El autor, 1965. |
Quito era una aldea que casi se había hecho ciudad, comenzó a estar
rebosante de chagras, provincianos, era la capital del país y la ciudad más
hermosa del mundo. Antes de los años sesentas gobernaron el Ecuador
conservadores (curuchupas): luego, en los sesentas: el Loco, el Chumín, los gorilas, más curuchupas y ya en
los setentas, más Loco y gorilas. Las
élites que manejaban a los políticos eran rezagos de los colonizadores, se
decían nobles, tenían haciendas, pusieron bancos y negocios, eran el poder
real: de la riqueza. Los de la generación 60 70, nacieron en las post guerras:
mundial y nacional, las crisis locales correspondientes las vivieron intensa y
extensamente. La historia de esa generación vive en la conciencia histórica del
mundo, pero escondida bajo la versión oficial. Escribo este relato, que quiso ser un cuento, por amor a Quito, mi
ciudad, que sin el capítulo de la generación conservaría su historia sólo
imaginada, como otro Macondo. Antonio Méndez es mi personaje, no porque haya
sido excepcional, sino porque fue de los que enfrentó, como tantos, las peripecias
de la época y aportó a la vida de la ciudad el espíritu de la generación.
Pude
escoger a Petronilo Ramón, nacido en un pueblo serrano de diez mil habitantes,
con mil quinientos abogados que ejercían su profesión. Juristas parapetados en
locales como tiendas de barrio que no vendían chicharrón, ni tamales, ni cuyes
asados del Valle, sino servicios legales a los que litigaban por haber sido mal
vistos o por deudas de a sucre, no se consideraba respetable una familia que no
litigara cuando menos en un juicio, aunque nomás fuese por la tierra bajo las
uñas. En el pueblo no era exótico el nombre Petronilo, sus padres eran
Petronila y Sigifredo, quienes tuvieron recursos para traer a su hijo a la
capital, la Meca de los chagras, para que tuviera un futuro mejor. Feo y
delgado, la mujer de Galo le decía “Cara de Pito”, apodo que le iba bien, de
manera que todos le decían el Cara de pito Ramón. Cuando terminó el colegio,
Petronilo prefirió, entre todas, la profesión de abogado y estudió en la
Universidad Central, en vez de subirse a la ola a gogó y yeyé de los chicos
modernos que encantaba a los provincianos, se dedicó al apostolado, en Quito
consiguió prestigio, de católico y activista del cambio, fue de los jóvenes que
se organizaron para dar cursillos de cristiandad y luego de política basada en
la doctrina social de la Iglesia con la JUC. Se relacionó, vía correo, con
grupos afines , en varios países, y así consiguió una beca para doctorarse en
el exterior, valiéndose de recomendaciones nacionales e internacionales,
consiguió esa beca para estudiar ¡abogacía! con una mezcla de sociología, en
Alemania del Este. Cinco años estuvo allá, mientras que aquí se levantaba un
proyecto de guerrilla urbana y conspiraban grupos marxistas y no marxistas
contra la dictadura militar. Los muchachos se olvidaron de los cursillos y se
dedicaron a adoctrinar a estudiantes, trabajadores y pobladores de suburbios. Cuando
Petronilo volvió ya no tenía espacio entre los antiguos compañeros, así que
hizo lo que hacen los doctores en materias impracticables, se dedicó a enseñar.
Se acomodó en una facultad universitaria y allí enseñó el pensamiento obsoleto,
versión partido comunista alemán, ocupó la famosa cátedra de “Realidad
nacional” que era la aplicación del materialismo histórico en el análisis de la
coyuntura, lo único que enseñaban los abogados y sociólogos marxistas,
Petronilo hizo eso durante treinta y seis años. Algunos diferencian, de aquel tiempo, lo
social de lo político, pero no hubo tal cosa en general, un camarada era el
pana y un pana era el camarada, Petronilo fue un pana, después, como tantos, quiso
diferenciarse por el empleo, por la marca del terno, por el tamaño de la
barriga o por si tenía mujer salchichón de Frankfurt o cholita de Cariamanga, pero ya fue en otra era.
