LA VÍA NOCTURNA por Nicolás Jiménez Mendoza
Quito, Ediciones Bernardo de Legarda, 2014. 490 pgs.
La vía nocturna de Nicolás
Jiménez Mendoza es una novela río, narrada desde un presente indeciso y tomando
las aguas desde pocos años atrás, casi una década -"conservo una pequeña
agenda del año 59, en la que he registrado el tedio vivido día a día"-,
por José Elías Arcos (para la jorga "Pepelías"), de la pequeña burguesía
del barrio de San Roque, que comenzó por lo ordinario -colegio, algo de
universidad, el modesto empleo- pero dio con el camino de la noche, "que
no es heroico -dice- sino salida de lo cotidiano". Y ese camino fue la
bohemia. Mal vista por la "crema social", que sabía poco y quería
saber menos de los bohemios. (Salvo casos como el de Jorge Carrera y otros
"letrados" a los que encaramaban en puestos oficiales aun sabiendo
que tenían vicios...). Tampoco los comunistas perdonaban al noctámbulo. El
párrafo que comienza así ahonda, ya en mirada hacia todo lo vivido por
"Pepelías", en cuanto la bohemia pudiese llegar a significar:
Los comunistas, bien organizados y
poderosos, tampoco perdonaban al noctámbulo su indiferencia por los objetivos
revolucionarios y las luchas sociales. Lo condenaban por marginarse de lo
diurno y tender a la decadencia, al oportunismo, al suicidio y a la
promiscuidad. ¡Promiscuidad! Cómo me alegraba ser promiscuo, intenso y gozador.
Por supuesto, nuestra condición
percibida por los del sano entendimiento, de izquierdas o derechas,
parecía peligrosa y nociva, debía ser marginada y reprimida por el bien de la
sociedad. Jamás se le podía ocurrir, a uno de esos moralistas, sospechar
siquiera que la bohemia pudiera propiciar el crecimiento espiritual, producir
catarsis renovadoras e iniciaciones
místicas. Para los buenos, no era por la bohemia en que militaba Dávila Andrade
que existía su inmensa poesía. Creían, al contrario, que se había salvado una
partecita de su obra por casualidad, mientras el autor desperdiciaba,
emborrachándose, lo mejor de su talento.
La bohemia del narrador no sería la del borracho, aunque tantos
recuerdos se evocan al amor de unas cervezas en bares o de los tragos fuertes
en prostíbulos: sería la del gozador del sexo. El disfrute del sexo es
verdadero leitmotivo de esta "vía".
El clima es la noche.
Y el escenario, Quito. Este incansable caminar nocturno por las calles
del Quito de los cincuentas y los sesentas ("Ese año, el alcalde Moreno
Espinosa hizo derrumbar el antiguo palacio monumental... Unos jóvenes pintores,
con Jácome la cabeza, se pasaban fumando
y pintando mientras oían a Dylan y Hendrix, en la portería del edificio Área”.
Y, ya hacia el final: "Se había caído el gobierno y otra dictadura militar
estaba modernizando el país"), recalando en salas de baile y cantinas y en
prostíbulos, construye la gran novela del Quito de noche. "Asumí la Vía y
la urbe me acogió en su vientre prodigioso", que dice el narrador-actor.
Las oficiantes de los misterios de la noche son las putas. Esta novela,
que exalta una vida nocturna rica de placeres, ahonda, desde la mirada de este
bohemio crítico en el sentido de esas mujeres, en quienes admira -en contra de
la generalizada opinión burguesa- su libertad:
... Se vivía el dominio de los machos, por
ejemplo, el burgués juzgaba a las mujeres con referencia a su mamá. Pretendían
que la modélica vida de la madre se convirtiera en norma de virtud para todas,
en vez de reconocer el valor específico de lo femenino. Los que estábamos por
los límites, no nos avergonzábamos viendo que nuestras progenitoras tenían
semejanza con Daisy, Azalea y Natasha, compartían la feminidad. Aquellos se
escandalizaban por menos, si la madre del colega, la costeña, caminaba como
Gyovanna, por ejemplo, o se peinaba como Doris. El púdico burgués hacía
bendecir las entregas que la mujer hacía de cuerpo y alma a cuenta de subsistir
y parir, lo mejor que podía, por tiempo indefinido. Natasha cobra cuando y
cuanto le da la gana, no se preña y baila todos los días. Para no confundir a
su santa madre con Daisy, el burgués ignora la existencia de la puta, o se
acuesta con ella, convenientemente borracho.
(De pasó, ¡qué incómoda es esa coma que separa la borrachera del cliente
de su acostarse con la puta! Para un mal lector, hasta acabaría con el
sentido).
Y los templos del ritual nocturno eran los cabarets o night
clubs. "recuerdo al Bagatelle y al Pigalle que luego fue el Moulin
Rouge, propiedad del francés Norris.
