayo, con
ellos y una cama prestada armaron el dormitorio y comenzó el matrimonio.
Adriana, mientras fue soltera, estuvo acostumbrada a moverse en
espacios amplios, la casa paterna era inmensa, tenía dos puertas, una a la
calle principal y otra a la transversal, rodeada de terreno, en un barrio populoso
del sur de la ciudad, en la planta baja estaban las oficinas de las empresas
paternas, entre otras una flota de camiones; también en la planta baja, la
cocina y el comedor, aislados del área administrativa; en los pisos superiores,
los dormitorios. En el patio posterior, que en realidad era parte del terreno
del entorno, hubo dos pequeños departamentos, que ahora llaman suits, uno de
los cuales ocuparon los Silva Romero, durante los primeros años de su matrimonio,
en los Remigio no trabajó, pero llegó al cuarto de Medicina y en quinto, penúltimo
de la carrera, cuando se enfermó, seguía mantenido por su mujer. Ella
trabajaba, lo había hecho seis años seguidos, aún preñada y parida, se casó un
primero de septiembre y el quince del mismo mes ya fue a ser cajera en la
gasolinera de las afueras.
Cuando a Remigio le correspondió cumplir el servicio rural, de un año,
obligatorio antes de graduarse de médico, le tocó por sorteo hacer las
prácticas en un pueblo cercano a Otavalo, entonces decidió irse a vivir en esa
ciudad; a la vez, dijo, haría un internado de práctica en el hospital de
Otavalo; poco antes de su viaje, el matrimonio había cumplido cinco años,
tantos como duraba la carrera universitaria de Remigio y durante los cuales
hizo voluntariado, como enfermero y barchilón, en varios hospitales y clínicas;
hasta ayudó en el consultorio de un pariente odontólogo, en ninguna parte le
pagaran algo por su trabajo. Adriana reconoce que mantener al marido porque era
estudiante, como si serlo hubiese sido tan meritorio como para vivir de balde,
pudo, quizás, convertirlo en el parásito descarado y cínico que era, con
derecho a que ella lo mantuviera por amor y respeto. Adriana piensa que no es
tan simple, él la había rescatado de la insignificancia y le había dado valor y
jerarquía ante la sociedad; además, ella tenía de origen la costumbre desesperada
de sobrevivir como fuera.
Los primeros años de matrimonio fueron de aprendizaje intensivo para
ser mamá, dice. El esposo la poseía cuándo y cómo le daba la gana, le rompió
todas las doncelleces, la volvió objeto de placer pasajero, la dejó embarazada
a los dos meses de casada. Ella con enorme vientre de embarazada, por segunda
vez, de la niña, recuerda, siguió
asistiendo a la gasolinera que estaba lejos del centro, por Guamaní. Remigio
aparecía de vez en cuando, entraba de noche a la casa, con aires de
clandestino, de modo que unos vecinos creyeron que era un amante y no el
marido. Estaba abandonada, pero libre de la casa paterna, en esos dos cuartos fríos y traseros. Remigio
llegaba para hacerle un polvo sorpresivo, por arriba o por abajo y nunca, ni
por casualidad, llevó un centavo para mantener a los hijos. Ella metía al
primero en un cajón vacío del lubricante
Havoline, recuerda, para atender la caja, comía durante el trabajo,
salía temprano, con el hijo mayor en una mano y paquetes de pañales y biberones
en la otra. Remigio asistía a reuniones y fiestas en la universidad, a las que
no llevaba a Adriana, pero le exigía prepararle ropa para él ir limpio y
elegante.
Cierta vez, Adriana fue a conocer la Facultad de Medicina, compró pasteles
para llevárselos al marido, lo esperó un tiempo, hasta que lo vio salir
abrazando a una gorda granosa y despeinada; sin reparar en Adriana, que estaba
a cierta distancia, abrazaba a la que era estudiante de enfermería, porque
llevaba la capa característica de esa profesión. Adriana vio como él acomodaba la capa en los
hombros de la gorda, puso un chicle en su boca y comenzó a besarla. Adriana arrojó
los pasteles, los siguió, se sentaron en una banca del parque La Alameda, a
cuatro cuadras de la facultad de medicina, lloró y fue a esperar un bus que la
llevara a casa.
Adriana no tuvo relaciones sexuales completas, con Remigio, antes del
matrimonio, pero se dejó hacer de todo por él en las semanas de luna de miel, pero
decía estar desencantado de ella en la cama. Adriana pensaba que siendo su
marido estudiante de medicina y hombre experimentado, debía enseñarle. La
penetraba en frío, sin consentimiento, esas relaciones eran siempre dolorosas, ella temió que algo estuviera mal
en su vagina, que no se humedeciera y dificultara la penetración. Un sicólogo,
al que consultó, le dijo que las molestias que tenía en los coitos eran
normales estando ella nerviosa, debía relajarse y buscarle el gusto y dejar de
seguir siendo la virgen pudorosa del principio. Cuando se embarazó disminuyó
más su deseo genésico, el sicólogo la tranquilizó, opinó que con el tiempo
maduraría en su desempeño, pero pasó el tiempo y las cosas no variaron. Cierta
vez, para justificar sus enredos con otras mujeres, Remigio acusó a Adriana, de
haber hecho, desde el principio, desagradables los momentos de intimidad, quejándose
de dolor en la vagina, que la tenía estrecha y seca.
Adriana tuvo que limitarse a su papel de madre y muy poco al de pareja,
luchó por mantener la familia unida mediante los lazos de bienestar con que
ella podía atar a los miembros: alimentación, vestido, vivienda, educación,
seguridad, defensa y respeto de los demás. Una hermana de Remigio, Leticia,
aprobó que Remigio fuera mujeriego porque su esposa no lo complacía pero
Adriana lucharía por años para mantener al esposo vinculado a la casa, defendería
a la familia de otras mujeres si intentaban apartarlo. Aunque Remigio ejercía
la primacía y lo que sucedía o no en la cama matrimonial, para ella era poco,
lo acogía, cocinaba a su gusto y lo proyectaba ante los demás con imagen
respetable, como si fuese lo absoluto, no le importó que sus relaciones
sexuales eran esporádicas y desagradables, y que él fuera inútil en la vida
íntima y familiar. Como quince años
después de la luna de miel, Adriana volvió a preguntarle la razón por la que
siempre andaba tras relaciones nuevas, Remigio respondió que a ella la tenía
como algo muy especial, no como objeto sino el recurso emocional decisivo,
reserva permanente de amor y del hogar, mientras que las otras eran sucios
episodios pasajeros; se declaró promiscuo incurable, le pidió perdón y rogó
tener paciencia, alguna vez comprendería. Adriana se sintió casi feliz, era una
mujer con cerebro de masa dulce, segura de conservar el mismo refugio, aún con
hastío y desencanto.
Al año de casada, dice, se desencantó del marido. Pero desde cuando
fueron novios el tipo ya se había manifestado mentiroso, ella apenas puede
explicarse su temprana sumisión, fue un sentimiento irreprimible. Él la ha
despreciado y ella le ha sido fiel, hasta sentía que podría tenerlo aún
compartido. Huyó del hombre tosco y grosero que fue su padre, esperaba
protección por parte del marido, pero no, éste resulto igual. El dueño de la
gasolinera y explotador del trabajo de su hermana, la compensó regalándole un
automóvil viejo, para que se le facilitara asistir a su función de cajera, pero
ella entregó ese auto viejo a Remigio, quien lo manejaba borracho y chocaba, y el
hermano lo hacía reparar por cuenta de Adriana. Ella no ha sentido otro amor
que el de madre, para ser madre tenía que ser esposa, y ser buena esposa
incluía esconder ante el mundo las falencias del esposo, por eso se culpaba,
ante todos, de los choques al carro viejo que, en realidad, los ocasionaba
Remigio.
Remigio ya no llegaba a la casa a reclamar sexo sino comida, le
gustaba comer bien. Adriana disponía, para él, un lugar exclusivo en la mesa,
con cubiertos y vajilla brillantes, cocinaba a diario lo que más le gustaba,
siempre que tenía recursos para cortes finos y mariscos. Remigio, en tono
sincero, le dijo: no me largo de una vez porque me atiendes como a rey, no voy
a encontrar a alguien que me sirva como me sirves tú. También lavaba, planchaba
y limpiaba sus trajes, camisa y zapatos, se convirtió en experta lustradora de
zapatos. Remigio llegaba borracho tarde en la noche, y a la hora que fuera, las
dos, tres o cuatro de la madrugada, ella se levantaba para atenderle, brindarle
comida, y ayudarlo a desvestirse y acostarse. Un sábado llegó con amigos y
amigas, Adriana los atendió, a las tres de la mañana, calentó caldo, fritada,
ofreció ají fresco y repartió pastel; una de las invitadas se sorprendió porque
hubiera exagerada cantidad de comida en la casa, Remigio solía alabar su ají inigualable,
preparado con fórmula secreta que sólo ella sabía, Adriana desechaba los restos
del ají, cuando éste no había sido consumido en el día, y preparaba otro que
estuviera fresco y efectivo.
Remigio, cuando almorzaba en casa, no conversaba, colgada sobre los
platos su nariz y comía en silencio. Se podía conversar un poco con él cuando llegaba
borracho, nunca si estaba lúcido y menos durante el almuerzo. Después de
almorzar hacía siesta y para cuando despertara, Adriana tenía listo un café
tinto, que lo tomaba fumando un cigarrillo; en las escasas reuniones alcohólicas
que hubo en casa, se puso locuaz, rasgó la guitarra y cantó, “ni la cruz de
palo tiene tu humildad”; le cantaba a Adriana, enternecido, pero ese sentimentalismo de borracho no
duraba, Adriana dice que le parecía asistir a actos de parodia y comedia. La
vez que le reclamó por tener, al día siguiente de la serenata, comportamientos opuestos
al romanticismo de sus canciones, Remigio, molesto, ofreció no volver a
cantarle y cumplió.
Remigio prefería amantes que fueran mujeres casadas, debían excitarlo
más. Dos esposas de amigos, no muy feas, fueron sus amantes, con una de esas tuvo
una hija, otra era esposa, de las llamadas guarichas, de un coronel que fue paciente
de él en un consultorio militar. Esa guaricha llegó a golpear la puerta de
Adriana para avisarle que su marido, el doctor, era el padre de su hija, cuya
fotografía, de una niña de tres años le dejó, Remigio comentó, sobre el asunto,
que no le importaba ni mierda lo que dijera esa longa, guaricha y puta. Nunca
aceptó tener relaciones estables con otra mujer, salvo, más tarde, con la
cantante chiquita con quien tuvo amoríos por casi diez años.
Adriana me dio a leer borradores de poemas que había escrito Remigio
Silva, ¡Remigio! encontré que expresaban una sensibilidad inusitada: “Porque
/ recogiste nada / de mis viejos, / ni
fuiste a ver / eso que sucedía allá adentro, / tengo que escribirte / poemas…
Me enfrento a ti / para que / al mundo sepas enfrentarte. / Y te gano dos de
tres veces, / pero en la revancha, /
porque, / como todo el mundo, / voy a envejecer, / me vas a ganar / de setenta
a cero…Si envejeces / no te atormentes / puedes / vivir, morir viviendo. /
Importa es la lucha, / como nadar de náufragos, / mientras se pueda.”
o O o
Adriana se dispuso a vivir otra vida, diferente y propia, entregó a su
padre las dos piezas que ocupaba en el terreno trasero de la casa grande, para trasladarse
a Otavalo y acompañar a Remigio que fue a hacer el internado de medicina en el
hospital de esa ciudad, tenía algo de dinero que ahorraba encargando parte de
su sueldo al hermano, con lo que rentaría una casa pequeña. Cuando terminaba el
año de práctica rotativa en ese hospital, Remigio desapareció de la casita y de
la ciudad, sin avisar a la esposa ni a nadie; tras un mes de espera, se enteró
de que el desaparecido había ido a hacer medicina rural, nada menos que en La
Concordia, pequeña población, al norte de la costa, en la provincia de Santo
Domingo de los Colorados. Remigio casi no había vivido en la casita que Adriana
arrendó en Otavalo, decía tener turnos a diario en el hospital, y le había
advertido a Adriana que en Otavalo no podría vivir con ella, sino en el
hospital. Con el tiempo se enteraría de que, en realidad, lo que Remigio tuvo
ahí, no fue un acto de amor a la medicina, sino enredos con un par de
auxiliares de enfermería, o barchilonas como se les conoce, fue por causa de
esos enredos que Remigio fugó de Otavalo, no sólo por alejarse de Adriana. Para
salir de Otavalo, ella debió pagar arriendos vencidos y deudas por comida y
varios, vendió todo, incluidos muebles y hasta el aro de matrimonio, alcanzó a fletar
una camioneta que la llevara, con cama, baúl y ropas, a la distante La Concordia.
Llegó a La Concordia en la noche, bajo una lluvia del carajo, era un pueblo
miserable, encontró a Remigio, metido en la cantina de la plaza, bebiendo licor
casero. Se puso furioso al verla, la insultó, arrugando su fea nariz, le dijo
lárgate ¿por qué no te regresas donde el grasoso de tu taita? él tiene plata
para gastarse en pendejadas como tú, yo estoy comenzando recién mi profesión y
no puedo pagar putas. Remigio parecía aterrado y la trató tan mal que el chofer de la camioneta,
que la había transportado desde Otavalo, le dijo: seño, cómo va a quedarse con
este malparido, peor si es su esposo, estoy que ya le puteo y pateo al borracho
infeliz, que no parece médico ni hombre ni nada. Llovía de manera maldita y los
hijos lloraban. Adriana no quería ni podía volver a la casa del padre, no tenía
dónde ir. Lo poco que llevaba en la camioneta se ensopó con esa lluvia que
parecía sucia. Remigio se encerró en un cuarto que estaba junto a la cantina,
lo vio por la ventana acostarse en un colchón que estaba en el suelo. Ella
permaneció afuera, entró por una puerta que estaba junto a otra que tenía
rótulo de “Centro Médico”, era una pieza mediana y oscura Al otro día, Adriana
comenzó a arreglar esa pieza y la del centro de salud, igual de miserable pero
limpia y con mínimo equipamiento, puso plantas y organizó su estadía, en la
pieza que posiblemente estaba destinada a una persona, el médico que hacía la
rural, pero ella se empeñó en que fuera habitación de toda la familia, con
camas pegaditas, una mesa, plantas y cortinas.
Vivió, junto al centro de salud de La Concordia, un año; se portó, gentil
y amistosa con los vecinos y dos auxiliares del centro de salud; la comunidad
llegó a simpatizar y amistarse con ella, hacía café todas las tardes y brindaba
al que lo pedía. A Remigio le fue bien, cobraba honorarios por consultas y
curaciones a los campesinos, lo que no debía hacer pues tenía sueldo oficial
para atenderlos gratuitamente, asistía al consultorio siempre que no estaba
borracho, pero la gente era generosa y aun así le regalaba productos de la zona
y animales de corral, logró reunir suficiente para como comprar una camioneta destartalada
que se prendía una de dos. A ella no le compartió ni un centavo, pero le exigía
que ayudara en el centro, que cocinara y sirviera las tres comidas del día. Repetía:
no tengo por qué darte nada, tu taita grasiento es quien debe mantenerte, él tiene
plata bien y mal habida, yo no gano ni robo, soy estudiante de medicina, ese
grasa tiene la obligación yo no. Ella se
sentía, recuerda, como él quería que me sintiera, tan mal que llegué a creer
natural no esperar nada de él sino el privilegio de tenerlo al lado.
No brindó oportunidad a ningún pretendiente, se presentaron algunos
porque ella les parecería presa fácil. Estaba flaca, pero así y todo era hembra
con algo que ofrecer, se sentía encogida pero luciendo lo que una mujer tiene. Nunca,
dice ella, intentó una aventura. Un estudiante de medicina, que una vez doctor
y habiendo hecho carrera exitosa, llegó a ser director de un hospital, fue
invitado por Remigio, cuando todavía era su compañero en la universidad, junto
a otros practicantes, llegaron borrachos a seguir bebiendo en casa. Ese
estudiante comenzó a calentarle las orejas, le dijo que su marido narizotas era
un infeliz que se metía con la última de las barchilonas, era un mamarracho, muñeco
feo que no la merecía, le chismeó que el Silva pagaba amantes con lo poco que
ganaba, mientras tenía hijos muertos de hambre. Remigio sorprendió, a ese
compañero estudiante, susurrándole cositas a su mujer, al oído, mientras le acariciaba una teta, y lo
desafió a puñetes o a tiros, fanfarroneando frente a ella y los asistentes, pero
el pretendiente no se impresionó, gritó más duro, lo insultó, denunció sus
fechorías y le pegó una puñetiza en el patio de la casa. No era raro que los
amigos de su marido pretendieran seducirla, sabían que estaba maltratada y
traicionada, por lo tanto, necesitada de amor. Pero ella, en unos casos, no quiso darse cuenta de que la pretendían o,
si le proponían explícitamente algo, los desalentaba y rechazaba, dice ella,
mediante manifestaciones de amor y lealtad al marido, mostrándose desinteresada
y esposa feliz.
A los seis años de casada, poco después de que naciera su tercer hijo,
Adriana se convirtió a la iglesia evangélica porque, una vez más, se quedó
sola. Un día cualquiera Remigio se marchó, sin avisar a dónde ni decir por qué,
la dejó endeudada en un vehículo que compraron para ponerlo en el servicio
público y así obtener alguna utilidad. Se fue sin dejar para los gastos del
taxi, ni para cubrir las cuotas de ese carro, ni para el arriendo de la casa,
ni del pequeño consultorio que él había instalado en un barrio del sur, ni para
nada. Se llevó en efectivo todos los ahorros de la familia. Pasaría un par de
meses para que Adriana se enterara, por terceros, de a dónde se largó y por
qué. Para solventar gastos, ella vendió el
taxi y pidió plata prestada a su hermana Silvia, así alcanzó a instalar una
mínima farmacia, y en ella atendía el día entero. Su familia comentó mal la
desaparición de Remigio, y que se llevara los ahorros familiares consideró un
robo. Adriana se resignó a ser dependiente de botica y así enfrentar la vida.
Aprovechando ese nuevo abandono de Remigio, un primo de él la invitó a
tomar unos tragos y luego a una gira en taxi, dizqué a recuperar su carro que se
había dañado en un sector apartado, pero lo que el primo había querido era
tirársela en el interior de su auto, una treta bien montada; ella se defendió
gritando y arañándolo, insultándolo por su canallada, pero el primo volvió a la
carga y trató de convencerla diciéndole que su marido le era infiel y un borracho
perdido, bebía para sentirse valiente y agredir al que tenía adelante, y sentirse
don juan ofreciendo billetes a las empleadas domésticas para obtener favores
sexuales, se metía con cualquier cosa que usara faldas, sin importarle el
aspecto ni la higiene. Ella lo oyó pero volvió a rechazarlo, le dijo que sería
fiel a su marido, de quien conocía muy bien todo lo que le había dicho, y que
ella tenía el propósito de ir a su lado, al Brasil, donde, como le habían
informado terceros, viajó a especializarse en cirugía, para acompañarlo allá y
atenderlo. Ella sabía, porque así habían dictaminado varios doctores
especialistas, que Remigio tenía cáncer de Hodgkin, una fatal afección a los
vasos linfáticos, tendrá que recibir cobalto. Todavía su mal era incipiente
pero lo hacía merecedor a la lealtad y cuidados de ella. Ya cambiará, le dijo
al primo de Remigio, como conclusión, y le impuso que regresaran sin más al
centro de la ciudad.
En otra visita, Adriana me prestó, para que las leyera, cartas y poesías escritas por Remigio, su marido,
y cintas magnetofónicas con canciones grabadas por él, para que yo las
escuchara. Ella suponía que eran indicios para entender la ambigua,
contradictoria y talentosa persona que era su esposo, ella quería que yo
comprendiera mejor y quizás podría ayudarla. No me comprometí a hacer de
sicólogo o psiquiatra, sería el amigo a quien ella hacía confidencias para
aliviarse. Adriana pretendía que su marido fuera normal, como la mayoría de
maridos de sus amigas y familiares, y diferente del padre abusivo y maltratador.
Su madre soportó todo del marido de ella, crió hijos propios y ajenos, supo
adaptarse a este mundo malicioso y desigual, a esta sociedad donde aparece lo
que no es y lo que es se disimula; su madre lidió con un indeciso, entre
torcido y más torcido, dudando si agredir ya o más luego, la madre hacía lo que
ahora tenía que hacer ella, no llorar sino mirar al agresor como idiotizada para
disimular la furia, hablarle lento y suave para no decir nada y maldecirlo.
Adriana no quería a sus medio hermanos, su madre tampoco debió quererlos, pero
la imitó afinando, para ellos y a quienes les toque, la venganza mayor y mejor
escondida: hacerles el bien y tratarles mejor; con la misma nobleza
aniquilante, de que hacía gala su madre.
Remigio tuvo vivienda y comida gratis mientras vivió con ella. Un
amigo, de los que él llevaba a beber en casa, le reprochó ser un borracho
mantenido y fue como si no lo hubiera oído, siguió bebiendo todas las semanas,
viernes sábado y domingo; Adriana se alegraba de cierto modo, porque podía
atenderlo en los chuchaquis, en las penosas crudas del día siguiente, le
ofrecía bebidas curativas, secos de carne con mucho ají y él los aceptaba complacido,
alguna vez hasta se puso cordial e invitó a Adriana y los hijos a comer
ceviches en una marisquería, que le gustaban en la resaca, pero acompañó la
comida con cerveza y terminó borracho de nuevo, se volvió agresivo y retuvo
violentamente a Adriana que quería irse, la golpeó en público, con mano
abierta. Conducía borracho, llevando dentro del carro a la familia, a gran
velocidad y simulando que chocaría contra postes, los chicos gritaban asustados
y convertía lo que pudo haber sido un agradable paseo en un viaje de terror, él
reía a carcajadas. Cuando los esposos Silva asistieron a fiestas, poquitas
veces, dice, y casi siempre en casa de familiares, Remigio se iba al descuido y
la dejaba botada, los demás festejantes se divertían o lamentaban por la extravagancia,
hasta que algún comedido, ya tarde, la regresaba a casa. Cuando los hijos se
hicieron jóvenes, se encargaron de rescatarla, yéndola a ver para regresar.
Conocí al doctor Silva, esposo de Adriana, cuando visitó mi tienda
para que yo avalúe unas pinturas que le habían entregado por cuenta de
honorarios; me pareció tímido, huraño, quizás asustadizo, con nariz de pájaro,
pero amistoso conversador. Adriana estuvo de acuerdo con mi apreciación del
doctor, su esposo, dijo que hasta era simpático en juicio, sociable y gracioso,
pero borracho se convertía en otro, problemático y bronquista, se peleaba con
los cuidadores de vehículos, por ejemplo, a los de la Colón insultaba con
lenguaje indecente, los desafiaba, y ellos, cansados de tanto insulto, lo
emboscaron y, entre tres, le dieron una paliza. Con los amigos de Adriana era
grosero, cierta vez ella invitó a una amiga a tomar café, él llegó de pronto y trató
tan mal a la amiga que ésta se retiró indignada, no sin comentar antes: tienes
el marido más feo del mundo, como el diablo, y patán ordinario. La madre de
Remigio, cuando éste enfermó, llevó a casa una señora con fama de bruja, para
que cure al hijo del alcoholismo y del cáncer “porque le han hecho un daño”,
hizo salir a Adriana del dormitorio para que la curandera hiciera su ceremonia
sobre el paciente; la vieja bruja cobró y no curó a Remigio, la suegra, sin
embargo, demostró ser la mujerota mandona de siempre, de tal palo tal astilla.
De una grabación magnetofónica que Adriana me prestara, resumo lo que
Remigio grabó, en un primer momento estando solo, en la casa de Curitiba,
mientras Adriana y los hijos andaban afuera, de paseo. Él saluda a su familia
paterna y dice dos o tres banalidades sobre la ciudad, cuando entra Adriana a
la habitación, ha llegado con los hijos y lleva un pollo asado, él aprovecha la
presencia de ella para alabar la belleza de las mujeres brasileñas y resaltar
de ellas los atributos que a Adriana le faltan, luego canta una canción en
homenaje a su madre y obliga a Adriana a que presente saludos a la señora,
Adriana saluda formal a la suegra, se dirige también a su cuñada, la trata de
usted y le dice Fanicita, menciona al suegro músico, señor Carlos Silva y a
otros. Enseguida, Remigio hace que lo acompañe a cantar, a dúo, el chamamé Merceditas,
cuyo nombre también era de una conocida amante de él, Adriana canta con voz
forzada. Él concluye diciendo: La vida no es fácil, pero hay compensaciones,
por ejemplo: participé en una cirugía con un médico francés, sobre la que
saldrá un artículo en una revista, con fotos de la operación, les enviaré unos
ejemplares.
Adriana me entregó otro casette, en el que Remigio les dice a sus
familiares: Sólo se aprende a vivir, viviendo, a sufrir sufriendo, pero me
siento feliz, pienso que estoy consiguiendo lo que me propuse… Fui el término
medio de ustedes, mis hermanos, ninguno fue incapaz, yo he sido capaz también… Tenemos una raza linda, de mamá, de papá... Voy
a cantarles a todos ustedes…, y cantó en
dúo con Adriana, Misa de Doce. En tono satírico el doctor profetizó
acontecimientos felices y exagerados para todos sus hermanos, se burló de que,
en la canción anterior, Adriana equivocó la letra, e ironizó diciendo que ella
sería todo un éxito mientras él quedaría relegado a un cuarto plano. Continuó: He
comprendido que la palabra viva es la que vale, tú me obligas a ser mejor,
Adriana, es contigo que tengo un compromiso de amigo, por eso te he hablado de
todos los quereres que he tenido. Pide a
Adriana que cante con él la ranchera El Rey: hago siempre lo que quiero y mi
palabra es la ley… no hay que llegar primero pero hay que saber llegar. Adriana
me contó que Remigio grababa, en Curitiba, todas las semanas, casettes parecidos para su
familia.
La boda y la luna de miel de Adriana y Remigio fueron especiales, ella
había cumplido diecisiete años y él diecinueve, se casaron, en una iglesia del
sur, el día del cumpleaños de ella, la recepción fue en la casa del padre, la
hermana mayor organizó la fiesta. A Adriana todo le parecía maravilloso, el
vestido de novia que le regaló otra hermana
y el vestido para la recepción, para lucirlo una vez que se despojara
del blanco de la boda. No se tomó fotos de blanco porque se apresuró en
cambiarse, tiene fotos partiendo el pastel ya con vestido de fiesta. Cuando
salimos de la recepción, cuenta, fuimos a las piezas de atrás que nos asignara
mi padre, Remigio estaba tan borracho
que no me tocó. Al día siguiente ella le instó a que fueran a la playa,
terminaron tomando un bus para Atacames, balneario en la costa, Adriana llevó
una maleta grande, con muchas toallas, sábanas, pantuflas y pijamas: la primera
pelea de casados fue porque él le recriminó haber llevado tantas cosas
inútiles. En la noche, Adriana se entregó, tuvieron los primeros coitos, ella
perdió su virginidad con dolor, Remigio se impacientaba por las quejas de ella.
Estuvieron tres días en Atacames, en un hotel de caña, al segundo día ella no quiso
que le introdujera el pene. Entonces él me hizo con la boca, cuenta, y me
instruyó sobre lo que significaba acabar, tuvo que explicarme porque yo no lo
sentía. El tercer día ya no hubo nada, a la tarde tomaron un bus que iba a
Santo Domingo de los Colorados, donde vivía la hermana mayor de Remigio, en la
casa de ella permanecieron ocho días. Ahí volvimos a tener relaciones, cuenta,
pero igual, no soporté que me penetrara
por la vagina, tuvo que hacerme otra vez con la boca.
Adriana se enterará, mucho más tarde, de que ella no tiene estrecha su
vagina, sino que su marido era torpe y no pudo con ella. Como diez años estuvo
convencida de que ella tenía fallas en su femineidad, después de esos diez años
y de tres hijos, dudó de aquello pero, recién cuando enviudó, supo con certeza que
su vagina era normal y funcionaba bien, el problema no había sido de ella sino de
él. Desde la luna de miel, Remigio la convenció de que la tenía chica e
incómoda, que era un fenómeno raro, quizás lo hizo porque desde ese tiempo ya
quería excusarse de tener amantes y de no cumplirle a la esposa. Adriana dice
amantes pero, al parecer, Remigio sólo tenía relaciones sexuales episódicas,
con mujeres de paso, en la universidad tuvo amores con la más fea, a la que
llamaban los compañeros chulla calzón, que debió ser muy conocida y experimentada;
la primera constancia de la infidelidad
de Remigio, ya como esposo, fue a los ocho días de la boda, cuando él, habiendo
dejado a Adriana encargada donde su hermana, en Santo Domingo de los Colorados,
vino a Quito, con el pretexto de presentarse a un examen final, para
encontrarse con la chulla calzón. Cuando Remigio fue a traerla de Santo
Domingo, a los ocho días, la hermana le reprochó haber dejado a la esposa con
falsas explicaciones y por tanto tiempo; él sostuvo que había estado rindiendo
exámenes en la universidad, desde entonces su vida fue de mentiras.
Pero, Adriana, ya esposa, tuvo que admitir coitos incompletos y
dolorosos. A los dos meses se embarazó, tuvo el primer hijo a los once. Remigio
manifestaba de varias formas su desencanto. La ilusión que ella se había hecho
de ofrendar su virginidad al amado se diluyó en fracasos reales que trató de
compensar convirtiéndose en servidora y proveedora del hombre. Apenas volvió a
Quito de la luna de miel pidió a su hermano que la empleara otra vez en la
gasolinera, el hermano aceptó. Quedó constituido, entre Adriana y Remigio, un curioso
cuadro como de chulo-mantenedora, él aportaba estudios médicos, prácticas
profesionales gratuitas a terceros, revolución universitaria y mal genio, ella
ponía la vivienda, la comida, el vestido, algo de sexo y los hijos, Cada uno aportaba con lo suyo a esa
manada, la familia tenía una vida
económica pobre pero no miserable, el hermano pagaba el sueldo de ella a tiempo.
Remigio se decía buen estudiante e intelectual, además activista de la
izquierda universitaria. La vida de la singular pareja pasaba por todo lo que
se podía esperar, el marido se perdía de la casa desde las seis de la mañana,
llegaba, cuando llegaba, pasadas las diez de la noche. Comenzaron los malos
tratos. Alguna vez que le pedí, dice,
que diera cuenta del tiempo que no paraba en casa, me mandó a la mierda, me
dijo que no tenía derecho a pedirle eso ni nada, debía bastarme con que él estuviera
a mi lado, teniéndome lejos del maldito grasa de mi taita. Cuando un tipo, de
los que lo acompañaban a beber, la
defendió de él que la ofendía, Remigio la arrastró de los pelos y le advirtió que aquel tipo sólo quería
follarla, sacando ventaja de fingirse caballero, que no se interesaba en ella
sino por lo que podía aprovechar; le dijo que se acuerde de ser esposa fiel y
casta y no puta ofrecida.
o O o
No hace mucho Adriana fue a la tienda a venderme el león de bronce, pesaba
un kilo y medio; otra vez me pidió que no lo pusiera en la vitrina exterior por
lo del marido, podía verlo y hacerle a ella un problema. No le había pedido autorización para
venderlo, lo tomó del armario de las cosas olvidadas, debió ser una de las
cosas que le dejó la señora Alvarado Pérez, quizás por cuenta de honorarios
médicos. Le sugerí que avisara al esposo de esas ventas que me hacía y hacía a
otros almacenes, esos objetos eran patrimonio de su familia y no estaban
sirviendo para otra cosa que empolvarse dentro de un armario olvidado; y ella
me dijo que eso, que podía suponerse normal y legítimo, provocaría un altercado y groserías de parte
de él; entonces, ella, que ya había juntado el valor para hacerlo, le diría que
no lo soporta y se largara de la casa, y es seguro que él se iría, dijo, el que
ha sido mi primero y único amor, no hubo ni habrá otro en mi vida, claro que no
le contará de la venta del león, hasta cuando
haya un momento propicio. Bromee, le dije que lo suyo era amor de india: aunque
pegue, aunque mate, marido es. Puede ser,
corroboró, y al decirlo pareció encogerse como alguien que estaba sin
más esperanza que de otra adversidad. Puede que sea, repitió, pero no tengo nada
más, nada como la alegría que siento cuando me canta, compuso una canción para
mí porque me quiere a su manera, dijo.