O
a Nicanor, el hombre de juventud tardía, que arrastraba su cáncer, por cuyos
dolores se quejaba con el permanente “ayayay, chucha”, mientras charlaba de sus
seis hijos y la hija única que le salió con gustos cambiados. Era pobre en esa
época en la que había escasez de todo, particularmente de alimentos, renunció a
ser obrero textil, en la fábrica de los Pinto, para comprarse una máquina de
hacer medias y calcetines que instaló en el Sur, del barrio obrero de
Chimbacalle hacia arriba. Fue pastoreado desde joven por el “ver, juzgar y
actuar” de la JOC y luego por el método de Paulo Freire. Casi todos habían sido
de la JAC, JEC, JIC, JOC o JUC, o sea de las juventudes agrarias,
estudiantiles, independientes, obreras o universitarias, católicas. Nicanor
también estuvo en los cursillos, pero más adelante alentó invasiones a terrenos
municipales por parte de gente sin vivienda, le gustaba tomar café con
sánduches mixtos en el Café Brasil, invitado por los panas, allí hablaba mal de
los hijos ingratos y después, se sabía, a los hijos les hablaba mal de los
compañeros de cursillos y vagancia. Evocaba el rato menos esperado el rollo
“Piedad” dicho por el gallego Gerino Casal con todo sobrenatural, o recomendaba
la terapia de tomar la orina propia para curarse de casi todo.
O
al Negro Gustavo, hijo de madre soltera, vecino de San Juan, quien estaba
bastante sordo porque trabajó por años en una textilera manejando una ruidosa
máquina, estudiaba el colegio nocturno cuando debía trabajar de día y
continuaba en el diurno cuando le ubicaban en el turno de la noche en la
fábrica. Llegó a licenciarse en leyes, se hizo sindicalista en el departamento
legal, terminó siendo parte de los que dividieron en dos la central sindical
controlada por la CIA, a una le hicieron socialista, con nuevos dirigentes. Sin
que lo supieran sus amigos, se había adherido a una organización armada
clandestina cuya acción final y definitiva, después de la cual desapareció, fue
el secuestro de un empresario para obtener un rescate; no se consiguió, la
organización mató al secuestrado; se supo que el Negro se negó a matarlo, pues
le había correspondido hacerlo por sorteo, otro tuvo que ejecutarlo. Esa acción
torpe y desorientada terminó con la disolución y represión de todos sus
miembros de esa célula, no se supo ni cómo se llamó tal organización. El Negro
fugó con otros compañeros del penal y había ido a parar a las filas del M19 en
Colombia, allí lo apresaron y durante un supuesto traslado a este país, la
policía colombiana lo desapareció. Por lo menos fue lo que todos creyeron, pero
pronto hubo quien vio al Negro tomándose un pintado en el Café Brasil, o comiendo
papas con cuero en la Alpahuasi, o jugando volley en El Ejido, o en una foto de
Angola con una mujer carbón y unos negritos que aparentemente eran sus hijos, o
bajando la cuesta más empinada de San Juan, o bailando Zorba el Griego que
tanto le gustaba. lo veían en muchas partes porque lo querían mucho, no hubo
otro como él, simpático, ocurrido, solidario compañero, linda persona.
O al Jesús Cazar.
Ninguno tan perdidamente idealista como él. Durante años fue utilizado para
actos anticomunistas por la CIA, sin saber de su servidumbre. Fue juramentado
en ARNE, el remedo local de la Falange Española, sin dudar de ella un momento, era
devoto a las jerarquías y confiaba ciegamente en ellas. Fue reclutado cuando
llegó de su provincia andina, a estudiar leyes, con su único terno plomo
oscuro, su camisa de cuello duro y su corbata roja que se fueron deshilachando
hasta volverse transparentes. Algunos de los jefes debieron ser agentes, pero Jesús
admiraba a Luna, Crespo, Gortaire,.. que no trabajaban y vivían bien bonito.