Quedaban por la calle 18 de Septiembre. También al norte de El Ejido quedaba el
Boris...". "Un dermatólogo especialista en venéreas, ni más ni menos,
instaló un cabaret en el piso superior de los Caldos de la Pedro Fermín
Cevallos"... A esos o templos -antros para el moralista burgués- iban
también los "paganos"...
El que iba por primera vez a putas
era joven, aunque no se descartaba al viejo abogado devoto de La Dolorosa y
militante de Acción Católica, que había aplazado durante años la visita por
miedoso, llegaba al cabaret repleto de tragos y con la imaginación inflamada,
pensando encontrar lo que no obtenía de su esposa.
Y una de las líneas críticas de la novela, de las más duras y hasta
crudas, era la de la vida sexual doméstica de una alta burguesía, hecha de
frustraciones, hipocresías y mentiras.
La liturgia de ese culto era la liturgia carnal, y la preparación para
la liturgia misma, o antesala de ella, el baile.
El frenesí del ritual nocturno se alcanza en el baile. Los primeros
pasos del narrador por la Vía, con algo de iluminaciones o vivencias profundas,
se dan en el baile. Bailando con Leda al son de los tambores y el canto de La
Negra Caliente, abrazados los dos "y haciendo giros perfectos",
"estuve en éxtasis, en conjunción con la luz, la vida, la música y el
movimiento. Se me reveló una dimensión nueva, se abrió un mundo para mí, o dio
vuelta el que conocía y su envés estaba en el cielo". Hablará de un
"tránsito":
Esa celebración fue un tránsito de
la potencia al acto. Poder ir y venir por la conciencia mientras se hace el
paso cumbia, un dos tres. Un caos feliz por cierto. La incoherencia podía
prevalecer, en otros momentos la armonía, la ternura o el olor de ellas. Me
embriagaba con ron, con el batir de las alas angélicas, los impulsos primeros,
deseos ancestrales, vanidades satánicas, la frivolidad femenina y mi larvado
sadismo. Eso, fermentando en un bullente y rico caldo.
Nada intelectual y ordenado -un caos-; como las embriagueces de los
cultos mistéricos. Cuando, al final, el narrador, acosado por variada suerte de
frustraciones, busque dar coherencia a todas las exaltaciones,
embriagueces, voluptuosidades y frenesí
de su entrega a la Vía fracasará.
Tendrá el narrador en el curso de la Vía revelaciones e iluminaciones
-alguna en trance, tras haber fumado hierba- pero ninguna de ellas le dará
piedras sólidas para esa frustrada construcción final. Porque, buscando la
ascensión, se hunde cada vez más bajo: "Es que yo sentía ese llamado desde
los extremos, la verdad de la vida parecía estar siempre allá, en la urgencia
del abismo" y "placeres desesperados, por los que yo creí ser fiel a
la Vía, que parecía por entonces más tenebrosa que nunca", son textos que,
ya hacia el final, tientan el balance de
este perplejo homo viator.
Pero la bohemia no es solo bailar frenéticamente y culminar ese frenesí
en el sexo. No lo es ni siquiera en esta novela. Es conversar. Esas largas,
deshilvanadas, entre ingeniosas y amargas, charlas de los bohemios en largas
veladas al amor de unos tragos. La novela atiende a esa cara de la bohemia. Se
corta el flujo de la introspección y confidencia con pasajes dialogados, en que
cada parlamento comienza con la enunciación del que habla. Retóricamente
resulta recurso feliz para romper el peligro de monotonía que en tramos acecha
a tan largo recordar. Los personajes que
hablan se hacen conocidos del lector, y lo que traen a la mesa de la cantina
son críticas del entorno quiteño -algunas de gentes reconocibles, como para invitar
a buscar al esperpento apenas oculto por un nombre deformado-, graciosas
ocurrencias, confesión de horas lúgubres. Y hasta poemas y citas filosóficas.
Hay el dialogante que, sin romper el hilo de la tertulia, cita a Schopenhauer o
a Nietzche. Y la reflexión, iconoclasta y libre, llegaba hasta el tema de la
muerte, porque Milton la veía cerca. De
los poetas, son dos los que esos viandantes de la noche aman y admiran: César
Dávila Andrade y David Ledesma. Pero, de vez en vez, el Divino mediocre les hacía
"el beneficio" de lecturas como "Saludo del policía al
mundo", que comienza: "Hombre de bondad infinita / que ante lo
inefable del dolor humano, / sabe abrir su corazón, / entregando acucioso su
acción, / y siendo digno de toda consideración". Pero ese conversar
bohemio se extendía, disperso y entre
festivo y grave, a más. En la boat Moulin Rouge a las ocho, hora en aún parecía
abandonado, "nos disponíamos a celebrar un viernes cultural, discutiríamos
temas pertinentes. Le dimos repasadas a Julio Cortázar y Borges, mientras
escuchábamos a Charlie Parker y Thelonius Monk. A Braulio le agradaba el jazz,
se equivocaba en política pero conservaba el buen gusto musical". De
conversaciones en el "21" -"un night club visitado por Tito
Cortez, cuando el venía a hacer temporada por acá"- dirá el narrador:
"Sentí allá en la paz del 21, lo grato que era estar en compañía de panas,
en confianza, al cuidado del Evangelista Córdova, compartiendo vida y juventud,
conversando de dichas y desdichas, puliendo nuestra percepción cínica y
escéptica del mundo".