Remigio no le daba dinero, pero con lo poco que ganaba invitaba a cenas
fastuosas, repartía comida, bebida y buen humor a los amigos. Era un discípulo
del Fellini de la Dolce Vita, no paraba hasta gastar todo lo que tenía en el
bolsillo. Decía: conmigo hay que vivir el día. Invitó a la familia, en
ocasiones excepcionales, a espectáculos caros y comer en restaurantes de lujo.
A los amigos los llevaba a disfrutar de mujeres en salones y prostíbulos, compraba cinco botellas de vino para una
noche. Se molestaba cuando la mujer, en casa, intervenía para pedirle que
guardara algo para el arriendo, decía que la vida y la plata eran para
gastarlas, no para administrarlas. Cuando llevaba a los hijos a comer en
restaurantes, les hacía pedir lo que quisieran y ellos ordenaban lo más caro,
Adriana aprovechaba, puesto que muchas ocasiones no se presentaban, para beber cuanto
podía y atiborrarse con langostinos y langosta, lo que quizás nunca volvería a
hacer. De no aprovechar, él se guardaría el dinero sobrante y no le dejaría un
centavo. Cuando Remigio desaparecía por días, regresaba sucio y sin plata.
Adriana esperaba la ocasión de que llegara borracho con amigos y dinero, porque
algo lograba pescar; de no haber sido por su astucia, no habría tenido con qué
ir al supermercado. En Navidad se empecinaba en que todos la pasáramos mal,
para él era una mala costumbre de burgueses, detestaba los detalles de la
Navidad. Decía que el padre de Adriana era un viejo ignorante, con dinero mal
habido del que gustaba ostentar, porque invitaba a todos, inclusive a él, a la
cena, a comer pavo, beber y recibir
regalos navideños, cuando Remigio fue a uno de esos festejos del padre, terminó
portándose patán y largándose antes de hora, abandonando a la mujer y los
hijos.
Adelgazó la voz para decir que no se avergonzaba de hacer y haber
hecho tanto por Remigio, le parecía una enfermedad crónica; como una adicción,
y lo dijo como si estuviera hablando del clima o del atardecer que era turbio y
humeante en la avenida. Muchos nos han dicho cosas parecidas a ésta, de un modo
u otro, a él y a mí, dijo, que el alcoholismo de Remigio era o no por haberse
casado conmigo, que era un aspecto del intelectualismo y la poesía, o porque odiaba
a su madre. Remigio había confiado a Adriana que él estaba enterado de un sucio
secreto de su madre, ofreció contarle alguna vez de qué se trató, pero nunca lo
hizo. La madre mandó de peón, a una bananera, a su hijo Remigio cuando todavía
era un niño, junto al hermano mayor, la bananera donde trabajaron no quedaba lejos
de la casa de los Silva, en Santo Domingo de los Colorados, pero el trabajo era
muy duro. Cuando Remigio cobró su primer salario, el joven hermano mayor lo
llevó a un prostíbulo, para que se hiciera hombre, y lo encerró en una pieza
con la prostituta más requerida en el antro, gorda y hedionda, estuvo en manos
de esa puta toda la noche, ella se dio gusto haciéndose lamer por el joven
narizón, impregnándole de por vida con olor a queso macerado. Durante el tiempo
que fue peón bananero, Remigio gastó
todos sus salarios en prostitutas.
Adriana se explayaba refiriendo las ferocidades de su marido, pero el
modo cómo ella compartía la vida con aquel ser temible hombre no se entendía si
no fuese, a la vez, ejercicio de una estrategia instintiva de sobrevivencia y
salvación. Le dije: usted habla de cómo él la ha hecho infeliz ¿podría contar cómo
ha hecho, usted, para que él manifieste ser tan infeliz? Adriana pareció
asombrarse y dijo: ahora imaginan que detener al esposo en el hogar, evitando la
separación, tenerlo lo más integrado a la familia y hacerlo volver cada vez que
se va, es impropio de una esposa digna y degradante para el esposo ¿por qué? yo
pienso lo contrario. Para que regrese, ella se disponía a atenderlo mejor,
preparaba el ají, cocinaba sopas marineras, recordando a su madre que decía: curar
chuchaquis al marido, son oportunidades para conseguir un rinconcito en su corazón.
La obsesión por curar a Remigio se posesionó de Adriana, se gravó en su mente y
su espíritu, tenía que curarlo porque para eso había sido dado él a ella por
Dios o por el destino, era un necesitado, un enfermo de la vida, ella optó por
la libertad de hacerlo, de proporcionarle el mayor agrado. Era de la escuela de
su madre, si podía lo retenía, con los recursos que fueran posibles. Los hijos
son, sobre todo, hijos de él, creen que la vida no es para ahorrar, ni para
condicionarla al futuro, la vida hay que apurarla al momento, cada instante es
irrepetible. El menor tiene una mujer extranjera, a la que trata como su padre
trató a su madre, humillándola y explotándola, y esa mujer ya tiene el sentido
de que amar es sanar y tolerar al hombre, ese hijo dice que la vida es para él
solo y para el rato, vivirá como su padre así le cueste una muerte prematura.
Según Adriana, sus hijos están saliendo excelentes; familiares, de un
lado y otro, le han dicho que, si ella ha
tenido mala suerte con el marido, en cambio la tiene muy buena con los hijos. Cree
que esto no es contradictorio, los chicos son honrados, como les inculcó el
padre, al que nunca le sacaron dinero de sus bolsillos, ni lo tomaron de los
rincones donde solía olvidarlo; los varones tienen la inteligencia del padre,
dice, la nariz grande también, les gusta ir de traje y corbata, elegantes como
el padre. La hija, cuyo carácter es caprichoso como el del papá, no estuvo de
acuerdo con la nariz que sacó, en cuanto pudo se la cambió con una de muñeca.
Adriana piensa que sus hijos están listos para manejarse, en este mundo, con
eficacia. Quien le robaba era yo, reconoce Adriana, siempre que se descuidaba, cuando
iba borracho, tomaba billetes de sus bolsillos y los guardaba. Al principio, si
quería que le comprara algo o le hiciera un pago, me autorizaba para quedarme
con el cambio; pero, si era posible, yo me dejaba más. Para hacerle un mandado,
una vez, en vez de tomar diez, del bolcillos, saqué cincuenta y claro, cayó en
cuenta, no me dejó más buscar plata en sus bolsillos para que le hiciera
mandados, me daba lo justo para el gasto, dejó de tenerme confianza.
Considera que su primer embarazo fue anormal, porque Remigio le
prohibió tener antojos, decía él que las campesinas, que viven sanas, no tienen
antojos en sus embarazos, que tales antojos eran novelerías burguesas. Conmigo
nada de antojos, sentenció, el embarazo no es enfermedad, cuando cumplas los
nueve meses parirás y ya. Pero Adriana, por la causa que fuera, tenía antojos y
como trabajaba y disponía de dinero, compró y comió en su primer embarazo, pastas
con crema dulce en cantidad anormal. Durante el segundo comió porciones
gigantes de plátanos verdes con cangrejos y en el embarazo del último tomó
galones de yogur, siempre a escondidas
de Remigio, frente al que solía desempeñar el papel de mujer proletaria y
natural, sin antojos capitalistas. Él no dejaba de ponerla de ejemplo, ante
familiares y amigos, de mujer sin anormalidades burguesas, como de satisfacerse
antojos pendejos en el embarazo. No supo que ella sí tuvo antojos y se los
complacía con largueza y que el pendejo, en ese caso, era él. Remigio se
ufanaba también de que Adriana había tenido partos naturales, porque siempre parió sola, sin asistencia
médica, ni siquiera la de él, en las dos primeras veces.
Adriana dijo que, aun habiendo tenido largos ayunos de sexo, nunca se
masturbó, pero tenía sueños eróticos, siempre con su esposo, que terminaban en orgasmos.
Hasta ahora, dijo, sueño que hago el amor con Remigio, cuando él está enfermo e
impotente, últimamente he soñado con otros hombres y llegado al orgasmo, pero
no me masturbo. Cuando le enseñaron a hacerse tactos de mamas, para detectar posibles
nódulos, la enfermera que hizo la demostración, la masajeó en exceso, produciéndole
una desagradable sensación, un rechazo que hizo extensivo a todo contacto con
otra mujer, supo que la homosexualidad no sería lo suyo. En cambio tuvo deseos
de sexo con hombre aun estando embarazada, se lo pedía a Remigio, pero él,
médico y sabio, respondía que sus deseos eran fruto de la ignorancia, pues el
sexo durante el embarazo era una contravención médica.
Era joven, de veintisiete años, cuando Adriana ingresó a la iglesia
cristiana y tuvo el segundo embarazo, de su hija Pilar. Los pastores y hermanos se empeñaron en enseñarle a reprimir
deseos mediante prácticas, oraciones y testimonios espirituales, sus deseo
sexuales eran malos y había que combatirlos, mientras más se alejara de la
carne, más cerca estaría de Dios; Adriana contaba detalles de su vida íntima a
los pastores, les decía cómo eran sus relaciones con Remigio, ellos sentenciaban que lo mejor para el
espíritu era que sus relaciones sexuales fueran pocas. Adriana confiaba en esas
gentes, buscaba ser respaldada en sus propósitos y ellos prometían hacerlo, pero
antes debía someterse a la vida cristiana y a sus consejeros que la llevarían en
línea de la perfección.
Mi esposo quería que estuviera metida en la casa, dice, ya no
trabajaba y, por su orden, no tenía que ver con los colegios de los hijos,
dónde sólo él quería ir a presentarse. En realidad, no se hizo responsable de
la educación de los hijos, yo los crié y eduqué, mientras trabajaba en la
gasolinera y cuando dejé de hacerlo. Él ni siquiera escondía de ellos su alcoholismo
y su mal carácter. Cuando llegó tomado, unas noches, quiso tener relaciones
conmigo, en la sala o en el dormitorio, casi en presencia de los hijos,
despiertos y atentos, pero me negué por pudor y diciéndole que al día siguiente
yo tenía que madrugar para despachar a los hijos a la escuela. Remigio
protestaba, decía: así como no quieres que te joda, tampoco me jodas cuando me
vaya a tirar con otras. Después de que tuve los tres hijos, Remigio me obligó a
ligarme, él también se ligó, con la ayuda de una doctora amiga, no quería tener
más hijos con nadie.
Cuando tuve quince años y me quedé huérfana de madre, contó Adriana, tuve
tal depresión que mi padre pagó a un médico para que me curara, ese doctor me
recetaba antidepresivos y me obligaba a quitarme el duelo, a dejar la ropa
negra, para que me sintiera mejor. Por causa de ese médico torpe odié más a mi padre,
con él nunca me he llevado bien, ahora mismo estoy peleada con papá porque me
dijo borracha. En verdad soy alcohólica, bebo cualquier licor desde los quince
años, me gusta más el vino, si no tomo una botella de vino antes de acostarme,
no puedo dormir. Y quien me inició en la bebida fue mi padre; quien, para que yo
dejara de molestarle, llorando la muerte de mi madre todas las noches y se
durmiera, me hacía tomar enormes vasos de leche con coñac, así adquirí el
hábito de ingerir licor para dormir. Remigio supo desde el principio que era
alcohólica, además yo se lo dije. No bebo hasta perder la razón, lo hago con medida,
lo que necesito para dormir. La iglesia me ayudó a tener mi alcoholismo en la
medida que lo conservo. Mi alcoholismo era secreto en la iglesia, inaceptable
en un adepto; ni los pastores, ni Remigio, ni yo informábamos a la asamblea de
fieles sobre mi adicción, sólo los cuatro pastores, conocían mi secreto, y yo
tenía que compensar su discreción con ofrendas, que pagar su reserva y así
permanecer en la comunidad, en caso contrario la asamblea me habría expulsado. Tomaba
licor todos los días, sin hacerme notar para no comprometer a los pastores. Al
narrar se la ve inalterable, luce serena y compuesta, tiene poca ropa pero la
usa nítida, el maquillaje un poco exagerado pero de tonos pastel, la melena con
invariable tinte café rojizo. Tiene fantasía, pero suena a realismo, y no dudo
de que me cuenta su vida tal como es o fue, y como la siente. No desea, dice,
parecer heroína o santa. ¡No! sólo haber sido constante en el intento de que su
esposo y sus hijos la quisieran como ella quiso a su madre. Su madre, llegado
el momento, dijo a los hijos: me voy a morir, pero ustedes quedarán protegidos por
el padre; él lo hará porque para que cumpla con ustedes, yo puse en sus lomos esa responsabilidad, a través de años
de soportarlo y sufrirlo, hice cuanto
una mujer puede hacer para asegurar el futuro de la prole y de la familia, para
mantener a flote tripulantes y pasajeros y que el padre no abandone el barco.
Dar a luz a mi primer hijo fue una experiencia como milagrosa, extraordinaria,
dice, aunque mi esposo quería verlo ordinario y natural. Adriana tuvo dolores
en la madrugada y salió a caminar por la vía del tren, ella vivía detrás de la
casa paterna, en una ciudadela vecina de la estación ferroviaria. Caminando por
las líneas férreas se le rompió una zapatilla y sólo podía caminar saltando en
un pie. Remigio había ido al estadio, le gustaba el fútbol, era comunista pero
a la vez hincha de la Liga Deportiva Universitaria. Brincando y caminando
patoja, ella llegó a casa, Remigio había regresado, reconoció que su mujer estaba
a punto de dar a luz y la llevó, en
taxi, y dejó en una sala de partos de la clínica del barrio, enseguida una
auxiliar le inyectó Pitusín, un inductor, el hijo nació al rato en manos de esa
auxiliar de enfermería. Después de una hora, cuando ella había sido trasladada
a una pieza, entró Remigio a conocer a su hijo. Fue en esa clínica barrial, a
la que terminó pagando, por la asistencia a Adriana, el hermano de ella, pues Remigio
andaba, como siempre, sin un centavo, que se dio su primer parto, doloroso pero
rápido.
Después de haber estado unos minutos con su hijo, en la pieza de esa
clínica, Remigio se fue. A la noche, Adriana oyó que en la calle, frente a la
clínica, proferían gritos y había alboroto, era que Remigio agredía a los
guardianes de la clínica porque no lo dejaban pasar, ya fuera de las horas de
visita. Al fin pasó a la fuerza, repartiendo insultos y empujones, en compañía
de un amigote, ambos borrachos y tiznados, dijeron que por haber estado reparando
el tubo de escape de un auto, ya en la pieza se pusieron a cantar destemplados:
duerme, duerme negrito. Luego de la serenata, se volvió a ir y no regresó a ver,
a Adriana y al niño, en los tres días que permanecieron en la clínica. Cuando ella
volvió a su casa, las dos piezas detrás de la casona paterna, la madrastra le
había hecho sopa, Adriana no la tomó, porque podría contener alguna brujería, echó
al escusado esa sopa y llamó a una de sus hermanas para que le hiciera otra. A
Adriana se le irritaban los pezones por dar de lactar en exceso, y el niño se
le cayó dos veces al bañarlo, Remigio la insultó por ambas cosas y la envió al centro
de salud barrial para que le enseñaran a bañar al hijo y alimentarlo. Pero al niño
le dio pulmonía en ese centro de salud, y le prescribieron tetraciclina en
dosis tales que se hicieron negros sus dientecitos. El desarrollo del hijo, en
sus primeros meses, fue accidentado por la inexperiencia de ella que ocasionó
accidentes y quebrantos de su salud. Para seguir asistiendo al trabajo de
cajera del hermano, Adriana dejó un tiempo al hijo en manos de una muchacha,
pero descubrió que ella lo maltrataba, entonces pidió ayuda a Remigio y él le
respondió que ser mamá no era de su responsabilidad, ella había parido al hijo y
debía criarlo. Decía el marido narizón: odio a los niños tiernos, por eso no me
hice pediatra, a mí me entregas a los hijos grandes, pequeños no los quiero ni
ver. Ella tuvo que ir al trabajo cargando al primero, luego a la segunda, y ser sobreprotectora de cada uno de los
hijos, todavía lo es.
Dijo que, en el fondo, su esposo no es malo, es como es, un buscador
incansable. En un tipo especial se pueden conjugar caracteres variados, aseguró
ella, de revolucionario, hincha de la Liga, hipi, poeta y alcohólico. Parece súper
egoísta, pero no impuso que ella compartiera su ideología ni sus actividades
intelectuales. Era primero yo, segundo yo, tercero yo, le encantaba sobresalir,
quería hacerse conocer. Cree Adriana que llegó a ser uno de los dirigentes de
la FEUE por figurar, porque en el fondo no era persona que amara un ideal, no
le gustaba arriesgarse, era medroso, bronquista sólo de borracho, nunca hizo un
acto de insurgencia que lo pusiera en peligro. Era ingenuo y tímido, nada
heroico, dice ella, estando bebido insultaba a los policías que encontraba en
la calle, por eso lo tomaron preso, por alborotador, un par de veces, ofendía
de palabra, no hizo actos vandálicos, se la daba de teórico. Unos compañeros de
universidad llegaron a decirle Loco Fredy, no por lo que hacía sino por lo que
decía. En una ocasión, borracho, había intentado trepar hasta el caballo del monumento
a Bolívar, en La Alameda, sin lograr hacerlo desde luego. En otras ocasiones,
así mismo borracho, mordió los vasos en que estaba bebiendo, tras apostar con
alguien a que lo haría.
Recuerda Adriana que estando en La Concordia, pueblito donde vivieron un
año dos meses, vino con Remigio a Quito para asistir a su graduación de médico
en la Universidad Central, él había cumplido el servicio rural y así completado
el pensum. Después de esa ceremonia de entrega de diplomas, ya por fin era
médico. Luego del acto académico, Remigio regresó al pueblo y se desapareció
tres días, Adriana salió a buscarlo, temiendo que hubiera podido pasarle algo
malo, en la búsqueda estuvo caminando por La Independencia, pueblo vecino de La
Concordia, igual de pobre y atrasado, y ahí encontró a Remigio, botado en una
guardarraya, le habían dicho los vecinos que por ese rumbo andaba un chumado y
se había quedado dañado un auto, fue la pista más certera. Llovía en la zona con la brutalidad de
siempre.
Fue cotidiana su rutina de alcohólico irredento. Años después de su
graduación, cuando trabajada de traumatólogo en el hospital Andes, regentado
por gringos del Punto Cuarto, tenían, la esposa y sus colegas amigos, que
rescatarlo de las cantinas que había en los alrededores; médicos, compañeros
suyos de trabajo, ocultaban sus faltas a los jefes, para que él siguiera
trabajando y no perdiera el empleo. Pero iba al billar de la avenida, por horas
y horas, a jugar y beber, de ese billar también, Adriana, tenía que sacarlo
para que fuera al hospital a trabajar, por lo menos al día siguiente. Pero jefes
del hospital se dieron cuenta de su conducta irresponsable, por lo que habría
consecuencias posteriores. Pocas veces Adriana tomaba con él, al día siguiente de
esas bebezonas entre los dos, ella se sorprendía por el número de botellas de
licor, vacías, que habían quedado, habían bebido cantidades increíbles de
alcohol, en especial de vino. Lo acostumbré a comer de mi mano, dijo, pero
rectificó: sólo es una manera de hablar, quiero decir que le fascinaban mis
deliciosos platillos golosinas y mi comida que le curaba de las resacas. Cuando
llegaba sucio y hediondo, le tenía ropa limpia, planchada y perfumada, para que
saliera impecable a ejercer su noble profesión. Lo principal era su apariencia.
Y cuando temblaba por falta de licor, ella le daba tranquilizantes, la cuestión
era ponerlo bonito y sereno para el lunes. Pero el viernes siguiente, volvería
a beber hasta el domingo. El pastor de la iglesia evangélica reprochó a Adriana
ser alcahueta de su marido en la cuestión del licor, sugirió que también lo alcahueteaba en cuanto a las
relaciones con otras mujeres, siendo tan tolerante. Sin embargo, ese mismo
pastor, le decía que de separarse ni pensar, Dios le había dado ese esposo para
que, juntos, los esposos, se salvaran, la misión de ella era convertirlo.
Mientras tanto, en el barrio, la iglesia, la familia y el hospital, había que
disimular el alcoholismo de Remigio hasta el fin.
Adriana tuvo los peores momentos de su vida en Santo Domingo de los
Colorados, la amante de turno de Remigio asaltaba su casa para exigirle que lo dejara
libre, la insultaba y amenazaba con navajas y palos. Él había alquilado, para
habitación familiar, una cabaña en el km. 4
y ½, también instaló, en el pueblo, una clínica con tres camas y adquirió
una camioneta vieja. Junto a la casa campesina
donde vivían, Adriana instaló un criadero de pollos. Parecía que la época iba a
ser próspera para la familia, pero Remigio bebía más que nunca, se largaba, de
pronto a la playa, con esa amante peligrosa, dejaba la clínica, la casa y ella tenía
que vivir del criadero que tenía una producción mínima huevos y pollos. Remigio
ya no era revolucionario, dejó eso desde que terminó de tomar clases en la
universidad, en la rural ya se había olvidado del marxismo-leninismo y de
redimir a los pobres. A tiempo la iglesia cristiana convirtió a Adriana, que
comenzó a asistir al culto. Una mujer pastora, de la localidad, encontró
extraño que el marido de Adriana estuviera siempre a solas en la clínica, con otra
mujer, a la vista de todo el pueblo; Adriana informó a la pastora que su esposo
tenía prohibido que ella fuera a la clínica, ella no conoció esa clínica por
dentro hasta que fue tarde; era posible que él ganara algo con esa clínica,
pero Adriana nunca supo cuánto. Remigio hablador e invitador fue elegido presidente
del círculo de médicos del pueblo, unos seis médicos que ejercían la profesión
en la zona.
Adriana fue católica de nacimiento y criada en esa religión, por eso
no aceptó al principio las invitaciones de la evangelista, pero ésta insistió y
con argumentos como de convertir a su marido en buen marido, de que ella dejara
de estar inútil en casa, metida en la cabaña de la carretera, pelando pollos,
mientras había la posibilidad de compartir experiencias con gente interesante, y
de buscar la felicidad espiritual. Remigio, por entonces robusto, con ciento
noventa libras de peso, andaba brincando de fiesta en fiesta, del brazo con una
viuda joven que se había encontrado. La evangelista ofreció, a Adriana, vindicación,
la única salida era conocer al Señor. Aceptó, un poco reticente, asistió a unos
oficios en el templo. Los cristianos halagaron a Adriana encontrándola
inteligente y de naturaleza caritativa, así lo había demostrado manteniendo a
la familia con el pequeño negocio de los pollos, sin embargo debía cambiar la
práctica caritativa respecto al esposo que vivía en pecado y culpa, esta parte
de la vía le resultaba atractiva, pues sería ella la que determinara el camino
al esposo, en vez de que él la obligara a seguir vías inciertas. Su labor sería
sacar al pobre hombre del alcohol y de las mujeres, primero haría esa labor en
casa, luego lo llevaría ante los hermanos de la congregación y ellos se
encargarían. Los pastores le instruyeron sobre el método de atraer al esposo a
la iglesia: buscarlo donde quiera que él fuese a parar y llevarlo a casa,
cuidarlo, disimular sus vicios y hablarle sobre el Señor. Salvo lo último, era
lo que ella siempre hacía.
La auxiliar del centro de salud de Santo Domingo de los Colorados, a
la que apodaban China, le contaba a Adriana que Remigio no hacía turnos
nocturnos, sino que visitaba prostíbulos, donde tenía conocidas a las que
regalaba chocolates y perfumes. Adriana estuvo embarazada de su tercer hijo, a
quien parió con cesárea, y preparaba para el marido humitas y secos de chivo que
le encantaban, así lo atraía. Pero quien llegó a la casa, una tarde, en
camioneta, fue una mujer como de treinta años, preguntando ¿tú eres Adriana? y
en cuanto recibió respuesta afirmativa, la mujer le informó: Remigio y yo estamos
viviendo juntos dos años, él me dijo que si todavía no te ha botado es por los
hijos, pero él está conmigo y queremos vivir juntos, Adriana no le vio
peligrosa y la invitó a pasar, la mujer preguntó ¿cuánto necesitarás para
regresarte a Quito, yo te puedo dar plata para que vivas allá con tus hijos. La
mujer quería regularizar su vida junto a Remigio, estaba dispuesta y podía salvar
el escollo económico que representaba Adriana, pagándole para que se vaya y
deje libre al hombre. Adriana le dijo que cualquier decisión la discutiría con
su esposo e invitó a la mujer a tomar café con humitas. Le dirá mi esposo lo
que hayamos acordado, dijo Adriana, y le insistió: por ahora tómese el
cafecito. A la mujer, extrañada, no le quedó más que agradecer la oferta y servirse
el café. Mientras las dos tomaban de las tazas, llegó Remigio con la
inconmovible cara narizona, Adriana se recluyó en la cocina, desde donde oyó
que él le decía a la mujer: hija de puta, nada tienes que hacer aquí; ella
intentó calmarlo diciendo: pero, amor, ayer conversamos sobre esto, pensé que
debía de una vez aclarar las cosas con tu mujer, para que nos deje en paz. Él
la echó: lárgate de aquí o te saco a patadas. Adriana lloraba, pero Remigio no
se disculpó con ella, dijo que esa mujer estaba loca, no más. Adriana nada
dijo, aquello pasó un viernes, al día siguiente tomó a sus hijos y se vino a
Quito, el sábado salió temprano, abandonando la casa y los pollos. No tenía dónde
estar en esta ciudad, se sentó en el parque El Ejido y alquiló bicicletas, para
los chicos, durante todo el día; y al atardecer no tuvo más remedio que tomar otro
bus de regreso a Santo Domingo de los Colorados, a cuatro horas de viaje.
Encontró que Remigio había ido a cambiarse ropa el mismo sábado y no se inmutó
al ver que no estaban Adriana ni los hijos, debió pensar que estarían de paseo.
Regresó a casa el lunes, sin saber que Adriana se había escapado, ya estaba
ahí, como siempre, cuidando a los hijos y los pollos, él preguntó, inadvertido:
¿cómo te ha ido? ¿demorará tu taita en mandarnos alguna plata?
Remigio también se convirtió al evangelismo de esa iglesia, que ya se había posesionado de su
esposa. Él pasaba por la cima del libertinaje, había instalado, en su clínica
de Santo Domingo, un cuarto reservado para juntarse con prostitutas y fumar
mariguana, en especial con una rubia, que vivía en la vía a Chone. La China,
auxiliar de enfermería se encargaba de poner a Adriana al tanto de los milagros
de su marido, fue ella que llegó a la casa con la noticia de que había un
escándalo espantoso en la clínica, y a pedirle a Adriana que fuera a calmar la
cosa, pues habían llamado a la Policía y podía agravarse la situación. Adriana
encontró que los familiares de una chica que se había internado en la clínica
para tratamiento médico y estaba ahora como muerta, acusaban a Remigio de
haberla drogado para abusar de ella. Adriana ingresó por primera vez a la
clínica, todo estaba en desorden, había habido una fiesta salvaje y los festejantes
se habían fugado recién. Remigio estaba borracho y drogado, la chica a la que
había intentado violar se encontraba
desnuda y en el suelo, los familiares gritaban e intentaban agredir a
Remigio, dos prostitutas lloraban en un rincón creyendo que su amiga, que yacía
en el suelo, estaba muerta. Adriana se hizo pasar, ante las chicas, por hija de
un general de la Policía, prohibió a las mujeres llamar a la guardia so pena de
hacerlas encarcelar, les ordenó que se fueran. Las mujeres insistían en que
Remigio les había dado pastillas, que a su amiga, que estuvo internada, por
alguna razón le habían sido fatales, pero terminaron cedieron al chantaje de
Adriana: iban a su casa o a la cárcel, prefirieron irse a casa y salieron de la
clínica. Enseguida, Adriana hizo que la auxiliar pusiera un suero a la mujer
desnuda y que la reanimara con diversas atenciones, la vistió, llamó un taxi y
le ordenó que la llevara a su casa, luego hizo reanimar a su esposo y lo
vistió. Anocheció y, en la oscuridad, pudo llevarlo con discreción. Remigio durmió
catorce horas y se despertó bravísimo, diciéndole a la China, que seguía
ayudando a Adriana en casa: qué haces aquí puta de mierda. La auxiliar le contó
los acontecimientos, le dijo que la señora lo había salvado de ir a la Policía y a prisión por años. Remigio
con su cara de palo y su nariz grosera, no dijo pío y volvió a dormirse. Cuando
Adriana contó esta experiencia al pastor, éste le dijo que había sido Dios
quien la sostuvo en sus brazos, la felicitó por esa actuación valiente en bien
del esposo, estaba siguiendo el camino correcto. Los hijos querían saber que
pasó, ella les inventó una historia no vergonzosa, pero ellos, como en todos
los casos, terminarían sabiendo la verdad.
En Santo Domingo de los Colorados, Adriana se transportaba en chivas,
buses sin ventanas ni puertas, comunes en el trópico, mientras Remigio manejaba
su camioneta vieja que, acabó de destruirla chocándola dos veces seguidas. Ella
iba a la plaza con canastos de compras, caminaba
cargando el abasto hasta la parada de la chiva o por la carretera, desde la
parada de la chiva hasta la finca, con frecuencia Remigio, manejando su
camioneta, se cruzaba con ella, por las calles del pueblo o la carretera, y
seguía de largo, como que no la había visto. Le pidió, una vez, que la ayudara
con las compras del mercado, y él respondió que le pidiera al taita un carro y
resolviera así el problema, porque: yo soy doctor sin tiempo ni obligación para
ocuparme de asuntos domésticos. Ella no podía dejar de sentir indignación y
coraje, ante las actuaciones desalmadas de Remigio. Las historias de Adriana iban
formando un collage de sucesos, sin orden cronológico, la mayoría de falencias
y canalladas de Remigio, pero seguía desconocido ese algo de él que funcionaba,
de hecho, como alma de la familia, nexo anímico con Adriana y los hijos.
o O o
Parecía que las prostitutas de Santo Domingo de los Colorados se
habían organizado para chantajear a Remigio, después del episodio crapuloso de
la clínica, no dejaban de amenazarlo con denunciar que él dopaba con pastillas a
las mujeres para abusar de ellas, le exigían plata y no le prestaban sus
servicios. Dos días después del escándalo, la señora evangélica que pastoreaba a
Adriana, consiguió que Remigio, deprimido y ablandado, asistiera al servicio
del templo. Adriana y la pastora, lograron convencer a Remigio de que se entrevistara
con el pastor principal, esa entrevista debió ser asistida por el Espíritu
Santo, consiguió que el pecador Remigio, aceptara que convenía a su alma estar
dentro de la comunidad cristiana, donde recuperaría la paz y el bienestar
perdidos. No dejó, el converso, de
arrodillarse a los pies del pastor, frente a toda la comunidad, llorando y
pidiendo perdón por su puerca vida. Adriana, admirada, lo veía lamentarse
durante todo el culto, dudaba de tan sorpresivo y aparatoso arrepentimiento,
pero no descartó, desde luego, el poder y la eficacia del Altísimo. El pastor
pidió a Adriana, allí mismo, que perdonara al esposo que iba a comenzar una
nueva vida en el Señor, ella dijo que lo perdonaba, pero se turbó al sentir que
no lo decía de corazón. Lo perdonaría, quizás, si demostrara día a día, estar
sometido a la buena vida de familia, pidió perdón a Dios, en silencio, por la rebeldía de su corazón. No le creyó,
pero esperaba que pudiera mejorar algo, el ex ateo comunista, aunque fuera un
poco, en el futuro. Remigio y su familia no pudieron resistir más los insultos
y amenazas de las prostitutas, que habían encontrado eco en la gente común, y los
reproducía una parte del pueblo. Los Silva Romero tuvieron que salir de Santo
Domingo huyendo de esas hostilidades; como siempre, vendieron los equipamientos
de la finca y la clínica, todo en casi nada. El escándalo de la mujer desnuda y
drogada se había difundido con detalles hasta fantásticos, el prestigio
profesional de Remigio quedó enlodado y la destartalada clínica, que hacía
tiempos estaba sin un paciente, tuvo que cerrar. La familia había vivido, en
Santo Domingo de los Colorados, cinco años.