Agee se ufanaba de que a principios de los años sesentas la CIA gobernaba el
país o por lo menos “hacía que sucedieran todos los hechos importantes.” La
agencia presionaba al gobierno de Velasco a que hiciera disparates, también al
cardenal De la Torre, a quien le hicieron escribir pastorales diciendo que
antes de la reivindicación del territorio nacional estaba la lucha
anticomunista. La Agencia controlaba todos los partidos políticos con agentes
pagados: conservador con Aurelio Dávila Cajas; liberal con varios incluido
Manuel Córdova Galarza; partido velasquista con Baquero de la Calle, Alberto
Acosta y Reinaldo Varea Donoso, ese Varea pedía aumento de sueldo a la agencia
según estaba en puestos más altos, llegó a pagarle más de mil dólares mensuales
cuando fue vicepresidente; partido Socialista con Manuel Naranjo. Hasta el
partido comunista pro China se separó del ruso con tres o cuatro agentes
incrustados en su Comité Central (Basantes, Cárdenas y Vargas). Las figuras
políticas y las oligárquicas tenían a sus mejores cuadros en la CIA: empresarios:
Cabeza de Baca, Ponce Yepes, Alarcón, Andino. El Quito Tenis y Golf Club era una dependencia
de la CIA controlada por el vivaracho agente Noland. Toda la prensa: El
Comercio y Gustavo Salgado -el periodista de época-; los Rivadeneira: cinco hermanos
basquetbolistas de la Salle recibieron una imprenta de la CIA para que hicieran
acción anticomunista. Había agentes pagados entre los altos mandos de la
milicia y de la policía: Paredes, Lugo, De los Reyes, Gándara, etc. Jesús formó parte de los equipos de brega,
de contramanifestaciones a los comunistas, reparto de hojas sueltas, pintadas
en paredes, colocada de petardos en embajadas, domicilios y hoteles para
amedrentar a los enemigos y exasperar a los tibios. Jesús se comía la camisa,
tenía tarjeta de almuerzos de un sucre y veinticinco centavos por día, estaba anémico,
flaco, cetrino y siempre hablando artificiosamente del ideal nacionalista y de
la grandeza del destino nacional. Era religioso, se confesaba y comulgaba antes
de un acto de servicio en el que se jugaría la vida. Era tan idealista que
nunca se preguntó ¿sus jefes de dónde obtenían recursos para gastar en
campañas, armas, materiales, locales, cenas, viajes y juntas? Si por cuenta propia,
en cuotas de afiliados, no levantaban más de doscientos sucres mensuales. Jesús
fue otro náufrago enfrentando la tormenta de la historia, con valor y grandeza
de espíritu.
O
al Jimy Larco, el más tenorio de todos, con alto copete al estilo Elvis, de
mediana estatura, sólido, con nariz aguileña. El quitarán de ahí de los chullas
quiteños. Pertenecía a la clase de asalariados no obreros, sino administrativos
y profesionales, o de micro empresarios. Manejaba buena plata, era empleado en
la sección repuestos de una empresa automotriz. También compraba a la empresa los carros de
medio uso que entregaban los clientes como parte de pago de automóviles nuevos.
Salió del empleo porque agredió al presidente, un prestigioso político, patojo
y envejecido, padre del gerente quien había sido consentidor con Jimy porque lo
acompañaba a juergas y cabareteos, pero no le quedó otra cosa que despedirlo
porque había humillado al que “todos respetábamos al máximo”. Jimy había almacenado, en su casa, cantidades
enormes de piezas automotrices, sacadas de entre las que llegaban a la empresa de
contrabando y quedaban fuera de la contabilidad. Jimy puso su propio almacén
“Repuestos Orientales”, con el stock que tenía y se incrementaba con lo que de
ahí mismo sacaban quienes lo sustituyeron en el cargo. Fue un éxito el negocio,
pero Jimy quiso más, se asoció con el sobrino de un ex presidente de la
República para un proyecto agrícola ganadero en el norte. Jimy adquirió una
furiosa diabetes, se quedó ciego y el nieto del expresidente lo desplumó
completamente. Muy recordado en la
ciudad, Jimy, porque preñó a tres chicas al mismo tiempo, prometiendo a cada
una que se casaría; fueron: la tendera Aguirre, cuya mamá tenía venta de
abarrotes frente a la casa de Jimy; otra, la robusta Gloria Cárdenas,
secretaria del Punto IV, y la otra fue Lupe Andrade, cajera de un comercio de
llantas. Jimy no se casó -al apuro- con ninguna de estas, sino con La Gata, que
cómo se llamaba nadie recuerda, que había sido su novia desde la niñez y la
había conservado virgen, así no podía atender las exigencias de matrimonio que
le hacían las otras. Una vez casado, negoció pensiones con las tres mujeres,
plata no le faltaba, y todo siguió en
paz y prosperidad.
O
al Jairo Acevedo, del que nunca se supo su verdadero nombre. Mostraba una carta
en la que supuestamente su mamá lo llamaba Charli. No era quiteño, decía ser bogotano.