¿Y el
final de la Vía? -la mayúscula, claro, del autor de la novela-.
El narrador busca un final. Una prisión le ha hecho sentir la necesidad
de un final. Y prepara ese final el balance del haber caminado la Vía:
Quien se atiene a la existencia como
es, rechaza la ilusión de una supuesta trascendencia. Luz y alegría fueron, en
parte y para mí, meros espejismos. Las sensaciones eran placenteras pero
rozaban apenas a mi espíritu adormecido.
Fue una manera extraña de estar en
camino. Caí una y otra vez hasta que me
detuve, recluido en la cárcel. Esa crisis, que fue pausa y parada, no habría existido sin lo que viví antes: una
década de fiesta entre las sombras. La voluntad de seguir en la Vía no fue
fácil; resumiendo: por la humillación de trabajar en oficinas, me volqué al
ambiente nocturno...
Intenta volver a la Vía, pero se sume en frustración, desencanto y
aburrimiento. Se siente en una "cultura nueva". "¿Cuál podía ser
mi proclama, mi mensaje -se pregunta, sintiéndose al final de la Vía-? Nada
ético, imágenes vagas, que la felicidad está entre los hombres, en todas partes
y en ninguna, nada más". Se queda solo y en uno como exilio:
El desenlace fue ese, que me quedé
solo, para comenzar otra vez. El desprecio del orden y sus custodios lo tenía
merecido y el reconocerlo me compensaba
en vez de humillarme. El exilio era obra mía, de mi desenfreno. Había buscado a
ultranza y alcanzado la gracia de estar fuera del mundo. Si yo hubiese
asesinado habría sido normal que me aislaran. El apocalipsis sobrevino cuando
descubrí que el mundo que yo oponía al sistema era parte del mismo. Cuando
pretendí habitarlo, tener amigos, poner en él la esperanza, no fue posible. Yo
era otro y ese mundo no me reconocía. La Vía pasó a través de él sin detenerse.
Siente la presencia de otro ser en él...
La presencia de otro ser en mí fue
como la aparición de Dios, portentosa, una zarza ardiente. Resultaba caduco el
mundo que yo había creado a mi imagen y semejanza, se hacían inútiles el
alcohol, el sexo, la yerba; era probable
que estuviera dándome de bruces contra Dios como resultado del placer y la
promiscuidad, cosa inaudita, o que me estuviera encontrando a mí mismo.
Tuvo, confiesa, "epifanías". Una luz que lo traspasó.
"Tuve un orgasmo abismal que jamás había sentido ni sentiría en adelante.
Eyaculé, me di cuenta más adelante de que lo hice. Fue una cópula
mística". Y experimenta en el corazón "la caricia de la virgen"
un 15 de agosto.
Pero fueron dice "experiencias temporales", y un contertulio
le dijo "que podían deberse a la marihuana".
La revelación última, en su cuartucho miserable, fue la de la soledad,
"la soledad en que radica la existencia humana". "No había dios
ni mundo, ni siquiera deseo de que los hubiese, ni añoranza de que alguna vez
los hubiera". "Dios es ajeno al mundo". Y las iluminaciones no
pasaban de alucinaciones.
¿Dejó por eso la fiesta? "¡Qué va! la fiesta era todavía parte
indispensable del camino, lo más fino y perfilado de la Vía. Yo bailaba lo
necesario y después a lo principal".
El siquiatra Riofrío, consultado por un amigo de Pepelías, el Filoteo,
había dictaminado un cuadro esquizoide: el sujeto concebía ideas ilusorias, se sentía lo
máximo. Y seguramente tenía razón. Pero solo parcialmente. En ese obscuro final
sin final de La Vía el viandante estaba por encima de la vulgaridad de lo
cotidiano, de lo burgués, de lo mercantilista y fenicio; entre todo eso y la
nada; en el centro de la realidad, "o sea en ninguna parte". De allí
un aferrarse, de náufrago, a las últimas pocas cosas buenas de la vida.
Y, entonces, ¿el mensaje?
Pregunta fenicia: la gran literatura no
termina en un prosaico mensaje; mejor, toda ella es mensaje. El que importa
haber convivido con lo visceral de lo humano desde lo más simple a lo complejo;
de lo al parecer epidérmico a lo hondo; del vagabundear bohemio por las noches
de una ciudad hasta el frenesí de la fiesta, el baile y el placer sexual. De
haber caminado por una Vía, que no era sino vía...
HERNÁN RODRÍGUEZ CASTELO
Agosto del 2014
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