¡Vida Nueva! Regresaron a Quito, alquilaron un departamento pequeño en
el sur de la ciudad. Remigio con recomendaciones de los pastores de la iglesia
solicitó un empleo de médico general en el hospital Andes, regentado por
misioneros evangélicos, y obtuvo ahí una plaza de residente. Al padre de
Adriana le pareció una estupidez que dejaran el gran negocio que decían haber
tenido en la clínica en Santo Domingo, para venir a aventurar en Quito, Adriana
se justificaba diciendo que a ella no le sentó el clima, por eso estaba flaca y
demacrada. Remigio disminuyó las
borracheras por un tiempo, pero se volvió irritable, malgenio y se enfermó de
gastritis. Pasados dos años, Remigio estaba otra vez como era, borracho y
putañero, conseguía amantes turras y fallaba con frecuencia al Hospital. Se
había acabado la vida nueva de la Familia Silva.
Momentos decisivos de su matrimonio y de su vida están relacionados
con lugares donde ella y su familia los vivieron, esos sitios son de lo que más
recuerda, los describe y narra cuánto en ellos aconteció, una y otra vez,
revelando datos y aspectos nuevos. Están reproducidos en su memoria por imágenes
intermitentes, junto con emociones, y los cuenta sin orden, sobreponiendo temas
y hechos, pero siempre espesando la historia central. Yo trato de conservar su relato,
tal como me la ha contado y he registrado prolijamente en mi cuaderno. Por
ejemplo, Adriana recordó y narró, de pronto: la gran fiesta que preparé y
esperaba disfrutar con motivo de la inauguración de la casita en Otavalo, con gallinas
de campo, cuyes y mucha más comida, supuse que nos acompañarían compañeros del
hospital y otros amigos, comenzó a irse al carajo cuando llegó la hora en que
Remigio ofreció llegar y no llegó, esperé mucho, me cansé y fui a dormir, a las
cuatro de mañana llegaron, todos
borrachos, aprendices de médico, enfermeras, y auxiliares. Remigio dijo que se
quedarían si había comida para todos, le mostré que sí había, comían y bailaban, noté que todos estaban
formando parejas, menos una a la que decían Gata, cuando Remigio me presentó a
esa Gata los festejantes en coro hicieron burlas y bromas, comieron y bebieron
de manera grosera y descortés, dejaron todo sucio y se marcharon, Remigio se
fue con ellos, más tarde, la amiga que me ayudó a organizar la fiesta y a cocinar, me contó
que, en la madrugada después de la horrible fiesta, Remigio se había ido a
dormir con la Gata, que era mujer de un colega de Remigio en el hospital, mi
amiga había escuchado a La Gata decir que se había sentido avergonzada en la
casa de la esposa de su amante, presenciando como él y sus amigos se burlaban
de mí.
La familia paterna de Remigio era extraña, el revés de la de Remigio y
Adriana, aunque el orden jerárquico de ambas parecía el mismo: tienen un alfa y
los demás sometidos. El padre de Remigio era músico, tocaba el saxofón en el
conjunto Los Románticos, la madre se casó
joven y tuvo doce hijos, nada menos. Ella era una mujerota gruesa y
tosca y él pequeño, descolorido más que pálido, decían que era casi del tamaño
de su instrumento, no se hacía notar, era el recadero de la mujerona. La enorme
suegra le decía a Adriana que la mujer debe ser inteligente, míreme a mí,
proponía, tengo un marido viejo que siendo músico perdió el oído y acabó
haciéndome los mandados, a mí me oye muy bien. Y la mujerona hacía
demostraciones de cómo, mediante palmadas hacía ir y venir al músico para que
hiciera una cosa y otra. Carli vete a comprar el pan, ordenaba, y el viejo
tomaba una funda y se dirigía a la puerta. Vea, Adriana, para lo que ha quedado
el fiestero y bailador, decía triunfante la suegra. El consejo final que le dio
a Adriana fue contundente: déjelo a Remigio hacer lo que le venga en gana, con
el tiempo ha de caer, usted lo cogerá bajando, no tenga pena por darle lo que
pida, lavado el culo así mismo queda, la chucha no se gasta, igualita sigue, no
le haga caso, así no aparezca quince días, llegará el tiempo en que le hará los
mandados.
Pero, en general, la familia de Remigio se sentía orgullosa de él, lo tenían
por inteligente y astuto; era excepcional un profesional médico en esa familia.
Su padre, Carlos, al que decían Carli, nunca le hizo caso, lo descuidó desde niño.
A Remigio, los demás, comparaban con su
hermano Nélson, que era igual de narizón, y competía con él por tonterías;
cuando más, ese hermano, fue vendedor de enciclopedias, pero ambos se hicieron pedantes
y habladores. Remigio fue presidente de los internos de Imbabura, pronunciaba
fogosos discursos; también fue presidente de la asociación de seis médicos que
ejercían en Santo Domingo. Le encantaban los actos públicos, más si él mismo los
presidía. Se sabía diferente, no soy como tus hermanos, le repetía a Adriana,
soy superior, me importa mierda la plata, a mí me respetan porque soy médico. Hizo
lo que quiso, muchas veces porque lo consentían. Se reía del padre de Adriana,
que le parecía ridículo disfrazándose de Papá Noel y repartiendo regalos. Decía
que también era superior a su mismo padre, que tocaba el saxo en un conjunto
musical mediocre. Pero cuando hablaba con el papá de Adriana se mostraba manso,
le decía don Alfonsito, lo felicitaba por esto o aquello, tiraba elogios por
aquí y por allá, el cinismo era una cualidad de su inteligencia, según él. En
ambas familias, la de Adriana con Remigio y la de los padres Remigio, se habían
establecido liderazgos semejantes, patriarcado/matriarcado. Según Adriana. el
padre de él fue anulado por la mujer grande que mandaba en la familia, daba el
visto bueno a las enamoradas y amantes de sus cinco hijos varones y a las
parejas de las seis hijas mujeres. De la novia de uno de los hijos se burló y
la maltrató tanto que, a pesar de que el muchacho la amaba, terminó renunciando
a ella. Adriana temía a su suegra, mujer alta y fortachona, quizás de uno
ochenta y pico, mientras que su marido era cero a la izquierda, bajito y
tembloroso. La madre de Remigio conoció a Adriana cuando era enamorada de su
hijo y dictaminó: esta guambra ha de resultar buena esposa, cuando están así de
tiernitas se las puede educar a gusto.
Siendo Adriana todavía sólo enamorada de Remigio, y habiendo sido
abandonada por éste en la casa de su madre, la suegra le pidió que fuera a
sacar a su hijo de El Rosado, famosa cantina del barrio La Tola, donde ya había
permanecido dos días bebiendo, con amigos, celebrando el éxito en unos
exámenes. Era sábado, la cantina quedaba cerca del Mercado Central, al entrar
vio primero a un amigo de Remigio, a quien le decían Sandro, cantando de pies
sobre una mesa, todos estaban borrachos, al verla Remigio se levantó, fue a su encuentro
y la besó, los demás se mofaron de él, porque el aspecto de Adriana era
infantil, le preguntaban de qué escuela o jardín de infantes la había sacado,
le gritaron pedófilo. Adriana dijo a su enamorado que su madre lo reclamaba, él
se despidió de los amigos y fue con Adriana donde la mamá, ésta lo abrazó y
agradeció a la muchacha por recuperar a su hijo de la cantina. De ahí en
adelante se hizo rutina que Adriana fuera a sacar a Remigio de cantinas o, ya
casada, cuando le llamaban por teléfono para avisarle que el doctor estaba
borracho perdido en el billar de la Avenida o en un bar y necesitaban que fuera
a llevarlo, dos o tres veces lo rescató de una vereda, donde se había recostado
para dormir.
Otra vez se acordó de La Concordia: en ese pueblo había un calor
terrible, quedaba camino a Quinindé, en
la Provincia de Esmeraldas, cerca de él pasaba un río, pero no tenía agua
potable. En La Concordia le cayó Adriana a Remigio, quién se había ido sin
avisar de Otavalo, lo sorprendió su presencia y él reaccionó diciendo que había
ido a joderlo y que lo dejara en paz. Aquí no hay agua ni para que te bañes, dijo,
vas a estar apestando, ya hueles mal, yo también estaré hediendo. En la casa junto
al Centro de Salud, Adriana improvisó un colector de aguas lluvia, la lluvia
era una peste infaltable, sin embargo no alcanzaba a reunir ni para lavar ropa,
tenía que bajar al río, por un sendero lleno de mosquitos y yuyos venenosos,
gastaba media hora en ese camino, para lavar la ropa metida en el curso, con el
agua sobre las rodillas, fumando cigarros para espantar a los mosquitos; varias
veces se fueron prendas con la corriente. En una ocasión, al regresar del río,
Adriana vio que unos peones recolectores de banano, botaban en la guardarraya
los racimos maduros, de desecho, y adquirió la costumbre de recoger esos
sobrantes para alimento de ella y los hijos. Nunca faltó comida.
Poco después de que Remigio se graduara de médico, dejaron La
Concordia y se fueron a Santo Domingo de los Colorados. Vivieron ahí cinco años
y allí nació el último hijo, huyeron porque las putas levantaron a ese pueblo
contra Remigio. Regresaron a Quito, arrendaron una casa por la Magdalena y
vivieron en ella un año, Adriana arregló esa casa con flores y cortinas.
Remigio consiguió puesto de residente en el hospital Andes. Remigio era el último
de doce hermanos, había uno que le pasaba con veintisiete años. Se quejaba de
que su padre, lo había engendrado estando ya muy flojo, a los cincuenta y cinco
años, y de que no se preocupó de él en absoluto, lo miró con indiferencia, casi
como a extraño; lo cogí cansado al viejo, decía Remigio, decrépito y con el
entusiasmo perdido. Sin embargo el anciano Silva se ganaba la vida tocando
cumbias y gaitas. A ese abandono del padre se debía, según Adriana, el complejo
de superioridad de Remigio, eterno reivindicador de sí mismo y también su
alcoholismo, su carácter o falta de él, todo resultado del desamor del padre.
Remigio estudió en el colegio Montalvo el bachillerato para ser profesor y
luego, en el Mejía nocturno, obtuvo el bachillerato en ciencias biológicas que
le daba acceso a la carrera de medicina. El padre le negó ayuda para los
estudios en la universidad, le decía: si quieres estudiar, trabaja primero. Pero,
aun queriendo, Don Carlos, no habría podido costearle estudios, con las
ridiculeces que percibía por tocar en esa banda.
Poesías del doctor Remigio Silva que constan manuscritos en papeles
sueltos: “Hermano, amigo, / gastador unánime / de suela, / consultor práctico /
del almuerzo, / refrigerante / enmendador / de vidas, / compañero de viajes /
con itinerarios / de mentiras y verdades.” … “Retira, mujer, / las alambradas
de ti, / quita de mi vista / tus banderas / y uniformes, / olvida la última /
lección de la escuela / y ven a buscarme. / No necesitas nada / o casi nada, /
el mismo corazón, / la misma sonrisa. / No olvides traer / tus poemas / para
leerlos / después de comer.”… “Mamá, / compañera / de esta vida / que es espejo
de ayer / que puede seguir / mañana.” … “El común de mí / se agiganta / después
de matar a alguien / en mi interior. / No puedo más. / Mis hijos, / en sus
tiempos libres, / me explican / lo que no pude aprender. / En la noche, /
contigo, / al hablar de nuestras cosas, / no me importan.”
o O o
Durante diez años Remigio fue médico general, así llegó a emplearse en
el hospital Andes, trabajó en la sección de evaluación que se encargaba de
derivar pacientes a los especialistas para que hicieran diagnósticos y
tratamientos. A ese hospital llegó un médico brasilero, con el que Remigio hizo
amistad en Emergencia donde estuvo de turno. El brasileño había sufrido un accidente
y conversando se informó de que Remigio no tenía especialidad, que seguía
siendo médico general cuando ya tenía treinta y seis años de edad. El brasilero
le dijo que ya servían para poco los médicos generales, le recomendó hacer
alguna especialidad y le proporcionó dirección y datos para conseguir becas en
Brasil. Remigio aplicó a la facultad de medicina de la USPI, en Curitiba,
recibió respuesta diciendo que podía presentarse allá para rendir exámenes de
admisión, aprobados los cuales obtendría una beca de especialización. Adriana
no supo que él había estado haciendo estas gestiones, ni que había solicitado recomendación
al hospital Andes y renunciado al empleo que tenía ahí, tampoco supo que se estaba
comprometido, con la USPI, a estar en Curitiba para presentarse a
exámenes.
Dejó el consultorio que compartía con el dentista, entregó a Adriana
la llave diciéndole ve tú lo que haces con lo que queda ahí, vendió la
camioneta, adquirió pasaje y se fue de un día para otro al Brasil. Explicaba su
conducta diciendo que su mamá lo parió solito y solo sería en la vida, abandonó
mujer e hijos: se fue, cuando el matrimonio ya duraba catorce años. Desde allá,
llamaba o escribía ocasionalmente, hasta que un día, creyendo lo que él
contaba: que vivía en un hotel de Curitiba, Adriana recibió una carta de él
desde otro hotel ¡en Sao Paulo! Adriana investigó el número de teléfono de ese
hotel, llamó y confirmó lo que temía, Remigio estaba ahí, habló con él que,
borracho, admitió haber formado otra familia con una colega médica. Al día siguiente,
ella volvió a llamar y él reafirmó, ya sobrio, lo de la otra mujer y desafió a
Adriana: si quieres conservarme, ven a dormir
conmigo. Dijo que estaba festejando porque le había aprobado los
exámenes y asignado una beca para especializarse en traumatología. Amenazó a
Adriana: vienes o, si prefieres, esperarme allá, quizás vuelva, pero si quieres
conmigo, ven antes de un mes, si no llegas en un mes tomaré otro rumbo. Al día
siguiente, Adriana fue al periódico a poner anuncio de que vendía la casita que
le había regalado su padre, la vendió de apuro, a precio de gallina enferma,
dice. Vendió todo lo que pudo, y lo que no vendió, regaló. La buena mujer, hizo
eso con alegría, creyendo que no volvería a esta ciudad, quemaba los barcos,
porque allá estaba la felicidad. Sus familiares no aprobaron su loca decisión,
creían que era una estupidez deshacerse de la casa para ir a aventurar junto a
un hombre inseguro. Adriana, en el fondo, actuaba desesperada, temiendo que si
ella no iba, Remigio la abandonaría para siempre.
Algunas conductas de ella y de su marido pudieron parecer animales a
quien estima que nuestra sociedad es normal, ¿Alguna vez Adriana se había
rebelado contra ese destino inhumano? Desde luego, dijo ella: siempre que
Remigio empleaba vocabulario soez, se arrepentía de haberse casado conmigo o decía
que odiaba el matrimonio, yo dejaba de hablarle y le servía en silencio, sin
dirigirle la palabra. Por ejemplo, dejó de hablarle durante algún tiempo cuando
él dijo: no pueden obligarme a asumir papeles convencionales, de esposo y
padre, que los detesto ¿por amor? vaya pendejada. Borracho, iba a la casa a
decir que odiaba la casa. Adriana admite que sentía dolor, pero un dolor que la
enardecía, oraba a Dios lamentando su suerte, pero pidiéndole que la auxilie
para sobrellevarla; lamentaba la suerte de ser mujer y cuarta de cinco que
tuvieron sus padres. Quizás estoy pagando, decía. Los varones era jefes por
naturaleza, las hembras tenían que volverse machorras para mandar. Se
avergonzaba de recurrir a su medio hermano, hijo de la moza del padre, para que
la sacara de aprietos económicos, pero tuvo que hacer amistad y ser afectuosa con
ese medio hermano, también alcohólico y con desajustes de personalidad, porque
la favorecía. El padre quería poco a Adriana, o no la quería; según ella,
porque salió morena, los demás hermanos nacieron blanquejones, como el papá que
era tosco y grasoso, pero con ojos claros. Adriana no se parecía a él sino a la
madre.
Para Adriana el tiempo de sus memorias es espiral con curvas
irregulares, algunas referencias son del momento pero están a la misma altura
de recuerdos antiguos. Unos asuntos persisten más en su mente, tal vez porque son
de hechos lacerantes en su vida, entonces los repite varias veces en su relato.
Parecía no tener futuro o no considerarlo demasiado. Adriana dice que solía
referirse siempre a Remigio como mi esposo, y así lo llamo en el presente, ante
la gente, dice, no tiene nombre sólo es mi esposo. Me contó que la madre de
Remigio le confió lo que llamaba su secreto para hacer que un hombre deje de
beber: dejar cáscaras de papas al sol, hasta que se sequen, picarlas y ponerlas
en la comida del hombre como si fuese comino; decía la suegra que le dio
resultado con el Carli. Adriana, hasta ahora no le da a comer esas cáscaras a
Remigio, tiene por seguro que su suegra es una bruja mala. Pero ella misma,
Adriana, ofreció, a Remigio, aguas de hierbas, de las tradicionales, para curar
los malestares que dan las borracheras, gases y dolores de estómago, tés de
orégano y manzanilla por ejemplo, pero él las rechazó diciéndole: bebe tú misma
tus pendejadas. No aceptaba remedios caseros, es científico puro, repudia la
medicina tradicional, cree que su ciencia química es absoluta. Con el tiempo ya
nada hice para motivarlo sexualmente, comidas afrodisíacas ni cosas parecidas,
me cansé de eso, dice; le pregunté, ya en el Brasil, sobre una cantidad de
material pornográfico que había dejado en el consultorio que tuvo junto al del
dentista, y por qué no había practicado conmigo algo de lo que se veía en esos
libros y revistas, él dijo: esa no es materia apropiada para esposas, sino para
putas. Alguna vez le propuse que hagamos coitos anales, pero Remigio no intentó
esa perversión de prostitutas conmigo, su esposa, una señora. Tampoco teníamos sexo
oral porque, dijo, en el futuro podría producirme un daño, no precisó cual, pensé
que pudo ser una enfermedad venérea de la que quiso protegerme.
Ella dijo: busque intimidad con mi hombre, fui muy cariñosa e
insinuante con él, comenzaba a besarle en la boca y seguía por todo su cuerpo,
él se portaba brusco, se sacudía y decía: déjame, pareces perra en celo, mañana
tengo que trabajar. Lo acariciaba por debajo y me rechazaba. Para que
tuviéramos sexo, él tenía que estar borracho y yo improvisar mi celo. Se
acostumbraron a eso, incluso cuando ella sabía que él llegaba de estar con otra
mujer, aceptaba que hicieran el amor de cualquier modo, recurriendo a la
oralidad. Pero aun estando borracho, él se negaba. Me ponía sobre él, dijo,
como estaba delgada y pesaba poco Remigio me dejaba estar así, pero no más.
Remigio le reprochaba que, hasta para tirar, era regalada, él se templaba boca
abajo, borracho e inmóvil, y ella le hacía un trabajo de lengua completo, rara
vez él se subió en ella. Adriana dice: yo no era comodona, era quien trabajaba,
él se portaba como un rey, o como creía que era un rey, parecía inerte, de
peluche. En Brasil, Adriana, informada, le propuso practicar el sesenta y
nueve, pero Remigio se disgustó, le preguntó si otro macho le había enseñado
esas corrupciones, ella respondió haberlo visto en las revistas que dejó en el
consultorio, él se mostró confundido, pero se inhibió de tener sexo, ella se
contentó ante la expectativa de que, algún día, lo practicarían y porque él había
mostrado un poco de celos al preguntar si otro macho le había enseñado.
Se acordó de que Remigio tuvo muchos libros de marxismo y poco tiempo
para leerlos. Sus correrías de militante fueron secretas para ella. Le constaba
que con cuatro tipos se reunía a puerta cerrada, bebían y fumaban mariguana, alguna
vez vio que hacían bombas molotov. Le oyó decir que pertenecía al partido
socialista y en otras ocasiones al partido comunista. Eran cosas de machos, nunca
Remigio la hizo partícipe de sus aventuras políticas, pero criticaba
asiduamente su afición a la vida burguesa, como a dos sillones que ella había
comprado. Dañaba las paredes de la sala, que Adriana trataba de adornar con
cuadros de paisajes y copias de pinturas famosas, escribiendo consignas con
marcadores, alguna vez también las escribió en las paredes del dormitorio, ella
contrataba un pintor para que desapareciera las consignas revolucionarias de
Remigio. A él, varios amigos, le decían
Ludovico el loco, por sus extravagancias. Todo eso le duró hasta cuarto
año de medicina, en el quinto Remigio tuvo la enfermedad que lo afectó por
años, con alternancia de convalecencias y agravamientos, le diagnosticaron
cáncer de Hodgkin. Dejó la política
universitaria. Hodgkin es un tipo de linfoma en una parte del sistema
inmunitario, o linfático, el primer síntoma de la enfermedad es un ganglio de
gran tamaño, una inflamación grande que puede estar en el cuello, en las axilas
o en la ingle, la de Remigio se presentó en la ingle pero se le hincharon
también otros ganglios, cuenta Adriana,
tomó de inmediato lac terapia de cobalto que se extendió por cuatro años,
también recibió quimioterapia; la esperanza de vida de los pacientes con ese
cáncer, a partir de su primer síntoma, es de ocho años pero, con tratamientos,
el paciente puede vivir más. Remigio viajó a Bogotá, por unas semanas, a
recibir tratamiento, en un centro de especialistas, costeado por el bienestar
estudiantil de la universidad, y con las venta de la mitad del equipamiento de
la casa, hasta de los regalos de matrimonio; así tuvo Remigio para los gastos
del tratamiento médico y su estadía en Bogotá pero, enfermo y casi desahuciado,
se metió allá con una colombiana y en semanas la embarazó, tiene una hija en
Bogotá.
Familiares y amigas no dejaban de decirle a Adriana que Remigio era
loco y feo, desagradable y antipático, pero ¿por qué cantidad de mujeres se
metían con él? Adriana dice que debe ser porque, para las mujeres, es excelente
amante y persona encantadora. Remigio, de primera, causaba mala impresión general
pero, para comenzar, el hecho de ser médico, en nuestra sociedad, ya es excelente
carta de presentación. Aunque el doctor sea sucio, casposo y de mal olor, tiene
aquí amplia aceptación. La medicina es sexi, dice, además Remigio era generoso
con las mujeres que pretendía, pudo haber un componente comercial en sus
relaciones, él cubría ciertas demandas y ellas la oferta. A la casa no aportada
medio centavo, pero derrochaba en mujeres que estaban a su nivel, si Adriana le
pedía que ahorrara, se enfurecía y gritaba: lo que gasto es mi problema, yo sé
vivir, tú eres barata.
Le conocían los mozos de varios restaurantes, unos se interesaban en
atenderlo, otros se negaban a hacerlo. La vez que llevó a Adriana al bar del
hotel Quito, pidió whisky en las rocas, bloodymarys, martinis y tres cócteles
más, uno tras otro, haciendo como que era entendido. Adriana se angustiaba,
durante la tenida, porque contaba con que él le diera algo para hacer la comida
del día siguiente, pero Remigio decía: quiero que sepas qué es un bloody mary y
cómo es un Martini. Cuando Remigio dio en el suelo y terminó la bebezona,
resultó que no tenía suficiente para pagar la cuenta, Adriana tuvo que entregar
en prenda el anillo y dejar en garantía su cédula de identidad, para que les permitieran
salir del bar. Al día siguiente, Adriana
le recordó el bochorno que pasaron la víspera y le pidió dinero para ir a cancelar la cuenta del bar, él se largó
insultándola y sin dejar plata: carajo, no sabes vivir, siempre me jodes, por
eso no te sacaré otra vez. Había adquirido la costumbre de tomar sin tener
dinero para pagar agotó tarjetas de crédito y giró cheques sin fondos, mientras
tuvo chequera. Trataba de cubrir el precio de mujeres baratas, pero con la
cantante pequeña, de linda voz, fue diferente, la consideró especial y cara,
además la quería, con ella fue supremo gastador, le pagó un estudio de
grabación y una productora de discos, giras por el Brasil y la Argentina, con
pasajes y hoteles de primera, Adriana le remitió el dinero producto de la venta
de la casa que le diera el padre y los enseres, más de veinticinco mil dólares, dice, y también se los ferió con
la cantante chiquita. Cuando Adriana llegó al Brasil, dos meses después, al
tipo no le sobraba ni un medio,
Cuando regresó del Brasil a Quito, no trajo los equipos médicos
ofrecidos, nada trajo, pero tuvo un agravamiento del Hodgkin. Parecía haberse
curado, como algún médico le dijo, pero otros especialistas le dijeron que le
quedaban pocos meses de vida,
tuvo pánico y se puso manso. Siguió haciéndose curar, con tratamientos
intensivos que parecían dar resultados, ya se sentía curado otra vez, hasta que
le hicieron una laparoscopía, exploración
visual de la cavidad
pélvica, y encontraron que tenía una afectación grave en el vaso y el hígado.
Mediante cirugía le extrajeron el vaso y
parte del hígado, le quedó un gran costurón de la herida Según esos médicos, el Hodgkin se había tomado
todo el sistema linfático de Remigio. Le invadió la amargura de su enfermedad, la
maldecía, gritaba que era injusto que a él, tan valioso, le viniera ese mal y tuviera
que morir, mientras ella, que nada valía, gozaba de estupenda salud y le
sobreviviría. Se deprimía al pensar que ella se comprometería con otro hombre, en
cuanto enviudara, y daría padrastro a sus hijos, nadie debía posesionarse de su
hijo mayor, al que quiso bautizar Camilo Metralla o Mauricio Cienfuegos y ella
no lo permitió, le pusieron Remigio
Gabriel. Cierto día, Remigio, borracho, enfermo y desesperado, tomo a Gabriel de
la cuna y salió corriendo, Adriana lo siguió, pero él se adelantó y
desapareció; lo había llevado donde la madre, a encargar al hijo, porque si él
se iba a morir en meses, no quería que otro, con que Adriana viviera, fuera a
posesionarse de su hijo, la suegra devolvió el niño a su mamá. Con la
enfermedad se puso más agresivo, borracho o en juicio, se peleaba con los
amigos, se daba contra las paredes, pero mientras estuvo en tratamiento no
faltaba a la casa, a comer los potajes
que le hacía su mujer y, quizás, a recibir afecto. Durante esa recaída, Remigio
se quedó impotente, consumía Viagra y, para colmo, sangraba por arriba y por
abajo, debido a las úlceras estomacales. Sufrió toda la vida dolores por gastritis,
sabía qué comidas y bebidas le ocasionaban esos dolores, pero no dejaba de
consumirlas: andaba llevando, en los bolsillos, cantidades de Omessol para
calmarse las gastritis. Él decía que no necesitaba a Adriana, desde hacía años
pero, desde que volvieron del Brasil, ella encontraba Viagra en los bolsillos
de Remigio.
El departamento en Curitiba, al
cual llegó Adriana para reunirse con Remigio, constaba de dos dormitorios, sala
comedor, cocina y lavandería, quedaba en el piso doce de un edificio nuevo,
cerca de un parque y del hospital donde él estudiaba, también estaba próximo
una escuela donde enviaron a los hijos a estudiar. Apenas llegados Adriana y
los hijos, Remigio les presentó a la ucraniana, secretaria del hospital donde
hacía prácticas, esposa de un médico japonés que lo había ayudado a
establecerse. Pero la ucraniana había sido su amante, y él le delegó la labor
de acomodar y guiar a Adriana en la nueva residencia. En el cumpleaños de
Pilar, fue la ucraniana quien consiguió el pastel y el vestido para que la niña
tuviera fiesta. Como Remigio sabía que Adriana no le haría problemas por la
cercanía de su amante, él tuvo, casi conviviendo, a sus dos mujeres, muy
satisfecho. Hubo una reunión de bienvenida, estuvieron en ella cuatro
ecuatorianos que estudiaban allá, unos médicos brasileños y la ucraniana,
también el japonés marido de ella, que se portó encantador. También Adriana
y la ucraniana, las dos únicas mujeres en la reunión, estuvieron atentas y
cordiales. A Adriana le pareció curioso que el japonés y su esposa estuvieran
riendo y cuchicheando al mirarla, luego supo que el japonés sabía de los amores
de su esposa ucraniana con Remigio, y que no le molestaban en absoluto.
Remigio solía ufanarse de haberle contado a Adriana sobre todas sus
amantes, de no haberlas escondido. Les dijo, a unos sobrinos y amigos que estuvieron
de visita, que Adriana había sabido de sus amantes y sin embargo se había
mantenido al pie del cañón, les contó que le había presentado a la Gata, a
quien llevó a celebrar la inauguración de la casita en Otavalo y disfrutar de
las viandas que su esposa había preparado; les narró de aquella otra que
invadió la casa familiar para exigir a Adriana que lo dejara libre, y Adriana
brindó café con humitas; donde otra, que había sido amiga íntima de Adriana,
ella misma lo iba a dejar en auto a que pasara la noche con su ex amiga. A la
ucraniana, la tuvo de amiga, asistente del hogar, en el Brasil, aun después de
que encontrara la fotografía de ella, desnuda, con dedicatoria: para Remigio mi
amor. Al mostrarle esa fotografía, él la regañó por haber esculcado su cartera
y por fingir indignación, cuando eso no era novedad para ella, la ucraniana era buena persona: que más quieres
si los dos te estamos tratando tan bien, concluyó Remigio.
Adriana supone que Remigio la llamó al Brasil para que le llevara los
hijos y los cuidara, aunque a ella tuviera que soportar de mala gana. Él
trataba de ser amistoso con ellos, llevaba al hijo mayor, Gabriel, a mirar el
paso de las bellas mujeres brasileñas por la calle de la Flores; lo sentaba a
su lado para ver mulatas esculturales, le hablaba de lo que significaba la vida
para él, de lo que creía que era la amistad. A Gabriel acusaron unas vecinas de
haber toqueteado a una chica, Adriana se mostró preocupada y lo reconvino en
presencia de las vecinas, en cambio Remigio lo respaldó, dijo que era una
virtud que le gustaran las mujeres y que no sea marica. En esa ocasión, como en
otras, Remigio desautorizaba a Adriana delante de los hijos, a veces a los
gritos.. Fue ella quien dirigió el crecimiento de los hijos, les hacía tomar
sopa, aunque él hubiera gritado toda la noche: nadie toma sopa, en esta casa,
hasta que me diga esta ignorante, cuántas proteínas tiene la maldita sopa.
Adriana no sabía de proteínas en la sopa, pero, según su madre y medio mundo,
el sancocho ha sido un gran alimento
desde siempre. Él vociferaba: ya ves, no sabes nada, tienes en tu cabeza lo que
tu mama y tu taita, ignorantes como tú,
han repetido sin razón, mis hijos no tienen por qué tomar sopa. Pero en los
almuerzos y las cenas de la casa, cuando el científico no estaba, hubo sopas,
de las más variadas. Los hijos que estaban
más tiempo con la madre y veían como tenía que rebuscárselas para
prepararles comida, hicieron lo que les convenía, tomaron sopas y se sometieron
a mamá.