Según él había militado en el ELN de Colombia y lo perseguía la pesquisa por lo
cual huyó al Ecuador, otros decían que, en efecto, fue del ELN pero lo pescaron
y la CIA lo reclutó para fisgonear en Quito. Nunca dijo si había sido bachiller
o estudiado en la universidad, pero aquí frecuentaba la Escuela de Sociología
de la universidad pública, aparte de la cual sólo existía la Católica, donde
confluía toda la izquierda universitaria. La gente a su alrededor, idealista,
utópica y con valores, comenzó a ver a Jairo como el cuadro revolucionario por
excelencia. Pero pronto diferentes grupos de izquierda recibieron noticias de
que él era un agente de la inteligencia enemiga; era encantador, hasta las
hermanas de Galo Méndez se enamoraron de él. Manejó un grupo de personajes de
mala reputación entre los políticos, al Arrope Salas lo envió entre los chinos
del PCML, al poeta Veintimilla al MIR, al Flaco Torres, a quien si no le sabían
ladrón le conocían por pesquisa, lo infiltró en el ala del MPD presidida por el
Corcho Cordero y con éste estuvo medrando y espiando en el municipio de Cuenca
y luego en la Asamblea Constituyente, de la que fue presidente el Corcho, ahora
parece que está de diplomático en el Canadá, el Flaco no deja de prosperar. Entre los cristianos marxistas puso al Éstévez,
conocido agente que se ufanaba en público de serlo. Acevedo bailaba bien, se
portaba como militante disciplinado, comedido, solidario; pero una de sus
supuestas víctimas lo identificó como informante de los torturadores porque
éstos disponían de datos íntimos y personales que solamente los había confiado
a él. Jairo Acevedo desapareció. La versión más contada fue que le dieron
martillazos en la cabeza, unos dicen que por obra de sus patrones a quienes
habría faltado de algún modo, otros dicen que fue venganza del ELN traicionado,
otros que contrabandistas enemigos, porque, aunque parezca absurdo, en el
gobierno socialdemócrata de los “lentejos”, lentos y pendejos, Acevedo llegó a
ser alto funcionario de las aduanas.
O
al Víctor Moreno, el “24 mil palabras” que no faltaba a los eventos culturales
gratuitos, se lo encontraba en las presentaciones de la Orquesta Sinfónica
Nacional, era de los pocos que iban a la luneta del Teatro Sucre, casi todos
subían a la galería pues era necesario usar corbata para ir a luneta. Asistía a
las inauguraciones de pintura porque invariablemente se brindaban allí vinos y
bocadillos baratos, y algo era algo, estuvo en las de Bazante, Tejada, Moreno y
los del VAN, de Jácome y cien más. Iba a los recitales del Grupo Caminos, oyó
al Atahualpa Martínez, a Ana María Iza, a Euler Granda, a Rubén Astudillo, a
Fernando Nieto, pero se salió en la mitad del recital de Julio Pazos, a quien
encontró flojo y falseando el tono rebelde de la generación; no se perdía
conferencias de eruditos, cualquier tema era tillos para él, estaba en las de
arqueología y en las nosecuántas que los nuevos escritores dictaban sobre
Montalvo u otro grande, dizqué para atraer gente y darse la importancia de yo hablo
sobre lo grande. Pero también llegó a pagarse entradas, como para las funciones
de teatro del Paco Tobar y del Fabio Pacchioni. Entraba a los cafés populares y
se sentaba solo a tomar un tinto, caminaba por el centro de la ciudad y cuando
se cruzaba con una mujer joven, paraba a los pocos pasos y giraba en 180 grados
y emprendía la persecución. Lucía tres ternos bien planchados pero viejos, el
más llamativo era un verde perico. No formaba parte de ninguna jorga, ni de
partido político, ni de grupo alguno, pero fue conocido por todo el mundo,
infaltable.
O al Andrés Giler, caminante
de la ciudad, de elegante apariencia, ayudante de contabilidad en dos empresas
gerenciadas por agentes norteamericanos, denunciados con nombres y apellidos
por su excolega y jefe Phillip Agee, una distribuidora de lubricantes y otra de
automóviles. Andrés odiaba la contabilidad, la oficina y a los dueños, pero no
había tenido más que eso desde que su padre, don Tobías Giler lo dejara, en la
oficina del amigo “Patón” Tobar, cuando era adolescente de quince años. Vivía
en la perspectiva de la moral y buena vida de sus jefes, elegantes, respetados,
modelos de caballerosidad y finura, ejemplos de decencia y éxito en la
sociedad. Más tarde pensará que a ellos se debió su vida mediocre, la angustia
de su supuesta inferioridad y la culpa del fracaso y la hipocresía inevitables
en ese estilo de vida. Pero era un intelectual, estudiaba
textos intrincados de filosofía, y leyó más a los nacionales de la década del
30, que todavía estaban vigentes: Palacio, De la Cuadra, Pareja, Aguilera,
Salvador, Terán, Icaza, Gallegos Lara, etc. Lo original, le parecía, estaba en los del boom latinoamericano. Hasta fue
al Café 77, a los recitales de los Tzánzicos. Los Tzánzicos y el Frente
Cultural Universitario fueron grupos de jóvenes con buena actitud política pero
que no se destacaron como escritores hasta la década siguiente, en la década de
los 70 la literatura ecuatoriana tomaría fuerza otra vez con Fernando Tinajero,
Hernán Rodríguez, Abdón Ubidia, Iván Egüez, Vera, Dávila, Rubén Astudillo, etc.
La ansiedad de
Giler y su tormento conocieron la fatalidad de la cantina, bebiendo a diario frente
a una rocola, ya entonado, salía a caminar por la ciudad, con el pecho
florecido por la ilusión de que Quito era suya, la majestuosa y a la vez
humilde urbe tenía mil formas de acogerlo en las noches, a veces con lluvia, a
veces con lunas escandalosas. De “Las Canarias” que tenía todo el repertorio de
los inmensos boleristas de la Sonora Matancera: Leo Marini, Celio González,
Alberto Beltrán, Daniel Santos, Bienvenido Granda, Nelson Pinedo…, salía al paisaje de San Blas, para volver a
entrar al “Capri” y comer un seco de chivo y beber otra cerveza, para luego caminar
hacia el Centro, despacio, por la Guayaquil, recordando las ventas que tuvo que
hacer en el mercado barato, de junto a la iglesia, para tener con qué terminar
la quincena, o a la foto perenne que se tomó en Almeida Jr. o a la violetera
Sarita Montiel de la que estuvo enamorado su padre desde que la vio en el cine
Alhambra y de pronto llegaba a La Plaza del Teatro Sucre, y lloraba por los
amigos de la jorga que paraban por ahí, frente a la Botica Pichincha, y se murieron jóvenes y ebrios, recordaba al
chofer Villacís que era el mejor proveedor de mujeres no putas profesionales, y
de que una vez le ofreció a la alemana, que era mitad manabita, y que la vio de
tal manera dama respetable que pagó al Villacís pero no se acostó con esa conmovedora
madre de familia. Y quizás, si le sobraba una plata, entraba en el Italia y
comía un churrasco, subía con emoción la cuesta de San Agustín y ya se podía
desviar hacía la Chilena donde él vivía, si topaba con la jorga del Fernández,
hermano de la polla que estaba camelando, podía haber chivo. Una vez, Andrés contó
que llegó a la Plaza de San Francisco, se metió en ella y no pudo salir sino
mucho después, estuvo preso en recuerdos, olores, vistas prodigiosas y
laberintos de sensaciones. Otras veces, salía del “Palatino” cuya rocola
contaba con las canciones más buenas de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Kike
Vega…, y estaba en la Plaza de Santo Domingo, desde donde caminaba a La
Alameda, pero por la Montúfar, parando en los Caldos de la Pedro Fermín
Cevallos, para irse a dormir en un pastito del parque, hasta la madrugada.
O
a la Mercedes Puente que nació en el campo y la trajeron de 18 años, luciendo
la misma melena “príncipe valiente” con que morirá. Incansable, intervino en la
Acción Católica, los cursillos y la JUC, terminó siendo empleada de la
Conferencia Episcopal, en el departamento de familias. Era bajita, desabrida, un
poco arisca pero llena de vida, no tenía tetas ni trasero pero sí mucha gracia,
era amistosa con todos y en todo se metía. Los que quisieron tener amores con
ella y por lo que fuera no los tuvieron, imaginaron que su estar siempre en las
vanguardias se debió a que se trenzaba con los líderes, y así trepaba a la
cresta de la ola. En la Conferencia Episcopal la hacían amante del cura jefe de
sección, creo que se apellidaba Rojas, en Sociología la hicieron amante del profesor
Castillo, gran jefe de los comunistas cabezones en la universidad y por
declaración propia agente de la KGB, una vez los chinos le acusaron de agente y
él respondió que sí lo era, porque los militantes de los partidos comunistas
eran de hecho agentes de acción política de las respectivas agencias de
inteligencia, si era de Rusia, eran agentes rusos, si de China, eran agentes
chinos. A Mercedes le tocó vivir en una época super machista, en la que aún se
creía que la mujer era moralmente superior al hombre, más de confiar, pero en en
cuanto al intelecto y la ciencia no era igual, pero ella no sólo estudió
sociología, se metió en filosofía, no era bonita pero tampoco estaba en la
final de las feas de la Facultad en la cual, según el Flaco Dávila, empataban la
Costales con “Descartes”, una señora cuyo nombre nadie recuerda y era idéntica al
retrato clásico del filósofo. Allí, decían, Mercedes se trenzó con Galo Méndez,
que era un duro de la Facultad, ella aceptaba que se acostó con él, mientras hacían
campaña política en los pueblos del noroccidente de Pichincha, pero que solamente
se acostaron juntos en tres ocasiones y no hicieron más, menos llegar a
mayores; él decía que en la tercera vez cada uno se tiró una paja por su cuenta
y a espaldas al otro. Se tenían santo respeto. Los que querían ver que ella
tenía amores con los líderes confirmaron sus sospechas cuando Mercedes encontró
un misionero gringo de orden norteamericana que vino a denunciar la acción
imperialista encubierta de unas sectas religiosas y estaba aquí de gran
protagonista, lo tomó de marido, pues la orden a la que pertenecía era permisiva con los
hermanos, no con los curas, y les dejaba casarse. De paso, Mercedes también se
hizo misionera de esa orden extranjera.