Adriana llevó a mi tienda un pequeño y delicioso paisaje, impresionista
y anónimo, cuyo precio convenimos en un momento. Olía a vino en esa ocasión, Me
confió que ella también había querido ser bohemia, le gustaban el licor y vida
a la libre, oía música por horas, sin trabajar, tomando vino entre dos y tres
días. A veces fue a la par con Remigio, en otras a solas. Ya la economía
familiar estaba por los suelos, Remigio faltaba al hospital, no iba a la
consulta privada y se quedaba en casa con malestares. Adriana encontró llorosa a
la criada que había contratado a tiempo parcial, era que Remigio la había
obligado a portarse cariñosa con él. Adriana regresaba de la farmacia con algo
de plata y él se lo arranchaba para comprar botellas. Adriana despidió a la
criada, Remigio dijo: alguna estupidez se te habrá puesto en la cabeza, pobre
chica paga sin culpa tu pendejez. Como siempre, Adriana parecía que no le hacía
caso, a la tarde lo invitó a beber de dos botellas que había comprado. Había
tenido su época de vida bohemia bien marcada.
Después de semanas de su arribo a Curitiba, Adriana fue, sin
autorización del marido, a visitar la clínica donde él estaba haciendo su
pasantía. Ella lo sorprendió con su presencia, él se puso histérico y la echo,
advirtiéndole que no quería verla en su lugar de trabajo, lo ponía a rabiar
introduciéndose donde él quería estar sin ella, no se sabía por qué. Pero, por
capricho, la invitó un tarde de borrachera, a un bar espectacular, con luces y
música, había sido un prostíbulo caro, donde hombres tristes y alcoholizados se
acostaban con muñecas de fantasía; había montones de mujeres, blancas, indias,
negras y mulatas, Remigio no encontró inconveniente en meter a su esposa en ese
lugar, le presentó a una mulata con pelo rubio, dijo que era su amiga, hizo que
la mulata enseñara a Adriana la samba. Y Adriana no tuvo inconveniente en
bailar, se sentía bien, estaba con su hombre, participando en algo particular y
especial de su esposo, Remigio tomó fotografías de aquella lección de baile. La
mulata confundió a Adriana con una más de la profesión y le preguntó: ¿cuánto
te paga? Adriana contestó que veinte dólares, la mulata le dijo: muy barato.
Cuando el hombre es promiscuo, la esposa debe ser recatada, dice, lo contrario
de él, para que haya coordinación en la marcha. Porque hay marcha o no hay
marcha, dice.
La doble vida de Remigio Silva, no fue tal, según la conoció en profundidad,
dice, que fue una sola que compartió con ella. Durante el período cristiano, apenas
regresados del Brasil, parecía haberse unificado de otro modo la pareja, como
nunca antes. Era obvio que la inmersión en el alcohol era una parte de esa
lucha desesperada de ambos por la felicidad espiritual. Al contravenir a
Adriana, en asuntos baladíes, él resistía al mundo de la quietud y el
conservadorismo, añorando la vida de la emoción y la sorpresa; el monótono
cristianismo se parecía al trámite burgués de la vida. Pero, hayan o no tenido
consciencia de o esto, mantenerse en familia fue indispensable, como base de
despegue para salir a cualquier andanza. Ella dice que él se hizo cristiano casi
fanático, asistía a la iglesia, instaló con magníficas intenciones el
consultorio pequeño, por la Magdalena, se hizo líder cristiano de los internos
del hospital, la iglesia le pagó un curso de especialización en Biblia, con tal
de que ejerciera ese liderazgo. El curso fue en Lima, duró tres meses, lo
dictaron unos japoneses. Luego, Remigio ya experto en Biblia salió de misiones
en Lima, dio un curso, pero durante ese curso él ya había andado en actividades
clandestinas, salía del internado para emborracharse y yacer con prostitutas
limeñas. Los de la iglesia lo descubrieron, Remigio parecía tener otra vez una
doble vida, Adriana piensa que no cambiaba interiormente sino de forma, desde
entonces no sirvió para misionero ni allá ni acá. Antes, él llamó, desde Lima, a
Adriana, para decirle que estaba aburrido y esperaba que pronto terminara esa
pendejada de curso bíblico y cristiano, seguramente estaba borracho, pero era
sinceramente él mismo, con Adriana.
En el hospital llegó a titular de traumatología, estuvo bien
considerado, era buen cristiano, obtuvo diploma de misionero bíblico. Pero,
desde entonces, criticaba a los misioneros gringos que ganaban el equivalente a
diez sueldos de los predicadores locales, también vociferaba contra los médicos
directores del hospital que eran mediocres, menos aptos que él, y estaban en
esos puestos sólo por ser pastores. Los misioneros gringos vivían en casas tan
lujosas que constituían ofensas para los fieles del tercer mundo, y tenían
carros de marcas, ingresados al país sin pagar impuestos. Decía que, por amor a
Dios, detestaba a esos malos cristianos. Remigio había adquirido fama, en la
iglesia, por tener el don carismático de lenguas, decía trabalenguas y
jerigonzas que no tenían traducción y nadie las entendía, clamaba a gritos y
llorando, durante el culto, en la mitad del templo y la comunidad, él tampoco
sabía lo que decía, no podía traducirse, pero afirmaba y la comunidad le creía,
que oraba arrebatado por el Espíritu Santo. A Adriana no le impresionaban ni
las lenguas ni cuando decía: amo a Dios, pero no puedo vivir según su ley.
Reconocía que antes de ser cristiano fue pecador, pero seguía considerándose pecador
en permanente arrepentimiento y penitencia. Adriana asistía a sus
transformaciones y conversiones, una tras otra, sin inmutarse. Él decía que, al
dejar la conversión, demonios habían vuelto a su alma y encontrado la mesa
servida, a ella no le importaba, conque fuera a la casa y ayudara con algo para
los hijos, se conformaba.
Pero su indiferencia sobre las travesías por la fe de Remigio, sí llegó
a preocupar a Adriana, pensó que no era digna del redimido, que había dejado de
ser su compañera en la fe. Por su parte, Remigio no compartía, con ella, las vivencias
místicas que expresaba ante las asambleas de fieles. Adriana sintió celos de la
divinidad, pero siguió la vida como para ver si el malestar pasaba. Remigio
tenía una hermana de madre alegre y fiestera, Sonia, que colocó a la entrada de
su casa un rótulo: Peña de los compadres, allá iban a farrear familiares y
amigos, también Remigio y Adriana y entre las mujeres dos divorciadas y una
viuda. Por accidente Adriana encontró en un bolsillo de Remigio una nota en la
que la viuda lo citaba, así se enteró de que eran amantes, aunque fingían ser
indiferentes ante los demás. Pero luego supo que la hermana estaba al tanto del
romance y era su alcahueta. Así mismo compartían sus experiencias religiosas,
medio en secreto, como los festejos en la Peña de los compadres. Adriana sabía
por qué Remigio salía por una hora o dos, a veces en lo mejor de la peña,
diciendo que iba a atender una
emergencia, era que, por señas, la hermana alcahueta le había avisado que la
viuda le estaba esperando. Remigio regresaba por Adriana, pero otras veces no
lo hacía y ella tenía que quedarse a festejar y dormir donde la hermana de él.
En un juego entre amigas, le pidieron a Adriana que le dijera una mala
palabra a Remigio, aunque fuera de lejos y sin que él se enterara, y ella dijo:
cabrón. Se admiró, de pronto, por haberme contado hasta esta anécdota adefesiosa,
debe usted estar aburrido, dijo, de que le haya hecho la historia de Remigio y
no la mía como acordamos. Le dije que siempre que me hablaba de él me decía
también mucho de ella y al revés. Se quedó pensativa y recordó que él había
dicho: chucha madre, todos se van la mierda, me valen un carajo, hijos de puta
ajenos, y tú cara de mosca muerta ajena, te vas a la mierda también; repitió
con énfasis estas malas palabras. Me contó que, en un restaurante chino, él emitió
todo su repertorio de malas palabras y
maldiciones contra el servicio, Adriana le rogó que no volviera a dejarla
botada y sin pagar la cuenta, lo que, como ella sospechaba, desató más su ira,
lanzó los tallarines por los aires y gritó: mierda, siempre jodes, vienes a
tragar, no estás contenta y sales con tus huevadas, hija de la gran puta. Nos
echaron, compadecidos me brindaron un vaso de agua, los del restaurante habían
llamado a la Policía, Remigio, en la puerta, contrariando a mis ruegos, insultó
y desafió a chinos y policías empuñando un cuchillo de mesa, fue reducido por
la fuerza y metido en un auto patrulla, pagué los tallarines y fui a la
intendencia a cubrir la multa y sacar a mi marido del calabozo.
Cuando estaba terminando la pasantía en el Brasil, Remigio trataba muy
mal a Adriana, llegó a agredirla físicamente, le repetía a diario que se
largara. Hizo insoportable cualquier demora, ella pidió a su familia que le
mandara para pasajes y gastos de viaje y se vino trayendo a los hijos. Él se
quedaría en el mismo departamento, hasta que lo habían echado, según supo
Adriana, por causar escándalos y deber más de tres meses de renta. Cuando
Adriana vino a Quito, su hermano le prestó una casita por el área del
aeropuerto; así mismo, otros hermanos le regalaron muebles y enseres, un
refrigerador y una cocina. Remigio, que había ofrecido quedarse en el Brasil, tardó
siete meses en volver a Quito, pero volvió, y fue a instalarse en la casa que
ella tenía preparada. Ella estuvo complacida de tenerlo otra vez en sus manos. Él
se quejaba de la comida, esta porquería no es comida, decía, y otra vez lanzó
contra la pared una sopa y le untó la cara, a Adriana, con sopas; disponía: a
mí me preparas un buen estofado con harta carne. Ella feliz porque él improvisaba
momentos de ternura al día siguiente de una borrachera. Adriana se echaba
encima un abrigo o un chal y salía con él, cuando la invitaba a una cantina o a
un restaurante, en esas veladas se dio en escribir poesías en los papeles que
tenía a mano, le obsequió muchos papeles con sus poesías. Llorando una tupida
borrachera, reconoció: “sólo por ti soy médico y poeta, si me dejas me mato, soy
nada, no podría vivir en esta sociedad sin ti, te mereces otra persona, no a
mí, espero que llegue un buen hombre a tu vida. Adriana le juraba mil veces que
jamás querría a nadie más que a él. Remigio le decía que su sueño era viajar a
un pueblito de Francia, escapando de aquí, recluirse en un aposento silencioso para
escribir y escribir, y no salir vivo al atroz mundo otra vez. Era un sueño de
poeta y sin duda otro intento de impresionarla. La halagaba, diciéndole: eres
bonita, tienes un alma superlimpia, eres excelente madre. Cuando la hija,
Pilar, se casó, Remigio hizo un discurso dedicado a alabar a su linda esposa,
de no creer y, claro, después de cuatro brindis, confesaba soy inmoral,
mentiroso, promiscuo, odio la medicina, odio vestir de terno, ser esposo, te
odio, odio lo burgués pero me gustan los sitios caros, la buena mesa, las
camisas finas, agradar a la gente, quedar bien y nunca ahorrar un centavo.
Poesía de Remigio Silva: “Respira el aire, / el tiempo, / los paisajes
y / la risa. / Sigue creciendo / apasionadamente. / Prosigue, / algún día /
serás el amor. / Que me voy, / tal vez no nos veamos, / te digo / y no me crees
nada. / Vuelvo a repetirte que me voy. / Y sonríes pensando / ni la muerte pudo
/ apartarte de mí / menos te irás solito. / Me hago el triste, / te quedo
viendo y / cada vez, / más despacio, / repito que me voy. / A la mañana
siguiente / no me he ido, / todo está en orden, / ensayo una sonrisa / para mis
hijos, / que ya empiezan a conocerme, / y sigues sonriendo. / Que me voy / y que me quedo, / últimamente / hasta las
horas / que eran propias de los amigos / te comparto, / cómo me voy a ir / si
mi primer hijo / aún no tiene novia, / si el segundo no hace / su primer poema
y / mi niña no ensaya / su vals. Si siento que / cada hora / el mismo tiempo /
nos separa, / cómo me voy a ir.
o O o
Tampoco pude colocar en la vitrina exterior, el juego de
estilográficas antiguas que Adriana me vendió. Me contó que, cuando ella y los
hijos llegaron a Curitiba, los recibió en compañía de otro médico becario,
ecuatoriano. En cuanto ella pisó el departamento, Remigio le advirtió: ya que
has venido con los chicos, te digo que no tendré tiempo para ocuparme de ellos,
tú sabrás cómo los cuidas y qué les das de comer, conmigo no cuentes para nada
de eso. Adriana ya había sospechado que la quería allá para que le preparara ropa
y comida y, a lo mejor, tener algo de sexo. La plata que ella llevó, saldo de
todo lo que vendió aquí, no la entregó a Remigio, ni porque la exigía con dureza,
resistió por primera vez. Aunque la vida en Curitiba era cara, conservó esa
plata en dólares y la hizo alcanzar para lo indispensable durante su estadía. Logró
empatar los estudios que los chicos tenían aquí con los de allá. Los cuatro
años y más que estuvieron en Curitiba, según cuenta ella, fueron determinantes
en su relación con Remigio, tuvieron que vérselas ferocidad con ferocidad, sin los
amigos y familiares que eran aquí, participantes en la relación; cuando había
que decidir la sobrevivencia de los hijos, ella pudo ser intransigente.
Remigio, después de una farra con mucho vino, allá en Curitiba, le
dijo: me molesta que hablen mal de ti. Y como Adriana le preguntara quién
hablaba mal de ella, respondió que Estela, la secretaria del hospital, una mujer
con la que se llevaba mal porque había dejado de ser su amante, Estela había difundido
la noticia, entre bromas y burlas, de que la esposa del doctor Remigio era
pequeña, insignificante, mientras que, en la ciudad las mujeres eran
exuberantes, bien formadas y grandes. Remigio aceptó, entre sus colegas, que su
esposa era pequeña y de pobre figura, comparada con las brasileñas, pero que se
había distinguido por ser buena persona, honesta, terca y orgullosa, capaz de
hacer proezas como vender y abandonar todo, acá, para ir donde él, Fue como
para no creer, dice ella. Sin embargo las cosas siguieron al modo de Remigio,
en su estilo de macho temeroso borracho que repetía: ya que me has seguido
hasta acá para joderme, ahora tienes que joderte conmigo. Algo nuevo fue esa
declaración, expresa, de Remigio, reconociendo que Adriana era su mujer, con
exclusión de cualquier otra, cuando, se supone, tenía posibilidad de tener
varias y mejores.
Una vecina de Adriana, del departamento que quedaba frente al suyo, en
Curitiba, se franqueó con ella, intrigada al verla siempre metida en el
departamento, lavando, aseando y cocinando, casi sin salir al sol. Le preguntó
si a eso llaman matrimonio en Ecuador. Adriana contestó que no, pero que así
era su matrimonio. La brasileña, se sinceró más y le dijo: ese hijo de puta que
dice ser tu marido, no te conviene, cómo te va a sacar la mierda para él divertirse
solo. Cuanto decía la vecina era cierto, pero también sabía que la vida de las
prostitutas, que son de pura diversión en manos del padrote, era peor, más
triste. En Brasil la diversión es parte esencial de la vida y la vecina no veía
que Adriana se divirtiera, estaba siempre ayudando a los hijos a estudiar y haciendo
de todo en la casa. La vecina le propuso: te voy a enseñar, mañana te vas a
regalar una hora. Y se la llevó a trotar y a un sauna de mujeres, donde todas estaban
en cueros y reían. Después le demostró como coquetear con los hombres por la
calle, le insinuó que se fuera con alguno a la cama. Pero, ante la posibilidad
real de traicionar a Remigio, resolvió seguir la rutina de sometimiento y
permanecer segura y en paz. La vecina, como de sesenta años, se divertía,
estaba muy cuidada y tenía amantes. Conmovedora fue la opción de Adriana, de
ser fiel a su marido, contando con facilidades para tomar y dejar machos en
secreto.
Cuando se terminaba la plata que Adriana llevó, Remigio comenzó a despachar,
de urgencia, a ella y los hijos, de vuelta a Quito. La presionaba para que
pidiera plata a su padre y hermanos, era su supremo recurso, ella lo sabía y le
tranquilizaba: que sí, que ya mismo, que mañana. Una noche de terror, en la que
Remigio, borracho y violento, perseguía a agredirlos con un cinturón, ella y
los hijos tuvieron que dormir en un descanso de las escaleras. Adriana llamó a su
hermana Silvia, le contó que la situación ya era insostenible y le pidió que
hablara con los otros hermanos para que le enviaran dinero para regresar y entregarle
algo a Remigio para que se calme unos días. La hermana juntó dinero, de los
demás hermanos y del padre y le mandó para pasajes y un extra para el marido. Adriana
se volvió, pero endulzó a Remigio, para que él también volviera a Quito, lo más
pronto. El período de Curitiba pudo terminar en separación, pero fue lo
contrario, al dejar endulzado a Remigio, con dinero y promesas de más, de una
vivienda gratis y bonita, hijos crecidos y aptos, brillante carrera profesional
con postgrado en el exterior, y una sociedad dispuesta a acoger y reconocer al
brillante especialista.
Adriana dice, y quiere que la gente le crea, que Remigio nunca la
golpeó, lo que se dice golpear con los puños, hubo empujones pero no de
consideración. Cree que no lo hizo porque el terror la transformaba en
desamparada de modo increíble. La táctica que me salvó algunas veces, dice, fue
encerrarme con llave y evitar la agresión, enmudecer y no emitir palabra, dejarlo
en suspenso. Mi esposo, mío por sobre todo, me insultaba, pero yo nada le
contestaba, quería obligarme a responderle: habla, imbécil, di algo. Lloraba
quedito, gimoteaba, hasta que él se retiraba y me sentía victoriosa; luego, yo
iba al escusado y vomitaba hasta que no podía más. Cuando la desafiaba con la
misma cantaleta: ¿por qué no te largas, si te detesto por simplona y tonta? No me
mereces, yo soy médico, tu nada, te odio y odio a tu grasienta familia, ya te
he soportado años ¿cuándo te vas a largar?, yo lo miraba de costado y entre mí decía:
qué infame; pero lo invitaba a comer algo picante para que se le pase la chuma,
o a dormir entre sábanas asoleadas, abrigadito. Cuando se tendía a dormir, me
aliviaba, bebía un par de tragos, si había, y comía algo del picante. Cuando
murió, lo vi impasible, como si me hubiera proferido una última ofensa, con el
alivio de saber que no despertaría. Dormía las borracheras por largas horas, se
despertaba intranquilo pero pacífico; más, cuando los chicos hacían bulla y lo
despertaban todavía mareado, los insultaba como a perros; ella sacaba a los
chicos del apartamento y los llevaba al parque, para evitar que lo despertaran cuando
dormía una mona.
Pudo ser que Remigio no me haya pegado, estando en juicio, por temor a que yo lo golpeara también,
borracho era otra cosa, dice. Se sabe que el victimario se siente motivado a
golpear más cuando la víctima se muestra sometida, pero ella sabía que Remigio
no era de la clase común de victimario, ni ella cualquier víctima. Podía
neutralizarlo, mantenerlo feroz pero en su punto, gimoteando, paralizándose, huyendo,
mirándolo de frente. No eran víctima y victimario del común. Dice que algunas
veces, poquísimas, ella respondió a las agresiones de palabra, entonces él se
iba y regresaba a la casa en dos días o más, eso a ella no le convenía. Para
Adriana la ausencia de Remigio era lo peor, habría preferido que la abofetee.
Le resultaba insoportable que él se alejara, la dejaba impotente, con la
sensación de inutilidad y vacío. Ella le dijo eres un malvado, eres un
monstruo, y él respondió burlón: para que veas lo malo que soy, me voy en este
momento; hizo un envoltorio de ropa y se fue; sabía que era lo peor para ella,
Adriana comenzaba a llorar desesperada, le rogaba: no te vayas, perdóname.
Adriana atribuye su buen aspecto a que lleva una vida cristiana,
aunque ya no asista a los cultos ni a
reuniones con el pastor, está tranquila, después de la muerte de
Remigio. Me visita a un año de la muerte
de él, me cuenta que una hermana de la comunidad, a quien no había visto
durante meses, al encontrarla en la calle, se admiró de que estuviera tan
rejuvenecida y fresca y no quebrantada por el dolor de haberse quedado viuda.
Adriana cree que una mujer en paz, como ella, tiene que ser feliz. Dejó de
asistir a la iglesia desde que murió Remigio, no fue a reuniones ni al culto. Veinticinco
años había pasado en la iglesia, con altibajos en su fe y la asistencia. Ella dice
que pudo soportar la vida con Remigio por el consuelo que la iglesia le
proporcionaba, también le daba sentido espiritual al sometimiento y al
sacrificio.
Antes de que fuera al Brasil, la familia Silva vivió en casas
provistas por la familia de Adriana, Remigio vivió en todas ellas protestando
por la incomodidad, por la vecindad y la distancia. De regreso del Brasil, Adriana
vivió primero en la casa que le prestó su hermano, por la ciudadela El Rosario;
pero, luego, ella y sus hijos se
trasladaron a la ciudadela Atahualpa, en
este barrio su hermano había hecho construir un
edificio de varios pisos, en el primero les cedió un departamento; allí
vivieron, Remigio, Adriana y los hijos, hasta que fueron a la Villa Mercedes. Donde
iba Adriana iba también Remigio, porque nada le costaba. Esa villa estaba en un
terreno grande, en el Valle de los Chillos, que había permanecido inculto y sin
construcciones, Adriana lo compró con una casita casi destruida que había junto
a la quebrada. Estuvieron baratos terreno y casita, de oportunidad, con dinero
que le regalaron sus familiares; no tenía acceso directo a la carretera, para
llegar a la casa, había un sendero que cruzaba por propiedades vecinas.
Esa villa había parecido invendible a sus antiguos propietarios, hasta
que apareció Adriana y la compró, ni camino de entrada tenía. Adriana iba, los
fines de semana y siempre que podía, a desyerbar y trazar un sendero lateral,
pidiendo permiso a los vecinos, con ayuda construyó un camino amplio. Remigio
se entusiasmó con el adelanto, hizo trabajar, con un pariente, planos y presupuesto
para hacer allí una casa nueva, una villa campesina para cuya construcción los
esposos contribuyeron, Remigio ya ganaba y algo puso. Adriana comenzó a sembrar
plantas ornamentales y árboles frutales en ese terreno que medía siete mil
metros cuadrados; en cinco años se terminó la construcción de la villa, para
entonces el terreno estaba cultivado y regado con la derivación de una acequia
comunitaria que había existido. La familia se pasó a vivir allá. No se podía
entrar en vehículo a la Villa Mercedes, había que bajar del autobús en la
carretera, a la entrada del camino, o estacionar el auto, como hacía Remigio,
en un lote adjunto, y luego caminar por el sendero, bajo el sol o la lluvia del
Valle; así era el trayecto de ida y de vuelta, lo hizo Remigio, varios días a
la semana, Adriana salía a comprar alimentos en la feria del pueblo; llegar no
era fácil, pero ambos no dejaban de ir. Allá adentro pasaba sola, la mayor
parte del tiempo, los hijos estaban en la ciudad, en casa de familiares, para
seguir sus estudios, las ausencias de Remigio se hicieron frecuentes. Poco tuvo
que ver, la discreta Villa Mercedes, con el paraíso que Adriana pretendió
construir, para vivir toda la vida. En esa época comenzó a llevar a casa discos
y casettes de la cantante chiquita, autografiados por ella con demasiado afecto,
cuando Adriana le preguntó sobre esa cantante, él dijo: la operé, se había
caído de una tarima y fracturado un pie.
Remigio vendió la Villa Mercedes, nada le ha dolido a Adriana más que
eso. Él fue a verla llevando la
escritura pública, que portarla le habrá costado mucho, y obligó a Adriana a
suscribir la compra-venta. Le dijo: voy a vender esta villa, para, con la plata
que obtenga comprar nada menos que la hacienda Agua Clara. Eso que Remigio
llamaba hacienda era un terreno montañoso que quedaba entre Baños y el Oriente,
había pertenecido a los Alvarado Pérez, ese monte tenía una casa muy vieja que,
según su dueño había reunido alguna vez a altos personajes y sido teatro de no
sé qué hechos históricos. La verdad fue que Remigio, como si hubiese sido dueño
de la Villa Mercedes, cuando poco aportó para la construcción, la vendió y poco
después apareció con la noticia de que había comprado la hacienda Agua Clara al
doctor Alvarado. Adriana no supo cuánto
costó la hacienda y en cuanto vendió Remigio la Villa Mercedes, porque
en la escritura constaban valores mínimos, puestos para evitar impuestos. El día en que había que desocupar la Villa
Mercedes, Remigio dijo que iba a practicar dos importantes cirugías, así que no
estuvo en el traslado, Adriana con tres peones cargaron todo cuanto fue posible
sacar de ahí, muebles y adornos se quedaron, porque no tenía sentido sacarlos,
ni había dónde llevarlos. El convenio entre Adriana y Remigio, respecto de la
hacienda Agua Clara, fue que ella se haría cargo de arreglar la casa y poner en
marcha la producción agrícola, contratando gente y vigilando las tareas, él iba
a ejercer la medicina en el pueblo, para lo que abriría un consultorio. Pero
ninguno de los dos cumplió, Adriana se dedicó a reparar y adornar la casa, no
le quedó tiempo para más, no sabía nada de agricultura ni de contratar
trabajadores, cuando llegaron las lluvias, los torrentes se llevaron lo poco
que había sembrado y los animales que comenzó a criar. Remigio no tuvo
pacientes, el pueblo era pequeño, y terminó largándose a la ciudad y volviendo
a la hacienda sólo para constatar el fracaso del proyecto agrícola de Adriana.
Mención aparte merecen las relaciones de Remigio con los hermanos
Alvarado Pérez, de los más nobles Alvarado de la Sierra Ecuatoriana. Eran varón:
Esteban y mujer: Rosa, que habían sido ricos hacendados pero, por diversas
causas del destino, algunas muy crueles, perdieron todos sus familiares y
vinieron a menos de un momento a otro. Cuando Remigio los conoció, no sabemos
por qué azar y los trató como médico, los dos hermanos ya estaban muriendo con
cánceres terminales, se habrá ganado la confianza de ellos administrándoles
analgésicos poderosos y eficaces. Esteban Alvarado vivía en una hacienda que le
quedaba, en la provincia de Tungurahua, murió solo, en la casa grande, los
peones al darse cuenta de su fallecimiento lo dejaron encerrado en su
dormitorio y se dedicaron a saquear la casa, que el amo había llenado con
esculturas y pinturas de la Escuela Quiteña, otras obras de arte, antigüedades
y libros valiosos. Cuando las autoridades fueron a levantar el cadáver, éste
llegaba al final de la pudrición y la casa estuvo vaciada, los peones habían desaparecido
llevándose hasta lo mínimo. Con ese Esteban Alvarado fue que Remigio negoció la
hacienda Agua Clara, pedazo de montaña en las estribaciones orientales del
volcán Tungurahua, que conservaba una casa en ruinas y restos de algunos
frutales.
A Rosa Alvarado Pérez, el doctor Silva la atendía a diario, llegó a
hacer con ella íntima amistad, a tal punto que Adriana sintió celos. Con Rosa,
Remigio hizo un convenio sui géneris: por cuenta de la atención médica, los
narcóticos y la amistad, ella le legó mediante voluntad escrita todos los
cuadros, adornos y libros había acumulado y conservaba en su residencia, al
norte de la ciudad; pero, antes, Remigio debía publicar un libro grande que
doña Rosa había escrito, una barroca y extensa biografía de Bolívar, en edición
de dos mil ejemplares. La mayoría de esos libros heredó Adriana, a la muerte de
Remigio, y tuvo que venderlos a un reciclador de papel, cuando ya estorbaban y
ninguna librería quiso más ejemplares. Remigio, heredó de Rosa Alvarado
pinturas europeas y nacionales, cuya venta confió a un marchante de apellido Romero,
quien se fugó llevándose todas; también decenas de pequeñas esculturas de
artesanía, las cuales, junto con libros y estilográficas de marca, guardó en
los armarios del olvido que iban de casa en casa siempre cerrados.
A Remigio lo despidieron del hospital Andes, por el tiempo en que
vendió la Villa Mercedes. Le dijo a Adriana que estaba dispuesto a trabajar en
la hacienda, Agua Clara, a ella le satisfizo la perspectiva. Pero fue mentira,
se contradijo: siendo médico, en esa profesión debía trabajar, abriría consulta
en el pueblo. Adriana se metió en la casa de hacienda para tratar de hacerla
habitable; había contratado un camión, a las once de la mañana, para llevar a
la hacienda lo que logró sacar de la Villa Mercedes y se descargó la lluvia en
el camino, ese camino se hizo un lodazal espantoso. Llegó con las cosas
ensopadas, Remigio había quedado en ir al día siguiente, después de las importantes
cirugías, pero no fue. La casa estaba vacía, esa noche ella durmió en un sillón
mojado; al día siguiente comenzó a arreglar, salió al pueblo a llamarlo por
teléfono, a la casa del familiar donde habían encargado a los hijos, pero los
hijos nada sabían de él. Días después asomó Remigio, la elogió por valiente y
esforzada, hasta le llamó mija. Ella estaba agotada, el viaje había sido
penoso, todo se mojó y revolvió, el dijo: no te hagas problema, mañana hará
buen día, sacas el lodo de las cosas, las pones al sol y ya.
En la hacienda, Adriana tuvo
que lidiar con alguna gente, unos trabajadores que siempre fallaban y otros que
intentaron robar lo poco que había. Encontró, en el pueblo, a Olga, una muchacha que contrató para
sirviente doméstica. Los pueblerinos eran mestizos claros, algunos rubios y de
físico agradable, Llegaron a estar allí hasta doce gentes, para quienes tenía
que hacer comida, bolones de verde con queso, avena, fréjol. Ponía música
tropical en el tocadiscos a pilas, de la que los pastores evangélicos
prohibían, ella la oía y bailaba, pecando con esa manifestación mundana en
plena montaña. Convencidos por Remigio, fueron a vivir con Adriana, en la
hacienda selvática, el hijo mayor ya casado su familia, pero vio que nada tenía
que hacer ahí, se sintieron incómodos y volvieron a la ciudad a los cuatro
días. Los otros hijos, ya adolescentes, estuvieron peloteados, en diferentes
casas de familiares y en circunstancias adversas.
La casa se inundaba siempre que llovía y llovía casi siempre. Nada
estaba cerca, para conseguir lo mínimo había que salir al pueblo, por un camino
que parecía trampa lodosa. Adriana, en
los días de lluvias y cataratas, clamaba a Dios, a todo grito, pidiéndole
explicaciones por eso que le pasaba, la montaña le caía encima. Con botas de
caucho y sombrero de paja, pasó ahí cuatro inolvidables años. Se veía desde arriba
el río Pastaza, había ojos de agua en la ladera, pequeñas lagunas, más abajo un
bosque de guayabos. La montaña era maravillosa, pero casi mortal, cuando bajaba
el agua, arrastrando piedras, se llevaba todo para abajo. Conoció el río
Guaduales, en cuyas riveras las cañas cantan cuando las mece el viento. Remigio
iba los viernes en la tarde, pero se regresaba a Quito el sábado, siempre tenía
programadas cirugías, ya no trabajada en el hospital Andes, pero prestaba servicios
ad honorem en el hospital público Pablo Arturo Suárez.