O al Víctor Zarria que fue el diosnoquiera del cabarulo
quiteño, era largo y peinado con raya al lado, usaba un abrigote con las
solapas y el cuello levantados, un chulla o sea un pobre bien presentado. Estudiaba
en el nocturno Quito y tenía un taller de electrotécnico en la calle Venezuela.
Si uno quería que le fuera bien en los bajos fondos de la ciudad, tenía que
preguntar a Víctor y, mejor todavía, hacerse acompañar por él. Su método para
armar un programa era eficaz: invitaba al prospecto o a quienes él había
detectado como pudientes a tomar cervezas, al conversar morboseaba, se refería
al placer de las mujeres y citaba casos, proponía imaginar ricuras; cuando era
tiempo, alguien en la mesa o él mismo proponía ir a cabaretear, pero antes
preguntaba ¿cuánto tienes? porque las posibilidades eran varias, desde ir donde
a uno lo trataban como a rey y si pedía lo más extremo había una preciosura que
lo complacía, hasta ir por dos cebadas donde los Gavela del “Casa blanca” en la
24 de mayo, decir “ya vuelvo”, cruzar la calle y contratar una callejera, ir con
ella a la pensión España, que quedaba ahí mismito, desocuparse y volver
aliviado a terminar la cerveza. Era muy popular, decían que buena gente,
convidaba con frecuencia y no le negaba un dato a nadie: dos fulanas del Villa
Fabiola estaban con polilla. La Boris Zoila había contratado al Guanín para que
sacara a los borrachos sin plata. La Azálea estaba riquísima y había vuelto a
callejear. Tito Cortez estuvo en el 21, saliendo de Quito por la Vicentina
hacia Guápulo, en una quinta antigua, y Fresia se acostó con él, ahora Fresia
era la reina del lugar y cobraba el doble. La Frascos cayó en cana porque la
trincaron ocupándose con dos menores al mismo tiempo en un zaguán frente al
colegio Mejía. Llegaron dos colombianas jovencitas al Mirador, una de ella
patojita. Donde están las mejores colombianas es en el Villa Magui, hay una
negra grandota de Barranquilla. La Sanidad entró a la pensión España porque
denunciaron que había mucho piojo. Asaltaron el Gavanachis, dice Buenaño el
dueño, y se llevaron las prendas que dejaron los clientes, el locutor Vizcaíno perdió
un Longines. En la pensión Madison están unas buenas pero caras, la pensión
cobra mucho y la pueden pagar las que ganan harto. Mi negra Mericita vendrá en
una semana o dos, trayéndose una prima, regia como ella, decía Víctor
relamiéndose, llega al Riviera de la Vicentina. La Nancy que trabaja en El
Internacional es la que hace mejor el vuelo de la mariposa, los futbolistas
internacionales que van allá han organizado el campeonato que ganó Nancy. Los
de bajada tienen encanto para los extranjeros, les gustan los dos focos rojos
que hay en la ciudad, pero más les gusta el de la Necochea, de chiripa para ahí
la Paca Cucalón. El matadero de La Potranca sigue peor, recién hubo navajazos.
La Luzmila, madam que parece beata, tiene en chiquis una casita en la ciudadela
Hermano Miguel, con tres monitas aseadas, pero no se puede bailar, no quiere
que los vecinos oigan la música. En cuanto a precios, hay para todos, un polvo
en la 24 de Mayo te vale una quina, uno en la villa alegre que abrió el
Coracha, te cuesta sota, pero servicio completo y Rocío, secretaria de putería
clandestina, es tan conocida que ejerce con máscara.
O al Gerardo Larrea.
Nadie como el Gerardo podría representar lo particular de la generación en lo
político. Era de los que creía que su compromiso era cambiar al mundo, hacerlo
justo y feliz. Era de una familia de 12 hermanos, nació en Guayaquil, pero lo
trasladaron a Quito por su firme propósito de ser universitario y sociólogo. Luchó
contra la dictadura del 63 con el frente antidictatorial. Nadie dudó, al verlo con su eterno saco largo
y su gorra de visera, que sería quien lideraría el cambio revolucionario, motivando
a la juventud a hacer que la universidad fuera factor de ese cambio. Fue
iniciador de la corriente cristianos por la liberación, concentrando ex
miembros de movimientos apostólicos, ex democristianos, indígenas, sacerdotes, jóvenes
de pastoral, con los que pretendía superar la crisis de dirección
revolucionaria, a partir del debate y del trabajo político en las masas. Fue
presidente de la Escuela de Sociología e impulsó un proceso de autogestión para
racionalizar la enseñanza y desterrar la violencia interna en la universidad. Aglutinó
a las izquierdas de la universidad, primero a las que no tenían organización
partidista y desde esa instancia intentó la unidad de toda la izquierda
universitaria, lo que fue un esfuerzo inútil ante la tozudez de los partidos
que no se daban tregua entre ellos en su lucha estúpida y traicionera. Quienes
le enfrentaron no fueron los liberales y conservadores, no, fueron el MIR, el
partido socialista, el partido comunista cabezón pro Rusia y el partido
comunista pro China. Lo importante en esa juventud, universitaria y no
universitaria, que no hubo en el pasado ni habrá en el futuro, fue la confianza
en que el compromiso cambiaría el mundo. La generación empató con las
aspiraciones de la revolución cubana, el movimiento anticolonial, el fin de la
guerra de Vietnam y el movimiento de los jóvenes franceses que culminó en Mayo
del 68, también con la renovación de la Iglesia en el Concilio Vaticano
II, la praxis del Obispo de los Indios, la Teología de la Liberación, los
cristianos por el Socialismo, las guerrillas, el ejemplo de Camilo Torres y el
Frente del Pueblo, los Tupamaros, los Montoneros. Leían y seguían la línea de
Fanon, del viejo profesor Sartre, de la teoría de la dependencia y otras
propuestas que refrescaban el marxismo; junto al Conejo Velasco, a Agustín
Cueva, a Alejandro Moreano, estudiaban también a Alfaro, Peralta, y Aguirre. Gerardo
fue profesor universitario, vivió en su isla revolucionaria, inmerso en el mar
de la generación, que en parte no lo conoció, pero fue admirado por quienes lo
siguieron. Al fin ganó el sistema, en los setentas apareció el gorilismo que no
tenía argumentos pero sí la brutalidad y el poder, fue el inicio del capitalismo
financiero, bajo los Estados de Seguridad Nacional y el Plan Cóndor.
Pero mi personaje es Antonio Méndez. Fue tercero entre seis
hermanos, hijo de un empleado público, en una familia que podía comprar comida
hasta el día diez de la quincena y el resto hacer sopa y colada con la venta de
ropa usada y periódicos viejos recogidos en la cuadra, o empeñando algo. Se
crió en un populoso barrio quiteño, fue a la escuela Espejo, al colegio San
Andrés, con beca, a sociología en la Universidad Pública y finalmente a
Economía, cuya carrera concluyó. Tuvo que trabajar desde los catorce, su padre
le pidió a un radiotécnico amigo que lo tuviera en su taller y allí estuvo
Antonio, casi un año, comprándole tintos al radiotécnico, ordenando la
herramienta, aprendiendo a reparar, radios, planchas y tocadiscos, y aseando el
local. Al radiotécnico lo llamaron a trabajar en la distribuidora de RCA Víctor
y se fue allá llevando a su ayudante Antonio. Al principio a Antonio lo
pusieron en el taller pero luego lo pasaron a ayudar en las ventas de
mostrador. Entonces vivió Antonio una experiencia iniciática en la vida del
comercio y la cultura, don Héctor Iza, propietario de la radiodifusora más
conocida en la época, llegó a proponer a Antonio, con disimulo, que colocara
una bombilla quemada, muy cara, como de sesenta sucres, en una caja de nueva y
la dejara en la percha mientras él se llevaba la buena, a cambio le daría tres
sucres. Antonio intimidado hizo lo que don Iza le exigía, así salió de la
confianza en el sistema y quedó iniciado en la malicia que debe existir detrás
de los pilares de la sociedad y el poder. Lo que ganaba en ese almacén era una
insignificante mensualidad, su padre siguió buscándole un empleo mejor
remunerado y consiguió que fuera al banco la Previsora. Fue el mensajero que
sumaba a diario los cheques de otros bancos que habían sido depositados en La
Previsora, balanceaba su total con el de los cajeros y transportaba físicamente
los cheques a cada uno de los bancos de la ciudad donde se habían girado esos
cheques depositados en La Previsora, para que se hicieran los respectivos
créditos. Así de mecánico era por entonces el sistema. Antonio fue eficiente,
buen compañero, por lo que lo llamaron a afiliarse al Sindicato de
trabajadores, pronto hubo una huelga pidiendo mejoras y Antonio constaba entre
los de la directiva del sindicato.