Pero la tan mentada, por él, estadía ad honorem en el hospital Pablo Arturo
Suárez, había sido una mentira para explicar por qué no aportaba ni medio para
la casa, decía no tener sueldo. En realidad no trabajaba, lo que seguía
gastándose era la diferencia entre lo recibido por la venta de la Villa Mercedes
y lo que pagó por el pedazo de montaña, diferencia que habría sido, según ella,
de veinte mil dólares o más. Después, mientras decía que estaba trabajando de
gratis, Remigio ya se estaba gastando también la hacienda Agua Clara, pues la
había hipotecado en garantía de un préstamo que nunca pagó y que, una vez
vencido, los acreedores la secuestraron para venderla y cobrar el dinero fiado,
no quedó más remedio que entregar Agua Clara para que fuera rematada. Al fin y
al cabo Adriana, que pasó ahí tanto tiempo sola, entendió que ese lugar selvático
no serviría nunca para vivienda de su familia y se alivió, entregaron la
hacienda en quiebra, la casa a medias, los pisos podridos. Para colmo, el
presidente conocido como Meco Mahuad decretó la dolarización, y empezaron las erupciones
del volcán Tungurahua, entonces la hacienda se remató a precio de gallina con
peste, Adriana salió de ahí. Remigio compró una pequeña oficina, para hacerla
consultorio médico, se la vendió un hermano de Adriana, para que la pagara a
plazos, mil mensuales. El mismo hermano les prestó una casita por la mitad del
mundo, donde fueron a vivir Adriana con sus dos hijos solteros, duró ahí seis
meses, no había buses hasta allá y la casa era minúscula, invivible.
Poesía de Remigio Silva, manuscrito en hoja suelta: Porque olvidó / la
luna, / de tanto viajar, / su piel y venas / son de agua sal. / Una vez / soñó
ser pájaro, / esa noche lloró / sobre la arena que / a esa hora / era azul. Te pierdes, Negra, / después de la tarde / te
confundo con la sal. / Es que no recuerdas / el pasado, / no te importa / la
historia / que serpentea / en tu cuello / como una bufanda. / Los demonios
mismos / te alientan / y rezan por ti.
o O o
La primera vez que Remigio fue tomado por la enfermedad, cursaba el quinto
de medicina, tuvo fiebres altas y escalofríos; hacía prácticas voluntarias en
el hospital de tuberculosos, de LEA, por
lo que pensó, que había cogido ahí una infección por virus. Tras algunas crisis
severas, se hizo examinar con oncólogos que le diagnosticaron linfoma de
Hodgkin, así pudo explicarse los ganglios inflamados en la ingle y las axilas.
No aceptaba su suerte, la maldecía, tomó la enfermedad como una agresión
personal del destino injusto y se cabreó con la vida. Pero tuvo que someterse a
curaciones de cobaltoterapia. La Universidad y el Seguro Social le costearon un
tratamiento en Bogotá. Él se propuso no desperdiciar ni un segundo de vida, vivir
el instante y aprovechar las oportunidades, así fue su rebelión. Las familias
de él y de Adriana hicieron una colecta para que Adriana fuera a cuidarle en
Bogotá, ella estaba embarazada de Pilar, los hermanos de Adriana y su padre se
quedarían a cargo del hijo. En Bogotá, Remigio buscó a una antigua novia que
tuvo, de nombre Gloria, la encontró y en semanas le hizo una hija. Estando con Hodgkin
y malestares, durante cuatro años, Remigio había mantenido correspondencia con esa
Gloria, las cartas de ella llegaban donde el padre músico y alcahuete.
El tratamiento en Bogotá duró tres meses. A la hija de Remigio y
Gloria le pusieron el nombre de la madre de él. Es que era un sentimental,
comentó Adriana, Al regresar bebía con rabia, para colmo un médico le dijo que
le quedaba menos de un año de vida, radicalizó sus caprichos y agresiones
verbales contra Adriana y medio mundo. Odiaba la idea de que su hijo fuera a quedar
en manos de la familia de ella. A un hermano de él, que vivía en Suecia, le
escribió pidiéndole que se hiciera cargo de su hijo; el hermano le preguntó si
estaba loco para proponer tal cosa. Adriana, no se explica cómo sabía que su
marido no iba a morir tan pronto, tenía esa certeza, Remigio no moriría,
todavía lo tendría vivo y junto a ella. Mientras algunos ya le presentaban el
pésame, ella tenía la seguridad de que seguiría vivo. El médico que lo asistía,
doctor Cañadas, quiso conversar con Adriana para decirle que, para los efectos consiguientes,
Remigio moriría en más o menos ocho meses, la enfermedad había invadido buena
parte de sus vísceras; pero, aun oyéndolo, Adriana sabía que no sucedería. Tuvo
que vivir cuatro años con la amenaza los pronósticos de muerte de su marido,
los cuatro años que duró el tratamiento a base de cobalto. Remigio se pegaba
contra Adriana, sin explicarse ni explicar por qué. La madre de él, mujerona
invicta, llevó a su hijo donde la curandera conocida como la Viejita del
Itchimbía, que había sido tuerta y maloliente, para que le hiciera una limpia;
la curandera le pasó un cuy negro por el cuerpo, mientras decía ensalmos
ininteligibles, al final de la sobada, mató al cuy, lo abrió y mostró sus
vísceras ennegrecidas diciendo aquí tienes tu enfermedad. La bruja regresó a
ver a Adriana, que miraba incrédula, y dijo: para ti, por desconfiada y
vanidosa, era el mal que le han hecho a
tu marido, a ti te querían muerta, pero otro brujo te cubrió con un manto de
protección y el mal le cayó a tu marido. La curación de la bruja no tuvo
efecto, pero influyó en el ánimo de la suegra y de Remigio, quienes, de alguna
forma, querían ver a Adriana responsable de la enfermedad.
Pasados esos cuatro años, Remigio se sometió también a un tratamiento
de acupuntura, de tres meses en Popayán, regresó agnóstico y vegetariano. Hasta
tanto se graduó de médico y le dieron plaza en la Concordia, para que hiciera
el año de medicina rural. Durante toda su enfermedad, bebió a diario, y se
acostó con las mujeres que podía. Si pronto moriría, no podía perder tiempo. Pero
no murió, su destino fue seguir junto a Adriana, no sabía por cuanto tiempo. Veía
como un desafío que a Adriana no le afectaran enfermedades, no se quejaba y se
mostraba vigorosa todo el tiempo, parecía retarle con tanta frescura. Decía el
hombre: ¿Por qué tiene que pasarme todo esto a mí? tú debías enfermarte porque eres
inútil y tonta, no yo que soy un médico valioso, tú debes morir, no yo. Un
tanto divertida, Adriana casi se sintió culpable por estar sana.
Casi dos décadas después de la primera caída, Remigio recayó. En esta
segunda vez, según Adriana, comenzó su muerte. Ella recuerda que el director
del hospital Andes lo botó, sin anunciarle ni darle una razón concreta, una mañana
le dijo: usted está suspendido. Ese día llegó a maldecir y tirar las puertas,
vivían en la Villa Mercedes, insultaba a los gringos dueños del hospital. Un
año antes de que lo botaran pasó algo increíble, un misionero evangélico metió
en la cama a Pilar, la hija de Remigio y Adriana. Pilar que no era desagradable,
aunque sí flaca y desabrida, fue a los Estados Unidos a un curso para hacerse
misionera; allá, el director del curso le ofreció privilegiarla en trabajos,
estudios, notas y bienes a recibir, a cambio de que se acostara con él. Adriana
quería lo mejor para su hija, por eso la envió a ese seminario. Como era buena
cristina, a Adriana, los evangélicos, le
abrían las puertas y parecía un privilegio que hubieran adjudicado esa beca a
su hija. El misionero director se empeñó en atender el pedido de Adriana; Pilar,
que entonces estudiaba el primer año de periodismo, dejó esa carrera para ir
tras la profesión de misionera, la iglesia le compró los pasajes y pagaría la estadía
de cuatro años que duraba el curso, Remigio aceptó que se fuera, el curso sería
en Edimburgo, Estados Unidos. Por coincidencia, ese director, que era canadiense,
e iba a presidir el seminario junto con su esposa, una gringa gorda, pasaron
por Quito, lo que aprovechó Adriana para halagarlos, brindarles una cena y
presentarles a su hija Pilar. El Pastor canadiense conoció a Remigio, supo que
era malgenio y también conoció a Pilar, de ella alabó su belleza, al pastor le
gustó a Pilar y a ella le gustó el pastor.
El director ofreció a Adriana tratar a Pilar de manera especial, llegó
a decir que como si tratara de su hija. Pasaron los meses, Pilar estaba allá ya
un año y vino, a Quito para asistir al
matrimonio de su hermano mayor, entonces contó a su madre algunos detalles del
caso. Se había engordado, parecía más mujer, pero tenía una sombra de tristeza
en el rostro. Los misioneros, en el curso, no cobraban a los alumnos por su
estadía, pero los hacían trabajar en tareas de limpieza y otros servicios
domésticos, en la casa comunitaria; el pastor director no puso a Pilar a hacer esos
trabajos, ella no limpiaba baños, ni hacía el jardín, ni trapeaba pisos; la
tenía junto a él, en ocupaciones de oficina. A Pilar, estando aquí, mostró desagrado
con la idea de regresar al curso, a insistencias de sus padres tuvo que volver
y, meses después, envió un casette, con su voz, diciendo el precio que tenía
que pagar por los privilegios en el seminario, el director se había empecinado
en hacerla su amante oficial y esa situación ya no podía pasar inadvertida, su estadía
en el seminario se había vuelto comprometedora, ella ya no quería seguir
complaciendo al pastor y había decidido denunciarlo.
Adriana, dolida e indignada, hizo regresar de inmediato a Pilar; le
contó a Remigio, quien hizo el escándalo correspondiente en casa, quería que la
prensa denunciara el caso y de paso la hipocresía y falsedad de los gringos
misioneros, que viven aquí con gran lujo mientras explotan el trabajo de los
nacionales. El misionero canadiense, supuesto modelo en esa iglesia evangélica,
pulverizó la poca fe, si alguna quedaba, de Remigio; repudió a esa y todas las
iglesias, aprovechó la oportunidad para pregonar que lo botaron del hospital
por haber amenazado a los gringos con denunciarlos. Pero no llegó a denunciar
cosa alguna por la prensa y bebía a diario, otra vez. Adriana dice haberse
humillado al visitar al director del hospital para reclamar por el despido su
esposo, allí supo las verdaderas causas del despido: iba borracho a la
consulta, bebía allí mismo junto con una auxiliar a la que había hecho su
amante, se encerraba con ella y no atendía a los pacientes, también sustraía
pacientes del hospital para curarlos en consultorios y quirófanos de fuera. El
director del hospital Andes advirtió a Adriana que, si hiciera denuncias
públicas contra la iglesia o el hospital, éstos también harían público el caso
de Remigio y le seguirían un juicio penal.
El director del seminario se llevó a Pilar, de diecinueve años, a
vivir en su casa de residencia, sacándola de la casa comunitaria, sin que
tuviera que hacer las tareas domésticas que hacían los demás becarios, y ni
siquiera debía estudiar mucho para obtener buenas calificaciones. Le exigía:
vas a pasar muy cómoda, pero tienes que corresponderme con cariño. Pilar nunca
había hecho nada en casa, no lavaba ni sus interiores, dijo Adriana. Cuando se
fue allá, la oferta del Pastor le cayó muy bien a Pilar, no lavaría platos, ni
limpiaría baños y sería cariñosa; ella le correspondía pero, cierta tarde, él
le pidió demasiado, entonces ella le dijo que la relación que habían tenido quedaba disuelta, el
director encerró a Pilar en el dormitorio y dijo: ¿has visto a mi mujer, es una
gringa feísima, no la quiero, te quiero conmigo en la cama y así seguirás,
mantendré tus privilegios y te proporcionaré otros, como viajar por los Estados
Unidos, y le dio un plazo, a Pilar, para que evaluara su situación y
resolviese.
Adriana no supo lo que le estaba pasando a Pilar en el seminario,
hasta que ella resolvió contarlo a través de esa cinta magnetofónica. El cassete era una
denuncia contra el pastor. Las muchachas latinas, en general, eran humilladas
por los gringos en esos seminarios, tenían que ocuparse de las tareas más
serviles y si no las hacían al gusto de los inspectores, tenían que repetirlas. El pastor no quería perder su imagen, Pilar
había hablado con algunas personas sobre su conducta, la especie se difundió
entre alumnos, inspectores y profesores. El director y unos profesores la
interrogaron sobre el caso, ella confirmó que el director la metía en la cama a
cambio de privilegios; la situación se hizo mala para ella, los profesores
todos a una, hicieron una carta respaldando al director, diciendo que no creían
a Pilar, pues era una provocadora astuta, como constaba a todos. Pilar se vio
perdida, entonces grabó el casette y pidió a sus padres que le permitieran
regresar a Quito. Se supo que hubo otras denuncias contra el mismo pastor, que
había convertido a alumnas en amantes. A pesar de todo, Adriana siguió en la
iglesia, militando y asistiendo al culto, hasta cuando murió Remigio.
En cuanto Remigio fue despedido del hospital Andes, la situación en
casa se complicó mucho, un año después era insoportable. Rugía y se enrabietaba,
golpeando paredes y rompiendo cosas, recordando que los gringos comenzaron a
hacerle la vida difícil, asignándole cirugías de la cuenta Amor, o sea
gratuitas, en lugar de las otras, con honorarios. Pero eso sí, sin pedirle
autorización, tomaban fotografías de sus operaciones en el quirófano, para
publicarlas, en la revista misionera, como propaganda del hospital. Le
adjudicaban los tratamientos que el hospital hacía gratuitos, para sus fieles
evangélicos, y por los que le pagaban algo simbólico; sus mensualidades eran
cada vez más cortas, mientras crecían sus servicios a la cuenta Amor. Remigio
se deprimió, Pilar le pedía que nada hiciera para perjudicar a la iglesia
cristiana, qué culpa tenía el Señor por lo que hacen malos cristianos, decía. Por
fin, respecto del escándalo del pastor canadiense, Adriana se quedó callada,
Pilar se calló y Remigio se calló y
comenzó a abusar de antidepresivos y tranquilizantes.
No cabe duda de que Pilar se sintió valorada con el asunto del seminario, debía ser bella
y vivaz para haber podido con un hombre inteligente y poderoso como el pastor. No calificó para misionera,
pero el valor de su yo quedó establecido. Tal como estaba, flaca y desabrida,
le gustó, más que las otras, al director que estuvo dispuesto a invertir en
ella mucho más, Y ¿qué comprendía su yo? pues la mujer que era, prosuda, con el
rostro capaz de sonrisas eróticas, arriscando la nariz de muñeca, entrecerrando
los ojos, humedeciendo y entreabriendo los labios. Pilar adquirió seguridad de
que su valor era alto. Quizás por tener esta ilusión, fracasó su matrimonio con
Juanito, moreno y pequeño pero arquitecto y con familia industriosa en la rama
de vidrios, parabrisas y accesorios. Se casó, con boda algo lujosa, vivió en un
departamento de la avenida González Suárez que pagaron sus suegros, don Felix y
doña Maité. Pilar quería parecer aristocrática, desdeñaba al esposo por menudo
y negrito, no le gustaron el departamento ni los muebles que les regalaron ¿acaso
no estaba mejor cotizada? Los padres del novio y el mismo novio comenzaron a
verla con desagrado, a parecerles platillo demasiado picoso, y caro. Un año
duró ese matrimonio, Pilar se hizo insoportable, sus caprichos fueron
exagerados. Además la madre de ella, Adriana, estaba metiendo pico e
interviniendo demás; doña Maité dijo que parecía piojo que no soltaba el
colchón, se enemistó con ella, en cambio Remigio Silva, con quien había estado
en contacto pocas veces, a doña Maité le pareció persona educada.
Su recaída en la enfermedad le causó gran depresión; además, andaba
sin medio, en la desocupación. Le dio por salir a diario de la casa, como si
fuese a alguna parte, pero no tenía consultorio ni empleo. Estaba en manos de
Adriana, pero llamaba a alguno de sus pacientes para citarlos en cafés, o a
familiares para conversar. Se decía amigo de Pedro Guayasamín, pariente del
pintor y dueño de un centro cubano de curación de columna, el cual le permitía atender
a unos pacientes en sus instalaciones. En aquel centro pagaba tres dólares, de
alquiler, por cada consulta que daba. Su depresión se agravó y tomaba
antidepresivos en cantidad y variedad. En las mañanas iba una que otra vez al
hospital Pablo Arturo Suárez, ahí pretendía encontrarse y conversar con amigos,
incluso con el director, que le dejaban estar, asistir a alguna cirugía y
comentar casos. En ese tiempo hizo amistad con los Alvarado Pérez, adquirió
Agua Clara, fracasó en el proyecto agrícola que encargó a Adriana y por fin comenzó
a gastar la última y pequeña reserva, saldo del remate, por acreedores, de Agua
Clara. No tenía otros ingresos, pero tomaba mucho Sanax. Se casó su hija Pilar
y él resolvió irse de nuevo al Brasil, llevándose el dinero de Agua Clara, poco
que le quedaba. Estando allá, según contó, se cayó de una silla, sobre la cual
habría estado, no decía, haciendo qué, le llevaron a un hospital de Sao Paulo,
al principio parecía un simple desmayo, salió después de tres días de
internamiento, y sin tener cómo costearse la vida, alcanzó con las justas a
regresar. Aquí le comenzaron los desmayos, seguidos, uno y otro. Era obvio que
algo grave le estaba pasando.
Adriana sospechó de leucemia, la quimioterapia intensa pudo causarle leucemia,
él también dijo que podía ser leucemia. Una madrugada le sorprendió un terrible
dolor de estómago, Adriana lo llevó al
hospital Andes, dijeron que era de la vesícula, Remigio se hizo sacar la
vesícula. La cuenta del hospital Andes, que Adriana esperaba no hubiera, fue
importante, recurrió donde la trabajadora social del hospital a exponerle la
situación de pobreza que tenían y pedirle que rebajara la cuenta, la
trabajadora social dijo que consultaría con el director, y el director no les
rebajó ni un sucre. El dolor en el estómago siguió atormentándolo después de la
cirugía de vesícula. Volvieron al hospital Andes, tenían fijación con esa casa
de salud, lo examinaron y dijeron que era consecuencia del cáncer de Hodgkin y,
en ese caso, no podían hacer nada, tenían que ir donde especialistas. Vieron a
un neurólogo y a un siquiatra, ambos atribuyeron los dolores de Remigio a su
profunda depresión, dijeron que él ya no resistía estar en la realidad, vivía
en su propio mundo, al que accedía drogándose. Bajó de peso, con su gran nariz,
parecía un pájaro frío y desplumado. Seguía deambulando por el hospital Suárez,
sólo caminaba por allí, ni los conocidos saludaban con él, fumaba como nunca.
Cumplía un horario de pereza en ese hospital, pedía el teléfono y llamaba a la
cantante chiquita, cuando ella lo admitía iba a su casa un momento, pero no
faltaba al almuerzo de Adriana. Hacía siesta, se llenaba con tranquilizantes y
volvía a salir, las tarde solía ir al centro cubano de tratamiento de columna,
daba vueltas por ahí, no tenía pacientes. Caminaba con la cabeza agachada, iba
al hospital Suárez y volvía del hospital Suárez, saludaba apenas a conocidos y
desconocidos, cuando no bebía iba al salón de billar hasta la madrugada,
entonces timbraban a Adriana para que fuera a recogerlo, ya en casa comía algo,
tomaba pastillas y se acostaba a dormir. Ya no tenía el apetito de antes, pero
Adriana encontraba el modo de interesarlo en su comida.
Poesía de Remigio Silva escrita en una hoja suelta de cuaderno: Mama,
/ cuando compartimos / los líquidos de la vida, / encontré los movimientos /
que conservo / para que supieras de mí. / Entonces me enseñaste / ese ritmo /
que tiene la alegría, / desde ahí sonrío / y siempre soy nuevo / en alguna
parte. / En mi prisión-tuya, / agua y silencio, / existían mensajes / de gente
/ que estuvo antes. / Después, recuerdo que comencé / a tener miedo de la escuela, / quería volver
/ a repartirme / entre cada una de tus partes. / Me habían quebrado el ritmo. /
Mi silencio de música / fue aniquilado. / Quiero volver / especialmente / a tus
ojos / y a tus manos, / a estar envuelto en sal, / agua y silencio.
o O o
Fue cáncer gástrico, luego tuvo una trombosis que terminó siendo
pulmonar. Todo a consecuencia y metástasis del Hodgkin, estimulado por el
alcohol, el tabaco y la depresión. La trombosis le dio, al principio, en la
pierna izquierda, la cirugía con la que le extirparon el estómago canceroso, lo
debilitó y por eso le vino la trombosis, se evidenció cuando, bajando unas
gradas, por las que Adriana le estaba ayudando, Remigio que cojeaba, se quedó
imposibilitado, él sospechó enseguida lo que le estaba pasando, dijo: me acabé.
Sentía dolor y calambres en la pierna, tenía una mancha morada en el muslo, llamó
a un médico vascular para que lo examinara, el médico dictaminó que era trombosis.
Esa trombosis le duró dos meses con taponamiento de arterias, la pierna se
hinchó hasta quedar monstruosa, se endureció, ennegreció y terminó en gangrena,
tuvieron que amputarla. Luego se extendió el mal al pulmón, se hizo trombosis
pulmonar. El médico vascular le había advertido a Adriana: si la trombosis llega
a los pulmones, ya nada se podrá hacer. Entre que le dio la trombosis en la
pierna y su muerte, pasaron tres meses.
Para Adriana, lo que mató a Remigio fue el despido del hospital Andes,
desde entonces se precipitó su decadencia. No se mató, lo mataron al impedirle
ejercer su profesión. Había sido un excelente cirujano traumatólogo, reconocido
nacional e internacionalmente. Nadie lo apoyó, los compañeros de profesión y
del hospital lo abandonaron, esos que habían bebido y disfrutado de la vida a
costa de él continuaron colaborando con los gringos, trabajando allí sin hacer
el menor gesto de solidaridad. No le dieron trabajo ni un cargo provisional en
el hospital Pablo Arturo Suárez; los amigos, inclusive alguno que era autoridad
y ex camarada, le permitían entrar y salir, y darse vueltas sin funciones y sin
pagarle un centavo, su incorporación a ese hospital fue una farsa, hasta de
madrugada caminaba por ahí, vistiendo su mandil, pretendiendo que hacía algo,
haciendo creer que estaba en algo, cuando no estaba en nada. Parecía
locura, se preocupaba de que Adriana tuviera su mandil blanco perfecto y planchado,
lo llevaba y traía igual de impecable,
doblado, en un paquete. Ya casi no faltaba a la casa, bebía licores fuertes y
exigía a Adriana que cumpliera con la preparación del mandil, actuaba para que
ella creyera que tenía mucho que hacer, que iba a curar en el hospital mes tras
mes, A Adriana le satisfacía que estuviera en casa, pero le dolía su condición,
Remigio salía, a veces, a las seis y media de la mañana, daba vueltas y vueltas
en el hospital, fumaba mucho y tomaba tazas de café tinto, quienes le veían
hacer eso, una y otra vez, lo compadecían. Unos amigos, cuando él murió, le
dijeron a Adriana que su muerte ya era lo mejor que podía pasarle. Se había
formado y deformado para ser médico social, de hospital, para curar a decenas
de pacientes. Sin hospital, no era médico. Pero desconfiaron de él por su
alcoholismo y su depresión, y lo excluyeron.
Adriana recuerda una pastilla de color amarillo que lo dejaba
adormecido. Cuando salió de la cirugía de extracción del estómago, el cirujano dijo
que la operación había estado muy difícil por el deterioro del paciente.
Adriana pensó que, de esa operación, no se podría recuperar y menos si tomaba
tantos analgésicos y antidepresivos, ya era adicción lo que tenía. Pero
permanecía en casa sin saber si se curaría o no. El siquiatra le advirtió que
debía atenerse a una dosis determinada de pastillas, pero no podía limitarse, tomaba
mayores. Desde antes de que le extrajeran el estómago, ya tomaba cantidades de
analgésicos y antidepresivos, después fueron más. Adriana cree que no volvió a
estar lúcido. Enviaba a comprar morfina, como era médico y tenía licencia, elaboraba
recetas de ampollas con exceso, Adriana
le inyectaba diez o veinte miligramos diarios. Ella consultó sobre esto a los médicos
que lo operaron, diciéndoles que las dosis normales ya no hacían efecto en él y
tuvieron que subirle la dosis, Adriana asistía al tormento de Remigio, a las
quejas y jadeos sin fin por sus dolores incurables.
Un año después de muerto Remigio, Adriana volvió a hablar de la
cantante bajita, la última querida de él,
con quien él se reunió hasta poco antes de su muerte, Adriana quería saber cómo fue él con ella y ella con él, pues
el ente que vivía junto a Adriana en los últimos tiempos no era ni la sombra
del tremendo compadrón que había sido. Nadie como la cantante había hecho
peligrar la unidad de la familia Silva Romero, y no solamente cuando Remigio ya
fue médico, con billete en mano, sino después de que se convirtiera en el ente agobiado,
en el que no quedaba nada de aquel. Yo le buscaba pelea a Remigio, reconoce
Adriana, nos sentábamos a conversar y pretendía discutir sobre temas que le
habían interesado, pero no respondía, lo incitaba y desafiaba pero ya nadie
estaba ahí, parecía presentir su final opaco y turbio. La cantante chiquita me
dijo, y no sé si la verdad: yo también lo vi acabado, le pedí: ya no gaste más
dinero en mí, no me compre cosas, y ya no cuente conmigo, que me deje ir.
La cantante le dijo: Remigito, era una persona especial, lo sé porque
me ha contado la vida que ha llevado por años, yo también conocí esa vida medio
trágica de la bohemia. Pero a Adriana le intrigaba que Remigio fuera a verla
hasta poco antes de quedar inválido y morir, cuando con ella, con Adriana, ya
no conversaba, no expresaba nada, entonces ¿por qué? la cantante dijo que, un
año antes de la muerte de Remigio, ella le había pedido que ya no fuera a
verla, aun faltando al juramento que le había hecho de jamás cerrarle la
puerta, iba drogado e impotente, con dificultades para caminar, pero iba. Adriana
no encontró la respuesta que buscaba y se propuso no volver a hablar con la
cantante, pero volvería a hacerlo, quizás como un modo de estar todavía sobre
Remigio, o de descubrir, al fin, la clave de la unidad que mantuvo Remigio con
su familia ¿amor? a pesar de la
concurrencia de esa otra mujer, a la que si quiso como a ninguna, La primera
vez que Adriana los sorprendió, caminando juntos por la calle, la cantante le
dijo altanera: Remigito tiene la llave de mi casa y puede ir cuando quiera. Después,
Adriana, ingenua, sacó esa llave del llavero de Remigio y la botó al basurero.
Adriana recuerda la noche en que Remigio volvió del billar, llegó grosero,
lo acompañaba un amigo y ordenó a Adriana: hazme una maleta, con todo lo que
creas que debo llevarme. Adriana le preguntó que a dónde iba. Él dijo: me voy
para siempre, a vivir en un cuarto, este amigo me va a prestar un cuarto en
Conocoto. El amigo confirmó que le prestaría una habitación y rogó a Adriana:
señora déjele ir, que antes de que muera pueda sentirse libre. Adriana se
admiró de que el vínculo familiar fuera insoportable para Remigio y que alguien tuviera la impresión de que ella
lo tenía prisionero. Remigio no va a ir donde una amante, como usted puede creer,
recalcó el amigo, lo que quiere es estar solo y sentirse libre al fin. Adriana,
con lágrimas en los ojos, pidió al amigo que no se lo lleve ¿no ve que apenas
puede caminar sin mi ayuda? ya come muy poco, cada hora, porque no tiene
estómago, y yo le doy de comer, necesita tomar medicinas y yo estoy encargada
de administrárselas ¡no puede estar solo! nunca pudo estarlo ¡no se irá! Ella sintió
desesperación al pensar que no volvería a verlo vivo. El amigo cedió, terminó
abriendo una botella de vino que había llevado y brindando con Remigio, quien
se quedó dormido en casa. Adriana le pregunto a Remigio, al día siguiente: ¿por
qué quieres irte si tienes todo aquí? Era el tiempo en que Remigio iba al
billar, donde tenía conocidos, uno que otro le aceptaba jugar una partida y la
mayor parte de las veces no jugaba, se sentaba a ver que otros lo hicieran, no
querían jugar con él porque a mitad de una partida se cansaba y abandonaba.
Cuando murió, Adriana vio un cambió en su rostro, pálido él y su gran nariz
pálida, Adriana pidió, al maquillador de la empresa funeraria, que no retocara
su rostro, no hacía falta, más bien
parecía haberse compuesto, tenía la belleza de la paz.
Fue a verme como al año de la muerte de Remigio, me contó que ya tenía
un amante, un hombre que acababa de regresar de los Estados Unidos, donde vivía
y estaba aquí gestionando una empresa de importaciones que quería instalar.
Ella, cuando recién comenzaba la relación con ese amante, le pidió que fueran a
la peña donde se presentaba la cantante chiquita. Corría el rumor de que la
cantante era propietaria o copropietaria de esa peña, y de que Remigio se la
había comprado. Quiso hablar otra vez con la pequeña, que se presentaba a
partir de las once de la noche. La peña estuvo repleta, Adriana y su amante
estaban acompañados por dos mujeres de la Costa, ella bailó con las costeñas y
con su amigo. Cuando salió la cantante al escenario, miró a Adriana, que estaba
en primera fila, hizo un gesto de sorpresa y a continuación cantó Nuestro Secreto,
haciendo ademanes de dedicarle la canción a Adriana. Cuando terminó el show,
muchas personas rodearon a la cantante para felicitarla y brindarle copas.
Adriana se acercó a ella y le dijo: cómo estás, soy la mujer de Remigio, ella
sonrió, dijo que lo sabía, y agregó: ¿qué quieres? Adriana repitió que saber sobre
los últimos tiempos de Remigio, porque él, hasta el último mantuvo una relación
misteriosa con ella La cantante, le dijo que a Remigio, un año o más antes de
su muerte, le insistió en que no fuera a verla. Dijo la cantante que, por la
memoria de Remigio, conversaría con ella sobre
ese asunto, aunque nada nuevo podrá decirle, y le extendió una tarjeta
con su número de teléfono. Los guardaespaldas, respondiendo a una señal que les
hizo, la encerraron en un círculo y se la llevaron, pues tenía que cantar en
otro sitio. Adriana quedó en llamarla, pero no lo hizo, pidió a su amante que
la sacara de la peña, se le habían quitado las ganas de hablar con la cantante.
Mientras vivió Remigio, sí llamó a la cantante, con el interés casi
inmortal de saber sobre el poder de la hembra para mantener vinculado al macho
a la manada, ¿acaso tenía ella más poder sobre él? quizás viéndola y oyéndola
habría podido comprender si existía y en qué consistía ese poder; porque, mientras tanto, ese incomprensible romance de
Remigio era humillante. Se sentía humillada sobre todo por la idea de que él se
hubiera enamorado de una mujer que no era más bonita ni más inteligente que
ella. No podía ser. Quiso, al llamarla, comprobar que su caso era otro de los
romances de Remigio, de paso; que no era verdad que se había enamorado. No
podía ser y, para desvirtuar aquello, quiso hablar con ella y ver sus pobres
trazas de mujer usada y vulgar.