Pasó lo de siempre, en este sistema y en estos casos, La
Previsora despidió a los dirigentes del sindicato, quebró la huelga y siguió
como si nada. A Antonio lo despidieron, alguien influyente intercedió por él
ante el gerente Falconí, quien respondió “quizás yo podría perdonar a un ladrón
que robó para sus hijos, pero a un sindicalista jamás”. Antonio quedó vinculado
a la CEDOC, el secretario general del sindicato de los trabajadores de La
Previsora había sido Luis Cueva, quien pasó a ser empleado en el departamento
de formación de esa central sindical, y envió a Antonio, muy joven, de
instructor de sindicalismo a Tenguel, para que diera cursos a los trabajadores
del banano. Recibió la asignación de ley para los sindicalistas despedidos,
Antonio, con esa plata, hizo construir piezas adicionales en la casita de sus
padres y costeó un paseo de él junto a su hermano mayor y el amigo Gustavo a la
recién descubierta playa de Atacames, en la provincia de Esmeraldas, y se quedó
sin medio centavo. Poco tiempo después, la familia y en especial su madre le
exigían que aportara dinero para su manutención, pues él vivía en casa de sus
padres, se sentía expulsado, sin tener trabajo ni recursos para su
mantenimiento, estando en esa situación el Ejército llamó al servicio militar a
los de su año. Antonio encontró esa forma de salir de casa y se enroló.
Antonio fue conscripto en una unidad de artillería situada en
Libertad, provincia del Guayas. Recuerda al sargento Pisanán, pequeño y muy
bruto, el encargado de sacarles la madre a los de su pelotón. Una vez, Antonio,
por descuido puso el pie sobre el cañón, la pieza de artillería que tenía su
pelotón, el sargento Pisanán lo descubrió y ordenó castigo para todos: tres
vueltas a la loma a toda carrera, luego hizo que Antonio se arrodillara al frente
del cañón y repitiera la oración que iba inventando: “perdón piecita linda por
mi atrevimiento, te prometo no volver a pisarte en la vida” e hizo que Antonio
besara la rueda del cañón. La comida era
mala e insuficiente pero con azufre, para producir en los conscriptos un
aspecto de gordura, durante el año y más de servicio les dieron una sola parada
de uniforme, que a los pocos meses ya estaba descolorida y harapienta, tenía
parches con retazos de la camisa en todo el pantalón. A las salidas de fines de
semana tenían, los conscriptos, que ir uniformados, Antonio viajaba a
Guayaquil, a casa de unas tías que vivían en esa ciudad, se presentaba
andrajoso, con fachas lamentables, y la situación de Antonio era más grave
porque no solamente quedaba mal con las tías sino con una prima que a él le
gustaba. En las fotografías de la jura de la bandera, aparece Antonio marcial hincado
frente al estandarte, vistiendo esos harapos de uniforme. Le dieron la baja con
el grado de artillero sargento de reserva.
Cuando volvió, su padre le había conseguido empleo en una
cooperativa de ahorro, él trabajó ahí y fue a terminar los dos últimos años de
bachillerato en un colegio nocturno. Estando en aquel colegio, Antonio escribió
un ensayo sobre El Túnel de Ernesto Sábato, excelente, merecía la calificación
máxima. Mientras tanto, acompañaba a los amigos y en especial a su hermano
mayor en las cosas del momento que iban desde el apostolado laico de la Iglesia
Católica, los estudios, hasta las chupas, politiquerías, bailoteos y broncas. Su
hermano mayor que se sentía seguro teniéndolo a su lado estaba envidiosillo de
que al menor le creyeran más que a él en todo lado, y era porque Antonio era atinado,
leal y formal en todo lado. Un tipo como él, pacífico y fraterno, fue, sin
embargo, víctima de persecución por parte del gordiflón dictador Rodríguez Lara
y sus tribunales militares especiales, ¡lo sentenciaron a un año de cárcel por
subversivo y terrorista! Y anduvo clandestino todo ese tiempo. En cuanto la
sentencia prescribió y pudo andar libremente se metió en un grupo clandestino
revolucionario. Antonio dijo algo sobre su generación: fue la historia del
antipoder, en tiempos en que la historia oficial era registrada por las
radiodifusoras y sobre todo por los periódicos; la historia que existió y
pesará en la conciencia nacional por siglos, aunque parezca olvidada, es la que
se expresaba con consignas y pensamientos pintados al carbón en las paredes de la
ciudad, pues no había para comprar pintura ni existía el spray.
Por fin, como todo el mundo, fue asumido por el sistema, consiguió
un buen empleo, se casó, tuvo hijos. Pero creyó que él y su compromiso podían
mejorar el mundo, sintió que tenía el destino del mundo en sus manos, se tomó
eso en serio, sigue así.