Por ese tiempo, Remigio y los compañeros médicos de su promoción
celebraban otro aniversario de profesionalización, cumplirían veinticinco años de
graduados; con el ministro de salud, compañero de generación, hicieron una
fiesta en una finca de las afueras de la ciudad. A esa fiesta fue la cantante pequeña, Remigio
hacía alardes, de tener esa amante, ante sus amigos, la llevaba a sus reuniones,
como si fuesen una pareja normal, por ejemplo a la celebración de la Navidad de
la clínica San Francisco. Adriana sabía que Remigio gastó, en ella, la parte mayor
de la venta de la Villa Mercedes. Él llamó a Adriana, en ese tiempo y desde el
Brasil, y le ordenó que le enviara siete mil dólares que sobraban en la cuenta
de ahorros y como Adriana se resistiera, se presentó la hermana alcahueta y la
presionó para que remitiera ese dinero, porque con esa plata él iba a adquirir
un equipo médico especial; no le quedó, a Adriana, otro recurso que mandar el
dinero, pero Remigio no trajo equipo alguno, llegó con las manos vacías,
aduciendo que le habían robado allá la plata. Adriana, rebuscando en su maleta
encontró boletos de avión a la Argentina, para una pareja, y fotografías de los
dos en diversas circunstancias y ciudades. Adriana se enteró de que Remigio se
había gastado la plata invitando a la cantante a un paseo internacional.
Poquísimas veces le marcó el cuerpo con maltratos, según Adriana, aunque
lo dijo dudando. Recordó que, recién casados, volvían de una fiesta en un jeep
viejo que Remigio manejaba, y él la echó del carro por querer ir a casa y no
volver a la fiesta, al intentar sacarla del vehículo, la golpeó con el codo en
un ojo; al otro día su ojo estaba negro e hinchado. Adriana pidió permiso en el
trabajo, a su hermano, hasta que se le pase la hinchazón, dijo que se iría a
unas vacaciones sorpresivas; se fue a
pasar donde una amiga, la misma que, más tarde, al saber de la muerte de
Remigio, llamó por teléfono a Adriana y le dijo: comadrita no llamo para darle
el pésame sino a felicitarla. Esa amiga costeña fue a contarles del golpe al
padre y a los hermanos de ella, los cuales estuvieron buscando a Remigio para pegarle.
Pero la cosa no pasó a mayores, ya se había curado y, bien maquillada, se
presentó ante su familia y respaldó a su esposo, diciendo que era falso que la
hubiera golpeado, la acompañó Remigio para mentir de igual manera, agachando la
nariz. Así, con la nariz apuntando al piso, se mantenía Remigio, amputada su
pierna izquierda, inmóvil en la cama, esperando que ella le llevara agua de
yerbas y pastillas.
Remigio, en julio de aquel año, un mes antes de que se casara Pilar,
la hija, salió para la celebración del aniversario veinticinco de la promoción
de médicos, y dijo que posiblemente no regresaría a casa esa noche. Adriana se ocupaba
en confeccionar la liga de la novia. Ese día estuvo preocupada, llamó a una
médica, amiga de Remigio, que había asistido a la celebración, supo así que la
fiesta había sido en una quinta, y confirmó que en el show había actuado la
cantante pequeña; con sospechas mayores, tomó un taxi y fue al domicilio de la
cantante, del que se había enterado averiguando
por teléfono y confirmó que el auto de Remigio estaba estacionado al frente. Mi
esposo estaba allí, se lamenta hasta ahora. Subió al departamento de la cantante,
le abrieron y encontró a unos seis médicos borrachos y a Remigio que abrazaba a
la pequeña, Adriana se acercó a él y le reprendió, la cantante, con calma
retiró la mano con que él la abrazaba, pero Remigio le pidió: mija no dejes de
abrazarme, esta tipa tiene que saber que es a ti a quien quiero. Y siguió: estamos
juntos amándonos ya siete años, que lo sepan todos de una vez y tú ¿qué quieres
y qué puedes hacer, sopendeja? Los demás
asistían a aquello en silencio. Adriana, satisfecha su ansia de saber, se dio
la vuelta y se dispuso a salir del apartamento, y alcanzó a oír que ella le
decía a Remigio: mi amor, váyase a la casita para que no venga ésta a hacer
problemas, y él le contestó: no, ella no me importa, tiene que saber que te
amo. De episodios escabrosos, como éste, se acordaba Adriana cuando lo tenía
inválido en su dormitorio, llenó de pastillas e impedido de salir a merodear y lo
compadecía más.
Cuenta, Adriana, que salió abochornada del departamento de la cantante
y fue donde su hija Pilar, al departamento en que ella vivía con su novio, y
lloró contándole: tu papá está en una fiesta con esa mujer. Y Pilar le dijo: vamos
a sacarlo de ahí y la llevó, timbraron largo tiempo pero nadie contestó, ya
tarde el guardia de seguridad las sacó del edificio. Se iban, en el auto, cuando
Remigio salió borracho, Pilar lo tomó por el saco y lo sacudió diciéndole: papi
cómo nos puedes hacer esto. Remigio respondió: es que esta pendeja tenía que
saber. Mientras iban a casa, Remigio la amenazó: esto me vas a pagar, ya verás
cómo lo vas a pagar; se refería a haber involucrado a Pilar en el asunto.
Adriana descubrió que su hija podía ser el arma secreta y definitiva. Pilar
había llamado, por instrucciones de Adriana, a los otros dos hermanos, hubo una
reunión familiar alrededor del suceso, Pilar grito y dijo cosas que su madre
jamás habría podido decir. Pilar siendo evangélica fervorosa se iba a casar con
Juanito que era, como toda su familia, católico, tuvo que aceptar casarse por
la iglesia católica para no perder la oportunidad, pero asistía a su iglesia,
le confiaba al pastor su vida íntima, el pastor le aconsejaba resignación y
confianza en que podría convertir a su esposo a la verdad evangélica.
Esa fue una reunión memorable, nunca antes se había juntado la familia
completa, los padres con los tres hijos, para tratar algo, los hijos había sido
cero a la izquierda. El mayor, casado y con tres hijos, le recordó a Remigio su
pertenencia a la iglesia y que en un retiro espiritual rindió testimonio cristiano
de esposo y padre, y cómo ahora había caído en ese repudiable romance pecaminoso.
Ese hijo mayor le recordó que, frente a la comunidad, lloró y dijo estar
arrepentido por los males que había hecho a la familia. Toda la familia lloraba
y agradecía a Dios por lo que parecía una nueva conversión del padre, quién
también lloraba a moco tendido y pedía perdón, entonces la familia lo consoló y
agradeció. Pero calmados los ánimos, en la misma reunión familiar, Remigio le
preguntó a Adriana: ¿cómo puede haber engaño de amor a quien no se ama? y se
respondió: a ti no te engaño porque no te amo; y dirigiéndose a los hijos: con
la madre de ustedes ya no tengo nada, hace años que no tenemos relaciones, yo quiero
a la otra. Adriana reconoció que era cierto, no tenían relaciones, pero con
sólo el calor de él, junto a ella, se sentía feliz, dijo, los hijos se
acercaron para abrazarla, el mayor le dijo: mami, creo que papá está loco.
Adriana replicó: qué le voy a hacer, hijo, lo amo demasiado.
Adriana se sabe bonita, pero dice tener fea la boca, por eso no se la
pinta, Remigio le había dicho que su boca era de negra, le preguntaba: ¿no te
has visto en el espejo? No se pintó los labios, o muy poquito después de que él
murió. Tampoco se creía sexi, no debía serlo si Remigio no sentía deseos de
ella. Cuando vivió en Santo Domingo de los Colorados Adriana estuvo flaca, y su
hermana le había regalado un vestido que le iba grande, así que se propuso
engordar poniéndose sueros, le ayudaba, en la operación de engorde, una criada;
se colocó la aguja y pidió que la muchacha abriera la llave, el efecto fue
doloroso, se le produjo una hinchazón en el brazo y las piernas siguieron
flacas. La criada, conmovida, le consolaba diciéndole que sus piernas sí eran
bonitas. Adriana abandonó el intento de engrosarlas, tenía una mancha morada y
un grueso hematoma en el brazo.
Le dije que todos la encontramos bella, Adriana me oyó y se puso a
llorar. Tantos le habían expresado que es bella, pero ella se sentía como
Remigio le había dicho que es. Remigio, el inmortal en la mente de Adriana,
estando una noche en casa de su hermana, Sonia, y cuando todos estaban chumados,
un asistente de médicos invitó a Adriana a
bailar y su esposo no la dejó, empujándola hacia la puerta ordenó: nos
vamos. Los festejantes protestaron, el colega pidió a Remigio que se
tranquilizara y no tratara así a su mujer en público, entonces Remigio lo
insultó y agredió a golpes. Nadie entendía el alboroto; el colega, aprovechando
la distracción general, abrazó a Adriana por detrás, la apretó e hizo que
sintiera su cuerpo, mientras le decía: estás linda, me gustaría contigo, no
puedes seguir con este animal. Hasta allí llegó el episodio, Adriana no quiso
volver a ver al asistente romántico. Hubo otros casos parecidos, no faltaron
hombres que quisieron ayudarla a vengarse del cretino. Sonia estaba convencida
de que Adriana había puesto cuernos a su hermano, porque la conducta de él los
merecía, pero Adriana decía que nunca, su matrimonio era sagrado. Eso dijo:
sagrado.
Adriana oía y veía como las mujeres, inclusive de la iglesia, se
animaban entre ellas a tener aventuras, diciendo que eran acreedoras a la
felicidad, Dios quería la felicidad de todos, a ella le decían: Él te hizo
bella, por tanto acreedora a la
felicidad; pero los pastores le instaban a aceptar al esposo tal como le había
sido dado, o sea le exigían lo contrario que las mujeres aconsejaban. Una líder
le propuso que cada vez que Remigio la ofendiera, ella respondiera siempre: yo
te amo; Adriana aceptó el consejo y lo puso en práctica, pero a él le
fastidiaba que repitiera yo te amo, se cabreaba más. Cuando lo sorprendió con
la cantante chiquita, Adriana reconoce haberse puesto histérica y haberle
gritado: infeliz, ándate a la mierda, malvado, ya no te quiero. Remigio, dice
ella, pareció sentirse aliviado, se tranquilizó y dijo: así debes hablarme, diciendo
lo que sientes, siempre dime lo que sientes, en verdad soy malvado, dime ¿qué
más soy? y ella aprovechó: eres un maldito que no debía haber nacido, y él
dijo: es cierto, pero diste conmigo y con nadie más, me encontraste ya eres
mía, tienes que vivir con este cruel, maldito y malvado y te esforzarás para
hacerle feliz, yo te creé, eres lo que eres porque así te he querido, nos
acabaremos al mismo tiempo, quizás yo muera primero pero entonces tú dejarás de
vivir. Adriana se sorprendió sintiéndose bien y pensando: no se va a ir de casa,
que es dónde lo quiero tener. Al día siguiente, en la cruda, él la abrazó
durísimo, Adriana alcanzó a decirle: no eres tan malo, ahora te prepararé un
rico seco de chivo.
Adriana nació de nuevo, como decían los de la Iglesia del Buen Pastor,
en Santo Domingo, hace 26 años. Ahora, ella piensa que nació antes, del vientre
de su madre y que, si ha vuelto a nacer, ha sido cuando Remigio murió. Una
paciente de Remigio, que se decía cristiana, había sido tremenda alcahueta,
escondía las picardías de Remigio y le pedía a Adriana que no le hiciera
problemas y dijo: todos sabemos cómo es él, y nos da risa ver que usted
disimula la situación. Esa señora fue la misma que convenció a Adriana de que entrara
a la iglesia evangélica, diciéndole que Dios la amaba y era el único que podía
curarles a ella y al doctor. Adriana se decía católica, devota de la Virgen del
Rosario, su madre le había inculcado esa devoción, pero la evangélica iba a
diario a repetir que Dios cambiaría Remigio y lo haría esposo fiel y cariñoso. Adriana
fue primera en concurrir al templo, luego convenció a Remigio de que asistiera
a reuniones de doctrina. Adriana siguió yendo porque iba Remigio y Remigio aceptó
ir por educación, antes de entrar al templo botaba el cigarrillo que iba
fumando.
Con voz mansa, Adriana me contó cuanto le gustaban las plantas, en
todas las casas puso miramelindas, que en lugares cálidos se reproducen
rápidamente y de muchos colores. La hacienda se llenó de miramelindas. También
le han gustado las enredaderas, en la Villa Mercedes cubrió la entrada, muros y
puerta con hiedra y con buganvillas. Y la música, desde cuando tenía cuatro
años, en la casa grande de su padre, hasta los ocho, pasó todo el tiempo oyendo
la radio. le gustaban los pasodobles, los boleros de Leo Marini, Flor sin
Retoño, El Carnaval de Guaranda, los Tangos, el vals Alma Corazón y Vida. la
guaracha Tu Boca, Solamente una vez, Voy Gritando por la Calle. Su padre oía a
los Benítez y Valencia y a Carlota Jaramillo. Cuando ella creció, le gustaron
Angélica María, Enrique Guzmán, Rafael, Sandro, Los Iracundos. Se podía
sentimental oyendo Angelitos Negros y el yaraví Collar de Lágrimas. Su madre
cantaba Dos Almas, Adriana no olvida ese bolero. En los malos ratos, sonríe y canta, o silba,
le ha gustado mucho silbar, por lo que Remigio le dijo: pareces albañil. Pero
ella cree que, con su música, como dice la canción: se hizo flores de sus
penas.
Después de la muerte de Remigio, Adriana volvió a oír música. Cuando
se convirtió botó sus discos, algo que no se perdona. Los cristianos le dijeron
que su melancolía se debía en gran parte a que escuchaba música triste, música
del mundo. Adriana creyó que su música podía ser maldición, arrojó la discoteca
que había sido de sus padres. Veinticinco años sin sus canciones. El pastor le hizo
poner atención a las letras de Julio Jaramillo, y encontrar en ellas sólo fatalismo
y desesperanza, entonces Adriana oía la espantosa música cristiana de la radio
evangélica y de los casettes que vendía la iglesia. Ya no, ahora he renacido
para la buena música romántica, dice. Por ironías de la vida, la cantante chiquita
también había sido cristiana evangélica durante una época, y grabó himnos: vamos
subiendo peldaños, vamos a llegar a una cruz... ya viene la recompensa, yo ya
no voy a llorar porque Cristo ha venido a mi vida... y sus canciones las pasan
todavía en la radio evangélica, cuando la cantante ya no es evangélica sino
pecadora pública. Desde que ella canta en la peña que, dicen, le había regalado
Remigio, hasta ahora, la radio evangélica pasa sus canciones cristianas, es
admirable.
Remigio se sentía poeta, obligaba a Adriana a leer y grabar sus
poesías, las hacía repetir hasta diez veces. Durante casi un año Remigio
asistió a un café donde poetas leían sus composiciones, se compró una boina y
una grabadora para concurrir a ese café. Improvisaba poesías y las escribía en
el primer papel que llegaba a sus manos.
Poesía del doctor Silva escrita en una servilleta: El amor / es un
sonido bajo / que fluye / desde el centro / del ombligo. / Cierra los ojos / y
oídos, / abre la compuerta / de los sueños, / hay un fluido / de luz / por toda
la piel, / hasta en la punta / de los dedos. / De él respiras, / tomas agua / y
te calientas. / El amor / es luz / diseminándose / en la piel.
o O o
Mientras toda la familia de su difunto esposo fuma, la familia de ella
y ella misma no lo hacen, pero los tres hijos de ella, Pilar y los dos varones,
fuman, Adriana quiso pero no le gustó, en cambio le fascinó la borrachera, no puede dormir sin haber ingerido una dosis
mínima de licor, es mala catadora, no diferencia un buen vino de uno malo, le echa
agua a cualquier licor, se lo toma, y siente que el mundo se transforma con más
brillantes colores y ella se vuelve
esponjosa y acalambrada. Adriana sigue encontrando felicidad en la fiesta y la
música. No sabe de pintura, no lee de ordinario; recuerda haber ojeado Los
Miserables porque Remigio la obligó a hacerlo, también Cien años de Soledad, Pantaleón
y las Visitadoras, y Confieso que he vivido de Neruda, El lobo Estepario y La
Peste y algunos libros evangélicos. Hubo un tiempo en que ella se volvió gnóstica,
porque Remigio la indujo a hacerlo, ahora se refiere a ese gnosticismo como a
otra locura de Remigio que ella compartió para que no la jodiera. Algo que
nunca pudieron los evangélicos fue hacer que ella cayera hacía atrás, ante un
pastor, para probar la confianza en Dios y los hermanos, cuando un pastor la
impulsó, ella abrió los ojos y le dijo con fuerza: no me empuje; no colaboró con ese supuesto acto de fe, que
en realidad era un mero truco, los pastores empujan a los fieles, no el
Espíritu. Hace poco cumplió cincuenta años y es una viuda bonita, no denota
decadencia por la viudez, todavía no se le ven canas.
Adriana cree que estuvo a punto de morir, o murió, cuando le operaron
para extirparle un pequeño tumor que apareció en su rostro, dice haber perdido
el conocimiento por la anestesia, estuvo en un inmenso corredor, caminó por él hasta
que oyó la voz de su hijo mayor que la llamaba. Por esa experiencia sabe que la
muerte no es de angustia ni susto, sino que acontece. El médico que la operó
hizo venir a Remigio para que asistiera en la emergencia, él oyó gritos de
Adriana mientras se recuperaba de la anestesia. Remigio, furioso, amenazó al
médico por operarla sin haberle hecho exámenes de antecedentes clínicos y sin haberle
pedido autorización a él. Así estuvo de vuelta a la vida, lo que fue algo traumático.
En vez de la hora que le dijeron que duraría la extirpación del lunar, estuvo
en cámara de oxígeno cuatro días. El hijo mayor, que había llegado al
quirófano, cuando Adriana estaba con paro cardíaco, gritó mamá, Adriana oyó ese
grito y se volvió, no avanzó más por el pasadizo sin final, su salida de la
vida fue suavecita, sin dolor, se sintió
ingrávida, no estuvo turbada pero sabía que se estaba muriendo.
Remigio ya era abuelo, el hijo mayor había tenido su primer hijo
cuando llamé por teléfono a la cantante pequeña, le lloré, y la cantante le
respondió: a mí no me jodas, todo lo que dices es porque estás dolida al ser rechazada
por quien me ama a mí, y colgó el teléfono. Por eso, en lo más profundo de su
ser, Adriana esperaba que Remigio muriera para poder acostarse con otros, ya
nada le importaba de la moral cristiana, se trataba de la elemental
reivindicación femenina, de ser aceptada. Ahora tengo otro corazón y otra
manera de pensar, dice, sé que, en mi madurez, lo que haré no será con pasión,
como la que sentí por él, ni la ternura con que me habría gustado entregarme,
lo haré para sentir que soy mujer, nada más.
A lo mejor ella no amó a Remigio tanto como ha dicho, o no lo hizo del
modo inocente y puro que presume. Con la muerte de él parece haber concluido
una larga batalla, pero ella no deja de asegurar que siempre buscó la paz. Le
ayudé a vivir, dice, lo acompañé donde el siquiatra, fui a hablar con ese
psiquiatra a escondidas, para que me dijera cómo hacer mejor con él, conseguí
que le recete tranquilizantes y aumente la dosis. Remigio, al principio, no aceptaba nada, ni un vaso de agua de
orégano, pero al final sólo tomaba lo que ella le ofrecía. Adriana se siente responsable
del alcoholismo de él, lo fomentó, lo estimuló y lo soportó. No ha descifrado
todavía cuánto del alcoholismo de Remigio fue por amor a ella y porque ella lo
amó. Quizás si Adriana lo hubiese rechazado, cuando estaba borracho, él habría
cambiado, pero ella dice que el camino era de tolerarlo con sus extravagancias,
vicios y torpezas, o separarse de él, algo impensable. El siquiatra le dijo a
Adriana que la solución no sería que lo abandonara, pero tampoco que fuera tan
pasiva, ella piensa que el psiquiatra tampoco la entendía. Desde que se enfermó
de cáncer, Remigio visitaba a siquiatras, esperando que le recetaran Valium y
otros tranquilizantes, bebía licores fuertes y después tomaba Fricium, Ativan, Librium,
Librax, Roinol. Al final de su vida tomaba tranquilizantes, antidepresivos y
somníferos, combinados con alcohol. Hasta el último tomó Somno. Por años y años,
desde que cumplió veintidós y, estando ya en quimioterapia, adquirió esas
adicciones, que le duraron treinta años. Él mismo se reconocía drogadicto. A
Adriana le parecía que él ya no tenía sentimientos normales, se hizo indolente,
una persona ida.
Adriana, con minucioso rencor, registró a las ex amantes de su marido,
como para hundirlas en la basura del pasado:
una compañera del colegio, gordita,
morena y de pelo largo; Aurora, mujer con cuerpo costeño, de veintiocho
años, divorciada y con dos hijos; la Gata, enfermera, vivió con él durante el
rotativo, simpática y alta; Gloria la colombiana, morena, gordita, de pelo
corto; Rosa, tipo indígena, prostituta; la Manaba, rubia, también prostituta; la
mujer que entró a la casa, cuyo nombre no supo, a la que brindó café con
humitas, bonita, viuda, alta y delgada; la ucraniana, blanca. no bonita; la
médica, blanca de pelo negro, graciosa. Y la cantante chiquita, con voz modulada
y estatura insignificante. No había tipo especial de mujer que Remigio
prefiriera, decía que le gustaban las de blue jean, quizás por eso tuvo una
hipi, de las que hacen artesanías para venderlas en las aceras, con ella se fue
a Guayaquil, en un carnaval, llevándose sin autorización el carro de un amigo.
Remigio le dijo a Adriana que frecuentaba tanta mujer porque pensaba hacer una
novela sobre ellas. Soy promiscuo decía, tomo mujeres para una o dos ocasiones,
no me comprometo con ninguna, son material para una obra de ficción. Ya está
muerto y no le sirvieron para novela alguna.
Adriana se ligó cuando tuvo veintiocho años para no tener más hijos,
los dos primeros los tuvo con parto natural, pero al último lo tuvo con
cesárea, por eso tiene una cicatriz fea en el vientre. También el último fue el
único parto en que la asistió Remigio, junto al ginecólogo, su esposo la cosió
y la cosió mal. La relación de Remigio con sus hijos era buena, a su manera, cuando
llegaba borracho despertaba al mayor, a veces en la madrugada, ponía música de
Mozart, le contaba sobre el compositor, también le hablaba de pintores y otros
personajes famosos. Los hijos salieron cómodos para ambos padres, se llevaban
dócilmente con ella, o bien con él que era consentidor y nunca les prohibía
nada. A Pilar no le gustaba estudiar, iban a bajarla de grado porque en
matemáticas no daba una, Adriana quería ponerla en clases extras, pero Remigio
pedía respeto para ella, que si no quería estudiar, pues que no lo hiciera. A
la hora de las comidas, si ellos no querían sopa, recurrían al papá para que los
respaldara, Remigio reprendía a Adriana por no saber qué beneficios
alimenticios tenía la sopa y querer, sin embargo, obligarlos a tomarla, y los
chicos se salían con la suya. Los hijos dicen, ahora, que tuvieron una buena relación
con el padre. Adriana, en cambio, dice que no fue así, ella agradece a las
iglesias por la labor educativa que hicieron con sus hijos, si sólo hubiese
existido la influencia del padre serían delincuentes, Adriana los llevó cada
domingo y entre semana a los grupos eclesiales de niños, luego de adolescentes
y por fin de jóvenes, a alguna de las cinco iglesias evangélicas en las que
militó: la del Divino Pastor, en Santo Domingo y la Del Redentor, en el Ejido
de Quito; Edificio sobre la Roca, en El Batán y De la República, al norte de la
ciudad. Fueron varias iglesias y muchos pastores, pero Adriana habla siempre de
La Iglesia.
La primera reunión de la iglesia a la que asistieron los esposos fue en
domingo, ingresaron al final del culto, como habían establecido los pastores
para los nuevos, y pidieron que pasaran al frente los que querían aceptar al Señor
como salvador de sus vidas, Adriana no |se atrevió a pasar todavía, tenía en
sus manos al último hijo de menos de un mes de nacido; en cambio Remigio pasó
con los otros dos hijos y en cuanto pidieron que se expresaran los que querían tener
un cambio en su vida, Remigio se postró llorando como un niño, arrodillado
gritaba que quería cambiar. Adriana lo vio y sospechó por lo abrupto de la
conversión, conociéndolo vio que sentía poco o nada de lo que decía, tuvo la
impresión de asistir a otra de sus dramatizaciones, y de que no le quedaba el papel de tan arrepentido. Esa
iglesia de apariencias y confusiones, sin embargo, fue para Adriana un soporte
moral para mantener su hogar y su marido, creyó en Dios, tuvo fe. Cuando murió Remigio, la cosa cambió, Adriana
se sintió libre, sin la carga de redentora y salvadora, por tanto también libre
de las iglesias, los pastores y los fieles. Desertó de la iglesia. Increíble
pero Remigio asistió a la Iglesia veinticinco años, hacía retiros, oraba junto
a los pastores, oraba antes de comer. Cuando Adriana, se separó de la Iglesia, se
fue de ella confesándoles, a los pastores, cómo Remigio y ella misma los habían
engañado y cómo ella acató consejos que nunca sirvieron. Su obediencia había
llegado al ridículo, confió en una líder cristina, a quien le contó que no tenía
relaciones maritales, que la instruyó para que, en las noches, cuando Remigio
se hubiera dormido, se arrodillara ella y
orara con las manos sobre el pene de él, pidiendo al Señor, que todo lo puede,
le cure; eso hizo Adriana, por un tiempo, sin que hubiera resultado positivo,
desde luego.
Adriana tiene un anillo barato de compromiso, que se pone en el
anular, el aro de matrimonio le duró menos de seis meses, tuvo que venderlo
para cubrir necesidades de la casa. Parece que ella piensa que todavía está
casada con Remigio, el alfa muerto, y que sigue sometida porque ahora sirve a los
hijos, así conserva la posición jerárquica que mantuvo unida a la familia. Por
el momento sirve a su hija Pilar que es abusiva, se divorció por capricho de su
primer marido, no le gusta trabajar, se cree pieza valiosa para los hombres y se
dice cristiana pero tiene costumbres paganas; soltera de nuevo se fue a vivir
con un español guapo que la preñó, la hizo abortar y los operarios abortadores hicieron tan mal que la dejaron estéril, el
guapo español se largó, ella volvió a buscar y se casó con un chico ingenuo,
parecido a Juanito pero, a diferencia de éste, pobre y trabajador. Ahora mismo
la señorita Pilar, como la llama su mamá, le pide por teléfono, la dirección de un banco,
en vez de consultar la guía telefónica o llamar a información. Pilar tiene
treinta años bien trajinados, cuando se preparaba para el primer matrimonio, no
quiso que su mamá la instruyera y aconsejara sobre nada, acudió a la iglesia que
se encargó de informarla de todo, inclusive de lo sexual. El esposo actual fue
católico y por amor a ella se hizo evangélico. Adriana dice que el marido de
Pilar y la misma Pilar son un par de mentirosos que la llaman con frecuencia
para que cuide a los hijos, concebidos mediante fecundación in vitro, que les
salieron gemelos; hace de niñera entre tres y cuatro días a la semana y no le
pagan nada.
Adriana dice que desde hace tres meses
tiene un amante, cuando de la muerte de Remigio había sido medio año. Tenía
curiosidad urgente de saber si yo era normal, dice, y, oh sorpresa, mi amante
afirma que soy la mejor que ha tenido. Él
es casado. A los seis meses de quedar viuda, Adriana se hizo de ese ingeniero,
con cuya familia vive en los Estados Unidos,
pero viene al país por temporadas. Comenzó llevándola a un café, ella se
mostró disponible, él la invitó a visitar la provincia de Imbabura, y se
acostaron por primera vez en un hotel de Otavalo. Fue toda una reivindicación acostarse
con su amante en Otavalo, la ciudad maldita, donde ella sufrió por su marido traidor.
Tuvo un intenso orgasmo, el tipo es tierno y delicado; al día siguiente se
despertaron temprano y tuvieron otro coito, corto, porque el tipo no dio más. Ella
insiste en que quería probarse y lo hizo, además le ilusiona el tipo.
Su amante le ha tratado bien, la ha piropeado, ha hecho lo mejor que
ha podido en la cama, pero no tanto como ella esperaba. Le ha impresionado la
indiferencia postcoitum del ingeniero, no es macho exigente y fuerte, tampoco
detallista. La ha invitado a su casa, al bar y al café, pero parecería que ella
le interesa como personaje de un episodio transitorio, ¡a ella, que fue
condición de posibilidad de aquel hombre intenso! a ella que nunca había
tenido, hasta ese día, otro hombre que no fuera Remigio, y de pronto se hizo
amante del ingeniero gentil.
Adriana sigue, ahora, cargada de deudas, debe en cantidades
apreciables, compra carros que terminan en manos de sus hijos, al último le
compró uno pagando entrada del quince por ciento y firmando pagarés por el
resto. Ese último hijo, Domingo, se fue a una gira por Australia ofreció que
pagaría desde allá las cuotas, pero no lo hizo. Adriana hace trabajos
ocasionales de cuidado y arreglo de casas, va tirando; no le falta para
alimento y vino. Está tratando de que su hija se marche a Australia, Pilar ya
divorciada, arrejuntada y vuelta a casar, no se acostumbra a los trabajos que
hay aquí, ni al sueldo básico del esposo, preferiría aventurar de ilegal en
tierras lejanas, cree Adriana y la
estimula a seguir ese camino.
La depresión fue el principio de la enfermedad de Remigio, luego el
cáncer al estómago. La alta cúpula de misioneros de la iglesia, propietaria del
hospital Andes, en cuyo templo lloró fervoroso, apoyaron su salida del
hospital, entonces él no volvió a llorar en el templo. Adriana se enfrentó a los
gringos de la iglesia y del hospital, misioneros millonarios, lo defendió aun
cuando dijeron que lo sacaron por hacer alardes de sus adulterios en pleno
hospital. Cuando recayó, a poco de regresar del Brasil, tenía que andar, el mayor tiempo posible con
Adriana a su lado, a veces temblaba y sudaba porque se le bajaba el azúcar en
la sangre, era también diabético, por eso Adriana llevaba funditas con azúcar
que se las administraba cuando le venían
crisis. Ya era como un niño, recuerda Adriana, y tenía ese juguete
querido que era la cantante enana. Cuando iba a salir solo, en las tardes, le
ponía caramelos en los bolsillos. Él estaba cada vez más entregado a ella, en
sus manos, como que iba haciéndose niño y ella su madre. Me pedía que le compre
caramelos, dice, cuando murió, tenía dañada la dentadura, cariada toda por los
caramelos, además de amarilla por el tabaco. Ella y la iglesia cristiana
hablaron bien, en su tiempo, de Remigio, enseñaron a los hijos a apreciar al padre,
como caballero y médico que fue, un ilustre traumatólogo víctima del mundo y de
la fragilidad natural y que, por humano, habrá ido al cielo. El último año no pudo hacer otra cosa que
estar en casa, no tenía estómago, digería con dificultad las coladas que eran
lo único que podía pasar. Le gustaban las bebidas energéticas, los jugos para
niños y las papillas, Adriana le proveía cantidad de éstos alimentos y también
tarros de leche condensada. No aceptaba la gelatina que Adriana preparaba, la
insultaba si ella insistía en que los energizantes eran agua con azúcar y que le
convenía más la gelatina. Remigio se hizo muy moreno, al principio, y luego se
tornó amarillo.
Remigio pensó que, volviendo del Brasil, la cosa aquí sería diferente,
que conseguiría empleo como cirujano traumatólogo, también vino con la idea de
hacerse distribuidor de piezas metálicas para prótesis, había contactado con
los fabricantes, allá en Brasil que le habían ofrecido la exclusividad en
Ecuador. Hizo que Adriana y los hijos anduvieran investigando leyes y
procedimientos para importar dichas piezas, los tuvo en un correcorre durante
semanas; al final fue una idea hueca, casi una farsa, dice Adriana, nunca trajo
nada, no importó nada, no tenía capital. Después comenzó el vagabundeo, tomada
tanto licor y antidepresivos que en una ocasión
durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Quería que estuvieran las
cortinas cerradas, veía durante horas y horas la televisión. Adriana vendía
cosas de la casa y otras que le daban a comisión, para sobrevivir, de las
cuales, unas fueron a parar en mi tienda.
El hijo mayor tiene un carácter parecido al de su madre, manso y
cordial, su familia es estable, a pesar de que él es alcohólico, tiene tres
hijos, su esposa es una guachafita, como decía Remigio, y todo son cristianos,
pasa por el mundo sin hacer ruido. Pilar es otra cosa, se sirve de la madre
para que sea niñera de los gemelos, y le consiga recursos que el marido no le
da, sigue creyéndose mujer fatal, y eso que se la ve un tanto descompuesta, el
marido le ha perdonado unas cuantas. El menor es parecido a su padre, de hecho
casi rinde culto a la memoria de Remigio, golpea a su mujer, con quien no se ha
casado, pero la ha llevado por el mundo, han estado en la Argentina, en Europa
y por último se fueron a Australia, allá todavía la golpea, su mujer es gringa
norteamericana; él ha llamado a su mamá para que vaya a cuidar a los hijos, que
ya son tres, y Adriana está preparando papeles para ir a Australia. Domingo
dice que nadie hay mejor que su madre, Adriana, para educar a los críos, le ha
enviado pasajes y alguna plata para el viaje; él todavía estudia algo moderno.
Adriana mantiene la ilusión de que existe todavía su linaje; pero verá inevitablemente
que los hijos han formado otras familias, son harina de otro costal, pertenecen
a otras manadas.
Remigio tuvo cáncer, pero no murió por cáncer, sino por deficiencia
inmunológica, algún médico creyó que tenía sida, murió de muchas cosas, lo más
grave: una trombosis aguda. Sin estómago, estuvo adelgazando y comenzó a tener
problemas de circulación, la ropa le quedaba grande y el cuello de las camisas
flojo. La trombosis en el muslo fue fea y dolorosa, tenía como huella de una coz,
dice Adriana; fue como la yapa, un adicional, a todos los males que tuvo. Nunca fue sano. La trombosis era algo
improbable, pero le tocó, en tres meses se desarrolló hasta hacerse gangrena,
le amputaron la pierna, aparentemente de eso murió, pero fue de trombosis. Un
año, desde la cirugía de la extracción de estómago, lo pasó junto a su mujer,
en casa, comía bocaditos suaves, cremas y papillas que Adriana hacía con frutas
y otras que le compraba y a ella le parecían adecuadas, no las comidas enlatadas
para niños que eran caras, en su lugar le hacía gelatinas de varios sabores. Con
la trombosis, la pierna se hinchó hacia abajo, después la hinchazón avanzó para
la ingle, se iban taponando sus arterias, le inyectaban descoagulantes, lo
hacían dormir con el pie levantado. Pero sus defensas eran deficientes. El
médico creía que moriría por paro cardiaco, era lo previsible en alguien tan
anémico. Los últimos ocho días no se movió de la cama, en la mañana de un viernes
pidió a Adriana el teléfono para llamar a la cantante chiquita; ella se lo dio
y le ayudó a marcar pero no se quedó a escuchar lo que diría, salió del
dormitorio, no le interesaba ya no podía perderlo.
Tras la muerte de Remigio, Adriana quedó con deudas del hospital, de
la farmacia y de los médicos, algo pagó con tarjetas de crédito y de esas
tarjetas vive esclava hasta la fecha. Como treinta mil dólares está debiendo. Remigio
le había pedido que si caía en coma no lo trasladara a un hospital, pues sabía
que así le salvaran del coma, tendrían que amputarle la pierna. Remigio,
avergonzado, pedía perdón a Adriana, por causarle tanta molestia con su
enfermedad y por la mala vida que le había dado; entonces, Adriana le dijo,
timbrando bien la voz: nunca te voy a perdonar, jamás, pero no son molestias
las que tengo que pasar, hago lo que debo y con gusto. Fue para herirle, reconoce
ella. Remigio lloró. Cuando logró acomodarlo otra vez en la cama, lo aseó y lo
besó en la frente diciéndole: no, vida, si te perdono.
Aquel día, a las tres de la tarde fue a visitarlo su hija Pilar; poco
después llegó el mayor, Remigio conversó con ellos, tomó algo de líquidos, oraron.
Llamó por teléfono Domingo, el hijo menor, desde Inglaterra, donde había viajado,
conversó poco con él. Al fin de la tarde pidió su somnífero, Gabriel se quedó a
dormir, en otro cuarto, para ayudar, al día siguiente, a llevarlo al hospital para
los chequeos de la semana. A las doce de la noche, Adriana se despertó y fue al dormitorio donde yacía Remigio, al
prender la luz vio que él se estiraba, con expresión de descanso, y la mirada
fija. Fue a avisar a su hijo: tu papi murió. Fueron al dormitorio, se abrazaron,
le cerraron los ojos y lo dejaron estar. Adriana estaba con el ánimo
amortiguado, por efecto del somnífero, no podía llorar, lo vio morir como
llegando a una meta. Ya no tenía sentido su vida, un año acostado, yendo de
hospital en hospital. Sus familiares e hijos se ocuparon de los detalles.
Remigio no se estrenó el último terno
que compró, habano, de color brasilero, decía él, fue con el que lo enterraron.
En el velorio hubo poca gente extraña, unos médicos y de los revolucionarios de
antaño: nadie. Cuando terminó el velorio, los Silva, comenzaron a tomar trago
en el local de la funeraria, Pilar y Gabriel volvieron a sus respectivas casas, Adriana regresó sola
al departamento, en la cama persistía el olor de Remigio. No tuvo temor sino
una sensación de descanso como jamás había tenido.
Ella repite que a su fantasma lo sigue amando con el amor de siempre y
que nunca dejará de amarlo, lo ve también como una pesadilla de treinta y cinco
años, en un viaje cruel. Le decían: te vas a morir ahora que Remigio no está, pero
lo que ocurrió fue que Adriana comenzó a dormir a pierna suelta tras unos
vinos, a comer bien, a despreocuparse. No murió sino que está suelta de huesos,
libre de la férula de su absurda religión, mejor vestida y hasta disponible.
Quizás se sentía vengada, se lo mencioné, pero sonríe y dice que no entiende de
venganzas, sólo de la vida simple y sin pretensiones.
Párrafo del discurso que dio el doctor Remigio Silva en los funerales
de su padre, don Carlos Silva: La mejor manera de despedir al Carli será
reconciliándolo con las nuevas generaciones, con los nuevos. Hablar a éstos de
los tantos caminos que uno puede escoger y solo por amor preferir el que hace
sonreír a los demás, gozar y festejar a los demás. Ser serio en la vida no es
ser también triste. La vida debe ser más vivida, seriamente vivida, para que en
ella florezcan la luz y la alegría. Invito a que, abiertamente, hoy olvidemos
nuestros errores, lo hago casi cínicamente, también enterremos hoy nuestros
lados flacos. Y vamos a ser mejores. Ciertamente no fuimos buenos, porque no
hay uno, en la tierra, que pueda serlo. Pero, aunque raye en el engaño, nunca
más nos acordaremos del mal que hicimos y que les hicimos heredar a los nuevos,
sin querer o sin saber lo que hacíamos. Olvidemos el lenguaje de la burla, que
dejen de pasarnos la papeleta por nuestros errores... Ya partió el Carli,
partiremos nosotros y luego los nuevos, es la rueda infinita de la vida. Con
nosotros desaparecerán las manchas que dejamos al paso de la peregrinación,
también los odios, los resentimientos y las burlas. El Carli se dirigió a la
luz, su camino por el mundo fue duro, casi siempre necesitó las velas de la
noche, vivió décadas difíciles que lo hicieron finalmente duro, demasiado duro,
trabajador, honesto y triste.
FIN
MARÍA
LORENA
Es alta y rubia, gringa, con aspecto un poco descuidado, habla sin
acento extranjero, como provinciana de la
sierra, trabaja en nuestras oficinas desde hace más de un año, traduciendo
textos del castellano al inglés; y ha venido confiándonos la historia de su
vida, nos ha dicho que ella cree que sus padres adoptivos fueron específicos en
qué esperaban, de un hijo o una hija, que tuviera pelo rubio y ojos azules. Mis
padres biológicos, ha dicho, gringos norteamericanos, campesinos, les dieron
una hija que cumplía esas condiciones y mis padres, nobles riobambeños,
hicieron realidad su ilusión. No querían, por hijo un longuito de la localidad,
oscuro y cerdoso; aspiraban a mostrar uno o una que captara la aceptación,
cuando no la envidia de los miembros de su sociedad. Eran de clase alta, cuyo
distintivo, aparte de la riqueza que le producían sus haciendas, tenía que ser
el parecido físico con los españoles que habían conquistado estas tierras, blancos
y colorados, caras amplias y cuyos descendientes explotaron a los indios en
exceso, para viajar y derrochar con boato. Las haciendas de los principales
nobles terratenientes son inmensas, contienen pueblos y aldeas y van desde la
sierra hasta la costa.
Mis padres pretendieron que me pareciera a ellos, tanto como para
pasar por su hija biológica. Lograron que alguna gente dijera que me parezco a
mi papá, o a mi mamá, o a mi abuelita. Mi padre es rubio y tiene ojos azules.
Mi mamá tiene ojos y pelo oscuros, pero, lo mismo, dicen que me parezco a ella.
Es raro que a quien me parezca de verdad sea a mi abuelita. Mis recuerdos del
preescolar, los más antiguos que conservo, son de mi mamá llevándome de la
mano, a dejarme en un kínder; ahí, un niño tomó mi lonchera, la abrió y se
apoderó del contenido, yo no sabía defenderme, sentada, inmóvil, miré cómo ese
niño sacaba las cosas de mi lonchera y las ponía por los lados. Yo había estaba
protegida en mi casa, me alejaban de todo lo peligroso, me cuidaban de los
juegos de otros niños, de las personas desconocidas, de lo ajeno. Me enseñaron
a mantenerme alarmada y con miedo. Todo lo que yo usaba tenía que estar
hervido, ropa, juguetes, vajilla, alimentos. Comí un mango a los doce años,
donde una amiga, en mi casa estaba prohibido, por peligroso, portaba tifoidea.
Mis juguetes se deformaban tras varias hervidas. Los helados de la calle podían
ser mortales. Me hicieron tan delicada del estómago que, en efecto: alimentos
sanos me sientan mal.
En mi niñez jugaba sola, pero tenía muchos juguetes, los más caros. No
me los compraban juguetes sólo en Navidad, sino siempre que aparecía uno nuevo
o alguno se ponía de moda. Mi familia ha estado compuesta, desde siempre, por
mi abuela materna, mi mamá, mi papa y yo. Durante mi niñez, por un tiempo,
llevaron a unos primos para que jugaran conmigo. Pero, desde la adolescencia,
me distancié de ellos y volví a quedar sola. Cuando tuve doce años, mi prima de
once, me pegó en la cabeza como resultado de algún juego, pero tuve tal
resentimiento que juré no volver a estar con primos, y así ha sido, hasta
ahora.
He vivido en una única casa, situada en la ciudadela Mariscal Sucre,
que fue el barrio de la clase alta hasta hace treinta años. De residencial,
tranquila y sin tránsito, se ha convertido en zona roja. Ahora, desde mi casa,
oigo música estridente, de cabarets y discotecas, que no deja dormir hasta la
madrugada, los vehículos circulan haciendo ruido, no hay donde parquear, casi
no se ven pájaros, las calles son sucias, la Mariscal es un desastre, hay
vendedores de adefesios y drogas en las veredas. Nada queda del barrio precioso
de hace treinta años.
Seguimos viviendo en la Mariscal porque mi abuelita y mis padres tienen
más terror al cambio que a la delincuencia que pulula por el lugar. Estar cerca
de supermercados, farmacias, iglesias, paradas de buses, es importante para
ellos, todo a la vuelta de la esquina. Nuestra habitación es grande, consta de
cuatro dormitorios, estudios, tres baños, sala, comedor, cocina, todos amplios.
Está amoblada a la antigua, con sillones franceses, que han estado con la
familia cuatro generaciones. Mi abuelita me cuenta las historias de uno y otro
mueble, hay alguno que lo trajeron de China, hay una mesa napoleónica con
incrustaciones de concha perla y carey, arañas de cristal de roca con treinta
luces, que fueron hechas para velas y después les adaptaron focos eléctricos,
un piano de cola en el que mi abuelita tocaba pasillos compuestos por ella
misma.
Nuestra habitación no es una casa sino parte de un edificio de siete
pisos, en la planta baja hay una agencia de viajes, en los pisos superiores,
oficinas, menos en el cuarto piso, que es el apartamento amplio y asoleado que
ocupamos. Mi dormitorio es lo único diferente en ese departamento, nada en él
es antiguo. Las cosas, aun las que han quedado inútiles a través del tiempo, se
conservan, embodegadas, en lo que fue el estudio lujoso de mi padre, allí hay
mil objetos dañados o que ya no se usan. Recuerdo de mi antiguo dormitorio
tenía, detrás de la puerta, una estantería tallada y redonda y a esa
estantería, mamá había hecho casa de muñecas, la cama estaba en el costado
izquierdo, con espaldar alto y tallado, al frete de ella había un cheslón
largo, amarillo, tallado, con tapiz de barquitos, frente a la ventana una mesa
menor, también redonda, con tablero enchapado, conteniendo juguetes de peluche,
a la derecha dos estanterías, con vidrios, llenas de juguetes plásticos,
también había una lámpara de pie, rosada, con tres focos, la ventana daba a la
calle, al frente había una casa bonita, ahora hay un edificio cuadrado.
Cuando era niña me gustaba entrar en la sala, porque era una estancia
prohibida: llevaba mis muñecas y me instalaba bajo la mesa, hacía sonar el
piano, entonces iba mi abuelita y me regañaba, me decía no debo entrar a la
sala, que no debo desordenar las porcelanas y demás adornos delicados. Yo me
irritaba oyendo a mi abuelita: ya está la María Lorenita jugando en la sala, le
he dicho que no entre allí, por Dios, y no me hace caso; hijita aquí no se
juega, decía con voz atiplada. Mi abuelita fue personaje importantísimo en mi
vida, pero a veces, tan enervante, que me provocaba rebelarme. En realidad fui
dócil, no recuerdo haber hecho una travesura importante, la máxima fue mezclar
el café instantáneo, de un tarro, con azúcar y agua, hice una masa oscura y
pegajosa, yo tenía cinco años. Cuando tuve siete, hice otra, me robé una
mascarilla facial de mi madre, de las que se aplican cremosas y se levantan
sólidas, y la puse por todo lado, despegarla me producía placer; Abuelita hizo
una espectacular gritería, vengan a ver la barbaridad que ha hecho la María
Lorenita, qué horror, gritaba. Detesto que me llamen María Lorenita, es
horrible el diminutivo.
A ninguna de mis muñecas llamé María Lorena y me prometía que, si
llegaba a tener una hija, tampoco le pondría esos nombres. Mi rebeldía no iba
muy lejos, una vez me enojé tanto con mis padres que les dije me iba de la
casa, metí en una canasta ropa y juguetes, llegué hasta el ascensor, no pude ir
más allá y regresé. Procuraba no contravenir en nada, ni seguí orinándome en la
cama que era un hecho inconsciente, cuando ya fui grande. Sentía que no tenían
derecho para reprenderme, aun por causas que parecían justas, desde que supe
que había sido adoptada. Pensaba aunque creo no haberlo dicho: déjenme en paz,
son los peores papás del mundo, ni siquiera son mis papás, los odio. Creo que
siempre supe que había sido adoptada, les habían aconsejado que era lo mejor, para
mi salud sicológica, que me lo dijeran lo antes posible. Yo utilizaba eso para
acusarlos de haber cometido conmigo abusos, pues no eran mis padres. Era mi
réplica a sus reclamos por mis contravenciones, que yo consideraba pequeñeces.
Al no ser ellos mis padres biológicos, no tenían derecho a reprimirme. Esto les
afectaba mucho, alguna vez que se los dije, mi padre lloró. Yo deseaba que mi
abuela no viviera con nosotros, que se muriera, era una viejita represora, a
quien todo lo que yo hacía le parecía mal.
Mis padres me quisieron de forma, me protegieron mucho, me enviaron a
la mejor escuela, cuidaron de que tuviera la mejor alimentación, pero no
recuerdo que me hayan dicho que me amaban, no me abrazaban, ni me acariciaban,
mi papá me mandaba besos volados. Mamá me demostraba su cariño casi
exclusivamente en lo relacionado con la comida, si no era mucha o poca, si era
a tiempo, si lo más fino y sano, y así; alguna vez, le expresé mi inconformidad
dejando de comer. A los doce años, después de mucho insistir, me compraron un
perro salchicha, se habían negado a hacerlo porque un perro ensuciaría el
departamento y me traería enfermedades, Abuelita odiaba a los animales, llevé
unos pollitos que me regalaron y en cuanto creyó que me había descuidado, se
deshizo de ellos, a cambio, me dieron peces dorados, que se murieron cuando
estuve enferma, en cama y mamá no los alimentó. El perro que me compraron
resultó histérico, se murió con úlcera gástrica, debió ser porque lo tenían tan
limitado como a mí. Yo también me resentía, de sus tratos, adquiriendo
enfermedades, migrañas, mareos, depresión y stress. El perro agredía a los
desconocidos, en cuanto estaba sin cadena corría, como loco, en círculos,
hacía caer cosas.
Mi papá era economista, había contratado a un administrador para la
hacienda y se empleó en una institución pública, para tener algo que hacer, yo
no sabía de su trabajo, Detesto la cocina y no me gustó tejer, mi madre siempre
tejía. El extremo cuidado de mis padres quizás no se debía a que me amaran sino
a que me necesitaban para sentirse completos, para llenar el vacío de sus vidas
y disfrutar de haberme conseguido tras importantes inversiones de tiempo y
dinero. Mi madre biológica había sido madre soltera a los dieciséis años, no pudo
haberme visto con amor, no tuvo tiempo. Como todos, debí sentir desde que
estuve en el vientre materno, que no era deseada ni querida, por eso nací con
la tristeza del no amado. Nunca hice mal a otra persona para vengarme de que no
me quisieran, pero me negaba a los que querían disfrutar de mí y querían
poseerme.
Habiendo sido mimada y mis caprichos satisfechos, en la casa y en la
escuela, fui al colegio, uno también caro y prestigioso; de pronto me encontré
ahí con profesores que trataron de imponerme opiniones, reglas y conductas, eso
desbordó el conflicto que yo tenía con la autoridad. No me gusta obedecer,
trato de hacer lo contrario de lo que ordenan. Claro que en el colegio, como
antes, en la escuela y en la casa, mi rebelión era más interior que externa,
amargada e impotente, terminaba por hacer lo que todas, seguía la corriente. Si
en mi niñez se me había ocurrido ser mamá y profesora, en el colegio quise ser
misionera y predicar a Dios por el mundo, mamá me dijo que debía meterme a
monja, le dije que no y con el tiempo esa vocación se esfumó, aunque después
haya vuelto a tomar impulso, cuando me enteré de que los seglares también
podían ser misioneros en África y otros lugares lejanos, pero encontré que ese
idealismo no era factible.
Escogí la carrera universitaria de sicología, dicté clases a niños
ricos y no me gustó. Fui a los Estados Unidos, estuve ahí casi un año,
aprovechando un programa de intercambio estudiantil. Allá encontré que la gente
le daba valor a lo que teníamos aquí, los americanos valoran nuestros frutos,
clima, naturaleza y fauna. Entonces nació mi propósito de mostrar al mundo, a
los extranjeros, las maravillas del Ecuador, podía constituir una reserva
ecológica donde se protegería a los animales silvestres, en especial a los que
están en peligro de extinción, y mostraría las bellezas del paisaje a
nacionales y extranjeros. El ecoturismo podía ser una forma de hacer dinero
para luego financiar el programa de protección ambiental. Hasta hora no he
podido hacer realidad este sueño, pero sigue pendiente, espero lograrlo algún
día.
Estudié en institutos exclusivos, en la escuela Spellman, en el
colegio Isaac Newton y en la Universidad Católica. Terminé el ciclo
correspondiente y soy licencia en sicología educativa, con este título puedo
trabajar de profesora o tratando problemas de aprendizaje en los chicos; pero,
ninguna de estas alternativas me satisfacen. Fui profesora, en un colegio de
gente adinerada, no me agradó en absoluto la actitud que tienen ahí los niños y
sus madres: a las profesoras, las tratan como a sus empleadas, las madres
querían que la profesora hiciera lo que a ellas les venía en gana, fue el
Americano Internacional, donde no rigen las normas pedagógicas ni las
institucionales, sino la voluntad de esas señoras. Por cualquier cosa se
quejaban a la directora, hasta por cosas propias del profesorado, como la
corrección de faltas de ortografía en los deberes de los chicos, una de esas
señoras se empecinó en que no lo hiciera con lápiz rojo, que le parecía grosero
y que lo hiciera con azul y, la directora, me obligó a corregir con azul. Otro
caso absurdo, protagonizado por uno de esos críos, que no distinguían lo bueno
de lo malo, fue que trató de manera cruel y humillante a un compañero y lo
corregí, pero el malcriado no entendía, fue a quejarse de la corrección, y la
directora lo favoreció. Me aterraba pensando que esos niños serían los futuros
dirigentes del país. Decidí salir de ese colegio donde dominaban la riqueza y
el poder social, y eran postergados el conocimiento, la educación y la moral.
Parecidos a éstos se daban casos a diario, donde lo primero era satisfacer los
caprichos de los padres que pagaban grandes pensiones mensuales. Fue a pedir
matrícula un chico mulato, hijo del embajador de un país amigo y las
autoridades de la escuela me instruyeron que no aprobara sus pruebas de Inglés,
que le hiciera no aprobar el examen de Inglés que yo debía tomarle; así hice,
le puse deficiente, a pesar de que el chico había sido bueno en el idioma y de que
ya no se tomaban pruebas de Inglés entre los exámenes de admisión; no lo
dejaron entrar, me dijeron: imagínate lo que van a decir los padres si
admitimos a un niño negro.
Mi padre no es ambicioso, con él no me ha sido posible siquiera
adquirir el complejo de Electra, es absolutamente diferente al hombre que me
gustaría, luchador y ambicioso: papá es casero, no fuma, no toma, no es mujeriego,
es bueno, pero por lo demás no da una, nada le sale bien al pobre. Tuve mi
primer enamorado a los dieciocho años, fue un desastre, era un chico
divorciado, se había casado sólo por lo civil. Mis padres no apoyaron ese
romance. Quería encontrarme con él y mis padres me prohibían hacerlo. Tuve una
relación tormentosa, pues me hicieron sentir que era mala y prohibida. Yo
quería saber cómo era tener enamorado, lo conocí en la universidad, caminábamos
juntos y conversábamos. Quizás, lo que me gustó de él fue que se fijó en mí,
también era de físico agradable, blanco y alto. Yo nunca coqueteaba, quizás ahora
lo haga un poco, a él no me insinué, la relación era desabrida y la terminé. Me
gusta la música, oírla en tono bajo, hay una canción que describe a un
enamorado sutil y elegante que aparece al atardecer. Mi segundo enamoramiento,
como otros dos de paso, fue poco serio. Esos enamoramientos eran de tres o cuatro semanas, admitía a
quienes se me insinuaban y evadía a quienes más me gustaban y con los habría
querido tener algo. No disfruté de amores, nunca tuve sexo hasta que lo hice
con el que habría de ser mi marido.
Me casé a los treinta, tuve relaciones con él de novia, un año antes,
a los veintinueve. Cuando lo conocí me pareció el que había deseado siempre. Al
principio no pensé en casarme, tenía al hombre especial, al esperado y quería
amarlo sin trámites sociales. A mi edad, de entonces, y en las circunstancias
en que me encontraba era de esperarse que me entregara y lo hice, no pude
esperar más. Luego, me propuso matrimonio y lo acepté. Mi entrega fue
gratificante, en sentido emocional, aunque en cuanto a lo físico: frustrante,
no sentí nada en la noche de bodas. Y como esa primera vez no fue
satisfactorio, nunca lo sería en el resto del matrimonio. Después, a poco del
casorio, surgió su malgenio y su machismo, se volvió celoso y posesivo.
Quedé embarazada, sin querer, a los seis meses de casada, para
entonces, ya me había convencido de que mi matrimonio había sido un error, de
verdad no lo quería y tampoco quería tener más hijos de él. Mientras estuve
embarazada quise abortar, pues un hijo me sujetaría a él. Tuve un embarazo terrible,
peleábamos, yo lloraba todo el tiempo. Cuando nació mi hija no fui feliz, no
sentí lo que, se supone debe sentir una mamá. Mi hija nació con operación
cesárea, estuvo en mala posición y su nacimiento tuvo que ser planificado. El
parto salió bien, no sufrí dolores, mi marido estuvo ahí, con aspecto
indolente. A los cuatro meses, mi hija, comenzó a interactuar conmigo, entonces
sentí que la amaba, ya no la vi más como consecuencia de la pésima relación que
teníamos con su padre, me hacían gracia las cosas de mí que iba encontrando en
ella. La familia de mi marido, los Zapata, no se preocuparon, ni se preocupan
por mí ni por mi hija.
Habían pasado cosas en mi vida, como la muerte de mi abuelita. No
quería terminar mi vida sola, cuando ella murió me dejó solitaria y aspirando a
tener una familia, por eso entre otros motivos me casé. Conocí hombres, quienes
se aproximaron a mí, pasaban por la oficina donde yo trabajaba, conversaba con
ellos, les aceptaba invitaciones a restaurantes y cafés, no me satisfacían
aunque, puedo reconocer, salía a la calle en busca de marido. Una compañera de
oficina me mostró las fotografías de un tipo agradable, el que sería mi marido,
le dije que me parecía simpático, la amiga no demoró en relacionarnos, lo
convenció de que me llamara por teléfono, él estaba en Machala, durante una
semana nos hablamos a diario, él de allá y yo de acá. Me contó que era divorciado y tenía un hijo.
Conversamos durante horas, le conté lo que yo hacía, me gustaba y quería en la
vida, le dije que aspiraba a tener estabilidad económica, me gustaba viajar,
amaba a los animales. Él dijo coincidir con mis gustos y deseos, quería que su
mujer fuese su mejor amiga. Me pareció súper lindo. Durante cinco meses fue mi
amigo, confié en él más que en ninguna otra persona. A la semana vino a Quito y
nos encontramos, había sido igual de
bonito que en las fotografías. A pesar de mis escrúpulos, porque era
divorciado, decidí arriesgarme y avanzar en la relación.
El día en que llegó de Machala, nos hicimos íntimos, nos besamos y
acariciamos. Él trabajaba dos semanas fuera de la ciudad y una pasaba aquí.
Cuando estaba fuera, me llamaba sin fallar todos los días. Mientras estaba
aquí, almorzábamos y hacíamos actividades, juntos. Casi enseguida, como yo tenía
una habitación con entrada privada, él se quedó a dormir conmigo y se iba
temprano, antes de que mamá bajara llevándome el desayuno. Así fue nuestro
noviazgo de un mes, hasta que nos casamos. Era técnico petrolero, ganaba un
gran sueldo que significaba que me daría la vida cómoda que quería. Era
ambicioso, el ingeniero Zapata quería llegar a la gerencia de esa petrolera
internacional; su padre había sido y era empresario exitoso, importador de
insumos agrícolas: abonos, semillas, fertilizantes, insecticidas, etc. También
había heredado el orgullo de su madre, a quien él llamaba doña Pilar y era una
mujer basta y orgullosa. Él era divorciado y no podía casarse por la vía
eclesiástica, que era importante para mí y mis padres, pero como se portó lindo
con todos, consiguió que lo aprobáramos, yo, mis padres y los amigos. También a
varios les pareció una gran oportunidad para mí, pues tenía veintinueve años y la
ocasión se veía buenísima: un pretendiente con sueldo magnífico. Podía ser mi
primera y también última oportunidad, como dijo mi mamá. Yo pensaba: además, que
tomaría el tren a ver qué pasa, si no funcionaba me bajaría; por último, era
sólo un matrimonio civil.
Nos casamos en la casa del que sería mi suegro, que tiene un jardín
bonito y una hermosa glorieta, tuvimos un enorme pastel; estuvimos presentes
él, yo, nuestras familias y unos cuantos amigos, en total unas treinta
personas. Fuimos de luna de miel a Bogotá y Cartagena, donde nos peleamos por
primera vez, fue una tarde, estábamos en la pieza del hotel y resolvimos bajar
a la piscina, me puse un traje de baño y recogí mi pelo bajo el gorro, entonces
él se puso furioso, me dijo que no debía cubrir mi cabello y dejar el pelo
suelto, le dije que eso era incómodo, discutimos, él quería lucirme como a una
mascota, que vieran, los desconocidos, que yo era su gringa; me pareció
ridículo, superficial, me sentí ofendida y lo amenacé con divorciarme en cuanto
llegara a Quito.
Recuerdo los intentos que él hizo para penetrarme, debía ir poco a
poco para no lastimarme, cuando por fin lo conseguía, yo le pedía: ya, basta.
De todas maneras, reconozco que se portó con respeto y delicadeza. En el
matrimonio perdí la expectativa del sexo placentero, siguió lo mismo, yo nada
sentía y él tampoco parecía estar satisfecho. A partir de ahí, no pudimos
convenir en un proyecto común de vida. A él le mejoraron el sueldo poco antes
de que nos casáramos y lo que me propuso fue abrir una cuenta única de banco,
en la que yo también depositara mi sueldo, no estuve de acuerdo y se enojó
mucho. Cada vez que no estábamos de acuerdo en algo, se ponía furioso,
amenazaba con irse y terminar conmigo. Después de la luna de miel tuvo que ir
al Oriente, región de los pozos petroleros, lo esperé con una fiesta sorpresa.
En esa fiesta tomó demasiados tragos y estuvo fanfarroneando de sus amoríos de
soltero, entonces también hablé de unas relaciones de soltera y él se enfureció
de tal manera que gritaba, fuera de sí, celoso y ofensivo, me retiré al
dormitorio, pero me persiguió gritando ofensas, le respondí de mala manera,
comenzando por ridiculizar su apellido Zapata, y él ya violento, me empujó sobre
la cama e intentó ahorcarme, unos amigos llegaron y lo apartaron, yo gritaba,
como condenada: Zapata longo infeliz.
Los celos de mi marido eran gratuitos, absurdos, Tener celos de
alguien como yo, que era seria y no salía a farrear, era estúpido. Sus celos
eran enfermizos. Cierto que no lo quise, sólo he querido a mi hija, ella me
enseñó a amar. O quizás fue el “Peludo” quien también me enseñó a amar, era un
perrito que llegó a mi vida cuando estaba sumergida en el pozo negro de la
depresión, fue el primer ser a quien dije te amo. Estuve sola, mis padres
pasaban media semana en la hacienda, yo tenía un trabajo que detestaba, en el
colegio americano, hasta pensaba en matarme y el Peludo me salvó la vida.
Después de la agresión en aquella fiesta sorpresa, mi marido quedó
advertido de que si volvía a tocarme no me vería más en la vida. Las peleas
comenzaban por tonterías, si alguien me
preguntaba mi nombre y yo dije María Lorena Donoso, en lugar de Lorena de Zapata,
él se enfurecía, gritaba que si me avergonzaba de él, se iría de mi lado.
Amenazaba siempre con que se iría. Otra vez, me metí sola en la piscina de un
hotel vecino, en lugar de hacerlo con él que llegaría más tarde, eso fue ofensa
para él, me exigió disculpas. Cuando fui a una conferencia sobre medicina
alternativa, él se enojó porque, dijo, ahí podía encontrar a alguien que
tuviera afinidad conmigo y compartiera
el interés por ese tema. Tenía celos hasta de mi perro Peludo, de soltero pareció
quererlo pero de casado lo detestaba porque, decía, yo era más cariñosa con el Peludo
que con él. Con mis padres se llevaba bien, mientras fue soltero le prestaban
la llave de mi departamento para que descansara allí mientras yo estaba fuera,
le prestaban el carro y le hacían muestras de simpatía y afecto; Creo que el
padre de él había abastecido de insumos a la hacienda de mis padres, tenían
cierta familiaridad. A él, en cambio, mis papás le resultaran aburridos,
después de que nos casáramos él no quería ir donde ellos.
Hacíamos el amor para hacernos de buenas, para mí siempre fueron
insatisfactorias las reconciliaciones. Él sabía lo que me gustaba, le dije
cuáles eran las zonas placenteras de mi cuerpo pero, en el momento de hacerme
el amor, no tomaba en cuenta lo que le había pedido, era persistente en la
postura del misionero y apenas algo más, muy aburrido. Me gustaba que me bese
en el cuello y la espalda, que me respire en la oreja, él no hacía eso, me daba
chupetones bruscos, como para ofenderme. Siempre me dolía la penetración,
parecía quedar contento cuando me ponía sobre él; dijo, una vez, que había
tenido conmigo el mejor sexo de su vida en una tina de baño. El tipo se
excitaba rápido y acababa rapidísimo, me dejaba a medias; le pedí, en una
ocasión, que necesitaba más tiempo, que hiciera algo para no terminar tan
pronto y que yo alcanzara a sentir algo más y él me dijo que no debía criticar
su sexualidad así como él no criticaba la mía. No tuve más de tres orgasmos en
el matrimonio, y no cuando hacíamos coitos ordinarios sino sexo oral.
Era de mi altura, uno setenta y ocho, grueso, con el cuello un poco
corto, dando la impresión de tener una joroba incipiente, cabeza redonda, pelo
castaño oscuro, ojos miel, nariz recta y perfilada, labios carnosos, linda sombra
de barba. No era regio, pero llamaba la atención. Le gustaba vestir bien, era
blanco pero siempre bronceado, con manos grandes. Tenía la nuca fea, como el
lomo de un puerco espín, cuando se casó comenzó a engordarse, se dejó crecer la
barba y se puso una argolla en la oreja derecha. Apenas casados, cuando se
quedaba en casa y yo tenía que salir a trabajar, él cuidaba a la hija, pero,
comenzó a fastidiarle la niña, se alejaba de ella. Como estaba con nosotras una
semana y dos lejos, quería aprovechar su estadía en la ciudad para visitar
amigos, ir al cine, tomar copas y salir a comer, y la niña resultaba un
obstáculo para sus planes. Fuimos encargando la niña, poco a poco, en manos de
mi mamá. La pequeña comenzó a llorar con su presencia, quizás porque lo veía
poco, pues estaba más ausente que presente, pero el pediatra dijo que podía ser
porque él le habría causado temor más de una vez. Las primeras impresiones, en
un niño, sobre determinada persona, son definitivas, a mí me pasó con mi
abuelita.
Mi abuela había sido, quizás, lo más importante en mi vida, mi madre
fue hija única de ella y yo hija única de mi madre. Cuando mi abuela murió me
di cuenta de cuanto había influido en mí, era pequeñita, debió medir máximo uno
cincuenta y cinco, delgada, bien blanca, dama de alcurnia, tenía los dedos
largos, tocaba el piano, pintaba siempre de rubio su cabello y lo peinaba
cortito y hacia atrás, tenía ojos verdes. Vestía ropas bonitas que guardaba
desde el tiempo de las vacas gordas, vestidos comprados en Europa, quedaba muy
elegante, a la antigua, y era vanidosa. Se ufanaba de sus antepasados, nobles,
unos que habían sido próceres de la independencia, estaba orgullosa sus Ante y
Dávalos. Era rígida, preocupada por el aseo y decoro de todo, el mundo moderno
le parecía feo y malo o, cuando menos, peligroso. Era, sin duda, racista. Me
crio defendiéndome del mundo adverso y de cuidado; estaba llena de prejuicios y
tenía una moral compleja y primitiva.
Pero parecía feliz, aunque no le haya ido bien en el matrimonio y se
haya divorciado cuando mi mamá era una niña de dos años. Decía haber tenido un
gran amor imposible, sugería que fue por un presidente de la República, no pudo
tener a ese ser amado por impedimentos de los familiares del político. Crio a
su hija en la casa de sus padres, fue la primera ecuatoriana a quien hicieron
una operación de corazón abierto, quedó bien, pero se quejaba de estar enferma
cardiaca que no podía hacer nada y concitaba la solidaridad de los que la
rodeaban. Heredó a mi mamá su negativismo y mi mamá, me lo pasó a mí. En lo
cotidiano, mi abuela era estricta, más que mi mamá, controlaba todo, por eso
quizás deseé que desapareciera, me limitaba y fastidiaba. Pero yo contaba más
con mi abuela que con mis padres, ellos se iban a la hacienda de la sierra,
porque la hacían cultivar, aunque ya no tenían un juego de haciendas, como los
grandes terratenientes que ya eran también exportadores y financistas; mi
familia no llevó el ritmo progresivo de esa clase, se retrasó y entró en
decadencia, sólo conserva su nobleza de sangre.
Mi abuela tenía un hermano gemelo, el tío Rafael, era quien influía
sobre mi abuelita y el resto de la familia, cuando se quedaba a almorzar, ese
tío abuelo, ocupaba la cabecera de la mesa desplazando a mi papá de ese sitio.
Si mi tío decía que un banco era confiable para poner en él los ahorros, todos
estaban de acuerdo. Los hermanos de mi abuela eran muy unidos, quizás por la
fuerza de su sangre noble; el tío Rafael visitaba mi casa muy seguido y no
paraba de vociferar contra los comunistas, los bolcheviques eran lo peor que le
había sucedido al mundo, todo lo malo se debía a los bolcheviques. Ya cayó la
URSS pero él seguía viendo que lo peor del mundo se debía al comunismo que
insolentaba a los indios. Pero también la desgracia del Ecuador era por los
indios, ya estaban alzados y no querían ocupar su sitio. Todo tiempo pasado fue
mejor, porque había una clase noble, blanca, de sangre española, que ocupaba su
alto sitial y no se mezclaba con los indios. Mi abuelita veía que el país se
estaba yendo a pique por culpa de la mezcla feroz de blancos con indios. Ella
quiso mantenerse apartada de la maldición del mestizaje. Yo estaba en el
colegio Spellman y quise cambiarme de colegio, mis padres se opusieron al
principio, por algo ese era uno de los mejores colegios de la ciudad, pero
hablaron con el tío Rafael y él les dijo que si yo me sentía mal en ese colegio
debían dejar que me cambiara, entonces mamá vino a decirme: el tío dice que
está bien que te cambies y me dejaron que fuera a terminar el bachillerato en
el Isaac Newton, desde el cuarto curso.
Cuando mi abuelita murió, el departamento perdió vida, costaba más
mantener vivas las plantas y el aseo. Ya son cuatro años de su muerte, la
familia se desarmó, mi tío Rafael ya no tiene ninguna influencia en la familia.
Mi abuelita se llamaba María Lorena Velasco y Coronel, había sido ella misma
quien le decía a su hermano Rafael lo que debía aprobar o desaprobar. Estuvo
divorciada cincuenta años, soltera y virgen; había tenido pretendientes, de la
alta sociedad, chiribogas y cordoveces, pero nunca los aceptó, creía que seguía
casada, por la iglesia y no iba a vivir en pecado. Era muy conversadora con
Jesús y la Virgen María. Parece que sigue viva, entre nosotros, obrando, mi
hija ya se parece a ella, mi nena comenzó a querer al tío Rafael aun antes de
conocerlo, sin haberlo visto.
Mi marido decidió separarse de mí. Se incrementaron los conflictos,
también hubo peleas por mis celos, comencé a celarlo con su primera esposa, me
deprimía pensando que yo podía ser la secundera y no la principal. No podía
esconder mi desaliento, todos se enteraron de mi mal estado de ánimo. Tuve
necesidad de que me mediquen, la depresión aumentaba con las peleas y peleaba
porque me deprimía. Se cansó, el tipo, me dijo que se sentía infeliz y ya no quería
estar conmigo, se fue de la casa, intentamos volver, pero tuvimos otra pelea
por un motivo insignificante, así que su resolución fue entonces definitiva y
se largó.
Iba a visitarnos, a mi hija y a mí, a veces se quedaba a almorzar. En
una de esas ocasiones, dijo que la manera de rescatar a Doménica, nuestra hija
que ya tenía comportamientos raros, era que yo me quedara en casa y dejara de
trabajar, él correría con los gastos de las dos. Mi hija necesitaba
estimulación temprana, pues no sabía gatear cuando era común que los bebes lo
hicieran; pero mi marido dijo que era mucho treinta dólares mensuales que
costaba esa estimulación; le dije que estaba siendo cicatero y más bien debía
aumentar la pensión de cuatrocientos que nos pasaba para que nos mantuviéramos
las dos, él se negó a hacerlo, se fue y desapareció una semana. Habíamos
cumplido dos años de casados, lo convencí de ir a unas reuniones donde se
armonizaban a los matrimonios con problemas, mi argumento era que nuestra hija
nos necesitaba juntos. Pero no quiso intentarlo otra vez, ya no quería
relacionarse conmigo porque ya no me amaba y mi presencia le hacía daño, me cansé de rogarle y no me quedó
más que aceptar que el matrimonio se había terminado.
Siendo gringa y adoptada por personas de una clase ya desfasada de
esta sociedad, me siento haciendo equilibrio entre dos maneras de ser y de ver
el mundo. De mi sangre norteamericana tengo, quizás, ideas que me vienen
innatas, de origen. Pero, de corazón, me siento ecuatoriana, aquí crecí y me formé.
Mi país es Ecuador, lo siento mi hogar, mi tierra. Cuando salí a los Estados
Unidos tuve la oportunidad de ver en perspectiva las maravillas que tenemos,
todo el potencial para que seamos millonarios; sin embargo, la gente y su baja cultura no dan para que eso
resulte. No hay una cultura de trabajo y esfuerzo, sino facilismo y viveza
criolla. Las personas de aquí, según veo, tienen la posibilidad de salir
adelante, pero cada uno se dice: si los demás no luchan ¿por qué voy a hacerlo
yo? si nadie es puntual ¿por qué voy a serlo? nadie respeta las leyes ni su
propia palabra ¿por qué yo? El Ecuador tiene materia prima, pero la gente,
la cultura y la sociedad, no dan para
aprovecharla. En los Estados Unidos es posible tener una vida tranquila, en el
sentido de que la economía es estable, se sabe que si uno tiene un trabajo va a
estar estable en él, no hay una crisis tras otra como aquí, allá cualquiera
tiene casa y carro. Sin embargo, recuerdo que volví frustrada de los Estados
Unidos, a dónde había viajado por primera vez, por intercambio estudiantil y
para ver si conocía a mi verdadera familia. Esa gente es campesina, alcohólica,
muy pobre y hasta sucia, no tenía mucho que ofrecer. La depresión que contraje me
duró varios meses, al final, pensaba en morirme, me asusté, estuve más
inestable, fui donde un neurólogo. El neurólogo me mandó a tomar pastillas,
tuve que tomarlas durante un año. Entonces compré al Peludo, hubo quien me
recibiera en casa y un compañero para salir al parque.
A las mujeres de aquí he querido tratarlas sin discriminación, pero
las morenas, bajas de estatura, con pelos oscuros, se sienten como amenazadas
por mí, a los hombres de aquí gustan más las rubias, altas y con ojos claros.
Las criollas veían que los hombres se fijaban más en mí y trataban de compensar
esa preferencia haciéndose más lanzadas, ofrecidas o regaladas con los chicos.
En una fiesta, una de esas muchachas morenas, coqueteó con el que conversaba
conmigo, lo monopolizó y seguía hablándole mientras él y yo nos quedábamos en
el aire, sorprendidos y sin entender lo que decía. Sabiendo que mi aspecto de
gringa era más atractivo que el de mis amigas, yo trataba de pasar
desapercibida, con ropa modesta y pocos afeites, tímida y callada, porque
quería seguir integrando el grupo de compañeras, y que no me vieran como
amenaza ni me desplazaran. Los chicos, mestizos, que tienen más de indio, son
los que más atenciones me prestan, a veces dicen algo en inglés porque piensan
que así me fijaré en ellos.
Estuve un año en los Estados Unidos, del 96 al 97, donde una familia
anfitriona, por el intercambio estudiantil, esa familia era religiosa, vivía en
un pueblo pequeño, padres e hijos tenían trato familiar con las visitas,
dejaban que éstas se sintieran como otros miembros de la casa, no les daban
tratos especiales, permitían que se desenvolvieran y atendieran a su aire.
Siempre había tenido el interés por conocer a mi verdadera familia, la
biológica, pero mi madre adoptiva no me había dado información suficiente sobre
ella, hasta entonces y en esa primera oportunidad no pude ir a conocerla. Sabía
que nací en Jackson, Florida, mi mamá se llamaba Meri Kats. Cuando cumplí 18
años, pedí a mis padres que me dieran información de cómo fui adoptada, eso quise
de regalo de cumpleaños y nada más. Con la poca información que conseguí de
ellos entré a la Internet, a todos los sitios que existían para unir a familias
separadas y en especial a hijos adoptados con sus padres biológicos, descubrí
una asociación que se llamaba Alma, se pagaba una cuota mensual y le ayudaban a
encontrar a los verdaderos padres, me asocié. Pasé algún tiempo en esa búsqueda
sin resultados positivos, cuando fui a los Estados Unidos, por el intercambio
estudiantil, investigué, pero, igual nada encontré. Hasta que me hice amiga,
por Internet, de un chico, cuya mejor amiga vivía en Jackson, le conté mi
historia, él a su vez se la contó a su amiga que residía en la ciudad donde yo
había nacido.
Por entonces murió mi abuelita y entre los papeles que ella había
olvidado, en algún mueble, encontré unos que hablaban sobre dos chicas
embarazadas que estuvieron dispuestas a dar sus hijos en adopción, en los
Estados Unidos, una de ellas correspondía sin duda a mi madre, era residente en
Jackson; estos datos fueron decisivos para la búsqueda que hacía allá la amiga
de mi amigo. Supe que mi mamá cumplió dieciséis años cuando se quedó embarazada
de mí, tenía dos hermanos y una hermana y que no se llamaba Meri sino Dorothy
Kats; pero se había casado después y por tanto cambiado su apellido, pero sus
hermanos varones no habrían cambiado el apellido, así que la investigación se
simplificó, mi amigo le pidió a su amiga que buscara en la guía de teléfono a
los Kats. Para mi buena suerte, el primer Kats al que llamó la amiga de mi
amigo, había sido mi tío, hermano de mamá, él confirmó toda la historia que ya
teníamos, edades, fechas, circunstancias. La amiga de mi amigo le dijo a mi
madre que yo andaba buscándola y quería saber si ella quería verme.
Mi gran preocupación era si mi madre biológica querría conocerme.
Pensaba que verla, así fuera de lejos, me haría feliz. El tío Kats dijo que mi
mamá Dorothy también había estado buscándome, había puesto avisos en la
Internet con el fin de localizarme, nunca se había imaginado que yo estaría en
Ecuador, había creído que seguía en los Estados Unidos. El tío me proporcionó
el email de mamá, le escribí y, tres meses después de la muerte de mi abuelita,
mi mamá contestó diciendo que yo era la niña que ella siempre estuvo buscando y
nunca olvidó.
Saber que mi mamá me había querido me dio una felicidad incomparable.
Resultó que yo tenía tres hermanas, un hermano y siete sobrinos, ya no estaba
sola en la vida, era hermoso. Durante un tiempo, mi mamá gringa y yo estuvimos
en contacto por email, me contó cantidad de cosas, cómo eran ella y mis
hermanos, me dijo que cuando nací le pidió a la enfermera que me pusiera en su
regazo porque quería conocerme, pero la enfermera se negó a hacerlo pues ella,
mi mamá, había hecho un trato por el cual me cedía en adopción inmediatamente
del parto y ya no se le permitía que me viera. Dijo que me recordaba sin
descanso, en especial en cada cumpleaños mío. Para llenar el vacío que dejé en
su vida, se casó de inmediato y tuvo otra hija, mi hermana, casi dos años menor
que yo. Trató, alguna vez, de revertir el tratado de adopción y recuperarme
pero no pudo hacerlo.
En Semana Santa he tenido experiencias extraordinarias, en una me
convertí a un fervoroso catolicismo; tras una crisis de agnosticismo emocional,
volví a creer en Dios y a esperar de Él. En otra semana santa nació mi hija y
en otra conocí a mi familia biológica. Por entonces yo estaba trabajando de
traductora en esta oficina, pedí dos días de permiso para añadirlos a la vacación
de semana santa, y me fui a Jackson a ver a mi mamá. No tenía nacionalidad
americana porque mis padres adoptivos me inscribieron como nacida en Ecuador,
hija natural de ellos; pedí visa a la Embajada de los Estados Unidos y me la
negó. Estuve furiosa con mis padres por no haberme inscrito como adoptada y de
nacionalidad estadounidense, como debieron hacer. El jefe de esta oficina, de
la compañía americana donde trabajo, me proveyó documentación de funcionaria,
pidiendo a la vez que me dieran visa para asistir a un evento de la compañía en
los Estados Unidos, entonces los de la Embajada me otorgaron la visa.
Como no había comprado pasaje mientras tramitaba la visa, sólo pude
conseguir boleto, para Jackson, en una compañía venezolana de última, fueron a despedirme
mis padres adoptivos. Llegaría en la noche, mi familia, prevenida por mi
mensaje, había programado una recepción para la mañana siguiente. Al llegar a
Caracas, me dijeron que yo no constaba en la lista de pasajeros para los
Estados Unidos porque habían llenado mi pasaje a última hora y a mano, no
constaba en la lista de la computadora. Esperé en el aeropuerto, con otros seis
ecuatorianos, para ver si se presentaban cupos en otros vuelos, no hubo, me
dieron un papel en el que decían que yo llegaría al día siguiente a Miami y de
allí me harían una conexión en vuelo local a Jackson; mientras tanto me
llevaron a un hotel de mala muerte, con cucarachas y sin teléfono, no podía
comunicar a mi familia de mi situación, me puse en manos de un árabe comedido
que me llevó a comprar una tarjeta para teléfonos, pero esa tarjeta no servía
para el aparato del hotel; el árabe comedido lo que finalmente pretendió fue acostarse
conmigo, como me negué de plano quiso que le pagara diez dólares por una
llamada desde su portátil, salí gritando de la habitación, le dejé un dólar que
era cuanto tenía, por la llamada, me fui a encerrar en mi pieza, no había agua
caliente, me bañé en agua helada.
No dormí en toda la noche, los de la empresa venezolana fueron a verme
a las cinco de la mañana; en el aeropuerto nos hicieron esperar varias horas, a
otros ecuatorianos les perdieron sus maletas, gracias a Dios conservé la mía,
me embarqué por fin, llegué a Miami, fui al camper de la empresa doméstica de
los Estados Unidos y me dijeron ahí que la reserva venezolana no valía, fui al
terminal de la empresa venezolana, golpee hasta que me atendió un tipo
arrogante que dijo que la empresa ya nada tenía que ver en mi caso, había
cumplido dejándome en Miami; grité, pataleé y lloré hasta que el tipo me ayudó,
consiguió que me pusieran en la lista de espera y, en un tercer vuelo, por fin
hubo cupo y pude volar. Mi familia, enterada de los retrasos, había esperado dos
días en el aeropuerto, me recibieron mi mamá y dos hermanos. Reconocí
inmediatamente a mi mamá porque me había enviado fotografías, me abracé con
ella, luego con mis hermanos. Me llevaron a la casa de una tía, que era la vivienda
más confortable, me presentaron a familiares, me decían que soy bonita y me parezco
a uno y otro. Estaba feliz, hubo una fiesta maravillosa, luego mamá me llevó a
conocer Jackson, los lugares donde yo había nacido y donde ella había vivido.
Me contó de mi papá, cómo era él, me preguntó si quería conocerlo pues sabía
dónde localizarlo. Sacamos certificado de mi nacimiento en el hospital, obtuve
esa prueba de que yo era americana. Fuimos a la corte, pero no existían ahí
papeles sobre mi adopción. Yo tenía certificados falsos de haber nacido en
Ecuador, pero no habían obtenido mis padres adoptivos un certificado legal de
mi adopción, me hacían pasar por su hija biológica y no les interesó obtener tal
certificado. Fui adoptada de manera ilegal, los abogados a los que consultamos
no sabían qué hacer.
Mis padres adoptivos decían que hicieron, las cosas de ese modo, por
mi bien y para asegurarme. Un pariente de mi padre había presentado testimonio
juramentado, falso, de que yo era hija biológica de María Lorena Haro, nada
hicieron por vía legítima, me obtuvieron y retuvieron sin más. Estuve
gestionando que me reconocieran la nacionalidad estadounidense, pero mis padres
adoptivos temieron ser encausados por fraude, respecto de mi origen; abandoné
al principio esa gestión y dejé que las cosas siguieran igual. Cuando conocí a
mi madre biológica, supere mis escrúpulos respecto de mis padres adoptivos.
Cuando mi madre adoptiva se enoja conmigo, echa la culpa, de lo que
hago a mis genes, no acepta que he sido malcriada por ella, sino que he sacado
lo malo de mi familia biológica, en particular de mi padre quien, se dice, ha
cometido delitos que lo llevaron a la cárcel. Ella insulta a mi madre
biológica, quién vendió a su hija, sin darse cuenta de que insultándola así me
ofende también a mí. Entendí que yo estaba constituida por la cultura
americana, me importa, más que nada que respeten mi espacio personal, creo que
este sentimiento de dignidad es muy americano, aquí no importa, hay demasiado
contacto personal, la gente se habla de cerca, en los buses se topan unos con
otros, en los Estados Unidos se respeta el espacio personal.
Me muevo, pues, entre dos culturas, amo a éste que considero mi país,
pero siento que aquí tengo limitaciones para salir adelante. Traje certificado
de nacimiento del hospital, que dice simplemente Baby Kats, y varios documentos
de mis familiares, reconociéndome. Ni los abogados de allá ni los de acá han
sabido qué hacer, era raro el caso de que ecuatorianos adoptaran una niña
americana en tan especiales circunstancias,
nunca había pasado y era más complejo el caso porque ocurrió hace treinta
años: una niña americana fue adquirida por ecuatorianos que la hicieron pasar
por hija biológica. Así que, arriesgando la suerte de mis padres adoptivos, que
mentían hasta último momento diciendo que yo había nacido aquí, me propuse
conseguir la nacionalidad americana. No atendí al temor de mis padres, pues
sabía que cualquier cargo contra ellos había prescrito, fui a la embajada
americana y les conté pormenores de mi caso, me atendió una funcionaria, vio
documentos y fotografías, consultó con sus superiores y resolvieron que la
Embajada podía receptar declaraciones juramentadas de mis padres adoptivos y
que autoridades estadounidenses las tomarían a mi familia biológica, allá. Tuvieron que declarar todos y decir cómo
fueron las cosas. Obtuve así el reconocimiento oficial de los Estados Unidos de
que yo era ciudadana americana; pero, en cambio, dejé de ser ecuatoriana, tuve
que hacer otras gestiones, con asesoría de un importante abogado ecuatoriano,
quien hizo anular mi cédula antigua de identidad ecuatoriana y que se me provea
de otra en la que consta mi doble nacionalidad.
Soy secretaria de un ejecutivo de esta empresa norteamericana, pero me
molesta la idea de seguir siendo por siempre secretaria. Aquí no voy a
encontrar al hombre que quiero, aquí los hombres son machistas y de mente
cerrada, quiero un nuevo marido que cocine conmigo. Los americanos tienen otra
mentalidad, porque no pasan, como los de aquí, de la casa de mamá a la de
esposa, sin experiencia ni distinguir responsabilidades. El que fue mi marido,
cuando su mamá ya no le preparaba comida y ropa, esperó a que se las preparara
yo, a pesar de que yo trabajaba en esta oficina por un sueldo. En los Estados
Unidos esto no pasa, creo yo, los hombres se independizan rápido y comienzan a
atenderse ellos mismos, espero tener un hombre con esa mentalidad. Por otra
parte, el refugio para animales, que me gustaría instalar aquí, no se puede
hacer, porque de ello no se saca dinero, en cambio en los Estados Unidos un
programa de esos, de ayuda a la fauna, tiene apoyo financiero oficial. Quiero
llevar a mi hija a los Estados Unidos, quiero que aprenda bien el inglés, que
conozca a su familia biológica. Quería hacer el refugio de animales en una
hacienda de mi padre adoptivo, pero él no quiere, pienso que todavía no está
dado el tiempo de que se pueda hacer aquí algo como eso. Considero la
posibilidad de vivir en los Estados Unidos, por lo menos un tiempo, ojalá
llegué conocer a alguien que participe en el proyecto y pueda volver acá a
realizar mi plan ecológico.
Mi padre tiene una hacienda en el Oriente, en el bosque húmedo, allí
he pensado hacer el refugio para animales silvestres; está bajando de la
montaña hacia la selva. Se pueden encontrar, ahí, pájaros e insectos, tiene diez
hectáreas de bosque originario y mi idea es comprar otras propiedades vecinas donde
ese bosque se conserva para completar una gran extensión rica en fauna y flora
silvestres. La idea es tener una reserva bien aislada, mediante cercas, y provista
de parejas de animales, trabajarían conmigo veterinarios y especialistas
extranjeros, ojalá de universidades donde hay conciencia sobre la necesidad de
conservar la ecología. Con una reserva así se educaría a la gente de la zona
para que deje de arrasar la montaña, talando árboles y cazando especies
silvestres y se dedique a proteger animales y fomentar el turismo ecológico;
ahora, los colonos y nativos viven talando los árboles, sembrando naranjilla y
tomates de árbol, criando cerdos, no tienen otro modo de conseguir dinero;
habría que ayudarles a implementar programas turísticos para que dejen de dañar
la naturaleza, podrían criar guatusas y capibaras, en lugar de chanchos y
venderlos a buen precio, esto ya se ha probado y ha dado buenos resultados, o
pavas de monte, en lugar de gallinas que también dan ricos huevos y carne. Pero
mi padre se opone a mi proyecto, es el dueño, qué le vamos a hacer.
La raza india me parece respetable, fascinante, pero diferente de la
raza civilizada; admiro las edificaciones de ellos que han resistido, sin
sucumbir a terremotos, mientras sucumbieron los edificios de españoles y
europeos. No han adelantado en otras cosas, como en la ropa, por ejemplo, la
raza se fue abajo en cuanto a vestido y costumbres desde que fue conquistada
por los europeos. Los indios de ahora tienen la mentalidad de “yo pobrecito no
tengo nada, nada puedo, me deben dar todo.” Tienen una opinión muy baja de sí
mismos, son incapaces de entender y hacer. El sector oficial, en consideración
de que fueron conquistados, avasallados y pisoteados los tiene por desvalidos y
acreedores a la beneficencia pública. Así estarán hasta que tomen el futuro en
sus manos. Los indios que han viajado se dan cuenta de que tienen por qué
sentirse valiosos, valoran su cultura y tratan de enseñar, a los que se
quedaron, que lo propio es algo de lo que sacar partido. Los pocos blancos que
se creían de la clase noble, también por inoperantes, pasaron a ser de clase
media económica. Los blancos que siguen siendo ricos son escasos, ahora hay
crecimiento de las clases mestiza y hasta india, cuando hacen dinero. Conozco a
blancos y nobles empobrecidos, como algunos de mi familia adoptiva. A blancos
que siguen ricos también conozco y no me caen bien, se sienten superiores,
están embobados con sus fortunas; los jóvenes de esta clase son los más fatuos,
no tienen habilidad ni para simular actitudes democráticas, como hacían sus
padres. La burocracia es asquerosa, los jefes de oficina son insoportables,
hacen de todo para imponerse a sus subordinados y para esbirriar a sus
superiores, parece que tienen la consigna de perjudicar a los usuarios en vez
de prestarles los servicios que deben, y esto tanto en oficinas particulares
como oficiales. He trabajado en empresas nacionales y también en americanas, en
éstas los jefes muestran más camaradería, puede un inferior contradecirle y es
escuchado. Es este país, el complejo de jefe es general.
Mi ex marido decía que le encantaba como yo olía, siempre a limpio,
comentaba que el olor de las mujeres difería según las razas. Tú hueles rico y
las cholitas apestan, decía. Yo me guío bastante por los olores, cuando conozco
a un hombre, su olor hace que me agrade o desagrade, no porque esté sucio o
limpio, sino por su esencia propia de la
raza. El olor es parte de la química que hay entre una pareja, pasa en el
primer contacto, si siento que me agrada su olor, hay buena posibilidad. A mi
ex esposo le gustaba mi piel blanca y que la exhibiera cuando estaba conmigo,
me recomendaba usar pantaloncillos y que no me bronceara. Apreciaba que
dijeran: vaya mujerón que se ha conseguido el Zapata. Me pedía que lo ayudara a
producir esa impresión en la calle, hizo
comentarios a amigos sobre mi vello púbico, por lo que se sabe que una es
rubia, no como en otras, pintadas de amarillo y con vello púbico negro.
Necesito salir del país, mi madre se ha vuelto más sobreprotectora y
quiere resolver por mí demasiado. Debo independizarme de mi familia adoptiva,
viajar a los Estados Unidos y buscar allá al hombre que necesito. También
quiero que mi hija tenga la educación americana, que esté en otro ambiente,
lejos de sus abuelos. Cuando ya pueda hacerme cargo de la hacienda de mi papá,
regresaré para realizar mi proyecto ecológico. Cuando volví del viaje que hice
a los Estados Unidos para conocer a mi mamá, tuve más iras que nunca por mis
padres adoptivos, mi madre comenzó a exigirme que contribuyera a mi
subsistencia en la casa, me pedía plata para comida y otros gastos, por primera
vez lo hacía. Debía mantenerme yo y mantener a mi hija, los trabajos y empleos
no los había tenido con ese motivo, gastaba los sueldos en bagatelas, todo lo
necesario me lo daban mis padres. Tener que trabajar para mantenerme fue
terrible para mí, rechazaba a mi madre y su comida. Cuando anuncié que iba a conocer
a mi familia biológica, mi mamá adoptiva se deprimió tanto que necesitó
asistencia médica y fuertes dosis de tranquilizantes, pero cuando regresé, la
encontré contradictoria, colisionaba a toda hora conmigo y prefería que
habláramos lo menos posible. Siento pena por abandonarlos y que se queden
solos, al fin soy su hija única, pero me iré y ellos se curarán a la larga. Tengo
que quedar de a buenas con mis padres adoptivos, está en juego la hacienda de
mis proyectos. Conseguí empleo en esta compañía americana, con jefes americanos
que sólo hablan inglés; esta empresa tiene relación con instituciones y altos
funcionarios ecuatorianos, yo traduzco oficios y documentos del español al inglés.
Aquí, mis jefes me apoyan para que viaje a residir en los Estados Unidos.
María Lorena Haro viajó a los Estados Unidos, quizás envíe cartas a sus
padres, pero a ninguno de sus ex compañeros de trabajo nos ha escrito. Supimos
que algo no le salió bien en Jackson, con su familia biológica, quizás por
aquello de que allá todo el mundo tiene que trabajar o porque encontró al
hombre de su vida y se fue con él; por lo que haya sido, tuvo que cambiarse a
vivir en otra ciudad americana. Renunció al puesto de traductora que tenía en esta
oficina, no ha escrito y no sabemos en qué ciudad reside ahora, hace tres años
no está en Jackson, su hija debe hablar ya un fluido Inglés. Ojalá regrese
cuando sea posible ejecutar su proyecto ecológico, mientras tanto sus padres
adoptivos seguirán esperándola amorosamente.
FIN
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